LONDRES
Otoño de 1666
Hacía ya tiempo que las últimas llamas del gran incendio se habían apagado y Londres era un hervidero de actividad frenética. Sus ciudadanos se esforzaban día a día para levantarla de las cenizas y volverla a erigir como una de las urbes más grandes del mundo occidental. Con la ciudad en plena reconstrucción, todos los hombres, mujeres y niños que necesitasen un trabajo podían encontrarlo en los cientos de obras que se extendían por la zona devastada. Albañiles, carpinteros, arquitectos, herreros y aprendices de estos oficios iban de una obra a otra mientras que los hombres que no tenían estos oficios podían acarrear ladrillos, vigas de madera, arena, agua o piezas de hierro durante doce o catorce horas al día. Centenares de mujeres con comidas preparadas paseaban por las nuevas calles vendiendo carne en salsa, panceta asada, jamón cocido, pan, cebollas hervidas, quesos, salchichas, y la siempre nutritiva cerveza. Los zapateros cosían botas a destajo para los obreros, los telares producían miles de rollos de tela abasteciendo a las costureras que cosían cortinas, sábanas, colchas y mantas para vestir las casas nuevas y reponer los vestuarios quemados. Las fondas que se habían salvado del incendio estaban desbordadas. Familias enteras sin un techo bajo el que vivir se hacinaban en cada habitación compartiendo abarrotadas cocinas y letrinas comunes con los campesinos que habían llegado a la ciudad llamados por la enorme demanda de mano de obra. Estas familias se sentían afortunadas, pues muchas otras seguían refugiadas bien en los míseros hospedajes de caridad o bien en chabolas de precaria construcción alrededor de Saint George, Moorfields o incluso en Highgate, ya en las afueras de Londres. Esta carencia de hospedajes hizo que muchas de las casas que se estaban construyendo se diseñasen con la idea de alquilar varias de las habitaciones, dejando la primera planta para el uso particular de la familia y haciendo un gran negocio con el resto del edificio. Así, surgieron fondas y pensiones diseminadas por toda la ciudad, aunque la mayoría había tendido a agruparse. De esta forma atraían a más clientela, pues el viajero se aseguraba el tener cama en uno o en otro sitio sin tener que recorrer la desconocida ciudad.
Este aumento del empleo se notó rápidamente en los barrios de la clase acomodada. Desde hacía una semana no se escuchaba ningún caso de robo en las casas de Hyde Park y parecía que la oleada de atracos había remitido. Las mujeres, más tranquilas, habían dejado de reunirse por las mañanas para hacerse compañía, y los hombres habían dejado de dormir con las escopetas de caza y los cuchillos bajo la cama.
—Ann —dijo James una noche mientras su mujer ponía la mesa—. Mañana te acompañaré a Ardkinglas Hall.
Ann le miró sorprendida.
—He decidido —siguió el doctor— que, como lady Dasser ha regresado de su viaje, ya no es necesario que sigas trabajando allí. La situación se ha calmado mucho y debes volver a hacerte cargo de esta casa.
Ann asintió. Sabía que su marido tenía razón. Como pasaba fuera casi todo el día tenía su propia casa un poco descuidada. Pero por otra parte le apenaba dejar de nuevo la gran casa. No sabía por qué, pero estas últimas semanas se había sentido más animada, más viva.
—Como tú digas, James —contestó—. La mesa está lista, ¿sirvo ya la cena?
—No, querida, todavía no.
En ese momento, la pequeña verja de la entrada chirrió al abrirse y, al segundo, unos golpes sonaron en la puerta.
—¿Quién será a estas horas? —preguntó Ann.
—El doctor Hunt —contestó James—. Te dije que vendría a cenar.
Ann negó con la cabeza.
—No me habías avisado —protestó la mujer.
—Sí que lo hice. Se te habrá olvidado —replicó el doctor.
—Será eso —repuso Ann, aunque estaba segura de que no se lo había dicho.
—Ve a abrir, querida.
Ann fue hacia la puerta y abrió al doctor Hunt mientras pensaba en cómo se las iba a arreglar para dividir la cena sin que resultasen unas porciones miserables.
—Señora Andry —saludó el doctor Hunt ceremoniosamente.
—Doctor, pase. Mi marido le espera en el comedor —dijo Ann, sonriendo.
Los dos hombres se saludaron y Ann entró de nuevo en la cocina. Abrió la cazuela en donde estaba la cena y miró las dos truchas con puré de guisantes que había preparado.
«Imposible dividirlas», pensó con cierta frustración.
Miró en la despensa y se acordó de una sencilla receta de la señora Galloway que la podía sacar del apuro. Cogió pan del día anterior, lo partió en rebanadas anchas y lo empapó en cerveza suave. Batió un huevo y puso la sartén al fuego con mantequilla. Rebozó las rebanadas y las frió. No era un plato muy refinado, pero estaba sabroso.
Se quitó el delantal y sirvió la mesa. Una trucha para su marido acompañada de dos rebanadas de pan, la otra trucha para el doctor Hunt acompañada de otras dos rebanadas, y otras dos rebanadas para ella. James bendijo la mesa y los tres empezaron a comer.
—Y dígame, doctor Hunt —dijo Ann—, siguen teniendo muchos pacientes en el hospital, ¿verdad?
—Demasiados —respondió el doctor, frunciendo las pobladas cejas—. El marido de usted bien lo sabe. Pero es incansable.
James sonrió ante el halago y Ann le miró orgullosa.
—Ya no hay tantos como al principio —dijo James—, pero las curas de los quemados son largas y pueden durar incluso meses.
—Este fuego lo ha desbaratado todo —comentó Hunt.
—Sin embargo —observó James—, ¿no se ha dado usted cuenta de que la plaga ha remitido?
El doctor Hunt se quedó pensativo.
—Pues no me había fijado, pero va a tener usted razón. Tenemos muchos menos casos de peste bubónica.
—Es curioso. ¿Habrá tenido que ver en algo el fuego?
—Bobadas —dijo Hunt—. ¿Qué le parece el método que utiliza ese médico nuevo? El joven…
—¿Grant?
—Sí, ése. Al parecer su pomada está dando muy buenos resultados.
—Es una mezcla de yema de huevo, aceite de rosas y trementina.
—Además es fácil de elaborar…
—Yo estuve con él una semana y lo cierto es que muchos pacientes se recuperaban de las infecciones en las llagas —dijo James.
—¿Dónde ha estudiado?
—Al parecer —contestó James—, él viene de Oxford, pero su padre, que era cirujano, trabajó con un tal Pavé. Un francés.
—Lo cierto es que utiliza técnicas muy novedosas en cirugía. Como la de ligar las arterias cuando se practica una amputación.
—El otro día nos explicó que, al serrar un miembro, él va buscando las grandes arterias, las estrangula para evitar la hemorragia y, luego, las cose para cerrarlas antes de efectuar la cauterización con el hierro ardiendo.
Aunque Ann estaba acostumbrada a oír las conversaciones de su marido, le empezó a sentar mal la cena.
—Querido —interrumpió—, si me disculpas, no me encuentro bien. ¿Podría retirarme?
James la miró y le pareció que estaba un poco pálida.
—Claro, querida. Luego te aviso para que recojas la mesa.
Ann se disculpó con el invitado, se levantó y subió a su dormitorio. Abrió la ventana y aspiró el reconfortante aire fresco. Olía a tierra mojada y hierba. Cerró los ojos y notó de nuevo el peso de la añoranza, el vacío de la falta, el eterno nudo en el estómago al que ya se estaba acostumbrando.
A la mañana siguiente, el suelo estaba encharcado. Había estado lloviendo toda la noche pero para cuando Ann y James llegaron a Ardkinglas Hall, el sol ya se colaba entre las nubes.
—El doctor James Andry, señor —anunció el mayordomo.
—Doctor —dijo lord Dasser—, ¿a qué debemos su visita? Siéntese.
—No gracias, prefiero permanecer de pie.
—Bien —dijo lord Dasser—. Pues usted dirá.
—Vengo a agradecerle en persona su enorme amabilidad por haber acogido a mi esposa en estos días tan difíciles que hemos pasado todos.
Lord Dasser le miró y asintió levemente con la cabeza, sorprendido al tiempo que complacido por las palabras del doctor.
—Tanto usted como lady Dasser han sido comprensivos y generosos —siguió diciendo el doctor—, y me gustaría ofrecerles mis servicios siempre que de ellos necesiten, que quiera Dios que no sea nunca. Asimismo, por no querer abusar de su bondad, he tomado la decisión de que mi esposa, la señora Ann Andry, ya no siga sirviendo en esta casa por más tiempo, pues, aunque ejerce el puesto gustosamente, el problema de inseguridad por el que ustedes la acogieron ha remitido y su sitio está en su propia casa.
Lord Dasser se quedó pensativo unos instantes y luego hizo sonar la campanilla. Al momento, una criada asomó en la puerta.
—Señor.
—Avise a lady Dasser de que la espero aquí.
—Sí, señor —dijo la muchacha, desapareciendo y dejando a los dos hombres en silencio.
A James no se le ocurría por qué lord Dasser había llamado a su esposa, pero como pronto lo averiguaría, se entretuvo mirando la recargada decoración de la habitación.
Al rato, lady Dasser entró por la puerta seguida de una de sus doncellas.
—¡Doctor Andry! —exclamó al reparar en James.
—Lady Dasser —dijo el doctor, inclinándose a besarle la mano.
—Qué agradable visita. Espero que sea para bien —dijo la mujer.
—Pues no es así —dijo lord Dasser—. Al parecer, el doctor desea que Ann ya no siga a nuestro servicio.
—Oh, doctor —dijo la mujer, exagerando—, usted no puede darme ese disgusto. De ninguna manera permitiré que Ann nos deje en este momento. Yo apenas he regresado y todavía me faltan varios criados, sin contar que una decena de los que tengo son nuevos. Abbie no acaba de hacerse con la situación y yo necesito a alguien a quien no tenga que estar todo el santo día diciéndole lo que tiene que hacer. Es agotador. Aunque la casa se está recuperando necesitamos a Ann un tiempo más.
James miró a lady Dasser. Sabía perfectamente que no le convenía en absoluto llevarles la contraria.
—¿Cuánto tiempo más prestaría Ann sus servicios?
—No sé…, un mes tal vez —dijo lady Dasser sin tan siquiera pensarlo—. Mientras encuentro criados honrados y con ganas de trabajar. Es tan difícil, doctor.
Un mes le parecía demasiado a James.
—De acuerdo —dijo—: un mes desde el día de hoy, pero me gustaría que no viniese más que tres horas por la mañana. Lo justo para organizar las tareas.
Lady Dasser asintió conforme.
—Se lo comunicaré a mi esposa ahora mismo —dijo James—. Y me reitero en mis sinceros agradecimientos.
Hizo una breve inclinación de cortesía y salió por la puerta pensando en lo bien que iba a venir otro mes de sueldo de Ann.