MADRID
20 de agosto de 1666
Un asfixiado caballo bebía del río Manzanares, y su jinete, Alonso Trujillo, arrodillado, se mojaba la nuca, la cara y el pelo para evitar desvanecerse. En la otra orilla, unos chiquillos chapoteaban desnudos en las frescas aguas.
«¡Quién pudiera!», pensó el hombre con envidia mientras el sudor le empapaba la nuca y el cuerpo entero.
Al fondo, la vieja muralla y las primeras casas de la ciudad.
—Bueno, vamos allá. Ya queda poco —le dijo a su caballo.
Tomó las riendas y caminó por la ribera del río hacia el puente de Toledo, para después encaminarse hacia la calle del Arenal.
«Ruego a Dios que la nota haya llegado y me estén esperando», pensó mientras notaba cómo sus últimas fuerzas se evaporaban bajo el sol.
A esa hora del mediodía, el astro rey caía a plomo sobre el asfixiado Madrid. Ni una sola brizna de viento corría entre las casas, lo que provocaba que el aire se convirtiese en una masa densa, caliente y espesa que costaba respirar. Al capitán Alonso le vino a la memoria la fresca brisa marina silbando a su alrededor cuando su barco desplegaba todo el velamen y la quilla rompía las olas. Pero ahora estaba a una semana del puerto más cercano y la única humedad que notaba era la de su propio cuerpo deshidratándose.
Las abrasadas calles estaban desiertas. No había hombres ni mujeres ni niños ni perros ni gatos. Ni siquiera se oía el piar de los pájaros que, como todos los demás se refugiaban bajo las sombras de los tejados. Quietos, adormilados, esperando que el atardecer les concediese una tregua anunciando el refrescar de la noche. Sólo el chirriar de las chicharras le acompañaban en su caminar.
Los cascos del caballo resonaron en la silenciosa calle, y un hombre se asomó por la ventana de una elegante casa.
—Es él —dijo para sí mismo don Francisco Alvar, saliendo del despacho—. ¡Déjenlo pasar! —gritó a los sirvientes.
El portón del patio se abrió para permitir la entrada al jinete e inmediatamente después se volvió a cerrar.
Los ojos de don Alonso tardaron unos segundos en acostumbrarse al sombrío patio cubierto de celosía, toldos y plantas que impedían el paso a los rayos del sol. Entregó el caballo a uno de los mozos y pidió un poco de agua.
—Toda la que usted quiera —dijo don Francisco, llegando a su encuentro.
—Tiempo hace que no nos vemos, señor —comentó don Alonso.
—Y me alegra verle de nuevo. Eso me hace presuponer que todo ha ido bien, ¿me equivoco?
—En un momento le cuento —contestó el capitán.
Una criada trajo un botijo lleno de agua anisada, y don Alonso bebió gustosamente notando cómo pasaba el refrescante líquido por su seca garganta. Cuando su sed estuvo calmada, devolvió el botijo.
—¿Vamos a mi despacho? —indicó don Francisco, señalando las escaleras.
Los dos hombres subieron por unas anchas escaleras de madera oscura en la que reposaban varios tiestos con helechos. Una vez en el despacho, don Francisco hizo traer una jarra de café helado y la criada sirvió tres generosos vasos.
—El mensaje nos llegó cuando llevábamos ya un día de navegación desde Santiago —dijo el capitán mientras se desabrochaba los botones de la casaca. No nos daba tiempo a volver. Las Perdidas aparecerían de un momento a otro, y con ellas, Morgan. Tampoco podía ordenar posición de ataque antes de que los corsarios apareciesen. Sopesábamos una posibilidad, no una realidad… aunque finalmente se cumplió. Lo único que podía Hacer era ordenar que la misma fragata que nos estaba avisando de la posible trampa fuese a pedir ayuda a San Juan de Puerto Rico, el puerto con armada más cercano.
—¿Y bien? —dijo don Francisco.
Don Alonso se abrió la camisa y sacó un fino paquete de cuero empapado en sudor.
—Aquí está —señaló el capitán.
Don Francisco lo cogió con emoción, mojándose así las manos de sudor.
—Perdone que esté en estas condiciones —se disculpó el capitán—, pero creí que lo más prudente era llevarlo junto a mi piel en lugar de transportarlo en la bolsa.
—Ha hecho usted bien. Yo hubiera hecho lo mismo —dijo don Francisco mientras desenvolvía el paquete y rezaba para que lo que contenía en su interior no estuviese dañado—. ¡Perfecto! —exclamó sonriente al ver que el último lienzo que lo protegía estaba seco y sin manchas—. ¡Está perfecto!
—Tenemos que notificarlo ahora mismo —urgió el capitán Alonso.
—Sí. Mandaré a mi secretario para pedir audiencia con la Reina con carácter urgente. Le felicito por su labor. Imagino que no habrá sido una tarea fácil.
—No, no lo ha sido —respondió el capitán, chasqueando la lengua—. Por suerte, todo salió bien, pero no nos podemos olvidar de que se han quedado en Las Perdidas casi mil vidas cristianas —observó mientras le cambiaba la expresión del rostro.
Don Francisco le miró en silencio.
—Ordenaré una misa por ellos.
El capitán asintió.
—Sí, es lo menos que podemos hacer. Aquello fue una ratonera… y no crea que me siento bien por haber metido a mis hombres en ella a sabiendas de lo que iba a pasar.
—Me imagino —aseveró don Francisco. Pero usted sabe mejor que nadie la importancia que tienen estos papeles. Sólo Dios sabe cuántas vidas se salvarán gracias a ellos.
—Es lo único que me consuela, señor.
Don Francisco miró al capitán. Tenía la cara roja de calor, el pelo empapado y los ojos perdidos. Parecía como si se fuese a desplomar de un momento a otro.
—Capitán Alonso —dijo—. Esto tardará un tiempo. Tendremos suerte si Su Majestad nos recibe hoy. Puede que esté deseando refrescarse y dormir un rato.
El capitán sonrió aliviado. Era lo que más deseaba en el inundo.
—Si no es mucha molestia…
—En absoluto. —Don Francisco hizo sonar una campanilla—. Ahora mismo ordeno que le preparen la habitación más fresca de la casa.
—Hay otra cosa que debería saber, señor.
—Dígame.
—Creo que… —Don Alonso buscó las palabras. La acusación lanzada al aire y sin pruebas era demasiado grave para decirla a la ligera—: Tengo sospechas de que podríamos haber sufrido un sabotaje.
Don Francisco le miró fijamente.
—¿Y en qué se basa para llegar a esa conclusión? —preguntó.
—Durante la batalla explotaron más cañones de lo normal. Demasiados para ser una fatalidad.
Don Francisco se atusó la barba, pensativo. En ese momento un criado apareció por la puerta.
—¿Señor?
—Acompañe al capitán a una habitación del norte. Que tenga todo lo que necesite para asearse y refrescarse. Que le lleven fruta y agua anisada, y que la lavandera le recoja la ropa. Es necesario que la tenga lista para esta tarde mismo, o si no, que busque ropa que le pueda valer. Tal vez algo mío.
El criado asintió con una reverencia e indicó al capitán que le siguiese.
Don Francisco se quedó a solas. Le habían llegado ciertos rumores de sospecha.
«Investigaremos», pensó.
Al poco tiempo, Alonso se sumergía en una blanca bañera llena de agua fresca. La habitación, de blancas paredes y decoración austera, estaba casi en penumbra aliviando la vista del exceso de luz que había sufrido. Alonso cerró los ojos y su mente volvió al mar, al Caribe, a Las Perdidas y al momento en medio de la batalla cuando supo a ciencia cierta que alguien había saboteado los cañones.
—¿Quién, Dios mío, quién? —susurró—. ¿Quién?
Esa misma tarde, doña Mariana de Austria, Reina Regente del Imperio español, recibía en audiencia privada a don Francisco Alvar y al capitán Alonso Trujillo.