MAR DE LOS CARIBES
26 de Julio de 1666
El Traidora rasgaba con su pecho el mar, que se rebelaba ante la agresión batiendo las olas contra el mascarón de proa. Era una fragata de guerra hambrienta de sangre, oro y poder, armada con cincuenta y cuatro cañones y doscientos cincuenta hombres. Y sobre ella, al mando de la bestia, Henry Morgan oteaba el horizonte rumbo a Las Perdidas. Tras él, cuatro bergantines de dieciséis cañones seguían su estela con los mismos objetivos.
—¡Capitán! —gritó uno de los piratas—. Ya está listo el puchero. ¿Llamo al rancho?
—Sí, Will —dijo el capitán—. El horizonte está despejado.
Una campana sonó tres veces en el aire y la mayor parte de los piratas acudieron con sus cuencos de madera a la caseta que hacía de cocina sobre la cubierta. El resto de los hombres estaban de guardia, y ya comerían más tarde. Una suerte de papilla de gachas burbujeaba en la gran olla, y al lado había un barril con trozos de pan mohoso, otro barril con trozos de panceta ahumada y un par de barriletes con ron. Cada marinero se echaba dos cazos del viscoso líquido y después cogía un trozo de pan y otro de panceta bajo la atenta mirada de tres compañeros, uno por cada alimento, que velaban por que ninguno se echase más que otro, y así, evitar las peleas. Entonces, los hombres buscaban un sitio en cubierta, se sentaban en el suelo y comían rápidamente con las manos mugrientas. Cuanto antes acabasen, antes podrían ir a llenar ese mismo cuenco con su ración de alcohol.
Morgan se metió en su camarote, en donde le esperaba sobre la mesa un plato de carne guisada, pan y vino. Llevaban una buena velocidad, y había calculado que llegaría a su destino en un par de días. Las Perdidas eran un grupo de islotes sin civilizar y sin más interés que su lugar estratégico: ubicadas en el extremo oriental del mar de los Caribes, casi en las profundas aguas oceánicas, se encontraban muy cerca de la ruta que en un tiempo tomaron los galeones españoles de regreso a Sevilla cargados de todas las riquezas que los hombres pudiesen soñar. Esa ruta había dejado de usarse varias decenas de años atrás, pues aunque era más corta en trayecto, el paso por estos islotes suponía un verdadero peligro. Si bien eran pequeños en extensión, exhibían casi todos altos montículos y escarpados acantilados, lugares perfectos para ocultar a los barcos piratas que esperaban el paso del preciado botín. Pero la decisión española de cambiar la ruta de vuelta hizo que no hubiese barcos a los que asaltar, y Las Perdidas habían dejado de ser frecuentadas por piratas, bucaneros y corsarios hacía años.
Ahora esa tranquilidad iba a cambiar. Sabían de primera mano que, aprovechando el sosiego que ofrecía esa ruta, tres galeones españoles la tomarían de nuevo. No eran tres galeones cualquiera, sino enormes barcos de guerra. Máquinas con un altísimo potencial de destrucción, ataque y defensa. Guardas y custodios del cargamento más valioso que se pudiese imaginar. Y él, Henry Morgan, tenía la orden de conseguirlo al precio que fuera. Para ello lord Dasser y sus socios le habían provisto de varios barcos, y uno de ellos, el Traidora, se lo habían entregado en posesión como anticipo de la recompensa que cobraría al terminar el trabajo. También le habían conseguido una prórroga de la patente de corso, buena y brava tripulación y los más modernos instrumentos para navegar.
No había pasado mucho tiempo cuando un joven grumete, escuálido como una raspa y con una vista de águila, gritó desde las alturas:
—¡Tierra! ¡Tierra, mi capitán!
Morgan sacó su catalejo y oteó el horizonte hacia donde el dedo del chaval apuntaba. Dos islas aparecieron ante sus ojos: altas, casi redondas, cubiertas por una verde frondosidad y sin una playa o bahía que diese amparo. Al poco aparecieron las otras tres, hasta un total de cinco pequeños montículos de tierra, plantas y rocas. Entonces Morgan cogió el timón. Sabía exactamente dónde tenían que esperar para no ser vistos por los españoles. La sorpresa era una buena aliada.
Allí, al pie de unos afilados acantilados, los cinco barcos echaron el ancla. Un grupo de diez hombres montaron en un pequeño bote y, luchando contra el batir de las olas, se arrimaron temerosamente a las afiladas rocas negras. Morgan, desde la cubierta, seguía sus movimientos con el catalejo. Los piratas buscaron un recodo de rocas en donde el mar llegaba más calmado, amarraron la barca a unos salientes y, con las manos y los pies protegidos por trapos, empezaron a escalar el acantilado haciendo que cientos de pájaros que allí anidaban volasen en estampida. Los demás piratas que se habían quedado en los barcos los miraban atentamente; unos esperando que llegasen pronto a la cumbre, y otros esperando que alguno cayese al mar, dependiendo de las afinidades o desencuentros de cada uno. Desde allí, no se veía la sangre que empapaba la ropa, ni las manos y rodillas descarnadas, ni la falta de resuello ni la falta de esperanza en llegar a la cumbre, ni la tiritona de miedo al mirar hacia abajo, ni el vértigo ni el dolor. Por su parte, Morgan sólo esperaba que se diesen prisa, y se desesperaba cada vez que alguno paraba en el ascenso. Un grito acompañó la caída de uno, que se destripó contra las rocas que sobresalían del mar, y, al minuto, otro grito anunció la muerte de un segundo marinero. Éste, que perdió el equilibrio, sin duda, por el terror al ver la suerte de su compañero, fue golpeándose con los salientes del acantilado como un muñeco de trapo hasta acabar en el fondo del mar. Por eso Morgan había mandado a diez hombres cuando, realmente, sólo se necesitaban dos. Quería asegurarse de que alguno llegase vivo. Al cabo de media hora, el resto de marineros llegaron a la cima, y después de parar a recuperar el aire se dirigieron al otro lado de la pequeña isla. Desde allí divisarían el mar abierto y despejado hasta el horizonte. Un sitio privilegiado para esperar que los grandes galeones apareciesen con su preciada mercancía. Solos, lejos de la inquisidora vigilancia de su capitán, se organizarían por turnos de vigilancia, descansarían del enorme esfuerzo y se curarían las heridas limpiándolas con hierba.
Mientras, en el acantilado, los pájaros estaban dándose un festín con el cuerpo del primer pirata que cayó, y las olas batían contra las rocas una mancha roja, que era lo único que quedaba del segundo.
«Ahora sólo queda esperar», pensó Morgan, y regodeándose en su vanidad, se imaginó la recompensa que le aguardaba. Con este asalto le iban a dar oro, mucho oro, pero no era eso lo que le había convencido para aceptar este trabajo. Oro ya tenía. En ese mar repleto de mercancías que iban y venían desde América a Europa, conseguirlo era fácil si no tenías escrúpulos, y él hacía mucho tiempo que los había perdido todos. No, definitivamente no era el oro lo que le movía a enfrentarse con tres galeones de la temida Armada española. Era el poder. Poder político, y en consecuencia, poder social. Lord Dasser, el hacendado con más propiedades e influencias en Jamaica, le había prometido, nada más y nada menos, el sillón de gobernador de la isla. Un cargo muy codiciado, sobre todo siendo corsario, pues en esa tierra se estaba emplazando uno de los más poderosos centros piratas, junto con Isla Tortuga. Allí se refugiaban, planeaban emboscadas y actuaban sin reparo bajo el amparo de la ley por más fechorías que cometiesen, siempre y cuando las cometiesen contra los enemigos de la Corona británica.
El cielo se había levantado limpio, de un azul brillante que dañaba la vista, y la línea del horizonte se veía nítidamente, lejana, azul, casi gris. Allá a lo lejos, tres puntos negros, casi imperceptibles, se acercaban a las islas. El pirata que estaba de guardia, sentado sobre una roca con un catalejo pegado al ojo, saltó como un sapo.
—¡Ahí están! —gritó—. ¡Ahí están!
Los demás, que descansaban, dormitaban y charlaban bajo un árbol, se lo quedaron mirando un segundo y, a continuación, se levantaron con la misma rapidez.
—¡Las señales! —dijo uno.
—¡Vamos! —exhortó otro, comenzando a correr hacia el otro lado de la isla. Cuando llegaron al acantilado, vieron los cinco barcos anclados a sus pies.
—¡Yo las hago! —dijo uno de ellos, sacándose un espejo del bolsillo.
Todos llevaban un espejo igual, pues al comenzar el ascenso no sabían cuál llegaría a la cumbre.
El marinero buscó el reflejo del sol e hizo parpadear la luz con insistencia. Al instante, otro espejo brillaba en el Traidora.
«Uno, dos, tres… —contó Morgan—. Los que esperaba», pensó satisfecho.
Los tres galeones españoles avanzaban despacio y contundentes, como los grandes animales a los que les cuesta mover su propio peso. Cada barco, tripulado por más de setecientos hombres, contaba con sesenta metros de eslora, treinta cañones de cuarenta y dos libras, otros treinta de veinticuatro y cuarenta cañones menores más repartidos en tres puentes. Al mando de la flota iba don Alonso Trujillo, leal servidor de Su Majestad don Carlos II de España, y en su niñez, de la regente doña Mariana de Austria.
El Santa Gema, el Protectora y el Córdoba regresaban a Sevilla desde Santiago de Cuba. Los dos primeros iban guardando los flancos, y el Córdoba llevaba en sus entrañas un cargamento especial. Toda la tripulación era consciente de ello, aunque sólo don Alonso sabía de qué se trataba. O así debería de haber sido.
El viento preñaba sus velas generosamente y las gaviotas sobrevolaban los palos, lo que hacía presagiar que no habría temporal. Era un día propicio para la navegación, pues la suave brisa refrescaba a los más de trescientos hombres que pululaban por la cubierta en ese momento. Era un día de faena y de esfuerzo; un día como otro cualquiera hasta que de la nada, delante de ellos, aparecieron tres barcos como tres promesas de muerte. La bandera negra ondeando, la inglesa hermanada, y las velas desplegadas posicionando a cada uno de ellos en formación de ataque.
—¡Por los clavos del Señor! —exclamó el vigía del Córdoba, y algo muy parecido debieron de exclamar los de los otros dos barcos—. ¡Piratas! —gritaba mientras hacía repiquetear la campana—. ¡Piratas a proa!
Y al instante, los infantes de marina estaban tocando zafarrancho de combate con fuertes redobles de sus tambores. Don Alonso subió a la toldilla y se reunió allí con sus primeros oficiales y dos guardiamarinas, mientras que su segundo de a bordo, el comandante Pineda, corrió hacia el castillo de proa justo al otro lado del barco. Así evitaban caer ambos en el ataque y que el barco quedase sin los dos primeros mandos.
Todo el barco crujió bajo las botas de cientos de hombres corriendo a sus puestos. Hombres que sabían lo que tenían que hacer ignorando la incertidumbre; hombres que sentían el miedo mojado de sudor en su piel, y que se lo quitaban de encima con coraje y disciplina, que rezaban mientras se preparaban, que añoraban hondamente a los suyos, que se acordaban de los malnacidos con los que iban a batallar y rezaban rogando a Dios por su alma o al diablo por la de los piratas.
—Demasiado cerca para dar la vuelta —dijo don Alonso.
—¡Señor! —dijo el guardiamarina Crespo—. ¡El Santa Gema ya los ha avistado!
—¡El Protectora también! —dijo el guardiamarina Martínez.
Los dos guardiamarinas estaban encargados de observar continuamente las señales que emitían los otros dos barcos y, a la vez, transmitirles lo que el capitán Alonso ordenaba desde el buque insignia. Don Alonso, con el catalejo en mano, observaba los movimientos de los bergantines y la fragata.
—Morgan… —susurró para sí.
Y al guardiamarina que tenía al lado se le secó la garganta al oír el nombre del mismísimo Lucifer.
—¡Capitán! —gritó uno de los vigías.
El capitán miró tras de sí, hacia donde señalaba el tembloroso dedo del marinero, y vio aparecer de detrás de una de las islas a dos bergantines más buscando el viento a su favor.
—¡Formación de combate! —dijo el capitán.
Y la orden fue transmitida de inmediato a los otros dos barcos, que desplegaron sus velas hasta ponerse en la posición correcta.
—¡Bajen los botes al agua! —ordenó el capitán a uno de los oficiales.
—¡Botes al agua! —gritó el oficial.
Y como un eco, la voz se fue repitiendo a lo largo del barco, mientras los botes salvavidas iban cayendo al mar para preservarlos de la batalla o para tenerlos listos si se presentaba la urgencia de necesitarlos en el transcurso del combate.
Mientras, los marineros que estaban en los puentes ya habían retirado las hamacas y las estaban colocando en las batayolas de la cubierta superior para protegerse, en lo posible, de las balas, la metralla y las astillas de madera.
—¡Repartan las armas! —ordenó don Alonso.
Un gesto de otro oficial hacia los marineros que hacían guardia en la Santa Bárbara les confirmó la orden que estaban esperando: abrieron las cancelas de metal y, con gestos rápidos y calculados, fueron repartiendo armas de fuego, pólvora, munición, cuchillos y espadas a todos los hombres.
El capitán miró por su catalejo. El Traidora estaba justo en su zona de tiro. Y ellos en la de Morgan.
Sacos de arena estaban siendo esparcidos por la cubierta para evitar que la resbaladiza sangre les pusiera las cosas más difíciles, cuando una lejana explosión heló el corazón de todos. Un silbido en el aire y el estallido del agua al ser golpeada por el proyectil dieron paso, unos segundos más tarde, a una lluvia de mortales bolas metálicas cayendo en la cubierta.
El ruido de las portas de los cañones al abrirse repiqueteó a los dos lados del barco como un dominó de cien fichas, y las poderosas armas comenzaron a ser cargadas rápidamente mientras los gritos de los primeros heridos resonaban en los oídos de los demás como anticipo de lo que les pasaría a ellos.
En cada puesto de cañón, una decena de hombres hacía retroceder a estas moles de hierro y madera, y el doble si eran los de cuarenta y dos libras de peso. Introducían el cartucho de pólvora seguido de la bala y de un taco de madera que la sujetaba en el interior. Entonces, el cabo de cañón calculaba la distancia hasta el otro barco y ajustaba la altura que les había sido ordenada haciendo uso de una cuña. Unos apuntaban al casco mientras que otros tenían la orden de destruir la arboladura y el velamen.
—¡Listos! —gritó el primero en acabar.
—¡Listos! —le siguieron los demás.
A algunos hombres les había dado tiempo a protegerse la cabeza con turbantes de trapos, y a otros, a quitarse la camisa para evitar que la sucia tela se introdujese en las heridas si eran alcanzados, pues si no le mataba la munición, lo haría la infección posterior.
—¡Fuego! —gritó el capitán.
—¡Fuego! —gritaron los cabos de cañón repitiendo la orden.
Con las pequeñas antorchas que ardían en cada puesto se encendieron las mechas. Un susurro, una llama saliendo de la boca del cañón, una estruendosa detonación y el proyectil salía disparado juntándose en el aire con otras cuarenta y nueve balas más buscando el mismo objetivo: el Traidora de Henry Morgan. Los aparejos y cuerdas de cáñamo detenían el brusco retroceso del arma y dos hombres lo frenaban apalancando las ruedas. Con un escobillón mojado en agua apagaban los restos de pavesas en el interior, y rápidamente se volvía a cargar de pólvora y hierro.
Pajes y grumetes, realmente niños, corrían de los puestos a la Santa Bárbara en busca de más cartuchos, más munición o rellenando cubos de agua. Unos llorando, otros sacando de sus pequeños cuerpos el coraje de un adulto y unos pocos con los pantalones meados, pero todos con los ojos irritados y los pulmones asfixiados por el irrespirable humo que invadía el aire de los puentes.
Una explosión dentro de la batalla llamó la atención del capitán: era el sonido inconfundible de un cañón explotando bajo la cubierta como una bomba en las mismas entrañas del barco. Al poco tiempo, otro sonido igual. Y un tercero y un cuarto. Alonso frunció el ceño; no era normal. Y la palabra sabotaje cruzó por su mente. Sabía que podía pasar, pero esperaba que Dios estuviese de su lado. Miró a su alrededor. Cientos de hombres luchaban por salvar su vida.
«¿Quién…?», se preguntó sin hallar respuesta.
Los impactos sobre el Córdoba estaban empezando a notarse gravemente. En la cubierta, las balas de cañón caían por todos lados sembrando el horror. Las que impactaban directamente sobre los hombres les arrancaban de cuajo los miembros, la cabeza o les aplastaban el torso como si fuesen de barro, para después destrozar la madera del suelo provocando una carnicera lluvia de astillas que ametrallaba a todo el que estaba alrededor, produciendo atroces heridas. Vergas, estachas, cabos y piezas de arboladura caían sobre las atestadas cubiertas y uno de los mástiles se había venido abajo aplastando a una veintena de hombres, al tiempo que del impacto había llegado a la primera batería.
Los desgraciados se desangraban en cuestión de minutos llenando el encharcado suelo de despojos y miembros destrozados. Varios grupos de marineros se encargaban de recoger los trozos de cuerpos y los cadáveres de sus compañeros y los arrojaban por la borda para que no entorpeciesen a los vivos en la batalla.
En el casco, decenas de vías de agua se abrían con cada embestida mientras los carpinteros intentaban taparlas desesperadamente. Unos desde el interior del barco, y otros subidos a las barcas que flotaban entre trozos humanos, sangre, maderas y tiburones.
En las baterías, la oscuridad, el olor a carne quemada, el calor y el humo las convertía en un infierno. Los desgarradores gritos de los que eran aplastados por los retrocesos de los cañones que se soltaban de los amarres eran silenciados por el atronador ruido de las enormes máquinas. El suelo se encharcaba de sangre y agua. Agua de golpes de mar y el agua de refresco de los cañones. Agua que, cuando se tiraba contra las moles de hierro, hervía soltando en el aire vapores ardientes.
Los heridos eran evacuados a la enfermería, situada bajo el nivel del mar para evitar que los gritos llegasen a los combatientes. Un lugar oscuro, insalubre, que se teñía de sangre desde el primer momento del combate y en el que flotaba un eterno olor a carne y muerte. Los cirujanos, desbordados por la llegada sin cesar de hombres, primero decidían cuáles de aquellos desgraciados tenían posibilidades de sobrevivir, y luego se dedicaban a las curas más urgentes. Amputaciones con sierras, cosidos, extracciones de balas y astillas, y la cauterización final de las heridas rellenándolas con pólvora y prendiéndolas después, se efectuaban de continuo y sin más anestesia que un buen trago de aguardiente. Si el herido tenía suerte, perdería el conocimiento antes de ser intervenido.
—Capitán —dijo uno de los ayudantes de cirujanos, jadeando por la carrera que se acababa de dar desde la enfermería—. No nos queda más sitio abajo. Pido permiso para ocupar la bodega contigua.
Don Alonso miró las ropas del muchacho. Estaban tan ensangrentadas que se le pegaban a la piel.
—Sí, por supuesto. Hagan lo que crean necesario.
De repente, los cañones enemigos dejaron de escupir balas, y se hizo un silencio roto por los gritos de los heridos. Un segundo de resuello para observar la situación.
Uno de los bergantines piratas que asediaban al Santa Gema se estaba hundiendo; otros dos estaban fatalmente dañados y en breve seguirían a su compañero hasta el fondo del océano, aunque todavía mantenían a raya al Protectora, que resistía el fuego enemigo con dificultad. Pero otro bergantín y el Traidora, seguían demasiado enteros para rendirse y se acercaban peligrosamente.
«Llevan los cañones silenciados… —pensó el capitán Alonso—. No nos quieren hundir. Saben lo que llevamos a bordo».
Con el enemigo enfilado hacia ellos frente a sus narices, la sangre fría de los artilleros manteniendo el ritmo de tiro era la diferencia entre morir o tener esperanzas de sobrevivir.
—¡Nos abordan! —gritó un marinero aterrorizado, y como él, cientos. Varios infantes de marina y otros marineros con buen ojo se encaramaron a los palos provistos de mosquetes con la misión de matar a tantos piratas como se les pusieran a tiro, mientras que otros protegían a los hombres que estaban defendiendo la cubierta. En las baterías, los tiradores asomados a las portas disparaban contra los artilleros enemigos al tiempo que esquivaban las balas contrarias.
—¡Al abordaje! —sonó el temido grito en el aire anunciando la encarnizada lucha cuerpo a cuerpo, y una horda de piratas hambrientos de muerte se lanzaron sobre el Córdoba empuñando sables, pistolas, cuchillos, machetes, picas y hachas.
Morgan, desde el puente del Traidora, disfrutaba viendo cómo sus hombres rebanaban gargantas, atravesaban tripas, cortaban brazos y hacían de esa tragedia un festín.
Pero matar a cuantos más mejor no era la única orden que sus hombres tenían. También habían recibido una muy clara y precisa: crear un pasillo despejado desde el lado del abordaje hasta el camarote del capitán.
Poco a poco, los piratas fueron ganando terreno. Los marineros, por muy bravos que fuesen, difícilmente podían contra los desalmados que disfrutaban con la matanza.
—¡Capitán! —gritó uno de los hombres de Morgan—. ¡Allí, a estribor!
Cuatro puntos negros en el horizonte avanzaban hacia ellos. Bandera española ondeando, todas las velas desplegadas y sin carga en las bodegas, cuatro galeones de guerra volaban en socorro de sus camaradas.
—¡Vamos allá! ¡Hay que darse prisa! —gritó Morgan, desenvainando su sable.
Pero ni siquiera tuvo que hacer uso de él. Sus hombres habían creado un ancho y largo pasillo y mantenían a raya a los agotados españoles sin mucha dificultad.
Como si de un agradable paseo se tratase, Morgan llegó al camarote del capitán. De una patada tiró la puerta abajo y entró ansioso, moviendo la vista de un lado a otro. Un enorme perro ladraba furioso dentro de su jaula, mordía los barrotes enseñando su temible dentadura y lanzaba zarpazos al aire. Morgan, sin hacerle el menor caso, abrió el armario y tiró todo al suelo, desbarató el escritorio, levantó el colchón y lo rasgó, descolgó los cuadros y, por fin, en el doble fondo de la mesa, encontró lo que buscaba. Sonrió y ordenó retirada.
Al día siguiente, los muertos que quedaban sobre el Córdoba, el Protectora y el Santa Gema fueron envueltos en sus hamacas junto con una bala de cañón como lastre, y lanzados al mar tras una breve misa oficiada por el capellán. Don Alonso Trujillo presidió apenado el ritual. Los cientos de muertos caían uno tras otro hundiéndose en las turquesas aguas dejando tras ellos una estela blanca que se desvanecía en las profundidades.
«Espero que haya merecido la pena —pensaba—. Por Dios, que así sea». Miró a babor. Una pequeña, discreta y rápida fragata le esperaba. En cuanto terminase la ceremonia don Alonso partiría hacia Sevilla, y desde allí, a Madrid.