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LONDRES

1 de septiembre de 1666

La fragata de Henry Morgan amarró en el puerto de Londres una mañana de sábado soleada y ventosa. Todavía no bacía frío, pero la cercana llegada del otoño se empezaba a notar. Henry bajó del barco llevando una bolsa de ante colgada al hombro, y en ella, el cartucho de plata y oro. Subió al coche que le estaba esperando y miró por la ventana la enorme y bulliciosa ciudad. Estaba feliz, pues su recompensa estaba cada vez más cerca. Ya se veía sentado en el sillón del gobernador de Jamaica, despachando papeles, siendo agasajado por los ricos hacendados para obtener favores, rodeado de lujo y mujeres. Ostentando poder sobre las vidas de todos los que en esa isla vivían. Unos amigos y muchos enemigos. Al pensar en estos últimos, una sonrisa maliciosa le cruzó la cara.

El coche se paró delante de la cancela de Ardkinglas Hall y el pequeño Billy abrió para que pasasen. Lord Dasser esperaba en la entrada de la casa impaciente, restregándose las manos compulsivamente y rezándole a Dios para que todo hubiese salido bien.

—Lord Dasser —dijo Morgan, bajándose del coche.

—Señor Morgan —saludó lord Dasser, tendiéndole la mano—. Pasemos a mi despacho. Estoy ansioso por que me cuente cómo le ha ido en nuestro negocio.

Morgan sonrió ampliamente mientras entraba en una habitación iluminada por un ventanal que daba a los rosales del jardín. Una mesa labrada con incrustaciones de nácar presidía la estancia junto con cuatro sillones que la rodeaban. En las paredes, una decena de cuadros de familiares y antepasados colgaban sobre la verde tela que decoraba la estancia. Tras la mesa, una larga estantería de puertas de cristal almacenaba libros de cuentas, de geografía, mapas de relaciones y un sinfín de documentos referidos a sus negocios.

—Si no me equivoco, su expresión dice que todo ha ido como esperábamos… —comentó lord Dasser, cerrando la puerta tras de sí.

—Efectivamente —dijo Morgan, apoyando la bolsa sobre la mesa.

Lord Dasser le miró esperando que sacase lo que adivinaba que llevaba dentro, pero Morgan no se movió. También parecía esperar.

—¿Lo tiene ahí? —dijo por fin, impacientándose.

—¿Y el conde? —preguntó Morgan.

—Ya le he mandado avisar. Estará a punto de llegar —dijo lord Dasser—. Pero que no esté no es óbice para que me enseñe nuestro encargo.

Morgan levantó los hombros y pensó que, realmente, a él le importaba un carajo si estaba o no. Así que abrió la bolsa, sacó el cartucho y lo puso sobre la mesa.

—¿Y lo mío? —preguntó Morgan.

—De eso no tiene que preocuparse —respondió lord Dasser deseoso de abrir el paquete—. En unos días empezaré a arreglarlo todo.

—Muy bien, pues entonces en unos días nos veremos —dijo Morgan, cogiendo de nuevo el cartucho. Pero la mano de lord Dasser le agarró el brazo antes de que pudiese introducirlo en el bolso.

Los ojos de Morgan fueron al encuentro de los del hombre que estaba desafiándole y las dos miradas se agredieron en un silencio tenso. Los dedos de lord Dasser se clavaron en el antebrazo de Morgan, y el sonido del puñal del pirata al desenvainarse lentamente flotó en la habitación. Por fin, lord Dasser comprendió que tenía las de perder si llegaba a la lucha, y soltó el brazo de Morgan.

El corsario terminó de meter el cartucho en su bolso, se arregló el sombrero lentamente y se dio la vuelta sin dejar de estar atento a su espalda.

—Dentro de cuatro días volveré —dijo desde la puerta—. Cuatro días.

Morgan entró en el carruaje de lord Dasser de nuevo.

—A Thames Street —dijo malhumorado por la breve visita.

El coche se puso en marcha y cuando salieron de Ardkinglas Hall, Morgan echó las cortinas y sacó el cartucho del bolso.

—¡Hijo de mil demonios! —exclamó, acordándose de lord Dasser—. ¡Se pensará que soy imbécil!

Se desabrochó la casaca y la blusa, se bajó las calzas hasta la rodilla y se ató el cartucho a la cintura con las correas del bolso. Luego volvió a subirse las calzas, se puso la camisa por fuera y se abrochó la casaca.

—Un poco barrigón pero nada extraño —dijo para sí, mirándose la abultada tripa.

Cuando llegaron a la zona portuaria, bajó de coche y despidió al cochero. Tenía hambre y pensó que ya debía de ser la hora de almorzar. Desde donde estaba se veía su barco en la otra orilla del ancho río, pero no quería volver allí. Si lord Dasser mandaba a alguien para robarle el cartucho, allí es donde le buscarían primero. No se fiaba de él, y un hombre tan poderoso y con tantos contactos podía ponerle en apuros, así que empezó a callejear buscando una fonda en la que acallar sus tripas y descansar. Mientras caminaba entre vendedoras de pescado, zurcidores de redes, borrachos y mendigos, pensaba en lo que iba a hacer cuando fuese gobernador de Jamaica, sin darse cuenta de que la gente al pasar se le quedaba mirando. Llamaba la atención su estrafalario atuendo, resultado de mezclar ropas tan dispares como una camisa de fina seda con unas calzas más adecuadas para la vida en un bario, bolas de marinero y chaleco de seda adamascada. Todo adornado con sortijas, pendientes y collares de diversa índole.

Miró en varias tabernas, pero ninguna le convencía. Unas muy llenas, otras totalmente vacías, y otras demasiado asquerosas incluso para él. Al doblar una esquina vio una pequeña fonda de la que salían unos marineros de su tripulación.

—¡Capitán! —dijo uno de ellos—. ¡Aquí!

Morgan se acercó y comprobó lo borracho que estaba el que le había llamado.

—Señor —dijo el marinero—, si quiere llenar el buche, aquí puede hacerlo la mar de bien. Y no es la bazofia que nos dan en el barco.

Morgan le miró fijamente. Un silencio se hizo a su alrededor mientras el borracho seguía andando sin reparar siquiera en lo que acababa de decir y a quién se lo había dicho.

—Capitán —se excusó otro marinero que parecía más entero—, no se lo tenga en cuenta. Ha bebido demasiado y…

Morgan le miró en silencio y sin decir nada entró en la posada ignorando a su tripulación. No tenía ganas de jaleo. Sólo quería comer.

El olor a guiso y a cerveza inundaba el local. Un plato de carne de buey con cereales cocidos, una rebanada de pan y una jarra de cerveza le hicieron olvidar poco a poco el incidente con lord Dasser. Y ya con el estómago lleno, pensó que necesitaba un poco de diversión.

—¡Guapa! —dijo, llamando a una de las muchachas que despachaban.

La joven le miró y movió su corpulento cuerpo entre las mesas con la agilidad de quien lo había hecho mil veces.

—¿Caballero?

—¿Tienen habitaciones?

—Alguna hay libre —dijo la muchacha mientras fregaba la mesa con un trapo más sucio que la roña que limpiaba—. Hable con mi padre. Aquel de allí.

—Prefiero hablar contigo —espetó Morgan, sonriendo y enseñando los dientes sucios—. ¿Con esto vale?

La muchacha vio una moneda de un chelín sobre la mesa.

—Seguro que sí.

—También quiero… entretenerme —insistió Morgan, mirándole sin disimulo el escote, por el que asomaba un generoso pecho.

La camarera miró al hombre que tenía enfrente de arriba abajo, sus excesivas joyas, su piel morena por el mar y la peculiar ropa, y echó una sonrisa ladeada. Sabía el tipo de diversión que le gustaba a esa clase de hombres.

—Cuando salga de aquí, gire la segunda calle a la derecha y verá, en un callejón, una puerta con un cartel verde —dijo la joven.

Morgan asintió.

—Diga que va de parte de Beth.

Morgan sonrió, lanzó un par de monedas sobre la mesa en las que iba incluida la propina y desapareció por la calle. Cuando llegó frente a la puerta con el cartel verde, la empujó y comprobó que estaba abierta. Un pasillo oscuro y húmedo se adentraba en la casa, y había otra puerta al final con un hombre delante sentado en una silla.

—Vengo de parte de Beth.

El hombre le miró de arriba abajo y abrió la puerta. El sonido de voces, carcajadas y música acompañó al olor de sudor, cerveza derramada y sangre seca. Morgan entró en una gran habitación repleta de gente y miró a su alrededor. Hombres bebiendo, prostitutas ejerciendo su profesión y, en un rincón, una pelea de gallos destrozándose. Morgan se sentía como en casa. Se palpó el cartucho y acarició el pomo de su espada de forma instintiva. Sabía que no debía estar allí. Lo que llevaba encima valía demasiado como para arriesgarse a perderlo, pero, por otra parte, confiaba en su destreza en las peleas. Si alguien se le acercaba demasiado, no dudaría en rajarlo de lado a lado.

Las campanas de las iglesias anunciaban la una de la madrugada cuando, no muy lejos de allí, a tan solo cuatro calles, un criado se levantaba alarmado por las llamas que devoraban la casa, una vieja y prestigiosa panadería propiedad de Thomas Farynor, panadero del rey Carlos II de Inglaterra.

Los gritos en la calle despertaron a Morgan. Se levantó de la cama y miró por la estrecha ventana. Hombres, mujeres y niños subían corriendo por la calle desde el puerto.

—¡Fuego! —gritaban aterrorizados—. ¡Fuego!

Morgan se puso los pantalones, se colocó de nuevo las cintas del cartucho y bajó las escaleras en tres saltos.

—¿Qué pasa? —le gritó al tabernero, que salía en ese momento de su habitación con el camisón abierto.

—¡Fuego, señor! —dijo un chiquillo, que se refugiaba de ser arrollado por la marabunta—. Fuego en Pudding Lane, señor.

—¡Dios nos proteja! —exclamó el tabernero mientras corría a vestirse.

Morgan salió a la calle y se unió a la gente que intentaba alejarse lo más posible de un incendio que estaba empezando a propagarse con rapidez. Se alimentaba devorando las humildes casas construidas con madera y paja, envolviéndolas en su abrasador manto de destrucción. Cuando Morgan consideró que estaba lo suficientemente lejos del incendio, se paró a recuperar el aliento. A su alrededor, hombres y mujeres lloraban desesperados la pérdida de sus casas, de sus negocios o de las dos cosas a la vez. Tan sólo les quedaba lo que llevaban encima, que en la mayoría de los casos se trataba de un camisón y un chal.

De repente, la luz y el humo que salían de la ribera norte del río se volvieron más vivos, más grandes, más terroríficos. Las llamas habían alcanzado los almacenes de heno y grano que se apilaban en la cercana Fish Street Hill, y de ahí pasaron casi inmediatamente a devorar la iglesia de Saint Margaret. En el oscuro cielo londinense miles de pavesas volaban a capricho del fuerte viento que se había levantado, y el corsario pensó en su barco. Estaba a salvo en la otra orilla del río, pero aun así tenía que llegar hasta él para dar la orden de zarpar. Quería alejarlo de allí cuanto antes, y para eso tenía que cruzar el puente. El fuerte aire que venía del este empujaba las llamas hacia donde él se encontraba. Sin duda, la única forma de llegar era dando un gran rodeo por el otro lado. Corrió todo lo que pudo chocándose con la gente que huía en sentido contrario. A base de codazos, empujones y algún puñetazo consiguió llegar a la orilla del río. Allí, a unas pocas calles, estaba el puente, y ya muy cerca de él, las llamas devastaban la ciudad. Sin perder tiempo en pensar corrió mientras notaba cierta sensación de familiaridad en el ambiente. El denso humo inundándole los pulmones, el calor insoportable, los terribles gritos de auxilio de los que quedaban atrapados y el estruendo de las casas al derrumbarse le recordaron a las batallas navales. Y también, para qué negarlo, a las decenas de aldeas y ciudades asaltadas cruelmente que quedaban reducidas a cenizas después de ser saqueadas.

Pronto llegó al puente, en donde los habitantes de las casas que lo bordeaban corrían despavoridos hacia la otra orilla del río. Burros y caballos cargaban con los pocos enseres que se podían salvar. Todos querían, tenían que ir más rápido. El fuego estaba demasiado cerca. Había que huir.

Una gran explosión atronó en el aire. El incendio había alcanzado Thames Street, en donde estaban los almacenes del astillero repletos de madera, combustibles, aceites, cáñamo, sebo, carbón y alcoholes. Entonces, las llamas se elevaron hasta el cielo abrasándolo como un gigante venido del mismo infierno. La locura del terror se apoderó de todos los que lo presenciaban desde el puente. Vieron avanzar hacia ellos las enormes lenguas de fuego, y la avalancha de gente huyendo fue imparable. Los que desgraciadamente tropezaban y caían eran arrollados por la masa, que los pisoteaba sin detenerse a mirar si el bulto que aplastaba era un hombre, un anciano, una mujer embarazada, un niño o un perro. El corto recorrido hacia la salvación se hizo más largo que nunca para los cientos de personas que se apretaban en el atestado puente. Muchos perecieron aplastados, otros asfixiados y otros a causa del propio miedo que les paralizó el corazón.

Cuando Morgan por fin consiguió llegar al otro lado, se dejó caer exhausto sobre la fría hierba. Miró hacia atrás y vio cómo las primeras casas del puente empezaban a ser consumidas por las llamas. La visión de Londres era como la del infierno mismo, y poco podía imaginar que sería mucho peor de lo que ya estaba siendo. Se levantó y se apresuró en llegar al barco.

—¡Capitán! —gritó uno de los marineros de guardia cuando Morgan subió a bordo—. ¡Me alegro de verle a salvo!

Morgan le miró agradecido y ordenó que levasen anclas.

—Pero, señor —arguyó un oficial—, faltan aún muchos hombres.

—Ya regresarán —contestó sin más.

Al poco, la fragata se alejaba por el río dejando atrás el cielo incendiado de Londres.

El alba iluminó el horizonte, pero la llegada de la luz no trajo consuelo para los habitantes de la ciudad, pues el fuerte viento seguía avivando cada vez más un fuego que se había vuelto completamente incontrolable. Las brigadas ciudadanas que se formaron contra el incendio poco podían hacer ante la magnitud del desastre. Armados tan sólo con cubos de agua, lo único que conseguían era dejarse la piel. El alcalde había ordenado destruir las casas que se encontraban en el camino de las llamas en un intento de hacer cortafuegos que dejasen sin combustible al rojo elemento. Miles de voluntarios armados con martillos, hachas y sus propias manos derrumbaban las casas al tiempo que filas y filas de hombres y mujeres se pasaban los tablones, vigas y demás maderas hasta que eran arrojados al río. Al mismo tiempo, soldados reales demolían las casas con pólvora, pero de poco servía, pues la ingente cantidad de escombros que se producía era demasiado grande para poder ser retirada antes de que el fuego llegase. La situación era incontrolable y muchos llegaron a la conclusión de que sólo les quedaba rezar para que Dios se apiadase de ellos.

Ann, desde su casa de Hyde Park, miraba por las ventanas constantemente hacia la ciudad como el resto de sus vecinos. De momento, su vecindario estaba lo suficientemente lejos como para tener esperanzas de salvarse, pero al mismo tiempo oía el atronador ruido de decenas, centenas de casas desapareciendo, y veía la enorme humareda subir hacia el cielo y caer en forma de cenizas sobre su jardín. Cenizas de vidas deshechas que el viento llevaba hacia allí como presagio de un posible futuro. Las lágrimas le corrían por la cara silenciosas, pausadas, sin prisa por caer, pues detrás de ellas iban muchas más. Sentía el dolor y la desolación de las miles de personas que estaban padeciendo aquel infierno. La compasión, la impotencia, el miedo y la incertidumbre se mezclaban en su alma y se manifestaban en llanto.

Ann estaba esperando que James regresase, pero las horas pasaban y ella seguía sola. Su marido había salido temprano nada más conocer el suceso para unirse a las brigadas de auxilio. Cientos de heridos necesitaban ayuda y el alcalde había convocado a todos los doctores, cirujanos y barberos de la ciudad para que prestasen sus servicios gratuitamente.

Ya se había hecho de noche cuando unos fuertes golpes en la puerta la asustaron. Era la señora Taylor, su vecina.

—¡Ay, Ann! —dijo la mujer muy alterada—. Vengo a prevenirle. Cierre bien las ventanas y las puertas. Mi marido dice que están asaltando las casas por toda la ciudad.

—¡Dios mío! —exclamó Ann—. ¿Y la guardia?

—Está ocupada apagando el incendio. Estamos en manos de Dios —respondió la mujer, persignándose.

—Muchas gracias por avisarme.

—¿Está sola? —preguntó la mujer, estirando el cuello para mirar dentro de la casa.

—Sí, sí, pero James estará a punto de llegar.

—Bueno —dijo la mujer yéndose—, si necesita cualquier cosa… La dejo que tengo que avisar a la señora Lugger.

Ann se metió en su casa y cerró la puerta con llave. Luego cerró la puerta que daba al patio y comprobó que todas las ventanas tenían el pestillo echado.

«No creo que vaya a pasar nada», pensó, pero tampoco estaba tranquila.

Cogió su cesta de bordar, fue a la cocina y empezó su labor. Era la mejor forma de distraerse.

Las campanas de la iglesia dieron las doce de la noche, luego la una, luego las dos. Ann estaba adormilada en la butaca del comedor. No había subido a la alcoba a dormir. No se sentía a gusto allí arriba sola. Prefería esperar a que su marido volviese. Pero no volvía.

Un rumor lejano la sacó de su duermevela. El sonido se acercaba con violencia, los perros ladraban y una muchedumbre de gente apareció por el final de la calle. Cristales rotos, golpes y gritos se oyeron unas casas más allá. Ann, con el corazón batiéndole de miedo, apagó la vela que tintineaba tranquila y buscó algo con que defenderse. No tenían armas, James las aborrecía, así que fue a la cocina y cogió el cuchillo más largo que encontró. Se lo pegó al pecho y se escondió tras las cortinas mientras miraba con los ojos muy abiertos la oscuridad de la calle. Un hombre cruzó frente a la casa, después tres que hablaban a gritos mientras bebían de pequeños toneles, y al final, un grupo de unos veinte hombres pasaron golpeando la valla de madera, peleándose y riéndose mientras se enseñaban los unos a los otros el reciente botín. Eran malnacidos, ladrones y asesinos que vieron en la tragedia de la ciudad una oportunidad para adueñarse de lo que no era suyo sin preocuparse por las consecuencias.

—Gracias a Dios —dijo Ann en voz alta cuando vio al grupo pasar de largo.

Pero su miedo permanecía. La iglesia tocó tres campanadas, luego cuatro, luego cinco, y el alba clareó el horizonte mientras Ann seguía inmóvil junto a la ventana, con el cuchillo en las manos y rezando una y otra vez sin parar.

No eran aún las seis de la mañana cuando oyó llegar por la calle los cascos del caballo de James.

—¡James! —gritó aliviada por verle de nuevo.

El doctor, con expresión de profunda desolación, las ropas manchadas de hollín y sangre y dos cercos morados bajo los ojos entró en su casa y se dejó caer en una silla de la cocina.

—James, ¿cómo estás? —preguntó Ann, aunque la respuesta era obvia, y el doctor, incapaz de pronunciar una sola palabra, descargó su llanto en la intimidad de su hogar. Llevaba casi dos días, desde el comienzo del fuego, sin dormir, sin apenas comer y sin poder hacer otra cosa que intentar curar a los miles de heridos que llegaban a los improvisados hospitales. Como si de un campo de batalla se tratase, los quemados y contusionados estaban tendidos unos al lado de otros sobre la fresca hierba que rodeaba la iglesia de Saint Clement. Todos los médicos de la ciudad más otros muchos venidos de los alrededores corrían de herido en herido intentando hacer milagros con manos de hombre. Las pomadas, las vendas y los instrumentos escaseaban, pues todas las boticas del centro habían desaparecido junto con su mercancía. Con lo que podían, separaban las ropas pegadas a la piel quemada y deshecha, y limpiaban las profundas heridas con el agua del que disponían, que en muchos casos no había dado tiempo a que hirviese siquiera.

—Te calentaré la comida —dijo Ann con cariño.

—Gracias, querida —dijo James con un hilo de voz—. Mientras, iré a echarme un rato.

Ann vio a su marido subir por las escaleras, abatido, encorvado sobre sus hombros, avanzando despacio como si cada peldaño fuese un obstáculo enorme que salvar. Oyó cómo cerraba la puerta del cuarto, y se apiadó de él. Era un buen hombre y, en esta ocasión lo estaba demostrando con creces.

Avivó las brasas de la cocina y puso una cacerola encima con un trozo de manteca. Añadió la carne de cerdo y unas rebanadas de pan duro que se freiría con la grasa. Al poco tiempo, el líquido empezó a burbujear, lo movió con una cuchara de palo, tapó la cacerola y la retiró del luego hasta que lames se levantase de nuevo.

El doctor, acostado con la misma ropa con la que había llegado, intentaba dormir, pero su mente, lejos de descansar, no paraba de reproducir en pesadillas los desgarradores gritos de dolor y los rostros desfigurados que llegaban a él. Su cuerpo tampoco podía calmarse, y se movía de un lado a otro de la cama intentando encontrar una postura cómoda en la que dejarse arrastrar al sueño. No sabía cuánto tiempo había pasado. Puede que dos minutos o una hora, pero después de estar sumido en un agotador duermevela que sólo le estaba aportando un terrible dolor de cabeza, decidió incorporarse y bajar a comer.

Cuando Ann le vio de nuevo bajando las escaleras con más cara de cansancio si cabe, se imaginó que no habría podido dormir.

—Siéntate a la mesa, James —le dijo cariñosamente—. Después de comer, seguro que concilias mejor el sueño.

Y así fue. Después de una silenciosa comida, pues ni a James le apetecía hablar ni Ann se atrevía a preguntarle, James se quedó profundamente dormido en el sillón del salón.

Cuando se despertó, ya estaba atardeciendo.

—¡Ann! —gritó desconcertado. No sabía cuánto tiempo había dormido. No sabía qué había pasado con el incendio en ese tiempo, ni qué sería de sus pacientes.

Ann entró en la sala corriendo desde el jardín.

—¿Qué pasa, querido? —preguntó asustada—. ¿Estás bien?

—¿Qué hora es? —inquirió ansioso el doctor.

—No sé, deben de ser… —comenzó a decir Ann.

—¿Por qué me has dejado dormir tanto? —dijo James enfadado—. ¿Y el incendio?

Ann le miró apenada.

—Sigue avanzando.

—Por Dios bendito… —susurró James—. Tengo que irme.

Subió al cuarto, se cambió la camisa y bajó corriendo. Ann le esperaba con su maletín en las manos.

—Te he metido un bizcocho de mantequilla y…

Pero James no dejó que terminase. De hecho, ni siquiera la había oído empezar. Sólo cogió el maletín y salió por la puerta.

—¡James! —gritó Ann cuando éste ya se había subido al caballo.

James la miró con expresión de estar pensando en mil cosas.

—Tengo miedo de quedarme aquí sola… —dijo Ann sin atreverse a quejarse.

—Ve con la señora Galloway a casa de lord Dasser. Seguro que no tienen reparos en que te quedes allí.

Y diciendo esto, espoleó a su caballo y se alejó calle abajo.

Ann se quedó en la puerta de su casa viendo cómo su marido se alejaba.

—Ten cuidado… —susurró.

Después de una hora, Ann llamaba a la entrada de servicio de Ardkinglas Hall.

—¡Ann! —exclamó sorprendida la señora Galloway cuando vio a la muchacha entrar en su cocina—. ¡Cuánto me alegro de verte! Estaba preocupada por ti, ¿qué haces aquí? ¿Estás bien?

Ann se abrazó a la cocinera buscando consuelo y la señora Galloway la apretó con cariño.

—¿Puedo quedarme a dormir? —dijo Ann casi suplicante—. James está atendiendo a los heridos y tengo miedo de quedarme sola.

—Bueno… —dudó la cocinera—, imagino que sí, pero ya sabes que tendrás que pedirle permiso a la señora.

—Sí, claro, ¿dónde está?

—Debe de estar en su habitación. Hace poco que ha pedido una infusión de manzanilla porque está muy nerviosa… histérica, diría yo.

—Sí, es horrible lo que está pasando —comentó Ann—. Este fuego parece que no va a parar nunca. Es como si Dios nos hubiese abandonado.

La señora Galloway hizo un gesto de preocupación, una mueca, con las mandíbulas apretadas y la frente llena de arrugas.

—¿Crees que parará antes de llegar hasta aquí? —preguntó Ann, esperando una respuesta esperanzadora, como cuando de niña preguntaba a su madre cuándo terminaría la tormenta.

—Eso espero, chiquilla, eso espero… —dijo la cocinera mientras con la mano llamaba a la criada.

Una pequeña niña pecosa y con dos trenzas a los lados entró en la cocina.

—Mimi —le dijo la señora Galloway—. Dale recado a lady Dasser de que Ann Andry necesita verla.

La niña hizo una pequeña reverencia y desapareció escaleras arriba.

—¿Quién es? —preguntó Ann con curiosidad.

—Acaba de entrar. Es mi sobrina, la hija de mi hermana menor. Me la traje del pueblo y no para de hacer reverencias a todo el mundo —dijo la señora Galloway divertida.

—Se la ve muy dispuesta —comentó Ann.

Al poco tiempo volvió a aparecer la niña.

—La señora dice que suba a verla —dijo Mimi muy seria mientras pensaba que esa señora debía de ser alguien importante para que lady Dasser la recibiese tan tarde.

Ann miró a la señora Galloway y subió por las escaleras, recorrió el pasillo y llamó a la puerta.

—Permiso, señora —dijo entreabriendo.

—Pasa, Ann, pasa.

Ann entró en la habitación y sintió nostalgia por los años vividos allí.

—¿Qué se te ofrece, Ann? —preguntó lady Dasser desde el balcón—. Es terrible, ¿verdad? —comentó, señalando el anaranjado resplandor que iluminaba el cielo nocturno.

—Sí, señora. Una enorme desgracia.

—Yo estoy muy afectada —dijo lady Dasser—. Me encuentro muy nerviosa pensando en que puede llegar hasta aquí en cualquier momento. Sería terrible que esta casa se dañase. Ha pertenecido a la familia de mi marido desde su bisabuelo y sería una pérdida irreparable. Además, muchos criados se han ido con la excusa de ver cómo están sus familias y sus casas y aún no han vuelto. ¡Y se fueron esta mañana de madrugada! Y los que quedan están como embobados, con la cabeza en otra parte. ¡Así que estamos en un completo caos! ¡Tengo los nervios a flor de piel! —terminó de decir mientras se enjugaba una lágrima con la mano temblorosa en la que brillaban los anillos.

Ann se quedó mirándola mientras pensaba en que seguía siendo la misma egoísta de siempre.

—¿Y tú qué quieres? —preguntó lady Dasser—. ¿A qué has venido?

—Señora —respondió Ann—. Vengo a pedirle el favor de que me permita pasar aquí esta noche, en algún cuarto de servicio.

—¿Y por qué? —preguntó lady Dasser sorprendida—. ¿Se ha quemado tu casa?

—No, señora. Vivo en Hyde Park y allí no ha llegado el fuego todavía. Mi marido no está y tengo miedo de dormir sola en estas circunstancias.

—¿El doctor James no está? —dijo escandalizada.

—No, ha ido a…

—Bien, bien —la interrumpió—, quédate cuanto desees. Así ayudarás a lord Dasser a poner en orden todo este caos. Yo mañana mismo me voy junto a mis hijos. Ya no aguanto más esta angustia.

—Gracias, señora —dijo Ann—. ¿Puedo retirarme?

—Sí, sí… Voy a intentar dormir un poco. Mañana, si el fuego no se ha extinguido, partiré temprano.

A la mañana siguiente el fuego, lejos de extinguirse, se había avivado y se dirigía hacia Westminster, acercándose peligrosamente a la residencia real y a las grandes casas pertenecientes a las familias más poderosas de Londres. Entre ellas, Ardkinglas Hall.

Ann se había levantado al alba, aunque realmente poco había podido dormir. Preocupada por James e impresionada por la tragedia, había vuelto a pasar casi toda la noche rezando, arrodillada sobre el frío suelo de la habitación. Mientras desayunaba junto a la señora Galloway, un gran estruendo las sobresaltó. Asustadas, salieron corriendo hacia el jardín, pero nada llamó su atención hasta que algo se movió a lo lejos. Primero muy lentamente, unas breves sacudidas, y luego, uno de los enormes árboles que lindaban con la verja del fin de la finca cayó y desapareció de su vista.

Lord Dasser, que observaba preocupado el fuego desde el piso alto de la casa, había ordenado talar las decenas de árboles que rodeaban su propiedad. Árboles centenarios, de inmensas y pobladas copas que caían sobre el suelo acompañados de un gemido, el crujido de sus troncos y sus ramas al desgarrarse. Con eso intentaba que el fuego no afectase a la casa si llegaba hasta allí. Pero no sólo eso le preocupaba. No podía dejar de pensar en el destino que habría tenido su encargo. Afortunadamente, sabía que el barco de Morgan había zarpado la misma noche en que se originó el incendio, con lo cual presumía que estaba a buen recaudo.

El carruaje de lady Dasser salió poco antes del mediodía mientras el imparable fuego seguía engullendo todo a su paso, cada vez más cerca. Ann la había ayudado a vestirse y había organizado a los sirvientes, pues Abbie estaba desbordada por la situación.

Margaret esperaba estar junto a sus hijos al mediodía, pero no contaba con que los caminos se habían convertido en una densa y lenta procesión de desgraciados: hombres, mujeres, niños, ancianos, artesanos, prostitutas, tenderos, taberneros, sastres, carniceros, hiladoras, carpinteros y un sinfín de personas, unas humildes y otras medianamente acomodadas, que volvían de regreso a sus pueblos con las manos más vacías que cuando llegaron a la gran ciudad. Sin casa, sin negocio, sin trabajo, sin animales, sin ropas, sin pertenencia alguna, vagaban hacia un futuro incierto con la única esperanza de ser acogidos por sus parientes, quien los tuviese.

En cuanto Ann vio el carruaje partir, salió de camino hacia Hyde Park. Quería preparar comida por si James volvía a descansar. Mientras andaba por las calles, tuvo la extraña sensación de estar en un sueño. El humo cubría el cielo velando los rayos de sol que se filtraban como a través de una enorme cortina, mientras los copos grises de ceniza no paraban de caer a capricho del viento, dibujando remolinos en los callejones o formando montones contra las esquinas. Los niños, ajenos a la tragedia en su inocencia, jugaban con esa suave y cálida nieve manchando sus manos y caras con los restos de cientos de hogares destruidos.

«Puede que James esté ya en casa», pensó mientras apretaba el paso. Pero cuando llegó, todo estaba tal y como ella lo había dejado la noche anterior vacío y ordenado. Salió al jardín para coger una coliflor y miró hacia el horizonte. El mismo horizonte rojo, negro y blanco que escrutaban sin descanso cientos de miles de ojos desde hacía ya tres días.

Esa misma mañana, el duque de York tomó una arriesgada decisión presionado por la terrible perspectiva de que ese gigante terminase devorando la ciudad entera. Estudiando el avance de las llamas y la dirección exacta del viento, ordenó demoler el gran edificio Paper House. Con ello creó un gran cortafuegos a la medida del incendio. Afortunadamente, y ante la expectante mirada de toda la ciudad, el fuego se quedó sin su alimento y fue muriendo lentamente. Con la llegada de la noche, la gran columna de humo negro se había convertido en unas pocas hileras esparcidas por la parte oeste de la ciudad, y por fin, con el frío nocturno, el luego se extinguió dejando la mitad de Londres arrasada. Al final del gran incendio, alrededor de dos tercios de la ciudad habían desaparecido. Más de trece mil casas y ochenta y siete iglesias que se ubicaban en un radio de 436 acres. Milagrosamente, en esos días sólo hubo una decena de fallecidos, aunque los heridos se contaban por centenares y las familias que se habían quedado sin casa, por miles.

Los saqueos y pillajes siguieron durante varios días aprovechando el caos en el que estaba sumida la ciudad. La sobrecarga de trabajo que sufrían los soldados, incapaces a todas luces de mantener el orden, hicieron Londres aún más insegura de lo que había sido hasta ahora. Ladrones, pillos u honrados padres de familia, pero con la desesperación como denominador común, asaltaban tabernas, tiendas y casas haciéndose con todo lo que podían. Daba igual lo que fuese: comida, joyas, ropa o cacharros de cocina, lo importante era que pudiese ser vendido en los mercadillos que proliferaban en la ciudad. En estos mercadillos se compraba y vendía de todo, pues se habían convertido en la única forma que les quedaba a muchos de ganar dinero. En la vecindad de Hyde Park ya se conocían dos casas en las que se habían introducido durante el día. En una, aprovecharon que sus dueños habían salido a hacer recados, y en otra, dieron un buen susto a la anciana señora Cohen, quien permaneció atada a una silla hasta que su hijo llegó a la noche. Por eso James, viendo que él tenía que seguir acudiendo al hospital, consideró que lo mejor era que Ann siguiese yendo a Ardkinglas Hall todas las mañanas. Había hablado del asunto con lord Dasser y habían convenido que Ann ayudaría a organizar las tareas de los sirvientes hasta que lady Dasser regresase en un par de semanas. Para entonces, todos esperaban que la situación estuviese más calmada.

A Ann le gustó esta solución. Aunque no se quejaba, realmente tenía miedo de quedarse sola en la casa. Se pasaba el día en la cocina mirando por la ventana, alerta a cada sonido que viniese de fuera, sobresaltada por los que venían de dentro, con la puerta del patio cerrada, la de la entrada apostillada y las cortinas corridas. Sí, cuando James le contó su idea, se sintió aliviada. Allí, en la gran casa, estaba segura, rodeada de gente que la apreciaba y con la mente ocupada en un trabajo que incluso había echado de menos. Con lady Dasser fuera, lord Dasser la dejaba organizar a su conveniencia sin meterse en ningún momento en hacer o deshacer. Ella conocía muy bien sus rutinas y manías, y estaba atenta para que nada alterase el día a día del señor. Por las tardes, James iba a recogerla y volvían juntos a casa con una cesta de comida que la señora Galloway les preparaba. Así ya tenían la cena hecha y la comida que James se llevaba al hospital el día siguiente.

—¡Ann! —gritó la pequeña Mimi mientras corría atravesando el jardín hacia el lavadero.

Ann estaba supervisando la tarea de las lavanderas. Había observado que la ropa de cama no estaba todo lo limpia que tenía que estar y había ido a averiguar el porqué.

Al oír su nombre, Ann se giró y vio a la cría acercarse a ella con la cara roja del esfuerzo y la trenza del pelo saltando en su espalda.

—¡Ann! —dijo la niña al acercarse.

—¿Qué ocurre, Mimi?

—El señor —masculló la chiquilla, recuperando el aire—, el señor le llama. Dice que es urgente.

Ann le tocó el pelo afectuosamente.

—Gracias Mimi, ya voy —le dijo. Luego, se volvió de nuevo hacia las lavanderas y les terminó de reprender por la dejadez en su tarea—. No es excusa que la ceniza haya manchado la piedra. Se limpia hasta que ya no haya restos y luego se lavan las sábanas. Habéis tenido suerte de que la señora no haya visto esto —dijo, señalando la mancha grisácea de una de las prendas—. Si no, ya estaríais en la calle, y ahora no es el mejor momento para perder el empleo.

Las mujeres sabían que eso era cierto. Lady Dasser no hubiese siquiera preguntado por la causa de las manchas. Así que se callaron, bajaron la cabeza, y con finos trapos viejos comenzaron a quitar los restos de ceniza del lavadero.

Mientras Ann se dirigía hacia la casa, una gota cayó en su cabeza, miró a lo alto y vio que el cielo se estaba cubriendo de nubes negras. Pronto empezaría a llover.

—¿Señor? —dijo Ann, entreabriendo la puerta del despacho de lord Dasser—. ¿Me ha llamado?

—Ann, pasa, pasa —contestó lord Dasser desde la ventana—. Está a punto de llegar el conde de Avon. No creo que se quede a comer, pero quiero que se sienta bien recibido, ¿me entiendes?

—Sí, señor. Ahora mismo me encargo de ello —contestó Ann. Hizo una breve reverencia y salió hacia la cocina.

Cuando llegó, la señora Galloway no estaba, pero sí Amy, una de sus ayudantes, que batía enérgicamente una lechera para conseguir mantequilla.

—Hay que preparar un recibimiento para el conde de Avon —dijo Ann.

La muchacha la miró con los ojos muy abiertos pero sin dejar de agitar la leche.

—Le gusta más lo dulce que lo salado —explicó Ann—. Las golosinas favoritas del conde son las manzanas con caramelo, las tartaletas de zanahoria, los bocaditos de hojaldre dulce, las pastas de ron y, por si acaso, algo salado: muslitos de codorniz con jerez.

—Pero… —replicó Amy— estoy yo sola. La señora Galloway ha salido y…

—Pues tendrás que darte prisa —dijo Ann.

Entonces la muchacha dejó de batir la lechera, se puso de pie y empezó a mirar a su alrededor como si fuese la primera vez que pisaba la cocina.

—Sé que puedes hacerlo, Amy —dijo Ann—. Piensa en lo orgullosa que se va a sentir la señora Galloway cuando vea que lo has preparado tú sola.

La muchacha miró a Ann, se mordió el labio y asintió decidida.

Al rato, el conde de Avon entraba en el despacho de lord Dasser al tiempo que varias bandejas de dulces salían del horno y una docena de muslos de codorniz se freían sobre una burbujeante mezcla de mantequilla y jerez.

—No podemos hacerlo, William —dijo el conde de Avon preocupado—. No ahora. Es imposible.

Lord Dasser aspiró su pipa de tabaco pensativo.

—¿Cómo está aquello? —preguntó, señalando con la cabeza en dirección a Whitehall Palace.

—Una locura —respondió el conde—. El Rey no recibe a nadie, ni siquiera a sus ministros. Lleva días reunido con el duque de York y varios arquitectos discutiendo la reconstrucción de la ciudad.

—Lógico —comentó lord Dasser resignado.

—Ahora no podemos conseguir la firma de Su Majestad bajo ningún concepto. Tal vez en unas semanas, no sé, pero Morgan tendrá que esperar.

—Y sólo queda eso, ¿no? —preguntó lord Dasser—: La firma.

—Efectivamente. Todo lo demás ya está acordado.

Lord Dasser levantó las cejas y volvió a aspirar de su pipa en silencio.

—De todas formas —dijo—, también es imposible que ningún barco atraque en el muelle. Está completamente destruido.

—Sí —contestó el conde—. No tenemos más remedio que esperar. Habrá que mandar un mensaje a Morgan para explicarle la situación.

—Y cuanto antes. No quiero que se canse y se le ocurra abrir el cartucho.

Los dos hombres se miraron a los ojos sintiendo un escalofrío ante esa posibilidad.

—Roguemos a Dios que no lo haga dijo el conde.

—Roguemos, Paul, roguemos.

* * *

Un caballo con las patas llenas de barro paró su trote al llegar al puerto de Dover atestado de barcos pesqueros, mercantes y de guerra que habían huido del destructor fuego. Entre ellos, la fragata de Henry Morgan lograba pasar más o menos desapercibida.

—¡Capitán! —gritó un marinero—. ¡Traen un mensaje para usted!

Morgan salió de su camarote con el bigote manchado de puré de guisantes y la camisa desabrochada.

—Dame —ordenó al tiempo que se limpiaba la boca con la manga.

Rompió el sello y abrió la carta.

—¡Por los mil demonios! —exclamó furioso—. Ya me temía yo esto.

Y entró de nuevo en su camarote dando un portazo.

Esa misma tarde el barco de Morgan partía hacia otro puerto. Uno más pequeño, a varios días de Dover pero a muchos años de la memoria de Morgan: Monmouthshire, al sur de Gales.

Allí había nacido hacía treinta y un años, pero no lo había pisado desde que era un chiquillo, cuando una fatal madrugada la localidad fue asaltada por piratas. El pequeño Henry Morgan fue raptado junto con otros niños y llevado a las islas Barbados, en donde fue vendido como esclavo al dueño de una plantación. De ahí a repetir las fechorías de sus raptores sólo distó el tiempo y su amistad con Christopher Mings.