37

Era una mañana gris y lluviosa y el viento agitaba las hojas de los árboles que ya amarilleaban. Dos perros callejeros se habían refugiado bajo un carruaje que estaba parado en la calle desde antes de que amaneciese. Desde éste, Miguel miraba a través de los cristales anhelante, expectante, con el corazón latiéndole fuertemente en el pecho al tiempo que intentaba controlar su emoción. Estaba en Hyde Park, frente a la casa de aquella mujer a la que amaba, de la que se había envenenado y cuyo único antídoto era ella misma. Sin ella, estaba seguro de que su alma moriría.

Había visto encenderse las primeras velas por la mañana y, una hora después, vio salir a un hombre con un maletín de médico. Imaginando que sería el doctor James Andry, lo siguió con la mirada escrutando su atuendo, sus andares, cómo ataba su maletín a la silla y la forma en la que se montaba en el caballo. Un sentimiento de rencor y pena se le agarró al pecho. Eran celos. Por primera vez se sentía celoso, pues ese hombre dormía todas las noches con su amada y, como no podía ser menos, lo haría con pasión disfrutando de tan bella hembra. Ese hombre despertaba todas las mañanas con el dulce olor de Inés a su lado, y él no tenía mayor anhelo que poder sentir el mismo placer, aunque fuese una sola vez en la vida.

James, totalmente ajeno a la situación, acarició el cuello del caballo, se sonó con un pañuelo la nariz y se dirigió calle arriba hacia Grosvenor Square.

Cuando Miguel le perdió de vista, volvió a fijar su atención en la casa. Con la mirada escrutando las ventanas, esperaba verla de nuevo a través de las cortinas. Tal vez de espaldas, tal vez un fugaz perfil, o incluso una mano descorriéndolas. Cualquier indicio de que allí estaba Inés le valía. Pero el tiempo pasaba lentamente y no había podido ver ningún signo de que dentro de la casa hubiese alguien. La idea de llamar a la puerta le asaltaba, pero de momento conseguía desecharla. Si alguien le viese entrar, resultaría demasiado comprometedor para ella.

Unos rayos de sol se colaron por entre las nubes iluminando el interior del carruaje. Había dejado de llover y el barrio se empezaba a animar. Los hombres salían hacia sus trabajos, las mujeres hacia el mercado, los niños a jugar a la calle y las sirvientas entraban a las casas a limpiar.

Por fin la puerta se abrió, y una mujer salió llevando un cesto.

—Inés —susurró para sí mismo Miguel, y los ojos se le humedecieron muy levemente. Estaba guapa, con un brillo especial en el rostro. Del pelo recogido en la nuca caían unos descuidados mechones a los lados de las mejillas, que lucían sonrosadas en la parte superior de los pómulos. Inés se paró en un manzano que crecía justo al lado de la entrada. Estaba cuajado de frutos rojos que iba cosechando a medida que los convertía en dulce compota.

—Querida —le dijo la señora Taylor, la vecina—. ¡Qué agradecido es este árbol suyo! Desde que lo plantó Grace, la tía del doctor, todos los otoños se llena de manzanas.

—Tome unas cuantas —dijo Ann amablemente—. Yo ya rengo compota para todo el año, pero me da lástima que se estropeen aquí.

—Pues tiene usted razón. Si no le importa, cogeré unas cuantas para hacer unos tarros y una tarta. A Frank le encanta para merendar.

—Adelante —dijo Ann—, coja las que desee.

Y con una amable sonrisa volvió a meterse en la casa. Miguel se quedó otro rato mirando la puerta, luchando entre sus ganas de ir a su encuentro y su prudencia.

Ann empezó a hacer la comida, y como cada día, en su anhelo estaba Miguel. Siempre Miguel. Puso una olla con agua sobre la cocina de hierro para que hirviese, y mientras el líquido se calentaba, subió a su dormitorio a arreglarse. Tenía que ir a Ardkinglas Hall. Ésa era la última semana que James y lord Dasser habían negociado para que Ann ayudase en la gran casa. Sentada delante del espejo, se soltó el pelo, lo cepilló con esmero, lo peinó con agua de azúcar y lo volvió a recoger en la nuca. Luego se puso una redecilla para sujetar el moño con cuidado de que ningún mechón sobresaliese. Se empolvó la cara y se perfumó con colonia de naranjas.

Cuando bajó, el agua ya burbujeaba. Sacó de la fresquera unas salchichas de cerdo que había comprado la tarde anterior. Limpió bien las tripas en un cubo de agua fría y las metió en la olla junto con unos puerros y tres zanahorias medianas. Tapó la cazuela y sacó una sartén de la alacena. La puso sobre la cocina y echó un generoso trozo de mantequilla, que empezó a fundirse lentamente. Luego sacó unas cebollas del armario y comenzó a trocearlas. Sus ojos empezaron a irritarse en cuanto la fruta de escarcha se sintió herida, y no llevaba ni la mitad cortada cuando las lágrimas le corrieron por el rostro. Los ojos le escocían cada vez más, y aunque se los enjugaba con el dorso de la mano, era incapaz de ver con claridad. Con la vista nublada por la irritación, retiró la sartén del fuego y buscó el cubo de agua fría. Lo destapó, se llenó de líquido las cuencas de las manos y se lavó la cara. Pero seguía llorando. Las lágrimas de simple irritación se mezclaban con las de la pena, la nostalgia y el profundo desamor. Regodeándose en su tristeza se dejó caer suavemente al lado de la mesa acurrucándose como un bebé, consolándose sin querer dejar de sentir lo que sufría, pues era lo único que le quedaba de Miguel.

Pasó muy poco tiempo cuando el acceso de llanto remitió. La tranquilidad le empezó a invadir el alma y se sintió más aliviada. Con los ojos todavía entrecerrados palpó la silla, pues recordaba que había dejado un trapo en el respaldo. Por fin, encontró el tacto suave del algodón y se lo llevó a la cara. Pero algo raro notó. Algo extraño al coger la tela. Una mano. Una respiración. Una presencia.

—¿James? —preguntó mientras se retiraba el paño de la cara y el miedo la sobrecogía.

Pero no era su marido quien estaba delante de ella. Un grito salió de su garganta, pero su mano lo silenció rápidamente. Creyó que se estaba volviendo loca y sintió terror.

—Inés… —dijo suavemente Miguel.

Pero Inés no respondió. Ni siquiera fue capaz de mover un solo músculo de su cuerpo. Tan sólo escuchaba en su cabeza el palpitar desbocado de su corazón.

—Inés… —repitió Miguel.

Inés, sin creer lo que veía, notó que la habitación se movía oscilante a su alrededor. Su respiración se aceleró, su pecho subía y bajaba clamando por respirar pero el fuerte corpiño se lo impedía. Se estaba ahogando en su ropa y la vista se le nubló levemente. Sus piernas se doblaron y tan sólo oyó el golpear de su cuerpo contra el suelo.

Con los ojos entreabiertos veía su dormitorio, pero le costaba moverse. Todavía estaba atrapada en algún lugar de la inconsciencia de la que luchaba por salir. Poco a poco empezó a hacerse con el control de su cuerpo y, aturdida, consiguió incorporarse levemente hasta que se sentó en la cama. Con las manos en la cara protegiendo sus ojos de la luz, intentaba recordar cómo había llegado hasta allí. Estaba cocinando, partiendo cebolla, empezó a llorar y…

—¡Miguel! —exclamó, levantándose de golpe. Miró alrededor, pero la habitación estaba vacía. Notó un balanceo. El brusco movimiento la había mareado. Lentamente, agarrada a los barrotes de la cama, volvió a sentarse mientras su corazón se aceleraba y su recuerdo la atormentaba. No sabía si era verdad o mentira, fruto de su obsesión. ¿Era Miguel, James, o un desconocido…? Esta posibilidad la asaltó de golpe.

«¿Y si no estoy sola?», pensó aterrorizada, y notó cómo el vello de la nuca se le erizaba.

Intentó levantarse de nuevo, pero esta vez lo hizo con más cuidado. Al comprobar que no se mareaba, empezó a caminar hacia el pasillo despacio, intentando no hacer ruido en las maderas del suelo y agudizando el oído. Llegó a las escaleras y comenzó a descender lentamente. No se veía a nadie. La cocina estaba solitaria. La olla y la sartén habían sido retiradas del fuego y las zanahorias y los puerros flotaban crudos sobre un agua tibia.

¿Los había retirado ella?, pensó intentando creer en esa posibilidad, porque de lo contrario, la certeza de que alguien había entrado en la casa era demasiado siniestra. Pero su mente no la engañó, y su cuerpo empezó a temblar de miedo. Por un momento el terror le impidió moverse, incluso respirar. Creyó notar a alguien a su espalda, un susurro, una invención de su mente, o tal vez no. Por fin, sus piernas reaccionaron a las órdenes de su instinto. Con la angustia retorciéndole las tripas corrió hacia la puerta de la calle, salió al jardín y golpeó la puerta de la señora Taylor.

Cuando James llegó por la tarde, Ann seguía en casa de su vecina. Estaba sentada en una butaca, acurrucada, con la mirada perdida.

—Ya está más tranquila, doctor —explicó la mujer—. Llegó histérica. Casi ni la entendía al principio. Al parecer, alguien ha entrado a robar, pero ya no está. Mi marido ha pasado a revisar la casa y todo está bien.

—¿Y ella? —preguntó el doctor.

—No lo sé. Lleva así un rato. La he dado una tila y parece que está mejor, pero no habla nada. Yo no creo que… bueno, usted ya me entiende. No llevaba el vestido roto ni nada. Ni siquiera desarreglado.

James asintió con la cabeza comprendiendo a qué se refería la mujer. Sacó un pequeño aparato de su maletín, una especie de lupa, y le miró las pupilas.

—Me la llevaré a casa. Necesita descansar —dijo el doctor, cogiendo a su esposa en brazos.

—Es que está muy mal la situación. Yo no sé adónde vamos a parar —dijo la mujer, acompañándoles a la puerta.

Una vez en su casa, James la subió a la habitación.

—Ann, cariño —le dijo suavemente.

Pero Ann no habló. Estaba con los ojos abiertos, consciente, viendo cómo su marido la echaba en la cama, cómo la desnudaba, cómo comprobaba que no había sido golpeada, cómo le abría las piernas para cerciorarse, aliviado, de que no había sido violada. Ella, mientras, se sumía en un fango de dudas. Recordaba haber tenido a Miguel delante, pero la idea era tan descabellada que pensaba que se estaba volviendo loca.

Ésa era la posibilidad que rondaba por su cabeza. En múltiples ocasiones había oído a su marido mentar a mujeres que tenían alucinaciones, que decían ver cosas que no existían y que acababan desquiciadas, atadas de pies y manos, meándose y cagándose encima, escupiendo espuma como si estuviesen poseídas y suplicando por morir. Su realidad era horrible, y su mente no paraba de reproducirla volviéndola loca de veras.

—Toma esto, cariño —le dijo James.

Y Ann bebió un vaso con líquido blanquecino. Al rato, un pesado sueño le impidió pensar en su delirio, y la mujer lo agradeció. Totalmente sumisa a la droga, se dejó arrastrar al confortable estado de la inconsciencia, y no despertó hasta el día siguiente.

La mano de la señora Galloway estaba caliente, un poco áspera, pero se movía dulcemente acariciándole la cabeza.

—Ann, querida —dijo cuando la muchacha empezó a moverse.

Ann abrió los ojos y sonrió al ver la cocinera. Una sonrisa triste, acompañada por una mirada ausente, pensativa, distante.

—James nos avisó de que hoy no podrías ir a trabajar. Así que he venido a verte.

—Gracias, Hilde —dijo Ann con afecto mientras se incorporaba un poco.

—Déjame que te ponga estas almohadas.

Ann se incorporó un poco más y la cocinera le colocó un par de almohadas en la espalda.

—Así estás más cómoda, ¿verdad?

Ann asintió con la cabeza.

—Como el recadero sólo nos dijo que estabas enferma, me había preocupado. Bueno, todos estábamos preocupados. ¡Hasta el señor me dio el día libre para que viniese a verte!

Ann volvió a sonreír sin ganas, más por amabilidad.

—Te he traído unas pastas de mantequilla, que sé que son tus favoritas. Te las subo en un momento —dijo la cocinera, levantándose.

—¿Y James? —preguntó Ann por fin.

—Ha tenido que salir. Tenía unos pacientes que ver y ha aprovechado que yo puedo quedarme todo el día.

Ann se quedó pensativa de nuevo.

—Bueno, ahora subo —dijo la cocinera.

Ann se quedó a solas en su dormitorio con sus pensamientos. Pensaba en su locura, en Miguel, en su miedo, sus alucinaciones, convencida de que estaba enferma. No lo pudo evitar, y las lágrimas afloraron a sus enrojecidos ojos.

—Aquí estoy —dijo la señora Galloway, entrando en el cuarto con una bandeja llena de pastas y dos jarras de cerveza oscura—. Te he traído cerveza de mi pueblo. Ya verás cómo te levanta el ánimo.

Ann intentó esconder la cara mirando hacia el otro lado de la habitación. No quería que su amiga la viese así. Pero era demasiado tarde.

—Ann… chiquilla… —dijo la mujer con cariño.

Pero Ann seguía con el rostro vuelto.

La cocinera dejó la bandeja en la mesa y se sentó en la cama al lado de la joven. Le cogió la barbilla dulcemente y le obligó a mirarla a los ojos.

—Mi niña, cuéntame lo que pasa.

Entonces Ann empezó a gimotear, se llevó las manos a la cara y se deshizo en lloros.

La señora Galloway la abrazó y empezó a acunarla.

—Mi niña, mi niña, mi niña… —repetía como una suave nana.

—Hilde —dijo por fin Ann—, me estoy… me estoy… —No pudo continuar.

La cocinera le dio un pañuelo y esperó a que se calmase un poco.

—Me estoy volviendo loca… —dijo Ann.

La señora Galloway la abrazó de nuevo, cerró los ojos y pensó indignada que había mulas más listas que algunos hombres.

«¿Cómo se puede ser tan torpe?», pensó la cocinera.

Cuando Ann consiguió dejar de llorar, la cocinera le limpió la cara y dijo:

—Come algo y bébete la cerveza. Voy a elegirte un vestido y nos vamos a la calle.

—¿A la calle? —preguntó Ann—. ¿Adónde?

—Obedéceme por una vez en tu vida sin hacer preguntas —dijo la señora Galloway, abriendo el armario.