22

—¿Nada, no ha averiguado nada? —dijo don Pablo Martín y Mora.

Miguel movió la cabeza de un lado a otro.

—Pero ¿cómo es posible?

—No pudo zafarse de lady Dasser en toda la noche, y ya sabes lo escurridizo que es Morgan.

—¿La estás excusando? ¿Te das cuenta de lo que supone?

—No, no la estoy excusando, sólo digo que a veces es imposible…

—¡Lo que me faltaba! Encima de que la muy tonta ha perdido esta oportunidad, vas tú y la defiendes.

—Bueno —dijo Miguel sin querer que la conversación siguiese por ese lado—. Lo importante es ver qué hacemos ahora.

—Sí —dijo don Pablo, sentándose en su butacón—. La situación no puede ser peor. El barco de Morgan zarpó ayer por la mañana sin que hayamos averiguado cuál es su próximo objetivo, pero algo importante debe de ser cuando ha venido desde Jamaica sólo para esto.

Miguel se acercó a la ventana y miró el pequeño jardín de la casa. El viento agitaba las todavía desnudas ramas de los árboles haciendo que los pequeños brotes que empezaban a nacer cayesen sobre el empedrado.

—Creo que debería volver a Madrid —dijo Miguel—. Debemos informar cuanto antes de que Morgan está volviendo y que desde allí le sigan la pista.

—Estoy de acuerdo, amigo —dijo don Pablo—. Aunque me temo que puede ser demasiado tarde. Por mucha prisa que te des y aunque manden el barco más rápido de todo el imperio, Morgan nos llevará un mes de ventaja como mínimo.

—Sí, pero por lo menos que sepan que ha vuelto a Jamaica para que el ejército esté alerta. Voy a cerrar unos asuntos y partiré esta misma noche. Así llegaré a Portsmouth antes del amanecer y podré contratar algún barco pesquero para que me lleve a España.

—Daré orden de que te preparen el más rápido de mis caballos. Uno de mis criados te acompañará hasta que zarpes.

Miguel asintió y volvió a mirar por la ventana. Quería ver por última vez a Inés.

La señora Galloway estaba a punto de desnucar un conejo cuando la campanilla de la puerta de servicio sonó.

—¡Niño, ve a abrir! —le dijo a Billy—. Será el de la carne. Siempre llega tarde —gruñó la mujer.

El chavalillo abrió la puerta confiado, pero para su sorpresa no era nadie conocido.

—Busco a Ann Peterson —dijo Miguel.

—¿A Ann? —respondió el niño.

—Sí. ¿Podría verla?

El niño, un poco desconcertado, decidió no responder por sí mismo a esa pregunta.

—¡Señora Galloway! —gritó hacia la cocina.

Al cabo de unos segundos, la cocinera apareció por el pasillo, secándose las manos con el delantal.

—¿Qué pasa? —preguntó al niño al tiempo que miraba quién estaba en la puerta.

—Vengo buscando a Ann Peterson —contestó Miguel.

La señora Galloway mantuvo durante unos segundos la mirada del hombre y luego bajó la vista hacia el chaval.

—Ve a buscar a Ann —le ordenó—. Rápido —terminó de decir, dándole una colleja.

Miguel miró a la señora Galloway y el silencio se hizo entre ellos hasta que el hombre, por fin, empezó a hablar.

—Soy un primo suyo y…

—No —le interrumpió la cocinera al tiempo que movía la cabeza de un lado a otro sin dejar de mirar fijamente a los ojos del hombre—. Todos sabemos que no tiene familia.

Miguel cerró los ojos un instante lamentándose de su torpeza.

—Soy un… —comenzó a decir en el momento en el que aparecía una de las criadas en la cocina.

—¡Lily! —interrumpió la señora Galloway, dirigiéndose a la muchacha—. Avisa a Ann de que un amigo del doctor James Andry ha venido a darle un recado.

La doncella asintió mientras miraba de arriba a abajo al atractivo hombre que estaba en la puerta.

—Enseguida —dijo Lily, mostrando la mejor de sus sonrisas—. Subo el desayuno a la señora y aviso a Ann.

Miguel y la cocinera se quedaron en silencio hasta que se aseguraron de que Lily se había marchado.

—Gracias —susurró Miguel.

La señora Galloway le miró a los ojos con expresión seria y le dijo:

—No sé a qué ha venido aquí ni tampoco me incumbe, pero Ann es una buena chica que ya ha sufrido suficiente. Quedamos en que no la meteríais en más líos de los necesarios. Pues bien, el gran acontecimiento ya pasó y nada tiene ella que deciros de más. Lo hizo lo mejor que pudo.

—No he venido por eso —dijo Miguel.

La cocinera siguió mirándolo y se dio cuenta de que en los profundos ojos de Miguel había un poco de ternura, un poco de desesperación y una chispa de amarga felicidad. Entonces comprendió qué hacía él allí.

—Señora Galloway —dijo Inés—. Me han dicho que un amigo de James ha…

Inés no pudo seguir hablando. El ver a Miguel en la puerta esperándola la puso tan nerviosa que no atinaba a decir nada.

—El caballero es amigo del doctor Andry —le dijo la cocinera.

—¿Eh? Sí, sí… —dijo Inés desconcertada mientras miraba a Miguel, sin terminar de creer que estuviese allí.

—Tengo que hablar con usted —dijo Miguel, aparentando normalidad.

—Sí…, pero yo no… Lady Dasser… —empezó a decir Ann.

—No te preocupes por la señora —le dijo la cocinera—. Si pregunta por ti, le diré que has salido. Creo que en el invernadero han nacido unas flores nuevas.

Inés miró a la señora Galloway más desconcertada aún.

—Puede que el recado sea importante, ¿no? —comentó la cocinera, excusándose.

Inés miró de nuevo a Miguel mientras intentaba entender lo que estaba pasando, pero su confusión le impedía pensar con claridad.

—Sígame —dijo a Miguel mientras cogía su chal del perchero de la puerta.

De la cocina salieron al patio, y desde allí cruzaron la parte trasera del jardín en silencio hasta llegar a una pequeña caseta con grandes ventanales. Inés sacó de su bolsillo un manojo de llaves y abrió la puerta. Miguel pasó primero y, cuando entró, Inés volvió a cerrarla desde dentro con llave. Hacía mucho frío y olía a humedad. La luz que se colaba por las ventanas quedaba atrapada entre las frondosas plantas que allí crecían, impidiendo que la claridad llegase hasta el centro del invernadero. Decenas de flores de vivos colores e intensos aromas se mezclaban con plantas de enormes hojas traídas desde lejanas latitudes que intentaban sobrevivir allí al frío invierno europeo.

—¿Qué pasa? —susurró Inés al tiempo que pequeñas nubes de vaho acompañaban a sus palabras—. ¿Qué hace aquí?

Miguel miró a Inés tranquilamente, sin prisa, como el que se deleita con un cuadro, con un paisaje hermoso o con un delicioso postre antes de saborearlo. Levantó su mano y le acarició suavemente la fría y sonrosada mejilla.

Inés cerró los ojos y sin pensarlo, giro levemente la cara y besó la mano de Miguel. Entonces él se acercó a ella despacio y le besó la frente, la nariz y por último la boca, notando el temblor de esos labios que nunca habían besado y la respiración agitada de ese cuerpo de mujer que nunca había sido tocado.

Inés se vio envuelta en un cálido torbellino de suaves besos y dulces caricias. Ya no notaba el frío, ni los nervios, ni el mundo existía fuera. En contra de lo que toda mujer respetable debía hacer, ella se dejó besar y besó. Su mente le decía que debía parar, pero su cuerpo se acercaba cada vez más al de ese hombre que la apretaba con fuerza. Miguel la agarró de la nuca y los besos se volvieron más profundos e intensos. Sus bocas intentaban comerse la una a la otra mientras que la pasión se desataba entre los dos y dejaban correr las manos por partes prohibidas del cuerpo. No sabía cómo, pero amaba a ese hombre, lo deseaba, lo adoraba, lo necesitaba. Se había enamorado perdidamente de él. Inés deseó que el mundo no existiera y que aquella marea de sensaciones no terminase nunca. Pero, de repente, Miguel paró de besarla. Con la respiración agitada apoyó su frente contra la de la mujer un segundo y luego se apartó despacio mirándola a los ojos. No sabía cómo decir aquello. Era más difícil de lo que había imaginado. La veía enfrente de él, preciosa, deslumbrante, con las mejillas rosadas de rubor y la mirada rebosante de amor. Y él tenía que hacerlo. Se sentía como el más vil de los hombres, y por un momento pensó en renunciar a su deber. Pero fue sólo un momento. En el instante en que reunió fuerzas para hablar, su mirada se tornó dura y su actitud distante.

—Vuelvo a España —dijo de repente.

—¿Cómo? —preguntó Inés, que no podía dar crédito a lo que acababan de oír sus oídos.

—Esta noche parto a Madrid.

Inés notó un golpe en el pecho, una sacudida en el alma y volvió a la fría y húmeda realidad del invernadero.

—Entonces… ¿esto? —balbuceó la muchacha perdida entre el sueño vivido y la indignación que crecía en su interior—. ¿Por qué?

—Lo siento. No debió ocurrir. No era mi intención al venir aquí.

—¿Lo siente? —dijo Inés, disimulando las ganas de llorar.

Miguel la miró y se sintió incapaz de defenderse.

Inés cogió las llaves, abrió la puerta e indicó a Miguel que saliese.

—Antes debo decirte algo —dijo el hombre, mirando al suelo, pues no se atrevía a mirarla a la cara. Volvería a besarla de nuevo sin remedio—. Si alguna vez llega a tus oídos alguna información que creas que pueda ser de utilidad, debes mandar un mensaje a esta dirección. —Le entregó un papel que llevaba en un bolsillo—. Es la más segura que puedo darte. Nadie podrá sospechar de ti.

Inés dudó un segundo y cogió el papel. Sus dedos se rozaron y un escalofrío les recorrió a los dos. A ella de rabia y a él de amor. Miguel la miró un momento a los ojos y volvió a bajar la mirada mientras Inés lo miraba a la cara, tornando el amor por decepción y la decepción por odio.

—Manda la información en una Biblia. Elige un pasaje y agujerea las letras con un alfiler. Junto a la Biblia manda una breve carta hablando de algún familiar tuyo cuyo nombre indicará el salmo que has agujereado. Entrega el paquete al padre Peter en la parroquia de Saint Dionis Backchurch. No te liará ninguna pregunta.

Inés no habló, pues temía que con una sola palabra en su boca el llanto la sobrepasase y no pudiese pararlo. Se sentía sucia y engañada. Sólo asintió con la cabeza clavando su dura mirada en aquel hombre que tenía enfrente.

Miguel volvió a mirarla a los ojos y comprendió que debía marchar. Salió del invernadero dejando a Inés dentro, refugiada en la verde penumbra.

—Volveremos a vernos —oyó Inés a su espalda—. Volveré a por ti.