LONDRES
Agosto de 1666
Hacía ya dos meses de su boda y Ann cumplía a la perfección con su papel de esposa. Cocinaba, cosía, se encargaba de la pequeña huerta que tenían en el jardín y organizaba las tareas de la nueva criada. James había despedido a la viuda Nell sin darle ninguna explicación a su esposa, y en su lugar había contratado a una sirvienta para que limpiase la casa tres veces por semana. A Ann le habría gustado que fuese todos los días para que también cocinase, pero se tuvo que conformar con deshacerse sólo de las desagradables tareas de fregar, barrer y quitar el polvo.
Cuando tenía tiempo libre, Ann también ayudaba a su marido llevando el control de los libros de contabilidad de la casa y los de la consulta, y en algunas ocasiones, incluso le acompañaba a visitar a algún enfermo, sobre todo a niños. Se sentía bien ayudando a los pequeños que enfermaban, dándoles consuelo y paz, y regalándoles dulces de caramelo. Durante el día se mantenía tan ocupada que no le quedaba tiempo ni para pensar. Y con este fin lo hacía, pues en cuanto su mente se veía libre de obligaciones el recuerdo de Miguel volvía a ella una y otra vez. Por eso, por la noche seguía llorando en silencio mientras oía a su espalda la respiración profunda y tranquila de James durmiendo.
No podía olvidarle. Lo había intentado con todas sus fuerzas, Dios lo sabía bien pues a Él recurría a diario, pero no conseguía borrar a ese hombre de su mente. Todavía sentía sus manos recorriéndola por encima de la ropa, sus labios mordiéndola apasionadamente, y sus cuerpos apretándose el uno al otro intentando ser uno sólo. Habían pasado muchos meses y su situación había cambiado, pero seguía enamorada de Miguel. Se sentía traidora, sucia y desmerecedora del amor que le profesaba James. Los remordimientos la destrozaban. Se sentía culpable por haber entregado su pasión a otro hombre, se sentía culpable por desearle y por ser infiel en pensamiento cada minuto, cada segundo de cada noche y de cada día.
James era un buen esposo. Atento y amable, se ganaba día a día su cariño. Pero sólo era eso, cariño. Su cuerpo no vibraba con sus besos, ni le añoraba en cuanto desaparecía de su vista, ni su cama estaba llena de pasión. Ella, sin pretenderlo, se mostraba fría y distante en el lecho, y James lo interpretaba orgulloso como una gran virtud de su esposa, pues estaba convencido de que la pasión en el matrimonio era condenable.
Según los últimos conocimientos médicos, tanto el comportamiento apasionado de una esposa como el del marido libidinoso podían provocar graves problemas de salud mental. Las relaciones sexuales de los cónyuges sólo podían tener como fin la concepción de hijos, pues el placer de alguno de los dos mancharía ese momento sagrado en el que Dios creaba la vida. Esas vidas que les colmarían de felicidad y plenitud.
James deseaba tener hijos lo antes posible, pues quería evitar por todos los medios que Ann sufriese los terribles síntomas que provocaba un útero vacío. Él mismo había diagnosticado ese mal a muchas mujeres que sufrían de histeria, paranoias, alucinaciones e, incluso, posesiones diabólicas. Por eso, el doctor había programado un calendario de noches en las que tenían que intentar concebir sin que esto sirviese como excusa para dejarse llevar por el pecado.
El sexo era un mal desafortunado para un bien necesario, predicaba la Iglesia. Una penitencia, una prueba que el Altísimo había impuesto a los hombres para probar su fortaleza. Los tratados médicos confirmaban que el placer sólo podía ser perdonado por Dios si era moderado y siempre con el fin de procrear. Además, estos mismos estudios médicos habían probado fielmente que para una concepción más sana, era preferible un acto sexual corto, rápido y lo más breve posible. Siempre debía realizarse en el bendito lecho matrimonial, a oscuras, ambos cónyuges vestidos con los camisones de concebir y en la posición que simula a un labriego arando la tierra, pues la esposa debía ser vista como el campo en donde fertiliza la semilla de la vida. Los datos médicos advertían que cualquier incumplimiento de estas instrucciones solía tener terribles consecuencias en la descendencia, pues las malformaciones, abortos o deficiencias de los hijos solían ser por culpa de la lujuria de los padres.
Por supuesto, James nunca había comentado a Ann estas convicciones, pues la mujer decente y pura debía ignorar todo lo referente al sexo, y una de las máximas responsabilidades del marido debía ser la de proteger la natural inocencia de la esposa.
Ann, por su parte, no podía evitar comparar la frialdad de James con la pasión de Miguel, lo que la hacía recordar aún más intensamente aquel momento en el invernadero en el que se olvidó del mundo y de sí misma. Pensaba que James la quería, pero de otra forma distinta. Se desvivía por hacerla feliz, y ella lo sabía. Cada día, a la vuelta de las consultas, compraba unas almendras caramelizadas y se las llevaba para tomarlas juntos después de la cena. A Ann siempre le habían gustado estos dulces, pero se habían convertido en el recuerdo de que ella no le correspondía como debería hacerlo, y ya sólo el olor al abrir la caja le producía náuseas. Malestar que disimulaba, pues no quería ofender más a su esposo, y lo había aceptado como una penitencia que debía sufrir por su pecado.
Esa mañana James había salido temprano. Tenía que asistir un parto que se esperaba complicado. La madre, primeriza, sufría frecuentes mareos y, según la partera que ayudaba al doctor, el bebé no se había puesto aún hacia abajo.
Ann estaba sentada a la mesa del comedor frente al libro de registros de James, un tintero, un secante y una pluma.
Día 11: Señor Pitt: un bote de grasa de ganso para el pecho asmático. Cobrado.
Día 11: El pequeño de los Ashley: genciana para las aftas bucales. Cobrado.
Día 12: Señora Steveson: manzanilla para los nervios. Pagará próxima semana.
Unos golpes en el cristal de la ventana la distrajeron de su tarea.
—¡Señora Galloway! —exclamó gratamente sorprendida, y corrió a abrirle la puerta.
—Chiquilla Ann —dijo la mujer, abrazándola con fuerza.
—Hilde —dijo Ann, dejándose abrazar. Esa mujer era lo más parecido a una madre para ella, y la señora Galloway correspondía al cariño en la misma proporción—. Pasa, pasa. Ven, te prepararé un vaso de cerveza fría.
La mujer pasó a la casa y siguió a su anfitriona hasta la cocina.
—Hace un día espléndido —comentó la señora Galloway—. He venido hasta aquí dando un paseo. Quiero aprovechar los pocos días de sol que nos quedan.
Ann miró por la ventana y vio que, efectivamente, el sol brillaba. Cogió dos vasos de la alacena y abrió la puerta del sótano. Un aire frío y húmedo subió hasta la cocina.
—Espérame aquí —dijo la muchacha.
Al poco tiempo, Ann subía con los dos vasos llenos de espumoso líquido.
—Salgamos al jardín —sugirió Ann—. Así aprovecharemos mejor el día.
Era una pequeña parcela de césped pegada a la parte de atrás de la casa en la que apenas cabían un tendedero, un banco con una mesita y un pequeño huerto en el que crecían algunas hortalizas. Las sábanas tendidas junto con varias camisas daban un poco de sombra que se mecía a capricho del aire. Flores de distintos colores crecían en los bordes de la tapia de madera y un gato callejero dormitaba en un soleado rincón.
—¿Cómo está todo en la casa? —Preguntó Ann, refiriéndose a Ardkinglas Hall.
—Ay, niña, ya sabes, más o menos todo sigue igual —dijo la señora Galloway—. La señora sigue instruyendo a Abbie en tu puesto. ¡La pobre muchacha se vuelve loca con los caprichos de lady Dasser!
Ann sonrió. No lo echaba de menos, pero lo recordaba con añoranza.
—¿Y el viejo Smith? —preguntó.
—Sigue con sus achaques de viejo gruñón. Pero no creas que por eso deja de perseguir a todas las criadas nuevas que entran —dijo, lanzando una carcajada.
—¿Y tú, Hilde? —preguntó Ann, cogiendo la mano de la mujer.
—Yo bien. Acordándome mucho de ti, chiquilla. Aunque… —se interrumpió la cocinera.
—¿Aunque? —preguntó Ann, animándola a hablar.
—Bueno… tengo un dolor en la pierna que, no sé…
—¿Desde cuándo? —preguntó Ann preocupada.
—Desde hace varias semanas.
—Pero Hilde —dijo Ann enfadada—, ¿por qué no has venido a que te vea James?
—Mujer, yo… no quería molestar.
—¿Molestar? —espetó Ann—. Mañana mismo va a hacerte una visita. Y no se te ocurra pretender pagarle. Le ofenderías a él y a mí. ¿De acuerdo?
La cocinera sonrió. Pocas veces había visto a Ann enfadada, y le hacía gracia lo seria que se ponía.
—Así será. No le daré ni un penique —contestó la mujer al tiempo que pensaba en la exquisita comida que les iba a hacer llegar.
Ann sonrió. Sabía lo que su vieja amiga estaba pensando. Apostaba un brazo a que al día siguiente aparecería un recadero con una cesta llena de embutidos, un asado y algún dulce de chocolate.
—Bueno, Ann —cambió de tema la señora Galloway—, ¿cómo estás tú?
—Bien… —respondió, intentando sonreír.
—Cuánto me alegro —dijo la cocinera a sabiendas de que le estaba mintiendo.
Un silencio se hizo entre las dos mujeres. Los pájaros trinaban en los árboles mientras que el gato callejero seguía disfrutando del sol.
—¿Sabes quién está insoportable? —dijo de repente la señora Galloway.
—¿Quién?
—¡Lord Dasser! Está más desagradable que nunca. Cuando está en la casa no para de pasearse de un lado a otro, y cada vez que tocan en la cancela, sale corriendo a ver quién es. ¿Te imaginas? ¡Lord Dasser corriendo por el jardín!
Ann se quedó pensativa. Seguro que era por el asunto de Morgan, e irremediablemente el recuerdo de Miguel la volvió a sacudir.
—¿Qué diablos le pasará? —dijo la cocinera.
Ann sonrió sin ganas. Más bien hizo una mueca forzada, disimulada, pues su verdadera expresión era de profunda tristeza.
La señora Galloway la miró a los ojos.
—¿Estás bien, querida? —preguntó.
—Sí… claro… —respondió Ann.
—¿De veras? —insistió la cocinera.
—Sí, sí… —repitió Ann, titubeando.
—Pues tus ojeras dicen lo contrario…
Ann bajó la cabeza intentando disimular las lágrimas que ya afloraban.
—Pequeña… —dijo la cocinera, acercándose más a Ann y cogiéndole la mano—, a mí puedes contarme lo que sea…
Ann miró a esa bondadosa mujer y vio con cuánto cariño la miraba.
—Lo sé, Hilde. Lo sé. Pero… —dijo Ann, empezando a llorar.
La señora Galloway la abrazó y Ann rompió a llorar como un niño.
—Tranquila, pequeña, tranquila… —susurraba mientras le acariciaba el pelo. Una lágrima recorrió el sonrosado rostro de la cocinera. Sabía por qué Ann lloraba. No hacía falta que ella se lo dijese, y de alguna manera, se sentía culpable de su sufrimiento.
«Si yo no hubiese hablado de ella, nada de esto estaría pasando —pensó con amargura—. Perdóname, mi niña… perdóname».
Al cabo de un rato, Ann dejó de llorar y se sintió más tranquila.
—Hilde, yo… James… yo no… —empezó a decir sin saber cómo empezar.
La señora Galloway le limpió la cara mojada con su pañuelo.
—Tú no estás enamorada de James —dijo la cocinera de repente—. Tu corazón pertenece a otro hombre… ¿me equivoco?
Ann se quedó petrificada y movió la cabeza de arriba a abajo.
—¿Me lo cuentas? —le preguntó la señora Galloway dulcemente.
Entonces Ann, con voz temblorosa, comenzó a aliviar su alma de esa pesada carga que le oprimía la vida. Le habló sobre sus sentimientos, su amor, sus remordimientos, su culpa y su convicción de que sería condenada al infierno. Se sinceró ante su amiga y ante sí misma. Y se dio cuenta de que, por más que luchase contra ese sentimiento, siempre amaría a Miguel.