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El barco pesquero zarpó con las primeras luces del amanecer dejando en el puerto al criado de don Pablo con los dos caballos. No había costado mucho a Miguel conseguir una embarcación que le llevase directamente a San Sebastián; con dinero suficiente nada era difícil. Al lado del timonel y rodeado de sardinas metidas en barriles, Miguel se zarandeaba en la cubierta al ritmo de las inquietas olas de un mar frío y gris. Según se alejaban de la costa, el viento se hacía más desagradable, húmedo e intenso. El mar golpeaba el casco saltando sobre él en forma de blanca espuma y llenando el aire de un intenso frío salado. La capa de gruesa lana se estaba empapando poco a poco y ya se notaba pesada sobre los hombros. Miguel estaba cansado: había cabalgado toda la noche, una clara y gélida noche en la que había que estar atento para que el caballo no pisase una placa de hielo y resbalase. Necesitaba dormir un poco, pues cuando llegasen de nuevo a tierra tendría que volver a cabalgar durante varios días seguidos sin apenas descanso. Entró en el puente, donde el capitán y otros dos marineros reparaban los aparejos, y les preguntó dónde podía descansar, a lo que el capitán le señaló su propio catre con una amplia sonrisa. De hecho, todos sonreían, pues el dinero que estaban ganando con ese viaje equivalía a todo un mes de buena pesca.

Miguel estaba agotado pero no conseguía conciliar un sueño profundo. Su cuerpo se movía de un lado a otro al ritmo del barco zarandeado por las olas, al igual que su ánimo se debatía entre el fracaso de su misión y el recuerdo de Inés. Sin quererlo, todos sus pensamientos se dirigían hacia ella, hacia su pelo, su sonrisa, sus expresivos ojos, su forma de hablar y de moverse. Estaba confundido. Miguel no sabía qué hacer con lo que estaba sintiendo. Era la primera vez que se enamoraba, la primera vez que añoraba, la primera vez que alguien entraba en su vida.

Con tan sólo tres años, el pequeño Miguel se quedó huérfano. El coche en el que viajaba junto a sus padres volcó al encabritarse los caballos que lo tiraban, y sólo él y el cochero sobrevivieron al accidente. No les recordaba, ni siquiera sus caras. Era demasiado pequeño. Tan sólo algunas noches le parecía oír entre sueños la voz de su madre cantándole. Pero nada más.

El niño, a pesar de tener varios tíos, se quedó a cargo del mejor amigo de su padre, el capitán Plácido Balaguer, traductor al servicio del ejército de su majestad Felipe IV, que estaba más tiempo haciendo y deshaciendo fuera de España que ocupándose de él. Así, Miguel pasó su niñez internado en un colegio de frailes agustinos de la capital, muy cerca del Alcázar Real desde donde su padrino le visitaba cada vez que volvía del extranjero.

Cuando cumplió los ocho años, don Plácido pensó que ya era lo suficientemente mayor como para seguirle por todas esas tierras europeas en las que sus servicios eran necesarios, y con tan sólo diecisiete años ya había vivido en Francia, en Inglaterra y en Holanda. Aprendió las costumbres y el idioma con la facilidad que su juventud le proporcionaba, y al cumplir veinte años ingresó en el cuerpo diplomático de la mano de su padrino.

Cuando regresó a Madrid para comenzar su instrucción, no encontró entre sus familiares el recibimiento que esperaba. Sus tíos, dolidos por la decisión del padre de Miguel de excluirles de su educación, se mostraron fríos y distantes. Y aún hoy le trataban poco menos que como a un extraño. Tan sólo su prima Elvira, una niña regordeta y rubia, le sonreía con cariño cada vez que la visitaba. Puede que fuera la única a la que cogiera cariño porque él veía su niñez reflejada en aquella pequeña, recluida desde hacía años entre las paredes de un convento, y siempre que volvía a la capital desde el extranjero le llevaba caramelos y frutas escarchadas, a las que Elvira era muy aficionada.

Pero no todo fueron soledades en Madrid. Al ingresar en la academia militar hizo buenos amigos, y también se reencontró con un viejo compañero del colegio. Como a todos los jóvenes le gustaba cortejar a las damas, pero si alguna vez había notado que empezaba a encariñarse con alguna, enseguida ponía tierra de por medio y terminaba la relación con la excusa de su oficio. Hasta ahora.

La distancia había sido impuesta, y vive Dios que lo que su cuerpo y su alma le pedían era retroceder el camino y correr a los brazos de Inés. Por primera vez en su vida, su deber con el Rey no era el centro de su vida, sino un obstáculo en ella. Sin duda estaba enamorado.

«¡Enamorado!», pensó con una mezcla de ironía y felicidad sin atreverse todavía a pronunciarlo en voz alta.

—Volveré, Inés —susurró mientras se quedaba por fin dormido.