ISLA TORTUGA
4 de agosto de 1666
Ahí estaba, en el centro de la cama: un cartucho de plata y oro labrados, tal y como se lo había descrito el español el día de la cacería. A plena vista de día y atado a su cuerpo de noche, pues Morgan no le quería quitar el ojo de encima. Valía demasiado como para tener un descuido o propiciar que otro lo tuviese. El corsario ni siquiera salía de la habitación. Sólo esperaba impaciente el momento de regresar con su trofeo a Londres. Realmente no sabía qué demonios contenía aquel brillante y lujoso envoltorio protegido por varios sellos de lacre en los que se distinguía el relieve de la Corona española. Tampoco debía importarle, pues lo que él podía conseguir con aquel trabajo era más de lo que hubiese imaginado nunca. Y ahora lo tenía tan cerca… Sí, ansiaba llegar a Londres lo antes posible.
Con la mitad de sus barcos en el fondo del mar y la otra mitad en precario estado, había tenido que recalar en Isla Tortuga, a sólo un día de navegación de Las Perdidas, para repararlos y poder llegar hasta Jamaica. Allí le estaría esperando una fragata armada con cuarenta y cinco cañones que lord Dasser había hecho preparar especialmente para esta ocasión. Tenía que viajar seguro, pues toda la Armada española le estaría buscando. Lo haría bajo bandera inglesa y con un salvoconducto sellado por el propio Rey, Carlos II de Inglaterra.
Morgan, sentado en un sillón de terciopelo rojo, miraba por la ventana. Era mediodía y el sol caía implacable sobre el rocoso litoral, sobre las desordenadas casas, las empinadas callejuelas y sobre el puerto. Allí descansaba el Traidora, rodeado de otros barcos que ondeaban orgullosos banderas negras con calaveras, tibias, esqueletos y espadas cruzadas. Isla Tortuga no era el mejor lugar que conocía, aunque él se sentía allí como en su hogar. De hecho, se alojaba en una casona que utilizaba muy a menudo, cuando quería desaparecer por un tiempo. Allí, Morgan era una autoridad y todos le respetaban; un respeto que había ganado a base de sangre y fuego, pero respeto al fin y al cabo. Sí, definitivamente allí se sentía seguro.
Nido de piratas, corsarios y bucaneros venidos de todas partes, la isla se regía por las leyes de los Hermanos de la Costa, que no eran otros que los ladrones y asesinos que la habitaban. Leyes inventadas, no escritas, pero que todos los que entraban a formar parte de esta hermandad seguían y respetaban. El gobierno de la isla lo formaba un consejo cuyos miembros eran los filibusteros más viejos, y la desobediencia a sus dictados acarreaba una muerte larga y horripilante. Dependiendo de la gravedad de la falta, se podía morir despellejado, ahorcado, tirado a los tiburones o ahogado lentamente mientras pasaban al desgraciado por debajo de la quilla de un barco atado de pies y manos. El consejo también estipulaba la parte del botín que correspondía a cada miembro de una tripulación, algunos de los objetivos a los que se atacaba y el reparto de mujeres blancas para cada hombre. Éstas eran las más cotizadas, pues no abundaban en esos lugares, mientras que las esclavas negras o indias llenaban los burdeles. Henry Morgan no pertenecía a este consejo, pero su fama de cruel y sanguinario hacía que nadie se atreviese siquiera a contradecirle.
La explosión de un cañón en el puerto llamó su atención. Eran salvas de celebración. En ese momento, alguien llamó a la puerta.
—Señor —dijo un hombre negro, entreabriendo con cautela—. Han traído una carta para usted.
—Pasa, Joâo, pasa.
El hombre entró en la habitación y le entregó una hoja cerrada y lacrada. Era del Consejo. Querían verle esa noche donde siempre. Eso le planteaba un problema. No podía rechazar la invitación, y tampoco quería separarse de su botín.
—¿Qué ocurre ahí abajo? —preguntó, señalando con la cabeza hacia la bahía.
—Están admitiendo un barco nuevo en la Hermandad —explicó Joâo.
Henry chasqueó la lengua, fastidiado. La celebración comenzaría en breve y sería de esas que no se hubiese perdido. Miró el pulido cartucho que descansaba sobre la cama y levantó las cejas.
«El sacrificio merece la pena», pensó.
—Y ¿quiénes son? —preguntó Morgan.
—Son holandeses, señor.
—Bueno… —dijo pensativo—. Prepara mi coche para las cinco.
—Sí, señor —dijo Joâo, saliendo del cuarto.
—¡Espera! —dijo de pronto Morgan, sentándose a su escritorio—. Espera. Hazle llegar esto a Madame Olay. Es urgente.
—Sí, señor —volvió a decir el sirviente, y cerró de nuevo la puerta.
Henry Morgan miró otra vez hacia el puerto. Desde allí se oían los vítores con los que se festejaba el juramento de obediencia. Cada nuevo Hermano de la Costa tenía que comprometerse a cumplir con los dictámenes del consejo frente a un vaso de ron, una Biblia y un hacha de abordaje. A cambio, siempre encontrarían protección en Isla Tortuga sin importar su nacionalidad o religión, se les aseguraba un reparto justo de los botines apresados y se les concedía recompensas si llevaban a cabo actos heroicos en beneficio de la Hermandad. Todo ello bajo la máxima de que todo hombre nace y muere libre, independientemente del color de su piel.
Madame Olay era la amante favorita de Henry Morgan. Había llegado a Tortuga hacía unos años, cuando todavía se llamaba Marie Seguin, junto a un centenar de ladronas, rameras y buscavidas que la justicia francesa había deportado allí como castigo. Gracias a una cara bonita, un cuerpo deseable y bastante inteligencia, en poco tiempo se había hecho dueña del mejor burdel de la isla, en donde los piratas llegaban cargados de oro, joyas y deseo. Eso la había transformado en una mujer muy rica. Tan rica que ya no necesitaba prostituirse y elegía a sus amantes por puro placer.
Pasadas las tres de la tarde, un carruaje paró frente a la casa de Henry Morgan.
—Madame Olay ha llegado —dijo Joâo.
—Que suba aquí —ordenó Morgan.
Pero no había acabado la frase cuando Madame Olay apareció por la puerta.
—¡Querido! —exclamó, abriendo los brazos—. ¡Creí que no nos volveríamos a ver! No te habrás olvidado de mí, ¿verdad?
—Eso es imposible —contestó Morgan, besándole la mano.
—Adulador… —repuso ella.
—Joao, puedes irte —ordenó Morgan.
Madame Olay echó un vistazo a la habitación. Llena de muebles caros, cuadros valiosos, delicados jarrones de porcelana y demás objetos robados, estaba tan recargada que resultaba agobiante, además de estar sucia y desordenada.
—¡Henry! —observó Madame Olay, fingiendo enfado—, ¡sigues siendo un guarro!
Morgan miró a su alrededor y encogió los hombros riéndose.
—Voy a ver al Consejo a las cinco y quiero que me acompañes —dijo Morgan.
—¿Para qué? —preguntó Madame Olay.
—Me han llamado.
—Me refiero a para qué me necesitas. ¿Por qué quieres que vaya?
Morgan sonrió pícaramente.
—Porque yo no me puedo poner tus vestidos —dijo mientras le deshacía el lazo de la camisa.
* * *
A las cinco y media, el carruaje se paró delante de la taberna. Una chapa de metal colgaba en la puerta anunciando el nombre del lugar: OÙ LES HOMMES PLEURENT.
Era un sitio lúgubre, sucio y maloliente, como todos los que había en la isla, pero con una situación que lo hacía único. Enclavado en lo alto de un risco, desde él se dominaba de un vistazo toda la bahía hasta el horizonte. En caso de sufrir un ataque de la Armada española, los que estuviesen en este lugar serían los primeros en dar la alarma. Por eso era el lugar escogido por el Consejo para reunirse.
Morgan abrió la puerta y entró seguido de Madame Olay al tiempo que todas las miradas del local se dirigieron hacia ellos. El tabernero, un hombre barbudo con la cara cubierta de cicatrices y sin varios dedos en la mano izquierda, les señaló las escaleras. Los escalones crujieron bajo sus pies dejando caer algo de barro sobre la mesa que estaba debajo. Antes de pisar el último escalón, la puerta que estaba enfrente se abrió.
—Bienvenido, señor Morgan —dijo un viejo desdentado y tuerto—. Los Hermanos le esperan.
—Gracias, Frank —dijo Morgan, quitándose el sombrero—. La señora viene conmigo.
Madame Olay guiñó un ojo al anciano y éste le sonrió. Eran amigos desde hacía mucho tiempo.
Entraron en una pequeña habitación, y desde allí salieron a una gran terraza desde la que se divisaba toda la isla. En una mesa, cinco hombres charlaban y reían mientras varias botellas corrían de mano en mano. De edad avanzada, todos lucían múltiples cicatrices recibidas en mil peleas.
—¡Morgan! —exclamó uno de ellos.
—Señores… —dijo Morgan.
—Madame Olay —dijo otro de ellos—. No la esperábamos aquí.
—Yo le he pedido que me acompañe —habló Morgan.
—No se preocupen por mí —comentó la mujer con una encantadora sonrisa—. Iré a descansar a aquella hamaca. Podría estar viendo este precioso paisaje horas y horas y nunca me cansaría. Pero antes, tengo que pedirles que me sirvan un vaso de este licor.
Uno de los hombres lo hizo gustosamente.
—Caballeros —continuó la mujer—, tengo que decirles que están ustedes muy guapos hoy. —Y con un cimbreante y estudiado movimiento de caderas, se alejó en dirección a la hamaca.
Los cinco hombres sonrieron como niños exhibiendo sus dentaduras de oro y sus encías melladas. Un halago de Madame Olay siempre era bien recibido. No en vano, todos los de la mesa habían disfrutado de sus favores en múltiples ocasiones.
—Morgan, siéntate y toma un poco de esta delicia —dijo uno de los hombres, acercándole un vaso y una de las botellas.
—¿Qué es? —preguntó Morgan, oliendo el líquido.
—Madeira. Recién traído de Portugal.
Morgan bebió un sorbo y sonrió.
—¡A su salud, señores! —exclamó, y se sentó sin perder de vista a la mujer.
Todos levantaron sus vasos y brindaron.
Mientras, Madame Olay saboreaba el vino y se sorprendía de lo verde que estaba el mar ese día. Sin saber por qué, recordó su aldea, al norte de Francia, en donde el mar era gris y frío. Y recordó el orfanato de París, adonde la llevaron cuando la detuvieron por pedir limosna en la calle, en la ribera del Sena. El sucio y podrido Sena. Tomó otro sorbo y se meció lentamente acariciando el cartucho de plata y oro que llevaba sujeto al guardainfante, bajo sus abultados ropajes.
—Bueno, ¿qué quieren de mí? —preguntó Morgan, rellenando su vaso.
—Hemos visto que amarraste en el puerto hace ya una semana y aún no has informado del botín que conseguiste.
—Eso es privado.
—Cierto —dijo otro—. Pero ha llegado a nuestros oídos que tu tripulación no ha recibido ni un doblón.
Morgan tomó un sorbo.
—Ya lo recibirán —contestó tranquilamente—. Nunca he faltado a mi deber como capitán.
—Eso es verdad —dijo otro.
—¿Y qué es eso tan privado? —preguntó otro—. Nadie se enfrenta a tres galeones españoles por nada…
Morgan sonrió cínicamente. Rellenó su vaso de nuevo y se lo bebió de un trago.
—Desde luego —contestó escuetamente.
—Un buen cargamento debían de llevar para arriesgar tanto…
Morgan no dijo nada, sólo siguió sonriendo. Un silencio incómodo se hizo en la mesa.
—¿Algo más, señores? —dijo Morgan al cabo de un rato—. Una bella dama me está esperando…
Los cinco hombres le miraron fríamente. Estaba claro que no le iban a sacar ni una palabra.
—Pues entonces —concluyó, levantándose de la silla—. Me van a disculpar.
Madame Olay, que le había visto levantarse, se estaba acercando a la mesa.
—De todas formas —siguió diciendo Morgan—, en cuanto el Traidora esté reparado saldré a terminar este asunto. Y si a mi vuelta mis hombres no han recibido lo que se merecen, entonces mis entrañas colgarán del palo mayor.
Al día siguiente Morgan paseaba por su habitación de un lado a otro. No le gustaba que los Hermanos hubiesen puesto en duda su palabra, pero menos le había gustado su insistencia por saber cuál había sido el botín. Se temía lo peor. Que alguien, de alguna manera, les hubiese informado de lo que se traía entre manos. Y eso le había puesto muy nervioso.
—Señor —dijo Joâo, entreabriendo la puerta—, el maestro carpintero está aquí.
—Que pase —dijo Morgan ansioso por conocer los avances en la reparación de sus barcos.
Un hombre de fuerte musculatura, poco pelo en la cabeza y poblada barba rubia entró en la habitación. Era el mejor carpintero de la isla: rápido, fiable y con mucha experiencia en el oficio, sus servicios y los de su gente se los disputaban todos los grandes barcos que allí fondeaban. Morgan lo miró de arriba abajo. Sus sucios ropajes contrastaban con el oro que lucía en las orejas y en el cuello; apestaba a sudor y ron. Solía pasar casi todas las noches bebiendo de taberna en taberna, luego dormía un par de horas y en cuanto el sol despuntaba en el horizonte volvía a tener la cabeza despejada y el pulso firme.
—¿Y bien? —preguntó Morgan.
—El Traidora. Cuatro días más —contestó escuetamente.
—Ni uno más —dijo Morgan—. Y tú vendrás conmigo.
El carpintero le miró a los ojos sin pestañear. No entraba dentro de sus planes abandonar la isla y no le apetecía un carajo hacerlo, pero tampoco se atrevía a decirle que no al hombre que tenía enfrente.
—¿Y el otro? —preguntó Morgan.
—Tardará una semana más o menos. Probablemente más si yo no estoy aquí.
Morgan asintió con la cabeza y se quedó unos segundos pensativo.
—¿Ves eso? —dijo, señalando unas cortinas que separaban la estancia de otro cuarto—. Descórrelas.
El carpintero retiró las cortinas. Detrás de ellas apareció una gran jaula, y dentro de la jaula, una mujer. Una mujer extraña, con el cuerpo delgado, pelo negro y liso como la seda, ojos rasgados y piel amarilla. Estaba desnuda, quieta, tumbada sobre una pequeña cama de madera negra delicadamente pintada. Lentamente miró a ese pálido hombre que tenía enfrente y ni siquiera se movió. El carpintero quedó fascinado. Nunca había visto nada igual.
—Me la acaban de traer —dijo Morgan. Y será tuya si tengo los dos barcos en tres días.
—¡Eso es imposible! —exclamó el carpintero.
—¿Seguro? —preguntó Morgan, mirando de nuevo a la mujer.
Al cuarto día, el Traidora abandonaba Tortuga seguido de cerca por un bergantín que le escoltaría en su viaje hasta Jamaica.