25

Ann termino la carta, la dobló cuidadosamente y la metió bajo las tapas de una vieja y pequeña Biblia. Abrió el cajón de su escritorio y sacó el costurero. De él cogió una cajita con agujas y escogió una fina y larga. Abrió la Biblia por la página que tenía marcada con una cinta blanca y puso debajo de la hoja un pañuelo doblado. Acercó la vela para ver mejor y, muy despacio, empezó a hacer agujeros en el papel. Primero sobre una M, luego sobre una O, después sobre una R… así hasta completar tres palabras. Tres palabras cuya importancia ni siquiera ella misma alcanzaba a adivinar. Tres palabras que marcarían el destino, la vida o la muerte de cientos, tal vez miles de personas.

Cerró la Biblia con cuidado, pasó los dedos por encima de las letras de la portada y le invadieron el temor y la preocupación. No podía fallar.

El paquete tenía que hacer un largo viaje y debía impedir por todos los medios que se estropease en el trayecto. Envolvió el libro en un paño de algodón, y después en otro de fino y claro cuero engrasado para protegerlo de la humedad. Sacó del cajón un trozo de papel, lo desplegó con cuidado y leyó:

A la atención de la hermana Elvira.

Repitió la frase sobre el cuero, ató el paquete con unas cintas, pasó la barra de lacre por la vela y dejó caer unas gotas sobre el nudo.

«Padre Peter, en la parroquia de Saint Dionis Backchurch, en dirección hacia Aldgate», pensó.

Se levantó de la silla y miró por el ventanuco. Hacía un buen día. Las nubes salpicaban el azul del cielo como pomposas bolas de algodón y una suave brisa hacía que las verdes hojas de los árboles tintineasen en las copas.

Ann se puso la capa corta de verano y se metió la Biblia en el bolsillo. Tenía que cruzar la ciudad y tardaría toda la mañana. Miró por el ventanuco de su habitación: no serían más de las nueve de la mañana. Habían llegado la noche anterior de la finca de caza, y lady Dasser, que estaba agotada del viaje, había ordenado que no se la molestase en todo el día.

Salió de Ardkinglas Hall y cogió un carruaje unas calles más abajo. Le costaría bastante dinero pero iría más segura. Sentada en ese desgastado banco de madera, moviéndose de un lado a otro a capricho de los baches de la calzada, Ann se agarraba a la Biblia que escondía debajo de la capa como si se le fuese la vida en ello. Estaba muy nerviosa. Miraba constantemente a los lados y hacia atrás pensando que alguien la podría seguir. Había pasado toda la noche pensando en que el terrible Morgan se había dado cuenta de que les estaba escuchando, y las más horribles pesadillas la habían atormentado. Le sudaban las manos al tiempo que sentía escalofríos en la nuca, y un leve mareo la acompañaba desde el día anterior.

Deseaba terminar con eso cuanto antes. Deseaba que James la pidiese por fin en matrimonio, lo que suponía no se iba a demorar demasiado, y empezar una nueva vida tranquila y sosegada.

«Sí —pensó convencida mientras pasaba por delante de la catedral de Saint Paul—, pronto me convertiré en la señora del doctor Andry».

Pensó en James. Realmente ya no sentía por él el amor de cuando le conoció, y era consciente de que no estaba enamorada, pero sabía que era una persona afable y divertida y se hacía querer. Estaba segura de que el cariño que le tenía le ayudaría a amarle de nuevo. O por lo menos a ser una buena esposa.

* * *

—La parroquia de Saint Dionis Backchurch, señorita —anunció el cochero—. ¿Quiere que la espere aquí para el regreso?

—No, gracias —dijo Ann, pagando el servicio—. Muchas gracias.

Era una pequeña iglesia de muros anchos encalados de blanco, una torre con una campana, modestas vidrieras de colores en las ventanas y flores flanqueando la entrada. Acababa de terminar la misa y los parroquianos, más mujeres que hombres, salían comentando el sermón del cura, que apareció en ese mismo momento acompañando a un par de ancianas, quienes, por su parecido, debían de ser hermanas.

—¿Padre Peter? —preguntó Ann.

El cura se la quedó mirando un segundo en silencio, al igual que las dos mujeres.

—No, hija —dijo el cura—. Debes de haberte confundido.

—Pero ¿no es ésta la parroquia de Saint Dionis Backchurch? —preguntó Ann, desconcertada.

—Efectivamente, pero no hay ningún padre Peter. Aquí sólo oficio yo.

—¿Y en alguna otra parroquia cerca?

—Mmm… no. Que yo sepa, no —respondió el cura.

—No, hija —dijo una de las ancianas—. Pero mira esta qué bonita es, ¿no te vale? El padre William te ayudará en lo que necesites. Es un buen párroco.

—No, es que traía un recado para el padre Peter, pero… perdonen las molestias —dijo Ann amablemente, y se dio la vuelta alejándose por la calle e intentando recordar de nuevo las palabras de Miguel. Tal vez había entendido mal. «¿Y qué hago ahora?», pensaba mientras cogía con fuerza la Biblia. No había andado ni cien metros cuando una mano la agarró por el hombro.

—Perdone —dijo una voz a su espalda.

Ann se giró asustada pero se tranquilizó al reconocer al padre William.

—Perdone que la haya asustado, pero tengo que hacerle una pregunta. ¿Por qué busca al padre Peter?

Ann se quedó pensativa. Si le preguntaba esto, era porque sí existía el padre Peter.

—Tengo un recado para él —contestó.

—¿Un recado? ¿De quién? —preguntó el sacerdote.

Ann no sabía bien qué contestar a eso. Miguel le había dicho que no le harían preguntas.

—De un amigo —respondió al fin.

—¿De qué amigo? —inquirió el cura.

—Un viejo amigo, ¿conoce entonces al padre Peter?

—Bueno, más o menos. ¿No será un libro del amigo Michael?

Ann se sorprendió. ¿Se referiría a Miguel?

—Acompáñeme —dijo el sacerdote, invitándola a volver a la parroquia.

Ann dudó, pero aceptó la invitación.

Cuando entraron en la iglesia ya no había nadie, y tan sólo el vuelo de unos pájaros que habían anidado entre las vigas del techo rompía el silencio. El padre William cerró la puerta y echó la llave. Ann notó que el cuerpo le temblaba un poco, más de miedo que de frío.

El hombre se volvió hacia ella y la miró directamente a los ojos, como si leyese en su interior.

—Yo soy el padre Peter —dijo sin dejar de mirarla.

Ann se quedó sorprendida, pero no dijo nada.

—… Y tú eres Inés —terminó de decir en castellano.

Ann asintió con la cabeza esbozando una leve sonrisa de alivio.

—Miguel me advirtió de que podías venir a traerme algo. Como comprenderás, antes no podía decirte nada. Bien, dame lo que tengo que hacerle llegar —dijo el sacerdote, extendiendo la mano.

Ann sacó la Biblia envuelta del bolsillo de la capa, la miró por última vez y se la dio al sacerdote.

—Imagino que es urgente, ¿no?

—Lo es —dijo Ann.

El hombre saludó con la cabeza, abrió la puerta de la calle y se dio la vuelta entrando en la sacristía.

Ann salió de la iglesia desconfiando un poco del padre William. «Pero ya está hecho», pensó. Volvió a bajar la calle en busca de una avenida más ancha. La brisa se había convertido en frío viento que traía nubes grises. Se abrochó mejor la capa y aceleró el paso. Todavía le quedaba una larga caminata hasta Ardkinglas Hall. De repente se sintió aliviada. Ya había terminado con eso. Ya nada le unía a Miguel. Ya podía olvidarle para siempre.