Los encuentros con el doctor James Andry seguían repitiéndose cada dos días. El doctor iba a visitar a Inés a las tres de la tarde, puntual como un reloj, y conversaban paseando por el jardín mientras lady Dasser estaba reunida con sus amigas. James estaba preocupado, pues últimamente la veía más distraída que nunca, incluso ausente en algunas ocasiones. Ya no era la locuaz conversadora que le hacía reír hacía unos meses. Cuando le preguntaba qué le pasaba, ella respondía con evasivas y rehuía la mirada.
«Sin duda —pensaba el doctor— la estoy perdiendo».
Y este temor le empujó a decidirse por fin a pedirla en matrimonio.
Fue una mañana de domingo a finales de abril, a la salida de la iglesia. El viento la hacía fría a pesar de que el sol brillaba en un cielo limpio y radiante. La primavera estaba en todo su apogeo y parecía que las flores brotaran en cualquier rincón. Ann andaba detrás de lady Dasser de camino al carruaje cuando un más que nervioso James Andry, con el sombrero en la mano, las abordó en medio de la calle.
—Lady Dasser —dijo el joven—, ¿me permite unos segundos de su precioso tiempo?
La mujer lo miró de arriba abajo sorprendida por el descaro, y luego miró a Ann, que estaba más sorprendida aún.
—Dígame, doctor —concedió lady Dasser.
—Quisiera que me diese permiso para visitarla a usted y a lord Dasser. Necesito hablarles de un asunto de suma importancia —dijo el doctor.
Lady Dasser sabía de qué trataba ese asunto. Se lo llevaba temiendo desde hacía un tiempo.
—Bien —contestó con mala cara—. Venga esta tarde después de comer y podrá hablar con lord Dasser de ese… asunto. —Y subió al coche sin despedirse, seguida de una silenciosa Ann y dejando allí, de pie, a ese hombre orgulloso de haber hecho lo que debía.
A la hora prevista, James Andry llegó a Ardkinglas Hall acompañado de su mentor, el doctor Hunt, vestidos tan elegantemente como requería la ocasión. Fueron recibidos por lord y lady Dasser en uno de los saloncitos mientras Ann esperaba a ser llamada en la cocina, con los nervios agarrados al estómago, debatiéndose entre el sentimiento de culpa por estar enamorada de otro y la pena de que lo que estaba sucediendo le produjese tristeza en lugar de alegría. Con tantas veces como lo había deseado y ahora que el momento había llegado no podía disfrutarlo. Todo el día había estado pensando en James, en sus sentimientos, en Miguel. En lo que debía hacer y en lo que quería hacer, pues de ello dependía su futuro. Y había tomado una decisión. Ahora, sólo esperaba tener fuerzas suficientes para llevarla a cabo.
Pasado un rato, el mayordomo fue a avisar a Ann de que los señores, el doctor Hunt y el doctor James Andry, la estaban esperando. La muchacha se levantó y notó una mano en su hombro. Era la señora Galloway, que la miraba con afecto y ternura; con pena y tristeza. Sabía lo que Ann estaba pasando. Había visto sus ojos cuando Miguel la fue a buscar, y también vio los de él.
—Animo —le dijo, y sonrió con cariño.
Ann acarició su mano y comprendió a lo que se refería.
—Gracias —respondió. Se dio la vuelta y fue al encuentro de James.
Media hora más tarde el doctor James Andry se marchó de la mansión ilusionado, pensando en lo bella que estaba la que sería su esposa dentro de unos meses, a finales de julio.
—Ann —comenzó lord Dasser—. Como ves, hemos sido comprensivos y hemos dado permiso al doctor James Andry para que te despose. Has sido siempre una fiel sirvienta para lady Dasser y te hemos tratado con corrección y dignidad. Espero que hasta el día de tu boda sigas sirviendo en esta casa con la misma rectitud y celeridad, sin que el hecho de que vayas a irte sea motivo de dejadez o de incumplimiento de tu deber para con nosotros.
—Por supuesto —dijo Ann seriamente.
«Demasiado seriamente… —pensó lady Dasser, que no vio en Ann ese brillo en los ojos o esa sonrisa contenida que delataba la felicidad de cualquier muchacha que se casaba con el hombre deseado—. Parece que no quiera hacerlo en realidad…»
—Puedes retirarte —dijo lord Dasser.
Ann volvió a la cocina en donde estaban gran parte de los criados esperándola para darle la enhorabuena. La noticia se había circulado enseguida por Ardkinglas Hall y todos querían felicitar a la afortunada. Pero Ann no se sentía así. Entre abrazos, sonrisas y vítores de alegría, entre conjeturas acerca del vestido nupcial, comentarios del buen matrimonio que hacía y manifestaciones de envidia sana de las que estaban solteras, Ann rompió a llorar, y no vio más salida que correr hacia su dormitorio.
«Está emocionada», pensaron todos. O casi todos, porque la señora Galloway sabía que esas lágrimas distaban mucho de ser de emoción.
Ann se sentía triste, como si se hubiese perdido a sí misma, como si se engañara, se traicionara. Y eso era realmente lo que estaba haciendo en aras de «lo más correcto».
«Pero es lo que debo hacer —pensaba con el orgullo de quien cree hacer lo adecuado—. Aprenderé a quererle de nuevo».
Se había propuesto con toda su fuerza olvidar a Miguel. Lo consideraba un fatal error, algo que nunca debió ocurrir; pero deshacerse de lo que sentía estaba siendo muy difícil, mucho más difícil de lo que se había imaginado. El calor de la mano de Miguel en su mejilla volvía cada noche trayendo consigo la suavidad de los besos y la pasión.
«Si pude olvidarme de mi vida, podré olvidarme de ti», repetía una y otra vez como si lo tuviese delante.
A veces, cuando volvía a su cuarto a la hora de acostarse, se le pasaba la idea por la cabeza de que tal vez estuviese esperándola allí, escondido entre las sombras. Su corazón se aceleraba mientras abría la puerta, pero se llenaba de desilusión al encontrar la habitación vacía. Entonces se recriminaba lo tonta que era y se dormía con la amargura de sentirse estúpida por tener esperanzas, por haberse dejado engañar por un hombre como él, pues si de algo estaba segura, era de que ella no significaba nada en su vida. Aun así, cada vez que pasaba por delante del invernadero no podía evitar mirar dentro, a través de los cristales, buscando la sombra de lo que sintió.