MADRID
20 de septiembre de 1666
El sol empezaba a ponerse en el horizonte de la ciudad, allá en las lejanas sierras de Gredos, pintando una atardecer con acuarelas rosas y naranjas. Las frescas tardes de septiembre hacían que Madrid se recuperase del infernal verano, e incluso ya se agradecía una manta sobre la cama al llegar la noche. Cuando Miguel salió del Real Alcázar, la sombra del palacio se alargaba hasta el monasterio de Santo Domingo el Real, en cuyas ventanas se reflejaba el sol de poniente. Se sentía cansado. Llevaba todo el mes sumergido en montañas de archivos y cartas, revisando las anotaciones de los movimientos de funcionarios y militares, en el empeño de averiguar quién podía estar pasando información tan delicada a los ingleses. Aunque amaba su trabajo, odiaba la burocracia, el papeleo y los asuntos de sala. Los períodos en que tenía que permanecer a la espera de que le asignasen algún viaje se le hacían largos y tediosos, y más en este momento. Había usado todas sus influencias para ser destinado de nuevo a Londres, pero esos asuntos se movían lentamente cuando no existía un motivo claro.
Atravesó la plaza de delante del Alcázar, esquivando a los que allí se congregaban en espera de ser recibidos o contestados por parte de la Corona, y con los que se mezclaba todo tipo de gentes, entre ellos vendedores ambulantes o buscavidas.
Callejeando por los alrededores de San Nicolás llegó a la calle Mayor y se internó en la bulliciosa Plaza Mayor, en donde los gremios, vendedores y mercaderes trabajaban en una completa confusión, a pesar de que el Consejo había intentado ordenar estas prácticas dándoles una ubicación concreta. Debido al gran mercado que allí se montaba, a las tiendas y tenderetes y a las ganas del madrileño de salir a la calle, tanto la Plaza Mayor como las calles adyacentes se convertían en un reguero de hombres y mujeres, niños y ancianos que subían y bajaban, entraban y salían, compraban y vendían o robaban, en un ajetreo continuo.
Por fin, Miguel llegó a su casa en la calle de Atocha, en donde el patio interior proporcionaba a su dueño calma y quietud en un Madrid que nunca descansaba. Un mozo le ayudó a cambiarse la ropa de calle por otra más elegante. Esa noche estaba invitado a una velada en casa de don Felipe Ferrero, comerciante de especias que había extendido su mercado por los reinos del Oriente próximo.
Aun a sabiendas de que Miguel no era muy amante de estas reuniones sociales, el padre Jorge había insistido en que le acompañara. Quería que conociese a sus sobrinas, unas encantadoras jovencitas que acababan de ser presentadas en sociedad. El fraile de los agustinos estaba empeñado en liberarle del enamoramiento que había contraído en Londres como si fuese una enfermedad, y en los últimos dos meses ya le había presentado a una decena de futuras esposas. Unas jovencitas y otras no tanto, unas deliciosamente hermosas y otras con otras atractivas virtudes, unas sosas y otras alegres y dicharacheras. Pero ninguna era Inés.
—Señor —anunció el muchacho mientras le ajustaba la camisa—, el carruaje está listo en el patio.
—Bien —dijo Miguel distraído—. Ahora bajo.
Cuando el muchacho salió de la habitación, Miguel fue hacia el escritorio, abrió un cajón y sacó la carta de Inés. Miró su cuidada caligrafía, tocó las letras y la añoró profundamente. Pero sólo un segundo. En cuanto notó que la pena le invadía el alma, dejó la carta de nuevo como si quemase, cerró el cajón con llave y bajó rápido las escaleras huyendo de sí mismo.
* * *
El carruaje se paró en la calle Alcalá, frente a una gran casa cuya fachada estaba iluminada por varios faroles. Un lacayo le abrió la puerta y Miguel bajó sin mucha gana.
—Los señores están en el salón del jardín. Acompáñeme, por favor —dijo un mayordomo.
Miguel, detrás del criado, recorrió una galería de amplios ventanales decorados con mosaicos que disimulaban la actividad del patio interior. Por el ruido, Miguel adivinó a la servidumbre que entraba y salía transportando grandes fuentes, carritos llenos de bandejas, botellas y platos. Una ventana estaba entreabierta, y al otro lado se podía ver una habitación iluminada por grandes candelabros en la que una mujer con blanco mandil daba órdenes orquestando a sus ayudantes. Olía a carne asada y a ajo frito, signos de que la cena estaba a punto de comenzar. El mayordomo abrió una cancela de hierro y salieron a un jardín repleto de plantas: jazmines, buganvillas, madreselvas y geranios adornaban el camino enlosado que atravesaba hacia el otro lado, en donde un amplio salón se abría con grandes ventanales al exterior. Don Felipe, en sus viajes al Oriente próximo, había quedado fascinado por el uso que los árabes hacían de sus patios interiores, fundiéndolos con una o varias salas del interior de la casa. Él, con el consentimiento de su mujer, había intentado hacer algo parecido pero adaptándolo a las comodidades y gustos occidentales. Así, el sobrio salón castellano de contundentes muebles exhibía unas recargadas y gruesas alfombras, candelabros de marfil, celosías en las ventanas en lugar de cortinas y cuadros en las paredes evocando tierras del desierto. El resultado de esa mezcla le resultó a Miguel poco menos que curioso.
—Miguel de Buroaga —anunció el mayordomo.
—Miguel —dijo el padre Jorge, levantándose de la mesa—, has llegado justo a tiempo. Todavía no han servido. Ven que te presente.
Presidiendo la mesa estaban los señores de Ferrero con sus dos jóvenes hijas a la derecha de la madre, y sentados a ambos lados, la marquesa viuda de Alfarache, los señores de Menéndez, el capitán Fernández-Lucio y los señores de Marcos.
—Disculpe mi inexcusable tardanza —dijo Miguel, besando la mano de la anfitriona.
—Sobran las disculpas —contestó la señora de Ferrero—. Estamos honrados de tener al ahijado del capitán don Plácido Balaguer bajo nuestro techo.
—¿Conocieron ustedes a mi padrino? —preguntó Miguel sorprendido.
—Por supuesto —dijo el Señor Ferrero—. Y guardamos muy buen recuerdo de sus visitas.
Miguel se sentó entre la marquesa de Alfarache y la señora de Menéndez. Una camarera sirvió el primer plato: gazpacho.
—Precisamente, él siempre alababa el gazpacho de nuestra cocinera —dijo la anfitriona.
Miguel asintió. Recordaba que, estuvieran en el país en el que estuviesen, cuando el verano llegaba, su padrino se metía en la cocina para enseñar a la cocinera cómo se hacía un buen gazpacho andaluz.
La velada transcurrió apaciblemente y Miguel se alegró de haber acudido por fin. Las hijas de los señores de Ferrero no hablaban mucho, pero se las veía educadas y discretas. Y una de ellas, en concreto, le resultó especialmente atractiva.
«Tal vez, a los postres, podría entablar alguna conversación con ella», pensó.
El segundo plato llegó caliente: lechoncillos al ajo.
—Mi sobrino Jorge —dijo la señora de Ferrero— nos ha hablado mucho de usted y de su buena amistad.
—Buena y antigua —dijo Miguel, sonriendo.
—¿Se conocen ustedes desde hace mucho? —preguntó la marquesa viuda.
—Los dos estudiamos juntos en los agustinos —dijo el padre Jorge—. Pero con Miguel no pudieron conseguir que oyese la vocación sacerdotal.
Los hombres rieron cómplices entre ellos.
—¿Habéis oído lo de Londres? —dijo el señor Menéndez mientras cortaba la tierna carne.
—Ha sido una catástrofe. ¡Terrible! —respondió don Felipe.
Miguel, al oír el nombre de esa ciudad, dejó de escuchar la conversación de la marquesa de Alfarache sobre la festividad de la Virgen de su pueblo y puso toda su atención en la otra conversación.
—Un horror. Yo no quiero ni imaginarlo —comentó la señora de Marcos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Miguel.
—¿No se ha enterado? —preguntó sorprendido el anfitrión—. Todo el mundo lo comenta.
—No… no. ¿El qué?
—Un enorme incendio ha destruido la ciudad casi por completo —aclaró el capitán Fernández-Lucio.
—Pero eso… ¿cómo es posible? —dijo Miguel, empezando a preocuparse.
—Decía el periódico que se inició en una panadería —explicó el anfitrión.
—¿Cuándo ocurrió?
—A primeros de septiembre —respondió don Felipe.
—Creo que usted ha estado allí, ¿verdad, amigo Miguel? —preguntó el capitán.
—¿En qué parte fue? —inquirió Miguel.
—Casi toda la ciudad… —respondió el señor Ferrero—. Parece mentira que eso pueda ocurrir en nuestros tiempos.
—Y eso que, según creo, es incluso más grande que Madrid —dijo el capitán—. ¿No es así, Miguel?
—Sí, sí… ¿Tiene usted el periódico? —preguntó Miguel con el corazón latiéndole de ansiedad.
—Claro que sí. Ahora se lo hago traer.
Con la mano llamó a uno de los sirvientes, le dijo algo al oído y el criado salió del comedor.
—Le noto preocupado —comentó la marquesa viuda de Alfarache—. ¿Tiene conocidos allí?
—Algo así —dijo Miguel, intentando ser amable.
—Qué horror. Tiene que ser terrible no saber qué ha sido de sus vidas —observó la señora de Marcos.
—¿Y son muy amigos de usted? —preguntó la viuda.
—Bueno…, sí… —masculló Miguel, impacientándose por el periódico.
—Y usted que ha estado allí —dijo el señor Menéndez—, ¿es cierto que llueve tanto?
Miguel le miró sin saber a qué venía esa tontería de pregunta.
—Porque digo yo que si llueve tanto como he oído, el fuego se debió de apagar pronto, ¿no? —razonó de nuevo el hombre.
Miguel, sin saber qué hacer ante semejante comentario, simplemente lo ignoró y rogó a Dios que Inés estuviese bien.
La puerta se abrió, el criado entró con un periódico en las manos y se lo entregó al señor Ferrero.
—Tome Miguel —dijo el hombre—: La Gaceta Nueva.
Miguel la cogió y buscó entre las hojas la noticia del incendio. Allí estaba, bajo un titular que rezaba:
GRAN INCENDIO EN LONDRES
Y con un nudo en la garganta comenzó a leer.
Mientras, el padre Jorge le observaba preocupado. Por la expresión de su cara, sabía lo que su amigo iba a hacer.