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MADRID

3 de junio de 1666

Era domingo, el único día en que los conventos, como el de las hermanas clarisas, se abrían para que los familiares pudiesen visitar a monjas y novicias.

La mañana se había levantado gris. El cielo estaba cubierto por espesas nubes que descargaban su agua alternando caprichosamente la fina lluvia con inesperados chubascos. Era como un regalo de Dios para aliviar la escasez de agua que se esperaba en el asfixiante verano madrileño.

Una sirvienta llegó empapada a las puertas del convento y se dirigió hacia la pequeña sala, de la que salían mujeres portando cestas tapadas con paños. Seguramente cocineras, doncellas o recaderas de familias adineradas.

El convento de Santa Clara era uno de los predilectos de la alta sociedad madrileña para adquirir los deliciosos dulces que salían de sus hornos. Y de hecho, se sentían orgullosas de ser quienes suministraban a la corte toda suerte de galletas, bizcochos, pastas y roscas.

Elvira prácticamente se había criado allí, entre esos muros. Cuando tenía cuatro años su madre falleció, y su padre, que debido al trabajo pasaba largas temporadas fuera de la casa, llegó a la conclusión de que el mejor sitio en donde podrían educarla era en ese convento. Así tomó la decisión de que sirviese al Señor.

«Está llamada a ser esposa de Cristo, está predestinada desde que nació», se decía a sí mismo para convencerse de que hacía lo correcto. Tan extraño convencimiento venía del angelical físico de su hija. Rubia y regordeta, de rosados carrillos y ojos azules, siempre se pareció a uno de esos angelotes que pintaban en los techos de las iglesias. Incluso cuando la adolescencia le cambió el físico y se convirtió en una mujer de pechos llenos y caderas anchas, siguió conservando esa apariencia dulce y celestial.

Esta opinión también la compartían los pobres y mendigos que iban al comedor de caridad que el convento abría dos veces a la semana. En él, las monjas servían sopas hechas de verduras, sebo y donaciones, más bien sobras, de las casas pudientes de alrededor, que por lo menos llenaban unos estómagos habituados a estar vacíos.

El sagrado edificio de sobria arquitectura se refugiaba del mundo gracias a unos anchos muros exteriores, y en el interior el ladrillo visto, unas veces encalado y otras en crudo, recordaba a las monjas su voto de humildad. Una pequeña puerta en forma de arco separaba a aquellas mujeres de la vida de la ciudad, y los dos únicos lujos mundanos que se permitían eran la buena repostería y el alegre jardín que crecía en el claustro.

Cuando la sirvienta entró en la sala, el olor a bizcochos que salía de las cestas de las señoras hizo que su boca se llenara de saliva. Al fondo, vio la celosía detrás de la cual había una monja a la que, o bien se le compraban los dulces o bien se le informaba de la persona a la que se quería visitar.

—Ave María —dijo una voz de mujer.

—Sin pecado concebida —dijo la sirvienta—. Vengo a entregar un presente para la hermana Elvira.

Sin mediar más palabra, la sirvienta colocó el paquete en el torno y éste giró haciéndolo desaparecer. Como ya había venido otras veces, sabía que allí no tenía nada más que hacer, así que salió del convento y, resignada a mojarse de nuevo, volvió por donde había venido.

La hermana Elvira estaba amasando unos rosquillos para freír. Aunque por su posición social no tenía aún el deber de colaborar con las labores diarias, le gustaba ayudar a las cocineras, especialmente en los trabajos de repostería. Estar entre los fogones la animaba y las horas se le pasaban más deprisa. Cuando su padre volvía de viaje y salía del convento para estar con él en la casa familiar, también bajaba de vez en cuando a la cocina aunque con más reparo. No estaba bien visto que andase por esos lugares, y menos que se ensuciase las manos con el trabajo. Así que cuando a su pesar entraba de nuevo en el convento, el poder envolver sus añoranzas con azúcar, harina, huevos, chocolate y leche le ayudaba a resignarse ante su destino. Disfrutaba hundiendo sus manos en la fría masa, retorciéndola suavemente para que, con el mágico poder del calor, saliese del horno o de la sartén convertida en auténticas delicias para el paladar.

Ese lluvioso día estaba calentando el aceite mientras con un cuchillo hacía una hendidura a pequeñas bolas de masa, cuando una de las monjas vino a avisarla de que habían traído algo para ella. Extrañada, pensó en una carta de su padre. Deseosa de tener noticias de él, le pidió a sor Angustias, una de las cocineras, que se hiciese cargo de freír los dulces. Casi corriendo subió las escaleras que daban a los cuartos, y al abrir la puerta, se encontró el paquete sobre el camastro y leyó de quién venía:

Doña Inés de Aranda.

No se lo esperaba. Mejor dicho, no lo esperaba ese día. Su primo Miguel ya le había advertido de que podía recibirlo, pero se lo tomó como una posibilidad lejana. Ahora lo tenía allí delante. Tragó saliva y lo cogió, se sentó en una pequeña banqueta y lo apoyó en sus piernas. El lacre que unía las cuerdas estaba roto, pero eso era normal. Todo lo que entraba en el convento era revisado por la superiora, pues la lista de objetos que no estaban permitidos era larga; tan larga como la de las monjas sin vocación que allí residían. Pero en este caso, tan férrea censura había dejado pasar una vieja Biblia.

«Sin duda un recuerdo de familia», había pensado la superiora.

Elvira retiró el lienzo de cuero, el de lino, abrió el libro, sacó de él la carta y la leyó lentamente. Sin duda era el paquete sobre el que le había advertido su primo. Y tenía que entregárselo cuanto antes.

«Pero Miguel no está», pensó. Hacía unas semanas que se había marchado a Valladolid con la corte y tardaría en volver.

Con la Biblia y la carta en las manos, y la mirada perdida en la pared de enfrente, intentaba recordar las palabras exactas de Miguel: «Si no me encuentro en Madrid, házmelo llegar a través del padre Jorge, en el colegio de frailes agustinos. Por favor, no te demores. Te aseguro que, si algún día te llega, es que se trata de un asunto de suma importancia».

Elvira no sabía qué podía ser eso tan urgente, pues Miguel nunca le contaba nada de su trabajo, pero lo conocía lo suficiente como para darse cuenta de lo serias que eran sus palabras.

«¿Cómo me encontraré con el padre Jorge?», se preguntaba a sí misma.

El colegio de los Agustinos no estaba lejos de allí, pero tenía que buscar una excusa para poder salir del convento sin levantar sospechas. No era fácil, pues, aunque en su orden no tenían tantas restricciones como en otras, tampoco se les permitía salir sin un buen motivo.

Unas campanadas anunciaron la hora de la comida. Elvira volvió a envolver la vieja Biblia, la puso bajo la almohada y fue al refectorio. Normalmente le costaba mantener el voto de silencio que se profesaba a esa hora. Sus ojos solían fijarse en detalles que, aunque le parecían tontos, la distraían en esos aburridos momentos. Un fideo de la sopa colgando de la comisura del labio de la superiora, sor Milagros escondiendo la rebanada de pan bajo su hábito o sor Margarita, la más anciana del convento, quedándose dormida sin perder el equilibrio. Esto último fascinaba a Elvira, pues no entendía cómo se podía dormir profundamente, incluso hasta roncar, y seguir estando sentada en un banco sin respaldo. Siempre esperaba que de un momento a otro sor Margarita cayese sobre el plato, pero eso nunca había pasado.

Pero ahora Elvira no se fijaba en nada de lo que ocurría a su alrededor. Su mente estaba demasiado ocupada en buscar cómo llevar el recado, en buscar una excusa que le permitiese salir una hora. No necesitaba más.

Después de todo un día sumida en sus pensamientos, concluyó que la única solución era mentir. No le gustaba hacerlo, pues siempre temía que la descubriesen, pero no tenía más remedio. Después de la cena pidió hablar con la madre superiora.

Sor Encarnación, la madre superiora, era una mujer menuda, ligeramente cargada de hombros, con grandes manos llenas de callosidades que revelaban el duro trabajo diario a pesar de su cargo. Era la primera que se levantaba y la última en acostarse, y a sus más de sesenta años, nunca había dejado de labrar el huerto del convento ni un solo día. Era rígida e inflexible en el cumplimiento de las reglas, pero su clara mirada rodeada de arrugas invitaba a la confianza y a la confidencia. Allí, paseando bajo el techado del claustro mientras la lluvia seguía encharcando el jardín, sor Encarnación escuchó a Elvira.

—Madre —empezó la joven con un ligero tartamudeo—, me gustaría pedirle permiso para llevar un recado a un familiar.

La madre superiora la miró detenidamente. Elvira era una monja ejemplar. Si bien se le notaba la poca vocación en la falta de fervor con que recitaba sus oraciones, su comportamiento había sido impecable desde que su padre la confió a la orden.

La muchacha, ante el silencio de la superiora, siguió hablando mientras en su mente se repetía una y otra vez que se le notaba que estaba mintiendo.

—Mi prima me ha enviado una Biblia que ha estado en manos de mi familia desde hace mucho tiempo. Hace unos meses que enfermó nuestro primo Jesús, que profesa en los frailes agustinos de Manzanares, y me ha pedido que se la haga llegar a través de un amigo suyo que está en el colegio de los Agustinos, aquí, en la ribera del río. Para mí es importante, pues estoy segura de que le gustaría enormemente tener en su poder la Biblia.

Sor Encarnación dejó de caminar, se acarició una mano con la otra y se quedó un instante pensativa.

—Lo comprendo —dijo—. En una familia con tan altos valores cristianos como la tuya, llevarle algo así le reconfortará el alma.

Elvira sintió un gran alivio. Había sido más fácil de lo que imaginaba.

—Además —continuó la madre superiora mientras comenzaba a andar de nuevo—, hace tiempo que necesito ir a visitar a su prior para arreglar unos asuntos, por lo que saldremos mañana después de la misa de nueve.

Elvira se quedó sorprendida. No esperaba esto y la pregunta de cómo se las arreglaría para que no se notase que no conocía al padre Jorge la estuvo rondando toda la noche.

Al día siguiente las dos mujeres salieron del convento; sor Encarnación con su hábito negro y una cesta de pastas de limón bajo el brazo, y Elvira con la vieja Biblia envuelta en un paño blanco y los nervios agarrados al estómago.

Bajo otro día de cielo plomizo anduvieron por el camino de Fuencarral esquivando los charcos y barrizales hasta llegar a la calle de San Bernardo, en donde el suelo ya estaba empedrado. Pronto llegaron a la plaza de Santo Domingo, y desde allí, bajaron hasta el colegio de los frailes agustinos, lugar en donde estudiaban y residían los hijos de los nobles que estaban destinados a vestir los hábitos algún día. Era un gran edificio de tres plantas y varias naves, con tejados de pizarra de los que sobresalía el campanario de la iglesia, con tres patios interiores, dos pequeños que hacían de claustros y otro más grande rodeado por un muro de piedra en el que había un portón para la entrada de carruajes.

Las dos mujeres entraron por una estrecha puerta que daba a uno de los patios menores. Allí, un fraile de hábito marrón salió a recibirlas.

—Buenos días, hermanas —dijo amablemente el fraile—. ¿En qué puedo ayudarles?

—Buenos días hermano —dijo la madre superiora—. Yo soy sor Encarnación, madre superiora del convento de Santa Clara, y ella es la hermana Elvira. Venimos a ver al padre Mauro y al padre Jorge.

—Pasen por aquí. Yo les aviso de su llegada —dijo el fraile, indicando la entrada a una sala de recepción.

Las dos mujeres pasaron y se sentaron a esperar en un poyete de piedra que había cerca de la ventana sin cristales por la que entraba la lluvia a capricho del viento, según indicaba el charco que bajo ella se había formado. Al momento, el fraile volvió a aparecer por la puerta.

—El padre Mauro les espera en su despacho —dijo con una leve sonrisa—, pero el padre Jorge está fuera y no volverá hasta la noche.

Elvira se quedó contrariada. No había pensado en esa posibilidad.

—Si lo desea, puede dejarle el recado —dijo el fraile al ver la expresión de la muchacha.

—Sí —dijo la madre superiora, dirigiéndose a Elvira—. Dame la Biblia y yo se la daré al padre Mauro. Él hará que el padre Jorge la reciba.

—Bueno, no sé si… —titubeó Elvira. Recordaba las palabras de su primo advirtiéndole de que lo entregase en persona.

—Te aseguro que le llegará esta misma noche —insistió la madre superiora.

Elvira la miró a los ojos y vio esa expresión que la animaba a confiar.

—Gracias, madre —dijo la muchacha sinceramente—, pero prefiero dársela yo misma, pues quiero trasmitirle el afecto que también le profesa mi familia.

Un brillo gris cruzó los ojos de la madre superiora. Un relámpago al que Elvira no fue ajena y que le hizo estremecerse un poco en su interior, aunque cuando se volvió a fijar, el azul celeste inundaba de nuevo la expresión de la monja.

—Es muy noble de tu parte —dijo la madre superiora.

—Madre —musitó Elvira—, si no le importa, yo la espero aquí.

—Tardaré un rato, pues tengo varios asuntos que resolver.

—Aquí estaré, madre.

—Mi nombre es fray Rodrigo —dijo el fraile, dirigiéndose a Elvira— y soy el encargado de la puerta. Si necesita algo durante la espera, no dude en buscarme.

—Muchas gracias, hermano —respondió Elvira.

La madre superiora asintió con una sonrisa y salió de la estancia con su cesta llena de pastas, seguida de fray Rodrigo.

Elvira volvió a sentarse en el poyete de piedra con la Biblia apoyada en sus rodillas. Desde allí se oía a los niños jugar. Miró por la ventana y vio que había dejado de llover. Unos tímidos rayos de sol se colaban por entre las nubes y hacían brillar las empapadas rosas que florecían en la entrada. Como tenía suficiente tiempo, decidió pasear por los jardines del colegio, situado encima de un pequeño cerro.

Entre las copas de los pinos se divisaban los rojos tejados de Madrid, capital de un imperio en donde no se ponía el sol y se defendía la cristiandad más allá del propio Papa. Un imperio que, a costa del hambre y las miserias de sus súbditos, hipotecaba las ingentes riquezas que llegaban de ultramar para enzarzarse en guerras eternas con sus eternos rivales: Francia e Inglaterra. Tres potencias alimentadas a base de alianzas, guerras, traiciones y juego sucio. Un Madrid reflejo del escenario mundial, plagado de intereses, cuyo amo y señor era el dinero y el poder, donde la información era fundamental para ganar en un tablero de oro en donde las intrigas, los espías y dobles espías estaban a la orden del día. Un tablero a tres bandas en el que sólo había un ganador, y el premio era el mundo.

Un jinete a caballo llegó al colegio de los frailes agustinos bajo el aguacero que estaba cayendo en ese momento. La lluvia caía con fuerza sobre los adoquines barriendo los desperdicios e inmundicias que la ciudad generaba. El sol hacía rato que ya se había puesto y las nubes impedían que la luna ofreciese su luz, por lo que la noche era propicia para ladrones y otras gentes de mala calaña. El jinete bajó de su caballo y golpeó con fuerza la puerta, cerrada desde hacía ya unas horas. La empapada capa de cuero, que ya no podía retener más el agua, había empezado a calarle por las costuras creando pequeños ríos que le recorrían el cuerpo desde la nuca hasta las piernas. La puerta por fin se abrió y el hombre entró quitándose la capucha, que poco había podido hacer a tenor de lo mojado que estaba su pelo.

—Gracias por abrir tan rápido, hermano Rodrigo —dijo el hombre.

—Viene usted muy tarde en una noche muy mala, padre Jorge —comentó el fraile.

—Sí. Los asuntos de palacio se demoraron. Qué agradable calor se nota aquí —observó el padre Jorge, cambiando la conversación.

—El cocinero ha dejado una sopa de ajo en el puchero. Seguramente estará caliente todavía.

—Mañana le daré las gracias —dijo complacido. Una sopa caliente en el estómago era el mejor remedio contra la humedad que le calaba los huesos—. Pero primero voy a quitarme toda esta ropa mojada.

El padre Jorge comenzó a subir la escalera de madera que llevaba al piso superior.

—Padre Jorge —dijo de nuevo fray Rodrigo—. Esta mañana han venido a entregarle un recado.

El cura se volvió hacia su compañero.

—¿Un recado? —preguntó—. ¿De quién?

—Era una monja del convento de Santa Clara, y venía con su superiora.

El padre Jorge hizo una mueca de extrañeza. No se le ocurría qué podían haber venido a decir.

—¿Y sabe usted qué querían?

—Creo que entregarle una Biblia… —respondió el fraile, intentando recordar algo más.

—¿Una Biblia? Sería alguna ofrenda para la escuela —dijo el padre Jorge mientras seguía subiendo las escaleras. Tenía prisa por quitarse la ropa mojada y tomarse la sopa.

—¡Elvira! —exclamó de repente el fraile—. La hermana Elvira, del convento de Santa Clara.

—¿Sor Elvira? No sé —dijo distraídamente mientras llegaba al piso de arriba—. Imagino que ya volverá. Muchas gracias por el recado, fray Rodrigo.

—Buenas noches, padre Jorge.

El padre Jorge llegó a su estancia y se quitó la ropa mojada mientras en su cabeza no paraba de dar vueltas un nombre: Elvira.

«¿Será posible? —se repetía una y otra vez—. ¿Será la prima de Miguel?» Si era ella, eso significaba que algo muy grave había pasado. Miguel no utilizaría a su prima para hacerle llegar un mensaje si no fuese completamente necesario. Y ¿quién más lo sabría? Fray Rodrigo dijo que la acompañaba la madre superiora… Esto último no le gustó nada. De hecho, nada de este asunto le estaba gustando.

Ya con ropa nueva bajó a la cocina y se tomó varios cuencos de sopa y medio vaso de vino tinto. Con el estómago caliente pensaba mejor.

Elvira, tumbada sobre el camastro de su cuarto, se revolvía entre la sábana y la manta. Estaba nerviosa y era incapaz de conciliar el sueño. La situación la desbordaba. Estaba claro que sor Encarnación sabía que tendría que volver, pero no estaría bien visto que fuese al día siguiente. Le resultaría extraño a la madre superiora, porque si era tan urgente que el supuesto primo tuviese la Biblia, se la debería de haber confiado al padre Mauro. No sabía qué hacer. Intentaba dormir pero no podía parar de pensar, lo qué la ponía más nerviosa todavía. De un salto se levantó de la cama, se vistió rápidamente y salió del cuarto. Necesitaba ocupar la mente en otra cosa. Estaba segura de que, si se calmaba, la solución se le ocurriría de un momento a otro. Bajó las escaleras a oscuras y entró en la cocina. Encendió las velas y un par de lamparitas y se remangó la camisa. Miró por la ventana. Otra tormenta se estaba acercando, pues los árboles de la huerta agitaban sus ramas con fuerza y algún que otro rayo centelleaba a lo lejos. Allí, entre sus pucheros, sus cucharones y sus moldes, al calor de las brasas, su mente estaba más clara, y se le ocurrió que, tal vez, podría justificar una nueva visita al día siguiente haciendo unos panes de desayuno para agradecer la amabilidad de los frailes. De la fresquera sacó manteca y de una alacena sacó un tarro de harina, azúcar y una frasca de vino. En una fuente de barro batió la manteca, el vino y el azúcar añadiendo de vez en cuando pequeñas cantidades de harina, según la mezcla le iba admitiendo, y cuando esos ingredientes se fundieron, Elvira se lavó las manos y las introdujo en la masa. Estaba fría y suave. La aplastaba, la retorcía, la pellizcaba, la partía y la volvía a unir. Después, la dejó reposar tapada con un paño y metió leña en el horno, avivando las brasas que nunca se apagaban. Luego hizo pequeñas bolas de masa y las puso en varias bandejas que fue metiendo en el abrasador recinto con ayuda de una pala de madera. Poco a poco, un delicioso y suave aroma empezó a recorrer el convento; la cocina, los pasillos, el claustro y la iglesia, hasta las habitaciones del piso superior en donde endulzó los sueños de más de una de aquellas mujeres.

Un relámpago iluminó la cocina y Elvira se volvió sobresaltada hacia la puerta. De repente había sentido que no estaba sola.

«¡Qué tontería!», pensó, y siguió con su faena.

No se dio cuenta de que una sombra la observaba, inmóvil, desde la puerta. Tampoco se dio cuenta cuando esa misma sombra se deslizó lentamente hacia las escaleras, subió al piso superior y entró en su cuarto. La sombra cogió la Biblia y desapareció.

Agotada, Elvira puso la última hornada de bollos sobre la mesa y recogió la cocina. El cielo empezaba a clarear en el horizonte y los pájaros anunciaban que el día iba a comenzar. En breve, las campanas llamarían al primer rezo y el convento comenzaría de nuevo su actividad. Tenía que apresurarse. Quería subir a su cuarto para lavarse y cambiarse de ropa antes de que se levantasen todas las hermanas. En silencio y todavía a oscuras llegó a su habitación, echó un poco de agua en el balde de barro y se refrescó la cara y el cuerpo para ahuyentar el sueño que estaba empezando a sentir. Todavía no habían tocado las campanas, así que se echó en su camastro a descansar, y al apoyar la cabeza sobre la almohada, notó algo extraño: no percibió la dureza del libro. Preocupada, metió la mano debajo de la almohada y la movió de un lado a otro sin encontrarse con nada. Rápidamente la levantó y comprobó que la Biblia había desaparecido.

—Pero ¿cómo? —exclamó atónita. Sin podérselo creer miró bajo las sábanas, bajo el colchón, bajo la ropa y de nuevo bajo la almohada. La Biblia había desaparecido. Mareada por los nervios se sentó en la banqueta mirando la pequeña habitación. Recordaba perfectamente haberla guardado.

«O tal vez no —empezó a dudar—. ¿Y si me la dejé en el colegio…? ¿Y si se me perdió por el camino…?»

—No, no, no. Cálmate, cálmate —se decía a sí misma en voz alta—. Piensa.

Pero cuanto más pensaba, más segura estaba que tenía que estar debajo de la almohada.

«A no ser que…» La idea de que alguien la hubiese robado le estremeció.

En ese momento, las campanas soltaron fuertemente sus tañidos sobre el convento y Elvira se sobresaltó. Con la cabeza dándole vueltas salió de la habitación y se dirigió hacia la capilla. Sus distraídos rezos fueron ese día más dispersos que nunca. Pronunciaba las oraciones sin saber qué decía, pues sus pensamientos y sus ojos estaban buscando respuestas en todos y cada uno de los rostros que la rodeaban. Una mirada, una señal, un gesto, algo que le indicase quién lo había cogido, pero no encontraba nada. Todo estaba como siempre, como cada día.

Al finalizar la misa, buscó a la madre superiora. Ahora más que nunca debía ir al encuentro con el padre Jorge. Debía contarle lo ocurrido.

—Madre —le dijo cuando se dirigían hacia el comedor para desayunar—. Debo hablar con usted.

La madre superiora la miró atentamente. Demasiado atentamente. Como esperando lo que ya sabía que le iba a preguntar.

—Madre, quisiera ir de nuevo al colegio de los frailes agustinos —dijo Elvira.

—Sí, ya sé. Tienes que entregar la Biblia de tu familia.

—Sí, madre, eso es —respondió Elvira, tragando un poco de saliva—. No estaré tranquila hasta que mi primo la tenga y se sienta reconfortado en el alma.

La madre superiora la miró en silencio, obligándola a seguir con las explicaciones.

—Además, he hecho unos bollos de desayuno para los frailes por su amabilidad.

—Ese gesto te honra —dijo la madre superiora—. Te acompañaré esta tarde, después de la comida.

Esto último era lo que no esperaba oír Elvira. Si la acompañaba, se daría cuenta de que no llevaba la Biblia.

—No se preocupe, madre —repuso Elvira con la voz un poco temblorosa—. No hace falta que usted me acompañe con este mal tiempo. Puede hacerlo otra hermana.

—Ay, hija —dijo la monja, cogiéndole la mano—, ¡cuánto te agradezco que te preocupes por mí! Pero prefiero ir yo y entregar esos bollos que has hecho al padre Mauro en persona. Nunca está de más el tener amigos en otras comunidades.

Elvira sonrió dulcemente mientras pensaba en el problema que se estaba buscando.

¿Cómo podría ocultar que no tenía la Biblia?, pensaba sin cesar. Apenas había dormido, los nervios le habían cerrado el estómago y la cabeza le dolía de tanto pensar. Ahora echaba de menos la tranquila existencia que había llevado hasta ahora en el convento, donde la mayor alteración podía ser que se les quemase la comida o que saliese alguna gotera en el tejado.

Antes de que las campanas llamasen a comer, Elvira entró en la austera biblioteca del convento y buscó Vidas de santas castellanas, un libro de parecidas proporciones a su Biblia. Lo envolvió en un paño blanco y pensó que podría resultar.

Cuando las dos mujeres salieron del convento, las nubes se estaban deshaciendo como algodones dejando entrever claros celestes por los que se colaba el sol. Recorrieron las mismas calles embarradas del día anterior, en las cuales, a pesar de estar limpias por acción de la lluvia, ya se acumulaban restos de verduras podridas, excrementos recientes y orines. Cuando las dos mujeres llegaron a las puertas del colegio de los padres agustinos, la escena del día anterior se repitió. El mismo amable fraile salió a recibirlas a la puerta y, al preguntar por el padre Jorge otra vez, las hizo esperar en la misma sala.

Desde la ventana se oyó el espeluznante chillido de una pelea de gatos. Agarrados con uñas y dientes, hechos un amasijo de pelo erizado, se disputaban un polluelo de gorrión moribundo que habría caído de los árboles por la tormenta.

—Hermanas —dijo un monje de baja estatura y cano pelo—. Otra vez aquí. El Señor nos mima demasiado.

—Gracias, padre Mauro —dijo la madre superiora con una sonrisa—. Hemos venido a ver de nuevo al padre Jorge, y de paso, nos hemos tomado la libertad de traerles unos bollos de desayuno que han hecho las hermanas.

Elvira notó una punzada de indignación. «¿Cómo que las hermanas?», pensó.

—Dios Bendito —dijo el fraile, sonriendo—. Estoy seguro de que es pecado, pues sus dulces incitan a la gula.

Unos pasos acercándose hicieron que los tres mirasen a la puerta.

—Buenas tardes hermanas —saludó el padre Jorge.

—Fray Jorge —dijo el padre Mauro—. ¡Mire qué buen aspecto tienen estos bollos!

Elvira pegó un leve respingo al ver ante ella al padre Jorge.

Con tanta gente alrededor no podría explicarle a qué había ido exactamente.

«¿Qué le diré?», pensaba angustiada.

Notaba la mirada de la madre superiora escrutando cada uno de sus gestos. El corazón se le aceleraba, empezaron a sudarle las palmas de las manos y la garganta se le quedó seca.

—Muchas gracias —dijo el padre Jorge.

—De nada —contestó la madre superiora.

—Y usted debe de ser la hermana Elvira… —dijo el padre Jorge.

—Sí… sí —asintió tartamudeando Elvira con la cara roja y sin saber qué hacer. Si se fuese la madre superiora con el padre Mauro, como el día anterior…

—Su primo me la describió como un ángel en la tierra, y veo que no se equivocó.

Elvira, desconcertada, se quedó más paralizada aún.

—Y ésta debe de ser la Biblia de la que me habló. Al parecer, la prima de usted le escribió una carta poniéndole al corriente de que la recibiría a través suyo y después mío.

Elvira le sonrió nerviosamente, le entregó el libro envuelto y rezó para que no lo desenvolviese en ese momento. Tenía que decirle que ésa no era la Biblia, que había desaparecido. Pero ¿cómo?

—Hermana Elvira —observó la madre superiora—, no entiendo por qué se la manda a usted, en lugar de mandarla directamente a Manzanares.

Elvira se quedó en blanco, sin saber qué responder.

—¡Huy, hermana! —intervino el padre Jorge—. Usted no sabe lo complicado que es hacer llegar hasta allá arriba, en la sierra, cualquier carta o paquete. Sin duda ésta es la forma más segura y rápida.

—Ah, claro —comentó la madre superiora—. Bueno, ya nada nos retiene aquí y tenemos un buen paseo por delante.

Elvira vio a la madre superiora despedirse del padre Mauro y salir por la puerta, mientras ella seguía inmóvil, clavada en el suelo.

—¿Vamos? —dijo la madre superiora.

—Hermana —dijo el padre Jorge, dando unos ligeros golpecitos al libro—, muchas gracias. Su primo se lo agradecerá enormemente.

—De… nada —respondió Elvira, mirando fijamente al padre Jorge con sus enormes ojos azules. Quería hablarle sin palabras, que leyese sus ojos, que imaginase lo que pensaba.

—¿Hermana Elvira? —dijo la madre superiora impacientándose.

—No se preocupe por la Biblia, hermana —añadió el padre Jorge—. Ya está en buenas manos.

Y Elvira, resignada, quiso ver algo de intencionalidad en sus palabras.

Las dos mujeres tomaron el camino de regreso a su convento entre el bullicio de gente que andaba por la calle aprovechando el fin de la lluvia. El sol caía desde el cielo salpicado de pequeñas nubes y un aire cálido recorría Madrid secando sus tejados, plazas y calles.

Mientras, el padre Jorge, a solas en su cuarto, desenvolvió el libro: Vidas de santas castellanas, leyó en la portada, y sonrió.