El carruaje de lord y lady Dasser salió muy temprano de Ardkinglas Hall en dirección a Oldtree, la gran finca de caza que poseían a las afueras de Londres. Otros tres carruajes con criados los seguían, además de dos mozos de cuadra que llevaban los caballos favoritos de los señores. El día anterior dos carros llenos de comida, bebida, mantas, sillas, mesas y un sinfín de utensilios se habían adelantado para que cuando los señores y sus invitados llegasen estuviese todo listo. No iban a ser muchos, tan sólo una quincena de conocidos, pero suponía un fastidio para Ann, que odiaba las cacerías. La muchacha, que viajaba en compañía de las otras doncellas, descorrió las cortinillas del carruaje y miró el cielo. Todavía era temprano y hacía frío, pero ya clareaba en el horizonte, y comprobó con alivio que no había rastro de nubes. «Espero que el sol caliente», pensó.
—¿Falta mucho? —preguntó Madge.
La muchacha se fijó en el paisaje y vio el viejo torreón que presidía la finca erguirse a lo lejos entre la bruma. Era una antigua torre de defensa, única pieza que quedaba en pie de lo que había sido un castillo feudal en el que los antepasados de lord Dasser habían ejercido su poder durante siglos. A lady Dasser le parecía incómodo, frío, sucio y en ocasiones tenebroso, por lo que nunca pasaban allí la noche. Prefería salir temprano de Londres y volver un poco antes de anochecer. Al fin y al cabo, tan sólo se tardaba poco más de una hora en recorrer la distancia.
—Ya estamos llegando —dijo Ann con satisfacción.
—Menos mal —dijo la doncella—, porque estoy empezando a marearme con tanto movimiento.
Ann sonrió disimuladamente. Realmente el carromato se balanceaba de un lado a otro de forma exagerada. El camino parecía no haber sido transitado durante todo el invierno y había grandes agujeros, elevaciones, ramas y piedras; algunas tan grandes que obligaban a los cocheros a parar mientras que un grupo de mozos limpiaban el camino.
Pronto atravesaron el poblacho en el que vivían las familias que se encargaban del cuidado de la finca y del torreón. Algunas casas tenían partes derrumbadas y no se diferenciaban mucho de los establos. Los corrales estaban casi vacíos, sin cerdos, ovejas o cabras, ni gallinas ni patos; apenas se veía algún perro famélico que huía de la caravana. Los niños correteaban descalzos detrás de los carruajes, impresionados por la pulida madera, los grabados de colores, las telas que los vestían y los metales dorados que los adornaban. Mientras, los mayores, más conscientes de quién tenían delante, agachaban servicialmente la cabeza, tapándosela las mujeres y descubriéndosela los hombres. Ann ya había estado allí otras veces, pero en esta ocasión le pareció más miserable que nunca. Lo que ella no sabía era que la cosecha del otoño había sido mala, pues habían sufrido una plaga de gusano blanco que la había diezmado. Lord Dasser, únicamente preocupado de que sus barcos zarpasen repletos de grano hacia las colonias, había exigido a los campesinos la misma cantidad que otros años, desentendiéndose del problema de hambruna que se cernía sobre su gente. Desesperados, muchos habían optado por comerse a los perros y a los gatos, mientras que otros se arriesgaban a ser colgados del cuello si eran sorprendidos cazando a los gamos, ciervos, conejos o zorros que abundaban en los bosques cercanos, e incluso a la veintena de jabalíes que había traído lord Dasser desde Francia para animar las cacerías. Uno sólo de estos animales podía dar de comer a todo el pueblo, pero eran propiedad exclusiva del señor, que esperaba que se reprodujeran rápidamente para que poblaran sus dominios. Así, ese invierno fue más duro de lo habitual, pues a las bajas temperaturas y las fuertes nevadas se unieron la desnutrición y las consiguientes enfermedades. Niños y ancianos fueron cayendo a lo largo del invierno, sembrando la desgracia en todas las casas de la aldea, que se vaciaban a la vez que el cementerio se quedaba pequeño. Ahora, casi en verano, la situación estaba mejorando. Las hortalizas que habían sobrevivido a las heladas crecían en las huertas, los árboles frutales estaban repletos y los conejos parían de vez en cuando.
—Pobre gente —dijo una de las doncellas.
Ann la miró y no dijo nada. Sólo corrió las cortinas del coche e intentó pensar en otra cosa.
Cuando llegaron a la pradera del torreón todo estaba listo. Bajo una gran carpa se habían dispuesto mesas repletas de carnes mechadas o en pepitoria, verduras asadas, huevos rellenos, pescados ahumados, terrinas de cordero en gelatina, quiches de quesos y puerros, tartaletas con crema, nata, fruta o mermelada. Además, fuera de la carpa, un par de corderos se asaban sobre las brasas y una gran olla de sopa de pollo se calentaba sobre un chisporroteante fuego. Algunos invitados ya habían llegado y tomaban caldo caliente, sentados en las sillas de la carpa mientras esperaban a que llegasen los demás, que estarían al caer. A un centenar de metros aullaban los perros tras una cerca de madera, deseosos de ser soltados. Hacía varios días que no les daban de comer para aumentar su ferocidad a la hora de dar alcance a la presa. Al otro lado del torreón, en la cuadra, los caballos esperaban que sus dueños fuesen a por ellos. Bellamente arreglados para la ocasión, los mozos los paseaban para que calentasen musculaturas, con el fin de que pudiesen ponerse a la carrera en cualquier momento, saltasen zanjas y esquivasen obstáculos sin que sus valiosas patas sufriesen.
—Lord y lady Harrison —dijo lady Dasser, dirigiéndose a sus invitados—, ¡qué alegría veros!
—Estimada lady Dasser, es un placer volver a disfrutar de esto con su presencia —dijo lord Harrison, abriendo los brazos y señalando el horizonte.
—Veo que ya han llegado también lord y lady Baldwin, el conde de Avon y el capitán Morgan —señaló lady Dasser, acercándose a ellos con una amplia sonrisa.
Ann, que estaba bajando todavía del carruaje, se volvió sorprendida al oír ese nombre. «No puede ser», pensó.
Pero, para su asombro, allí estaba Morgan de pie, saludando cortésmente a lady Dasser con su sombrero de plumas blancas en la mano.
Ann, intrigada, se apresuró a ponerse detrás, más para escuchar las conversaciones que para servir a su señora.
«¿Qué hace aquí? Se suponía que ya había partido hacia Jamaica», pensaba intentando averiguar algo por las conversaciones de los señores. Al rato pudo llegar a la conclusión de que Morgan, efectivamente, había zarpado de Londres, pero había amarrado de nuevo el barco en otro puerto, al oeste del país. Entonces se acordó de Miguel, de que habría llevado una información incorrecta a Madrid… Y un amor disfrazado de desprecio le revolvió el alma.
Pronto llegaron los invitados que faltaban, y con el sol elevándose sobre las frondosas colinas, la cacería dio comienzo. Los cuernos de los mozos avisaron de que las realas de perros iban a ser soltadas, así que todos montaron sus caballos: los caballeros de frente y las damas de costado, con las faldas cayendo sobre la grupa del animal, cuyas crines se trenzaban con cintas de seda a juego con el vestido de montar de su dueña.
—Yo esperaré aquí —oyó Ann.
—Pero, capitán Morgan —protestó lady Dasser—, no se puede perder esto. Un hombre tan atrevido como vos.
El capitán Morgan esbozó una sonrisa y respondió:
—Querida señora, he cabalgado todas las olas del océano que Dios ha tenido a bien poner en mi camino, pero prefiero tener mis pies sobre la tierra que el final de mi espalda sobre el lomo de un caballo. Si puede usted perdonarme, yo prefiero esperarles a ustedes aquí contemplando este bello paisaje.
Lady Dasser aceptó.
—¡Vamos, Ann! —dijo mientras arreaba al caballo.
—¡Espera, querida! —dijo lord Dasser—. Te suplico que no te enfades, pero creo que como anfitrión no debería dejar solo al capitán, así que yo también me quedo.
—Pero…
—Te ruego que no protestes, querida. Confío en tu excelente puntería para que sea una gran jornada.
Lady Dasser miró por un instante con odio a su marido y luego bajó la vista.
—Como desees —dijo mientras fustigaba al caballo y se alejaba al galope seguida de Ann.
Mientras el caballo de Ann galopaba detrás del de lady Dasser, ella pensaba en Morgan y en lord Dasser. Le resultaba muy extraño que el señor se hubiese quedado, pues la caza era una de sus aficiones favoritas y siempre esperaba con ansia la llegada del buen tiempo para organizar batidas en esa finca. Además, Ann se preguntaba qué habría venido a hacer Morgan a una cacería si no le gustaba montar a caballo.
Algo raro estaba sucediendo allí y tenía que averiguarlo como fuese.
Los cuernos de los mozos avisaron del rastro de algún animal y lady Dasser azuzó al caballo hacia la dirección de donde provenían los ladridos de los perros. Pronto las dos mujeres llegaron a un pequeño claro en el bosque.
—Por aquí pasará el ciervo —dijo lady Dasser, bajándose del caballo y escondiéndose tras unas matas. El sonido de los perros se acercaba cada vez más a ellas, así que Ann bajó también de su montura, se arrimó a un árbol y se quedó quieta. Lady Dasser preparó su escopeta sigilosamente y esperó atenta cualquier movimiento. Ann la observó. Lady Dasser respiraba agitadamente bajo su vestido, con la mirada brillante, fija y expectante, y el dedo en el gatillo, inmóvil como una estatua esperando dar muerte a un pobre animal. Los ladridos de los perros estaban cada vez más cerca. De hecho, Ann pensó que ya estaban al lado y sintió miedo. No le gustaban esas jornadas de caza. Temía que los furibundos perros la atacasen y le desagradaba ver cómo acechaban a los animales, cómo se les subían al lomo, les clavaban los colmillos y los despedazaban entre varios perros hasta que llegaban los mozos y los ataban. Era horrible.
El sonido de los arbustos agitándose hizo que las dos mujeres mirasen a su derecha y un gruñido les heló la sangre. Los perros no perseguían a un ciervo. Un enorme jabalí de blancos y retorcidos colmillos apareció entre los matorrales gruñendo, con el lomo erizado, los ojos llenos de miedo y la boca rebosante de babas. Era una hembra que sin duda estaba defendiendo a sus crías, pues todavía tenía las ubres colgantes de la lactancia. Los caballos relincharon y se encabritaron mientras Ann intentaba agarrar las riendas sin que la pisaran. Lady Dasser, que del susto se había caído de espaldas, estaba tendida en el suelo agarrada a la escopeta pero incapaz de apuntar, pues el rígido vestido le impedía erguirse. El jabalí rascó el suelo y bufó adelantando la embestida, y las dos mujeres se prepararon para lo peor. Unos chillidos agudos precedieron a la llegada de tres perros, que saltaron desde una roca cercana clavando los dientes en el lomo del animal. El jabalí se revolvió y enganchó a uno de los canes por la tripa, lanzándolo a varios metros de distancia. Los otros dos perros retrocedieron unos metros y el jabalí, con el lomo ensangrentado, siguió su desesperada huida. Cuando llegaron los demás cazadores, encontraron a lady Dasser soltando palabras poco apropiadas para una dama y jurando que mataría al jabalí. Ann estaba sentada en el suelo, pálida, con la vista fija en el pobre perro que yacía inmóvil en el suelo, tan cerca de ella que le había salpicado de sangre los zapatos.
—¡Mi caballo, Ann! ¿Dónde está mi caballo? —gritó lady Dasser furibunda.
—No… no sé… —respondió Ann.
—¡Aquí! —gritó uno de los mozos con las riendas del caballo en las manos—. ¡Aquí está, señora!
—Bien —dijo lady Dasser montando—, cacemos a esa bestia del diablo.
—Señora —dijo Ann—, pero yo no tengo caballo…
—Pues arréglatelas para volver al torreón y no me entretengas más —soltó lady Dasser mientras espoleaba al animal y se ponía a la cabeza de los demás jinetes.
Al momento, Ann se vio sola entre la polvareda que habían levantado los animales al partir. Intentó orientarse, pero la fue imposible entre los árboles, así que salió al claro y buscó el torreón.
«Allí está, y no muy lejos», pensó aliviada, y se puso a andar mientras rezaba en voz baja implorando a Dios que no se topase con otro animal salvaje.
Un rato después, Ann llegaba a las cuadras del torreón con el vestido enganchado por los matorrales de espinas y manchada de barro hasta los tobillos. Con un poco de heno se limpió el bajo del vestido y lo sacudió para quitarle la tierra. Se arregló el peinado y se dirigió hacia la carpa. Desde lejos vio que lord Dasser, Morgan, el conde de Avon y otro hombre al que no conocía estaban hablando sentados alrededor de una mesa. El hombre, vestido completamente de negro, se retorcía el poblado bigote mientras escuchaba atentamente al conde.
—Perdón, mi señor —dijo Ann, agachando la cabeza.
—¡Ann! —exclamó lord Dasser—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Y mi esposa?
—La señora está bien. Nos atacó un jabalí y mi caballo huyó. Lady Dasser ha seguido con la caza en compañía de los demás invitados.
—Ah, bien, bien —dijo lord Dasser sin hacerle más caso—. Sírvenos un poco más de licor.
—Como ordene —contestó Ann.
La muchacha seleccionó de la camarera una botella de licor de avellanas que habían recibido de Italia y sirvió un poco a lord Dasser, quien tras tomar un sorbo aprobó la elección. Mientras llenaba el resto de copas, Ann pudo ver un plano que tenían extendido sobre la mesa, pero no pudo identificar de dónde se trataba. Sus conocimientos de geografía eran muy básicos.
—Bien, sigamos —dijo lord Dasser.
—Sí, hoy mismo debemos cerrar este asunto —dijo el hombre de negro.
—¿Cuándo parte usted hacia el Caribe? —le preguntó el conde de Avon.
—Esta noche mismo y sin demora.
—¡Si llegó usted ayer! —exclamó el conde.
—Cierto, pero debo estar de nuevo en mi puesto antes de que se me acabe el permiso —explicó el hombre de negro—. He hecho este largo viaje sólo para esto, pero con la suma que me han ofrecido merece la pena.
—Uno de mis barcos bajo bandera portuguesa le llevará hasta La Habana —dijo lord Dasser al conde.
—Entiendo —asintió éste—. Si no corriese tanta prisa, tal vez podría navegar de vuelta con Morgan.
El hombre de negro miró al corsario y no pudo disimular el desprecio en su mirada. Al fin y al cabo ese hombre era un despreciable pirata y él…
—Una pena, sí —dijo irónicamente Morgan.
—Pues no nos entretengamos —concluyó tajantemente lord Dasser.
Ann se volvió a acercar para rellenar las copas.
—No sé si… —dijo Morgan mientras miraba de reojo a la muchacha con gesto desconfiado.
—No tiene por qué preocuparos —explicó lord Dasser—. Sólo es una sirvienta que lleva toda la vida en nuestra casa.
—Ya… —dijo Morgan sin terminar de gustarle la presencia de Ann.
—Si lo desean —dijo el hombre de negro—, podemos hablar en mi idioma y así no habrá problema alguno.
Ann, que estaba oyendo la conversación mientras colocaba de nuevo la botella de licor, temió perder de nuevo la oportunidad.
Lord Dasser miró a Morgan asintiendo y éste hizo un gesto de conformidad.
—Yo algo entiendo —dijo el conde de Avon—, y si no, tú me traduces, William.
—Entonces todos de acuerdo —dijo el hombre en un perfecto castellano.
Y Ann sonrió leve e imperceptiblemente mientras se situaba detrás de lord Dasser a tan sólo dos metros de distancia, como era su obligación.