Lord Dasser había salido de viaje esa mañana temprano, e Inés ya sabía lo que iba a pasar. Lady Dasser se levantaría y pediría que le llenasen la bañera con agua caliente, unas gotas de vino, dos jarras de leche de vaca y veinte puñados de semillas de lino, que suavizaban la piel al tiempo que flotaban, impidiendo que las doncellas viesen el cuerpo totalmente desnudo. Solía bañarse una vez al mes y se reservaba para ocasiones como ésa. El médico le había desaconsejado mojarse el cuerpo con tanta asiduidad, pues consideraba que el agua sólo era necesaria para enjuagarse la boca y lavarse las manos. Aun así, había que ser precavidos y agregar siempre al agua unas gotas de vinagre o vino para disminuir sus efectos dañinos. Era totalmente desaconsejable el uso del agua en la cara porque perjudicaba a la vista, provocaba dolor de encías y catarro; y aplicada sobre todo el cuerpo a la vez mediante la inmersión en una bañera era, cuando menos, temerario, pues según los más prestigiosos estudios de medicina, el agua caliente debilitaba los órganos internos. Se creía que los poros dilatados permitían la fuga de los líquidos del cuerpo, lo cual provocaba la pérdida de las fuerzas vitales, ablandaba las partes internas y era causa de enfermedades graves como hidropesía, imbecilidad y abortos. Si no quedaba más remedio que realizar esta arriesgada práctica, había que tomar la precaución posterior al baño que consistía en descansar en la cama sin moverse durante varias horas, con el fin de que los tejidos recuperasen su sequedad y fuesen resistentes a los movimientos que se producían al andar. Y así lo hacía lady Dasser. Después del baño se acostaba en la cama, en donde reposaba un par de horas mientras sus doncellas la untaban de aceite perfumado, le aplicaban en los párpados cerrados miga de pan moreno embebido en agua de rosas para aliviar las ojeras y una mascarilla de harina de avena hervida con vinagre para alisar la piel del rostro. Después la maquillaban y la peinaban con esmero hasta que consideraba que podía levantarse para vestirse. Se pondría uno de sus más escotados vestidos, se perfumaría y pediría el coche para salir. E Inés iría con ella.
Efectivamente, todo ocurrió así. Y ahora Inés estaba esperando dentro del carruaje con los pies helados, mirando por la ventanilla el nevado jardín de la mansión de Boris Sholojov, un comerciante de arte llegado hacía poco de la fría Rusia. Era la última aventura de lady Dasser, y por la que se estaba arriesgando más. Antes sólo aceptaba estos encuentros si lord Dasser se iba a ausentar durante varias semanas como mínimo, pero ahora, aunque el viaje sólo durase un par de días, lady Dasser corría a encontrarse con su amante.
—Miss Ann —dijo el cochero, abriendo la trampilla por la que se comunicaba—, voy a la cocina a por un poco de ponche. Tengo helados hasta los… —Y el cochero, viendo la cara de sorpresa de Ann, imaginando lo que el hombre estaba a punto de decir, cambió de opinión—. Perdón, señorita. Es que este frío no me deja ni pensar —se disculpó el cochero.
Inés no dijo nada. Realmente le hacía gracia la espontaneidad del viejo Smith, pero una dama nunca debía admitir ese tipo de lenguaje delante de ella.
—¿Quiere que le traiga un poco a usted? —dijo el hombre.
—Se lo agradecería enormemente… yo tampoco siento los… pies —contestó Inés con una sonrisa traviesa.
El cochero soltó una carcajada y bajó del coche.
—Puede que tarde un poco si me encuentro con la cocinera. Somos viejos amigos… —dijo, guiñándole un ojo.
Inés se sonrojó. Eso ya lo sabía ella, pues no era la primera vez que iban a esa casa, ¡pero no hacía falta que se lo dijese! La joven siguió contemplando el jardín, donde las primeras flores estaban surgiendo de la frondosa hierba: jacintos, tulipanes y narcisos adornaban con sus colores el paisaje. Se fijó en unos setos recortados que formaban un pequeño laberinto con fuentes, del mismo estilo del que recordaba en su casa.
«Es curioso —pensó—; tantas veces como he estado aquí y no me había fijado».
Y recordó su jardín, sus enormes flores tropicales, sus pájaros de mil colores, sus sonidos, su olor, sus tardes y sus mañanas leyendo a la sombra de los árboles… a esa mosca nadando en la jarra de limonada sin escapatoria posible… y a Manini, su vieja Manini.
Unos golpes en la puerta del otro lado la sacaron de sus recuerdos.
«El ponche —pensó—. Qué rápido. No debía de estar la cocinera…»
Pero cuando abrió la puerta, en lugar de con el viejo señor Smith se encontró de frente con Miguel, que se metió rápidamente en el coche.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó Inés sorprendida.
—Tenemos algo pendiente, ¿recuerda? —dijo Miguel.
—Pero el señor Smith va a… —No pudo acabar la frase, pues el hombre le puso un dedo en la boca indicándole silencio.
—No se preocupe —dijo Miguel cuando Inés se calló—. El viejo está muy entretenido, al igual que lady Dasser. Tenemos tiempo. ¿Pudo oír algo?
—Sí, pero… —contestó Inés, dudando.
—¿Pero?
—Es que lo llevo… ¿podría darse la vuelta? —dijo Inés un poco avergonzada.
—¿Cómo? —preguntó Miguel sin comprender a la joven.
—Sí, que si puede usted girarse un momento —repitió Inés.
Miguel se giró un poco confuso, siguiendo los movimientos de la joven a través del ruido que hacía. «Nunca se sabe quién te va a dar una puñalada por la espalda», pensó. El sonido de la tela del vestido y del papel se fundieron un momento.
—Ya está. Ya puede volverse —dijo Inés, entregándole unos papeles.
Miguel los cogió y notó que conservaban el calor del cuerpo de la joven. La miró con detenimiento y pensó en lo atractiva que era. ¿Cómo no se había dado cuenta el otro día?
—Anoté ahí todo lo que podía recordar que dijo el señor Martín —explicó Inés—. Espero que sea útil.
Miguel leyó las notas escritas con una excelente caligrafía. No era normal en una sirvienta. «Pero, claro —pensó el hombre—, ella no nació siendo una sirvienta».
—¿Qué le parece? —preguntó Inés.
—Bien —dijo Miguel—. Muy bien.
El sonido de la puerta al abrirse sobresaltó a Inés.
—¡Es lady Dasser! —susurró, llevándose la mano a la boca.
Un hombre mayor, muy bien vestido, con la barba perfectamente recortada y los ojos oscuros y vivaces subió al coche y se sentó al lado de Miguel.
—¡Señor Martín! —exclamó Inés.
Miguel le dio la hoja de Inés para que la leyese, mientras la joven miraba atónita a los dos hombres llevando la vista de uno al otro e intentando comprender qué estaba pasando allí.
—Me presentaré, señorita —dijo el hombre mayor, dejando a un lado el papel—. Soy Pablo Martín y Mora, comisionado del embajador en Inglaterra de Su Majestad el Emperador Carlos II de España.
Inés le miraba con los ojos muy abiertos, sorprendida de lo que estaba oyendo.
—Veo —prosiguió don Pablo, mirándola fijamente— que usted ha reflejado fielmente mi conversación con lord Dasser. Y me gusta que tuviese la idea de anotarlo en una hoja para que no se le olvidase, pues dice de usted que quiere hacer las cosas bien, y eso vale mucho en este mundo.
El hombre hizo una pequeña pausa mirando la hoja escrita.
—Pero —prosiguió, levantando las hojas— esto es muy peligroso. Más de lo que usted se imagina. Así que, la próxima vez, intente memorizarlo. De esta forma no habrá pruebas que la inculpen de nada. —Rompió el papel en trozos muy pequeños y los lanzó por la ventanilla para que el viento se los llevara.
—¿Qué está pasando? —dijo Inés enfadada—. ¿Por qué he tenido que arriesgarme a escuchar su conversación?
—Porque teníamos que asegurarnos de que lo haría bien —dijo Miguel—. No todo el mundo puede hacer lo que usted ha hecho sin que se le notase lo más mínimo.
Inés se sintió halagada, pero le seguía pareciendo injusto. Había pasado mucho miedo y muchos nervios para nada.
—La próxima será de verdad —dijo Miguel—. ¿Cree que estará preparada?
Inés dudó unos instantes, pero asintió con la cabeza.
—Bien, pues recibirá instrucciones en los próximos días —explicó Miguel. Los dos hombres abrieron las puertas y bajaron del coche dejando sola a la joven, con la incertidumbre de no saber muy bien qué estaba haciendo.
Tal y como dijeron, pasados cuatro días volvió a encontrarse con otro libro en la cocina de la señora Galloway. Esta vez era una Biblia y también tenía una nota dentro.
Baile del sábado. Morgan
Y debajo de esta línea, el dibujo a carboncillo de un hombre.
Inés notó un pequeño pinchazo en el estómago. Sí, esa vez era de verdad. Ése era el hombre del que le había hablado Miguel aquel día, cuando la subió al coche y la llevó a aquella casa; cuando le habló de su familia, de su hacienda y de quién era ella.
El sábado de madrugada, cuando apenas había salido el sol, la cocina de la señora Galloway ya era un hervidero de gente. Proveedores de carne, de aves, de frutas, leche, vinos y licores, chocolates, verduras y quesos; todos se mezclaban con los tres cocineros, los cinco pinches y los siete aprendices de cocina que habían contratado para esa jornada. Se habían limpiado los tres hornos exteriores que había para estas ocasiones y se habían montado mesas en el patio de la cocina para que todos pudiesen trabajar al tiempo. Los pavos y las ocas graznaban en sus jaulas, mientras que los cochinillos ya colgaban de unos ganchos soltando su sangre sobre unos baldes. Cinco ollas enormes hervían llenas de verduras inundando el patio de olor mientras los aprendices de cocina desplumaban las perdices y los pollos. La señora Galloway, con los mofletes más rojos que de costumbre por los nervios, iba de un lado a otro intentando controlar cada detalle del trabajo que se estaba haciendo. Probaba las salsas, añadía sal a los asados, controlaba que el fuego de los hornos estuviese siempre en su punto, ni muy flojo ni demasiado fuerte, vigilaba el grosor de las lonchas del jamón de pato, eliminaba los trozos demasiado grandes del picadillo de cebollas y supervisaba la decoración de las bandejas.
Mientras tanto, en el gran salón principal, una veintena de sirvientes y doncellas se encargaban de los preparativos. Limpiaban con esmero los altos ventanales, desempolvaban los tapices que colgaban de las paredes y estiraban el impoluto mantel de seda sobre la larga mesa, lo planchaban con cuidado, colocaban los bajoplatos de oro y medían la distancia entre ellos y el borde de la mesa. El primer mayordomo estaba de pie sobre una silla en el centro de un extremo del salón, y con ojos expertos daba órdenes de mover aquellos bajoplatos que se salían de la rígida línea recta que marcaba una vara de hierro. La vajilla de porcelana, los tenedores de brillante plata y las copas de fino cristal tallado de Murano eran la última moda llegada desde Italia y a la que muchos comensales aún no estarían acostumbrados, por lo que también se pusieron copas de plata dorada. La mesa terminaba de decorarse con primorosos centros de flores, plumas y frutas, jaulas de oro en las que pequeños pájaros verdiazules saltaban de un lado a otro y altos candelabros de plata. Desde el alto techo colgaban cuatro enormes arañas de cristal con cien velas cada una que serían encendidas poco antes del comienzo de la velada, procurando a la estancia una luz cálida y acogedora, además de una cierta neblina por la acumulación del humo.
En el piso superior, lady Dasser descansaba mientras las doncellas terminaban de revisar el lujoso vestido que esa noche luciría. Después comería algo ligero para que el vientre no se le abultase y poder ceñir así lo máximo posible el corpiño a la cintura. Como no podía bañarse —pues lo había hecho hacía apenas dos semanas y otro baño tan seguido la dejaría demasiado agotada para esa noche— debería asearse mediante polvos perfumados, toallas y aceites. La noche anterior las doncellas le habían espolvoreado sobre la cabeza polvos de talco perfumados, cuidando de que cubriesen todo el cuero cabelludo desde la raíz. Luego lo habían cubierto con un gorro blanco de dormir y los habían dejado toda la noche y parte de la mañana. Ahora, a unas cuatro horas del comienzo del baile, llegaba el momento de retirarlos. Primero, las doncellas peinaron el pelo con unos peines de finas púas que arrastraban los polvos junto con la grasa y otras impurezas, y después le frotaron vigorosamente la cabeza con una toalla mojada con colonia, le desenredaron el pelo de nuevo y le restregaron las orejas mientras lady Dasser se enjuagaba la boca con zumo de limón. Ya estaba lista para empezar a vestirse.
Primero la ropa interior: enagua, camisa blanca, corsé ceñido a la cintura con cintas, medias de seda, guardainfante y falda interior. Y, al fin, el vestido. Primero le colocaron la falda exterior de seda granate con encaje blanco y dorado, después el vestido de seda del mismo color decorado con un bordado de hilo dorado y lentejuelas que formaban una ancha cenefa de flores. Las mangas iban ajustadas con pliegues laterales, abertura trasera y tres grandes vueltas en el extremo terminadas con bordado blanco. Y para terminar, el peto que cubría la parte frontal del corpiño e iba sujeto con alfileres al vestido. Era rígido, de raso de seda blanco abullonado adornado con flores bordadas en hilo de oro. Los zapatos, de cuero forrado con la misma seda granate que el vestido, se alzaban sobre unos tacones de carrete y se adornaban con un gran lazo dorado sobre el empeine. Un largo collar de perlas caribeñas daba una primera vuelta al cuello para llegar en la segunda hasta casi el estómago. Enmarcando el escote por los lados, estaba fijado al tejido a la altura del pecho para luego colgar libremente. Tres grandes sortijas adornaban sus manos; en la derecha el sello de su familia y el anillo de casada, y en la izquierda, un rubí engarzado en oro simulando el centro de una flor, a juego con los pendientes y con un espectacular broche que emulaba un ramo de flores rojas de tallos dorados y que prendía del centro del escote uniendo los extremos de una pequeña pañoleta de encaje blanco que pretendía cubrir parcialmente los atrapados senos.
Sentada frente al espejo, con una amplia capa de lino blanco que protegía el vestido, se dejaba maquillar y peinar por sus doncellas mientras ella las supervisaba rigurosamente. Depiladas casi por completo las cejas y cortadas las pestañas, se untaba una crema hecha a base de perlas machacadas que aclaraba la tez, y sobre ésta, los polvos blancos y perfumados se extendían generosamente con ayuda de una borla de plumón de cisne sobre el rostro y el escote hasta crear una capa blanca, lisa y brillante con apariencia de cera que, en algunas ocasiones, alcanzaba tal grosor que dificultaba los movimientos naturales del rostro. Los polvos perfumados distinguían a la aristocracia, tanto a hombres como a mujeres, y no había dama o caballero que se atreviese a salir a la calle sin ellos. Colorete rojo en los pómulos, en los lóbulos de las orejas y el mentón y cera colorada en los labios era el único color que debía destacar en toda la cara. El pelo, mojado con agua con azúcar para dominarlo mejor, se peinaba con la raya en medio y la frente despejada. Aplastado hasta por encima de las orejas por horquillas y lazos, caía suelto a los lados en tirabuzones hechos con moldes de hierro calentados sobre la chimenea, y en la nuca, recogidos en un moño con forma de nido. Para el final se dejaba la elección del perfume, según el ánimo y la preferencia de la señora en ese momento. Lilas, naranjas, jazmines, rosas, perfumes exóticos de incienso traídos desde el lejano Oriente, aromas fuertes e intensos que creaban a su alrededor un halo de olores allí por donde pasaba.
Las puertas se abrieron y lord y lady Dasser entraron en el salón de recepciones, donde todos los invitados esperaban de pie. Detrás de ellos, a una discreta distancia, entraron Inés y el primer ayuda de cámara de lord Dasser. Una mirada fugaz de lady Dasser fue suficiente para que Inés diese orden a la orquesta para que empezaran a interpretar algunos pasajes de la ópera favorita de la señora: La coronación de Popea de Monteverdi, y cuando los saludos de cortesía finalizaron, todos pasaron al gran comedor.
La velada transcurrió sin contratiempos. Los platos salían de la cocina en su punto de temperatura. Crema de pollo y espárragos, pastel de carne relleno de carne de oca, perdiz caramelizada, lengua de buey en salsa y pudín de arroz con setas para empezar. Seguidamente salieron los platos principales: una docena de cochinillos asados al licor a los que siguieron otra docena de pavos reales vestidos con sus propias plumas y las alas y la cola desplegadas. Esto se conseguía asándolos lentamente y rociándoles agua fría en la cabeza mientras estaban en el horno para que el plumaje no se quemase. El vino tinto se servía caliente y aderezado con hierbas aromáticas, y el exquisito postre de bombones rellenos de licor sobre un sorbete de almendras con nata fue todo un éxito.
Inés, desde su posición detrás de lady Dasser, tardó bastante en encontrar la cara de Morgan, pero una vez lo localizó, no tuvo ninguna duda de que era él a quien buscaba. De rostro redondo, nariz prominente y ojos saltones que escrutaban cualquier movimiento de la sala, su físico resaltaba por la dorada piel curtida en el sol caribeño. Vestía ostentosamente: jubón de terciopelo amarillo bordado en negro sobre una camisa de seda blanca con un gran cuello de encaje que hacía juego con las puñetas de las mangas; una rica bandolera bordada le cruzaba el pecho, cargada de plata y esmeraldas. Sin duda parecía todo un caballero, lo cual distaba mucho de la realidad, pues ese hombre que estaba sentado en la gran mesa rodeado de las personalidades más influyentes de Inglaterra era un ser despiadado que sembraba el terror allí por donde pasaba. Era un corsario a las órdenes de Su Majestad Carlos II cuya misión consistía en menguar el poderío militar y económico del gran enemigo del reino inglés, el reino de España. Así, bien asaltando fuertes, saqueando ciudades o abordando navíos, Henry Morgan impedía que las ingentes riquezas que las nuevas tierras generaban llegasen a la península Ibérica a cambio de quedarse él mismo con una importante parte del botín.
Inés recordó las palabras de Miguel en su primer encuentro y apretó los dientes para contener el gesto de odio que le salía de las entrañas. Ese hombre que tenía allí delante comiendo un muslo de pato con las manos fue uno de los cientos de piratas ingleses que asaltaron su isla, Jamaica, que arrasaron su ciudad, Santiago de la Vega, y quién sabe, quizá su hacienda, su casa y su familia. Habían pasado muchos años desde aquello, pero Henry Morgan seguía arrasando haciendas y ciudades bajo la protección de la patente de corso inglesa.
«Puede que él no fuese quien asesinó a mi familia —pensó Inés—. Pero es culpable de asesinar a cientos de madres, padres, hijos y hermanos. Y pagará por ello».
El comienzo del baile fue anunciado con unos coloridos fuegos artificiales que los invitados disfrutaron desde los ventanales del gran salón mientras los músicos comenzaban a reproducir alegres partituras. Flautas, gaitas, chirimías, arpas, trompetas, fídulas, claves y clavecines se mezclaban con las canciones populares de las obras de Shakespeare, que caballeros y damas tarareaban mientras bailaban haciendo hileras enfrentadas que se cruzaban y mezclaban al ritmo de la música. Los humores del vino y de las pequeñas copas de licor que se ofrecían en el baile empezaron a hacer efecto en casi todos los hombres y en algunas mujeres, que olvidaron sus inhibiciones y dieron rienda suelta a la diversión y la risa. Mientras, otros grupos se dedicaban a criticar su actitud. Algunas parejas se perdían entre las habitaciones y pasillos de la mansión ocultándose de los cotilleos o de sus esposas o esposos, mientras que otras parejas del mismo sexo se ocultaban del escarnio público y la pena de muerte si eran descubiertos. En las salas contiguas al gran salón grupos de hombres discutían acaloradamente de política, comercio o los nuevos deportes que se estaban implantando en la clase alta: la náutica y el remo, mientras las damas jugaban en mesas redondas al backgammon o a la oca.
Inés, siempre presa de tener que estar con su señora, intentaba no perder de vista a Morgan, que se movía por todo el salón disfrutando de la velada. Tan pronto dejaba de verle entre los invitados como le tenía enfrente felicitando a la anfitriona por el éxito de la fiesta.
Las horas pasaron y el evento llegó a su fin. Los últimos invitados pidieron sus carruajes y los criados empezaron a limpiar las salas que se quedaban vacías. Inés estaba intranquila, pues hacía bastante que había dejado de ver a Morgan. Ni siquiera sabía si seguía en la casa o ya se había marchado. Cuando lady Dasser se retiró a su cuarto, la tristeza invadió su ánimo. Disimulando su frustración acompañó a su señora mientras la desvestían las doncellas y le calentaban la cama. Cuando lady Dasser ordenó que la dejasen sola, Inés fue hacia su cuarto, cerró la puerta y se echó en la cama a llorar. La sensación de fracaso aumentaba al mismo tiempo que era consciente de la oportunidad que había perdido. A pesar del cansancio no pudo dormir bien las pocas horas que quedaban de esa noche. Su mente se debatía en la frontera del sueño y la vigilia, desde donde pidió perdón a su madre, a sus hermanos, a su padre y a Miguel. No sabía por qué, pero la idea de haberle fallado a ese hombre, a él personalmente, la atormentaba. Así, entre sollozos, pesadillas e inquietudes. Apenas tres horas después de acostarse, le despertó la campanilla de la cocinera cuando el reloj de péndulo de la cocina marcaba las siete en punto de la mañana, como cada día del año, como cada día de aquella vida.
El desayuno en la cocina fue más tranquilo que de costumbre, pues el cansancio entre los sirvientes disminuía las ganas de hablar. Algunos afortunados, como Inés, habían tenido tiempo de dormir unas horas, pero la mayoría todavía seguían limpiando y recogiendo para que, cuando los señores tuviesen a bien despertarse, se encontraran la mansión como si nada hubiese pasado.
Inés pasó todo el día nerviosa, yendo y viniendo a la cocina pendiente de que en cualquier momento llegase un libro o lo que fuese con la fecha o la hora en que se tenían que ver. Al mismo tiempo deseaba y temía que llegase el momento de dar explicaciones, de justificar su falta de información, de excusarse por sus circunstancias. Se repetía a sí misma que no había podido hacer otra cosa, que le había sido imposible, que nadie hubiese podido seguir a ese hombre y a la vez cumplir con su obligación de estar junto a lady Dasser. Pero la culpa por la oportunidad perdida la martilleaba y la entristecía. El tiempo pasaba y nada aparecía en la cocina aparte de la suspicacia de la cocinera, que veía a Inés aparecer por su territorio con excusas inverosímiles.
La noche fue ganando terreno al día, y cuando al fin llegó la esperada hora de retirarse del servicio, Inés fue a su habitación cabizbaja y aliviada a la vez. Dejó la vela en la mesa y cerró la puerta con llave. Quería estar sola y no le apetecía que viniese alguna de las doncellas de lady Dasser a chismorrear con ella como a veces hacían. Se quitó la cofia y dejó suelto su negro pelo, que movió al aire como si se sacudiese el ánimo. Se desabrochó la falda, la chaqueta, el peto, la blusa, el jubón, el corsé y el guardainfante, y se quedó en camisa interior y enaguas. Mojó una toalla en colonia y se frotó el rostro, el cuello, la parte alta del pecho y las axilas. Se puso un grueso camisón de algodón acolchado que había pertenecido a lady Dasser, apagó la llama de la vela y se metió en la fría cama sin sospechar que unos ojos oscuros estaban admirando su blanca piel desde la oscuridad de un rincón de la habitación. Miguel no lo pretendía. Sólo había estado esperando a que llegase para que le diese la información. Pero cuando quiso salir de su escondite Inés ya se había empezado a desnudar, y la fascinación de verla fue más fuerte que el recato moral que su conciencia le dictaba. Inmóvil por temor a ser descubierto, esperó a que la muchacha cayese en un profundo sueño, y sólo cuando oyó el pausado respirar se acercó a la cama sigiloso como un gato, como le habían enseñado a ser. La observó un rato bajo la poca luz de la luna que se colaba por el ventanuco; sus brazos, sus manos, sus mejillas, su nariz. Acarició un mechón de pelo que caía por el borde de la cama y se preguntó a sí mismo qué estaba haciendo allí, frente a esa mujer que le fascinaba, jugándose la vida si era descubierto y perdiendo el tiempo sin hacer nada. La noche corría y tenía que saber qué había podido escuchar Inés. Pero era incapaz de despertarla. «Como despertar a un ángel», pensaba. «O a un demonio», le replicaba su conciencia consciente de los deseos que crecían en él. Deseos que se hacían cada vez más fuertes alimentados por la necesidad de ver entre los pliegues de las sábanas, del camisón, de la piel.
Miguel salió de la mansión como había entrado: rápidamente, sin ruido y sin información, pero agradeciendo el helado aire que soplaba del norte, que limpiaba el cielo de nubes y enfriaba su mente.
Al día siguiente Inés recibió otro libro, éste de partituras de clavecín, con una nota dentro.
Esta noche a las doce, en la vieja fuente.
La vieja fuente era la zona más apartada del gran jardín de Ardkinglas Hall, detrás de las caballerizas y junto a la tapia que rodeaba toda la finca. Era un lugar sombrío y abandonado al que lady Dasser odiaba ir, por lo que ni siquiera el jardinero se esforzaba en limpiarlo de ramas y maleza. Allí, alrededor de la fuente de piedra blanca, se habían descubierto los restos de un antiguo cementerio. Fue durante los trabajos de la construcción de un invernadero cuando, al cavar para hacer los cimientos, empezaron a salir tibias, costillas y cráneos humanos mezclados con lápidas grabadas en un idioma ininteligible. Un terrible suceso que trastornó para siempre la vida de la familia, de la mansión y de los criados. Algunas doncellas aseguraban que por la noche las ánimas de ese lugar salían de la removida tierra para atormentar a los vivos que importunaron su descanso. Aunque el viejo cochero Smith tenía la teoría de que eran más los vivos que allí se reunían por ser sitio poco frecuentado que los muertos que se levantaban, pues él sí había visto a más de uno ir y volver de allí con la piel bien rosada y nada cetrina.
En cualquier caso, la idea de ir a la vieja fuente a esas horas de la noche no le hacía a Inés ninguna gracia. No sabía qué le daba más miedo, si salir de la mansión a hurtadillas o ir a ese sitio.
«Bueno —pensó resignada—. ¡Qué se le va a hacer!»
Esa noche, después de dejar a lady Dasser durmiendo, Inés fue hacia su habitación. Sentada en la cama junto a la tintineante vela esperaba en silencio para oír las doce campanadas del enorme reloj de péndulo del salón principal. Atenta como estaba, oía los ruidos de la casa: el crujir de la madera, el silbido de las brasas en la chimenea, las carreras de los ratones entre las paredes y el zumbido de los insectos que se acumulaban entre las vigas del techo. De vez en cuando unos pasos, unas risas o unos ronquidos. Nada fuera de lo normal, excepto una cosa: había algo en el ambiente que a Inés le resultaba extraño, pero no sabía decir el qué. Oyó al reloj dar las nueve mientras pensaba en James Andry, y también las diez y las once. Imaginaba, su vida de casada, rodeada de niños, paseando por las calles del brazo de su flamante esposo, el doctor. Estaba segura de que sería la envidia de todas las mujeres con las que se cruzase, y además, ya no tendría que soportar más a lady Dasser. Se veía el día de su boda, radiante, hermosa y altiva. Y también trataba de imaginar la noche de bodas, los besos apasionados de James y… nada más; sólo una amalgama de ideas confusas y pecado. Porque su único conocimiento sobre las relaciones sexuales se reducía a las historias que contaban algunas criadas y lo que había visto hacer a los animales cuando se apareaban. Nunca había visto a un hombre desnudo y casi no se atrevía a verse a sí misma por si se le aparecía el diablo. Y claro, entre unas cosas y otras, la idea del sexo no sabía si le agradaba o le espantaba. Así que volvía a la imagen pura y clara del día de su boda, con su recatado vestido y su promesa de amor eterno.
El reloj de péndulo dio las doce en punto. Inés se levantó de la cama y cogió la capa que colgaba detrás de la puerta.
—¡Espera! —susurró una voz desde el otro lado del cuarto.
Inés, sobresaltada, trató de ahogar el grito que le subía por la garganta poniéndose la mano en la boca.
—No te asustes, soy yo, Miguel —dijo el hombre, acercándose a la luz de la vela.
—¿Qué… qué hace usted aquí? —dijo Inés con el corazón todavía palpitándole en el pecho—. ¿Cuánto tiempo lleva ahí?
—Desde que ha llegado. Sólo estaba esperando a que todos durmiesen para salir. No pensaría en serio que la iba a citar en un sitio como la vieja fuente, ¿verdad?
Inés no dijo nada, sólo miraba a Miguel.
—Por lo que veo estaba dispuesta a ir a ese lugar. Es usted muy valiente. Más que algunos hombres que conozco.
—Pero usted no puede estar aquí —dijo Inés azorada—. Si nos descubriesen…
—Lo sé. Por eso debemos hablar más bajo y darnos prisa. Luego yo me iré sin que nadie sepa nunca que he estado aquí.
Miguel la cogió de la mano y se acercó tanto a Inés que la muchacha dio un paso hacia atrás.
—¿Qué hace? —dijo, sintiéndose muy incómoda.
Miguel la agarró suavemente de los hombros, le apartó un mechón de pelo de la oreja y le susurró al oído:
—No piense que le pierdo el respeto. Ésta es la forma más segura de hablar sin ser oídos.
Inés se quedó inmóvil, turbada por esa situación. Notaba cómo la sangre le subía a la cara y la invadía un exceso de calor que le hacía sudar por la nuca y agitarle la respiración. Nunca había estado tan cerca de un hombre. Notaba su aliento en el cuello, el calor que desprendía su cuerpo, el olor de su pelo…
—Dígame, Inés, ¿qué es lo que pudo averiguar?
La joven, muy nerviosa, siguió callada. Si ya le era difícil admitir su fracaso, en esta situación le era casi imposible.
—¿Y bien? —insistió Miguel.
Inés respiró hondo e intentó responder.
—Nada —dijo al fin.
—¿Nada? —repitió Miguel, apartándose de ella para mirarla de frente.
Inés le miró a los ojos y movió la cabeza de un lado a otro mientras se mordía el labio inferior. Miguel la volvió a agarrar de los hombros y volvió a susurrarle al oído.
—¿Cómo que nada?
—No pude seguirle. Lo siento… Se movía por todas las salas de un lado a otro y yo tenía que estar al lado de lady Dasser…
Miguel se apartó de nuevo de ella y se echó el pelo hacia atrás con la mano mientras su mirada recorría la habitación. «¿Y ahora qué hacemos?, ¿qué hacemos?», pensaba una y otra vez buscando soluciones.
—Debo irme —dijo de repente.
—Lo siento, hice lo que pude pero no… —explicó de nuevo Inés, pero antes de terminar la frase Miguel había salido por la ventana y se alejaba cruzando el patio en la oscuridad.
Inés cerró la ventana y se quedó mirando la noche, pensando, sintiendo todavía su corazón palpitar y el calor del hombre sobre su cuello.
Un sentimiento nuevo nació en su alma, parecido a lo que sentía por James, pero más fuerte, intenso y arrollador. Un palpitar de corazón, de entrañas y de mente que venía del profundo instinto al que no le valen la razón ni las explicaciones. Esa noche su pensamiento lo ocupó Miguel, al igual que al día siguiente y al otro, y al otro…