28

La oscuridad había caído de nuevo sobre Madrid y las estrellas y la luna se dejaban ver por primera vez desde hacía un par de semanas. Ya no hacía frío, pues el sol diurno calentaba lo suficiente como para poder disfrutar de agradables noches. En una gran casa de la calle de Atocha, una ventana se iluminaba con la luz de las velas de su interior.

—Gracias, amigo Jorge —dijo Miguel, cogiendo un libro envuelto en un lienzo blanco.

—De nada —contestó el padre Jorge—. Imagino que tiene que ser muy importante.

—Sí, ahora mismo veré de qué se trata —dijo Miguel pensativo—. ¿Cómo está mi prima? —preguntó—. Hace tiempo que no la veo.

—Parece una criatura celestial.

—Ya te lo advertí. No es de este mundo.

El padre Jorge suspiró resignado.

—¡Qué pena de votos! —dijo, mirándose la sotana—. Imagino que no está bien robarle un ángel al señor.

—Tendrías todas las de perder.

Y los dos hombres rieron.

—Se habrá quedado preocupada —dijo el fraile.

—Sí —contestó Miguel—. Debería hacerle una visita. Tal vez este mismo domingo… ¿me acompañas? —preguntó Miguel con malicia.

El padre Jorge negó con la cabeza.

—No le quites trabajo al diablo —dijo sonriendo—. Que ya nos rondan demasiadas tentaciones a los hombres de fe.

En cuanto Miguel se quedó a solas, se sentó a la mesa de su despacho y desenvolvió el lienzo de lino. Luego desató las cuerdas que sujetaban el cuero, quitó otro paño más que lo protegía y, por fin, sacó la vieja Biblia con la carta escrita por Inés. Desplegó la hoja y observó la cuidada caligrafía pasando la yema de sus dedos por encima de la tinta seca. Por un instante, Miguel creyó oler su perfume. Sin duda la seguía amando, y el corazón se le encogió añorándola.

Londres, 3 de mayo de 1666

Querida Elvira,

Me siento muy afligida, pues ha llegado a mis oídos que nuestro primo Jesús ha caído enfermo. Te mando esta Biblia para que, en lo posible, reconforte su alma y le ayude a arrepentirse de sus pecados. Espero que la tenga de recuerdo de los días que pasamos juntos.

Sé que le alegrará saber tanto como a ti que mi boda con el doctor James Andry es inminente y ambos esperamos formar una dichosa familia.

Tu prima,

Inés de Aranda

Miguel se quedó sin moverse, quieto como una estatua de cera, y volvió a leer la última frase rogando a Dios que hubiese leído mal.

… mi boda con el doctor James Andry es inminente y ambos esperamos formar una dichosa familia.

La boca se le secó. Notó una opresión en el pecho y, por primera vez en su vida, lloró por una mujer. Un llanto silencioso, secreto, que jamás confesaría a nadie. Se levantó de la silla huyendo de esa carta, de esa letra, la letra de su amada, y fue hacia la ventana mirando a través de ella la oscuridad de la ciudad. Se sentía abatido, derrotado en el peor de los duelos al que le habían retado, pues en la lejanía estaba atado de pies y manos. No había oportunidad de defensa. Esas palabras le habían atravesado las entrañas, a juzgar por el dolor que sentía. Fue hacia el mueble y sacó una botella de viejo y buen coñac. Se sirvió un vaso y se lo tomó de un trago. El líquido entró suave y lentamente por la garganta. Miró hacia la mesa en donde estaba la carta.

—¡Maldita sea! —exclamó, apretando los puños.

Llenó otra vez el vaso y volvió a sentarse enfrente de la mesa. Con las manos apoyadas en la cabeza cerró los ojos e intentó tranquilizarse. Tenía un trabajo pendiente. Luego ya podría lamentarse.

Miró la carta de nuevo. Cogió un papel, una pluma, el tintero y un secante.

De nuevo leyó la carta concentrándose en cada palabra, y como tantas veces había hecho, intentó ir más allá de lo evidente. Dividió el texto en grupos de pocas palabras.

—«Me siento muy afligida…» —susurró pensativo, esperando que no fuese real—. «Ha llegado a mis oídos que nuestro primo Jesús…» —susurró—. El primo de Jesús es… Juan.

Entonces abrió la Biblia por el evangelio de san Juan.

—Tal vez… «Ha caído enfermo…» —susurró—. Ésa es la excusa. «Te mando esta Biblia, para que, en lo posible, reconforte su alma, y le ayude a arrepentirse de sus pecados». Pecados. ¿Juan citó los pecados? —se preguntó a sí mismo. Entonces empezó a buscar la palabra pecado, hasta que, de repente, como si una luz se hubiese encendido en su mente, se dio cuenta de que esa frase no escondía el mensaje. Esa frase era para él: «Arrepentirse de sus pecados».

Se sintió culpable. Y arrepentido. Arrepentido de haberse enamorado de ella. Arrepentido de haberla besado, de haberle hecho despertar a las sensaciones de ser amada. Arrepentido de haberla dejado. Arrepentido de no estar junto a ella… Respiró hondo, bebió del vaso y se esforzó en seguir.

«“Espero que la tenga de recuerdo de los días que pasamos juntos…” —Se quedó pensativo—. Puede que… ¿cuántos días fueron?» Entonces no le quedó más remedio que recordarlos, aunque doliesen.

«En la calle… uno; en el coche con Martín… dos, la noche que la vi dormir… —Y recordó lo bella que estaba mientras la tristeza volvía a acecharle—. No, ésa ella no la sabe. En el invernadero, tres». Buscó el capítulo tercero mientras luchaba por no recordar. No recordar sus suaves labios, el olor de su piel, su agitada respiración, los ojos rebosantes de amor y deseo, las curvas de su cuerpo…

—¡Basta! —se gritó a sí mismo. Debía concentrarse con todas sus fuerzas en descifrar el mensaje. Ya pensaría más adelante—. Tres: tres fueron las veces que ella cree que nos vimos. Capítulo tercero.

Buscó el capítulo tercero.

«Perfecto —pensó—. Son sólo dos hojas».

Acercó la vela y levantó la Biblia dejando las dos hojas al aire.

—Aquí están —murmuró mientras veía brillar la luz de la vela a través de los minúsculos agujeros.

Y fue anotando:

MORGAN

PERDIDAS

CORDOBA

Miguel se quedó pensativo, con la vista fija en un punto indeterminado de la habitación, repitiendo las tres palabras una y otra vez mientras su mente se esforzaba por buscar una conexión: Morgan, perdidas, Córdoba…

—¡Por todos los demonios! —exclamó Miguel, saltando de la silla como si quemase.

Sin perder más tiempo mandó ensillar su caballo, cogió su capa y salió al trote en medio de la noche cruzando el peligroso Madrid de esos tiempos hasta llegar a la calle del Arenal.

—¡Abran el portón! —gritó al tiempo que golpeaba el pomo insistentemente.

—¡Ya va! ¡Ya va! —Se oyó decir a un hombre desde el interior. Un ventanuco enrejado se abrió a la altura de la cara de Miguel—. ¿Qué desea a estas horas? —dijo un despeinado criado.

—Soy Miguel de Buroaga. Vengo a ver a don Francisco. Es muy urgente.

—Un momento, caballero —dijo el criado, cerrando el ventanuco.

Al cabo de unos minutos el criado volvió de nuevo y el ruido de los hierros y cerraduras precedió al chirrido de la puerta del gran portón.

—Pase a la sala —dijo el criado—. El señor le atenderá en breve.

Miguel conocía bien esa casa. No en vano había pasado en ella noches en vela y agotadores días descifrando mensajes, previendo movimientos o anticipando hechos junto con su morador, don Francisco Alvar, secretario de Relaciones Exteriores de Su Majestad Carlos II y superior directo de Miguel.

Mientras esperaba, el criado encendió las velas.

—Miguel, ¿qué ocurre? —entró diciendo un hombre de unos cincuenta años, entrado en carnes y rosados mofletes, mientras intentaba taparse el camisón de dormir con una bata.

—Don Francisco —empezó Miguel—. Perdone que le moleste en estas horas tan intempestivas pero tengo algo de suma importancia.

—No lo dudo —dijo el hombre—. Pero siéntese, siéntese, y me cuenta.

Miguel sacó la carta de Inés y su papel de anotaciones del bolsillo y se los entregó a don Francisco.

—El asunto Morgan —anunció Miguel.

El hombre se sentó en otra butaca y acercó el candelabro que prendía al lado. Leyó la carta atentamente y después las anotaciones de Miguel. Sus ojos iban y venían de un papel a otro mientras se rascaba la barbilla hasta dejarla colorada. De repente, como si hubiese visto una aparición, abrió los ojos y levantó las cejas.

—¡Válgame el cielo! —exclamó—. ¿Tú crees que puede ser eso?

Miguel levantó los hombros.

—No lo sé, pero si lo es, hay que hacer todo lo posible por evitarlo. Puede ser una tragedia.

—Indudablemente, Miguel, indudablemente —añadió don Francisco—. ¿Cuánto tiempo nos llevan de ventaja?

—Calculo que unas tres semanas en el caso de que Morgan hubiese partido de Londres el día en que está fechada la carta.

—No podemos perder más tiempo —concluyó don Francisco—. Mañana mismo llevaré el asunto a palacio.

Una semana más tarde, una pequeña fragata, ligera y rápida, zarpó del puerto de Cádiz rumbo hacia el mar de los Caribes. Sin escalas y si el tiempo acompañaba, estaría en Santiago de Cuba en tan sólo tres semanas. Tardaría muy poco tiempo en llegar, pero tal vez fuese demasiado.