El doctor James Andry tenía dudas. No sabía si Ann iba a querer aceptarle por esposo. Al fin y al cabo, el sueldo de un médico, salvo algunas excepciones, no podía costear el lujo al que ella ahora tenía acceso. Porque, aunque sólo fuese una empleada, muchas veces comía los mismos manjares y vestía buenos vestidos de la mejor lana y el más suave algodón. No eran ostentosos ni lujosos, pero los vestidos de las damas de confianza debían estar a la altura de los sitios a los que acompañaban a sus señoras. También disponía de los carruajes de la casa y, muchas veces, cuando lady Dasser se cansaba de un perfume, un aceite o un abrigo, se los regalaba. Él no podía costear todo eso y había notado que a Ann le atraía el lujo. Además, otra cosa le frenaba. Seguía encaprichado con la viuda Nell Wroth, su ama de llaves. Cada día más sugerente, más voluptuosa, más pecaminosa fingiendo castidad. Sabía que tendría que despedirla cuando Ann entrase en su casa como la señora Andry, y entonces sus juegos habrían terminado. Eso no le gustaba, y dilataba en el tiempo el momento de pedirle a Ann en matrimonio.
Nell había notado que la oportunidad de casarse con el joven doctor se le escapaba entre los dedos, y no estaba dispuesta a permitirlo. No quería seguir sola y desamparada; necesitaba volver a casarse para poder proporcionar a sus hijos un futuro más seguro. Su vida había sido relativamente fácil hasta que, una mañana de octubre, un aprendiz de la imprenta de su marido vino con la mala noticia de que un coche de caballos lo había arrollado en plena calle. Enterró a su marido con decoro y honor, a pesar de que los gastos por el funeral fueron tan altos que apenas los pudo afrontar y guardó un luto de todo un año como aconsejaba la ley canónica. Después del dolor, tuvo la fortaleza de intentar recomponer el negocio de imprenta para no convertirse, ella y sus hijos, en una carga para la comunidad. Después de exponer su caso, el gremio de libreros e impresores, uno de los que tenían ideas más avanzadas de la época, le dio permiso para que continuara con la producción en nombre de su marido a cambio de que pagara los derechos de la licencia de trabajo. Además, también tuvo la suerte de que le permitieran conservar a los aprendices que trabajaban en la imprenta. Esto era fundamental para la supervivencia del negocio, pues era la mano de obra más barata, además de estar ya instruidos en el oficio. Pero ni aun con todo esto pudo sacar el negocio adelante. Los dos oficiales que trabajaban para su marido, antiguos dóciles empleados, exigieron quedarse con parte del negocio alegando que una mujer jamás podría hacer las cosas tan bien como un hombre y que, al peligrar sus trabajos, necesitaban asegurarse el buen funcionamiento de la imprenta. Nell sabía que ante tal argumento nada podía hacer, así que tuvo que tomar la decisión que casi todas viudas en su situación afrontaban: malvendió el negocio a los oficiales sacando lo justo para poder pagar las deudas que tenía y ahorrar lo sobrante por si no encontraba trabajo pronto. La otras viudas de la vecindad, al ver la difícil situación por la que la mujer y sus hijos pasaban, intentaron ayudarla a encontrar un trabajo seguro y cerca de su casa, para que no tuviese que descuidar a los pequeños. Así fue como, hablando con Grace, la anciana tía del doctor Andry, le encontraron el puesto de ama de llaves.
Grace sabía que le quedaba poco tiempo. Los achaques de su cuerpo y la expresión de su sobrino cada vez que la reconocía no la engañaban, y un hombre solo no podía hacerse con la administración de la casa además de sacar adelante su propio trabajo. Además, ella ya casi no veía, se le olvidaban las cosas y estaba segura de que en el mercado la engañaban con los precios y las monedas. Sin duda alguna necesitaban a una mujer decente que supiese llevar las cuentas.
Pronto haría tres años que Nell había empezado a trabajar para el doctor, poco antes de que Grace falleciera, y todo ese tiempo había albergado la esperanza de casarse con él antes o después. Así que, cuando notó los titubeos de James, decidió contraatacar con las armas más devastadoras para los hombres. Estaba en juego el futuro de sus hijos y no podía fallar. Amplió los escotes, se ciñó la cintura, dejó entrever tobillos y nuca y empezó a incendiar miradas. Incluso, un par de veces, dejó entreabierta la puerta del cuarto en donde se cambiaba a sabiendas de que James estaba en la casa.
La primera vez, James se sobresaltó al ver a la mujer tapada sólo con la camisa interior y sacó todas sus fuerzas para alejarse de allí. Pero la segunda vez que ocurrió, la visión a través de la fina rendija de la puerta fue tan excitante que no pudo despegar los ojos de aquellos temblorosos pechos que se adivinaban bajo la tela. Si volvía a pasar una tercera vez, caería a sus pies con la voluntad arrebatada, rendido y suplicante.
—¡Válgame el Cielo! —exclamó la señora Galloway con las manos en la cara—. ¡Dios bendito!
—Para que vea usted los tiempos que corren —dijo el lechero, un joven rubio y espigado.
—¿Y cómo se ha enterado usted? —preguntó la cocinera.
—Bueno, ya sabe que esto de ir de casa en casa… De todas formas, le rogaría que lo mantuviese en el mayor de los secretos.
—Oh, no lo dude —respondió la señora Galloway.
—Los Newington están haciendo lo posible para que nadie se entere.
—Claro, claro. Qué vergüenza tienen que estar pasando.
—Se lo he contado a usted por la confianza que la tengo.
—No se preocupe. Soy una tumba —dijo la señora Galloway, moviendo la cabeza de un lado a otro.
—Bien —concluyó el joven, agarrando las lecheras vacías—, tengo que irme, que con todo se me está haciendo tarde.
—Manténgame al corriente, se lo ruego.
—No se preocupe. —Se subió al carro y arreó a los caballos.
La señora Galloway se sentó dejándose caer en una silla de madera y empezó a abanicarse con una servilleta a pesar de la nieve que estaba cayendo en el patio. Madge, la doncella de lady Dasser, bajó a la cocina a por un poco de agua. La señora estaba en su clase de canto, y necesitaba aclararse la garganta.
—Señora Galloway —dijo la doncella—, la señora quiere un vaso de agua.
La cocinera se levantó de la silla con el semblante preocupado y fue a la fresquera.
—Señora Galloway, ¿está usted bien? —preguntó la doncella.
—Ay, niña, si yo te pudiese contar… —respondió la cocinera mientras meneaba la cabeza.
—Pues cuénteme…
—Es que no puedo, pero… Ay niña, ¡qué horrible!
—Me está usted asustando —dijo la doncella, preocupada.
—No me extraña, con los tiempos que corren…
—Pero… dígame, mujer, confíe en mí —inquirió la doncella, intrigadísima.
La cocinera dudó unos instantes y luego se rindió ante las ganas de contarlo.
—Está bien, te lo contaré porque sé que no vas a decir nada… Ay niña, qué desgracia más grande. Siéntate un momento porque cuando pienso en ello las piernas me flojean.
La cocinera relató a la doncella con pelos y señales lo que el lechero le había contado, además de añadir algo de su cosecha a modo de opinión. Dicha opinión se convirtió en hecho cuando la doncella le contó la confidencia a otra sirvienta que se encontró en las escaleras de camino hacia la alcoba de lady Dasser. Al cabo de poco menos de una hora, todo Ardkinglas Hall lo sabía.
Ann, que estaba tocando el clavecín para lady Dasser y el profesor, vio llegar a la doncella con la cara más colorada de lo normal, pero no dijo nada.
—Señora, su vaso —dijo la doncella, haciendo una pequeña reverencia, al tiempo que mostraba el vaso de agua sobre una bandeja.
—¿Por qué has tardado tanto? —dijo lady Dasser un poco malhumorada.
—El agua de la fresquera estaba demasiado fría y la he templado un poco —dijo la doncella.
Lady Dasser cogió el vaso y bebió despacio, parándose a hacer unas pequeñas gárgaras de vez en cuando. Ann miró a la doncella y ésta le hizo un pequeño gesto con los ojos.
«¿Qué estará pasando?», se preguntó Ann.
Las clases de canto siguieron hasta casi la hora del almuerzo y, mientras, las miradas furtivas entre la doncella y Ann se sucedieron, despertando en ella una tremenda curiosidad, que fue saciada nada más salir lady Dasser de la habitación.
—¿Qué pasa? —preguntó Ann.
—No te lo vas a creer.
—¿El qué? —insistió.
—No debería decírtelo, pero, bueno, si guardas el secreto…
—Claro, cuéntamelo.
Entonces, la doncella contó a Ann el suceso que tenía conmocionado a todo el barrio y, tan pronto como se corriese la voz, a todo Londres: Sarah, la hija de catorce años de los Newington, había sido secuestrada. Pero no era un secuestro cualquiera. No era por dinero, sino por matrimonio.
Los Newington, una noble familia que se codeaba con la realeza, habían caído en desgracia desde que su hija pequeña, una díscola adolescente, se había enamorado perdidamente del jardinero. Y éste, bien por amor a la joven o por amor al dinero, había sucumbido a los encantos de ella desafiando el miedo a la justicia. Por supuesto, la familia nunca aprobaría dicha unión. Ni ellos ni el resto de la sociedad, así que tuvieron que idear un plan para que fuese un hecho consumado.
La vieja fórmula de que ella se quedase embarazada no valía en este caso, porque se solucionaría rápidamente como era habitual: el padre muerto o huido, la madre en un convento y el bebé al orfanato.
Pero había otra forma. El osado jardinero la había secuestrado y pedía que la familia aceptase el matrimonio. Si no era así, amenazaba con matarla. Claro está que entre ellos ya habían pactado no llegar a ese extremo, pero el temor y la duda hicieron que, después de una semana de angustia, el padre accediese a la petición del que iba a convertirse en el nuevo miembro de la familia.
Sarah fue liberada al día siguiente y apareció del brazo de su nuevo esposo en las puertas de su casa. Sonrientes, felices y triunfales.
Pero lo peor no había pasado: aunque la familia intentó ocultar el hecho de que había sido uno de los llamados «secuestros pactados», la noticia corrió como un torrente por las calles siendo la comidilla de la ciudad. El suceso iba a dar que hablar para mucho tiempo y el apellido de la familia Newington se asoció con la vergüenza. Vergüenza moral por la actitud de la hija y vergüenza porque el padre fue demasiado blando y consintió. Para muchos, habría sido preferible que la cabeza de la hija apareciese dentro de un sucio saco pero con la honra bien limpia. Al final del suceso, toda la familia se vio salpicada por la deshonra y el desprecio de las que habían sido hasta ese momento sus amistades. Pasados unos meses, el padre tuvo que decidir emprender una nueva vida en las colonias del otro lado del océano, en donde podrían seguir disfrutando de los privilegios de su clase sin que nadie supiese de su desgracia.
Inés bajó a la cocina en cuanto lady Dasser le pidió que la dejase sola. Una de las doncellas le había dicho que la señora Galloway había preguntado por ella. Cuando entró en la habitación, se encontró a la cocinera amasando carne picada para hacer un pastel.
—Me han dicho que me buscaba —dijo Inés.
—Sí, mira allí, un recadero ha traído ese paquete para ti —dijo la mujer, señalando la encimera con la barbilla.
—¿Para mí? —se extrañó Inés.
—Eso ha dicho el pequeño.
Inés lo desenvolvió con cuidado mientras la cocinera la miraba de reojo. Era un libro de poesías con una nota entre las hojas. La abrió y vio que estaba escrita en castellano.
—Ah, sí —dijo Inés con la voz un poco temblorosa a pesar de que intentaba disimular los nervios—. Lo compré el otro día junto a lady Dasser.
—Pues ya me leerás un poco.
—Sí, sí, claro.
Inés cogió el libro y se fue a su cuarto. Cerró la puerta y abrió de nuevo la nota.
Esta noche. Mister Martin. Cuándo llega el cargamento y adónde. |
Y debajo de la línea, un dibujo simple, a carboncillo, del rostro de mister Martin.
Inés notó que los nervios le cerraban el estómago y le oprimían la respiración. Con la nota en la mano se sentó en la cama.
«¿Cómo saben que esta noche hay una cena?», pensó.
Efectivamente, desde hacía una semana Inés había estado preparando una cena para ese día. Iban a ser cinco comensales en total: lord y lady Dasser y tres hombres más. No era una cena de amigos, sino de negocios de lord Dasser, pues lady Dasser ya había empezado con sus dolores de cabeza.
Inés cerró los ojos intentando tranquilizarse. En su mente apareció su madre, sonriente, entusiasta y vital.
«Mamá, dame fuerzas».
Volvió a mirar el dibujo para grabarlo en su mente y lo echó a la chimenea. Se arregló el peinado y salió de la habitación dispuesta a centrarse, de momento, en la preparación de la velada de esa noche.
Los invitados llegaron puntuales. Los mayordomos les tomaron los abrigos y los hicieron pasar a uno de los salones, en donde lord Dasser les estaba esperando con unas copas de brandy. Lady Dasser ya había acabado de acicalarse, aunque lo había hecho sin mucho esmero.
—Ay, Ann. Este dolor de cabeza me está matando. Manda avisar a mi esposo de que me retrasaré unos minutos.
Inés miró a una de las doncellas y le hizo un gesto con la cabeza. Inmediatamente, la muchacha salió del cuarto en dirección al salón en donde esperaban los invitados.
—Señora —dijo Inés—. Me he permitido pedirle una infusión para que le alivie. ¿Mando que la suban?
—No, Ann. Sabes que me repugnan esos brebajes que prepara la señora Galloway.
Inés bajó la cabeza y no dijo nada. Eligió los zapatos que se pondría su señora y se los dio a la doncella que la estaba vistiendo. Lady Dasser ordenó que le empolvaran la cara y el escote, y se puso un poco de perfume en las manos.
—Vamos —dijo Margaret, malhumorada—. Acabemos ya con este fastidio.
Cuando entraron en el salón, los hombres estaban fumando en pipa; una moda que se había impuesto hacía unas pocas décadas y que había llegado del otro lado del Atlántico. Lady Dasser entró disculpándose por la espera achacando la tardanza a su malestar, mientras repartía agradables sonrisas y cordiales saludos. Inés entró detrás de ella con el corazón en un puño y con la duda de si reconocería al tal señor Martin. Se quedó de pie, al lado de la puerta, como siempre, y entonces lo vio. Sí. Era él. Sin duda. El dibujo le había sido fiel: mister Martin estaba frente a ella exhalando humo por la boca al tiempo que sonreía.
—La cena está lista —dijo lady Dasser a sus invitados—. Pasemos al comedor.
Inés empezó a hacer su trabajo. Con un simple gesto de sus dedos daba instrucciones a los sirvientes y camareras. La crema de setas, el cerdo relleno de frutas, pastel de hojaldre y carne, pato caramelizado, tarta de manzana, crema con nata y licor de avellanas. Pan, pastas, bizcochos de chocolate y té negro para terminar. La cena transcurrió igual que cualquier otra, y por más que Inés ponía atención en las conversaciones, no encontraba en ellas nada excepcional. Al terminar el té, lady Dasser se disculpó muy cortésmente y se retiró a su habitación, dejando a Inés encargada de que los invitados estuvieran bien atendidos. A una indicación de lord Dasser, Inés abrió las puertas que comunicaban con un saloncito contiguo y los hombres pasaron a él. Mientras el servicio retiraba los platos de la cena, mandó traer unos puros y un carrito lleno de licores que la camarera empezó a servir a gusto de cada uno.
—Recién traídos de Jamaica —dijo lord Dasser, abriendo la caja de los puros—. Huélanlos, señores, se lo ruego.
Cada hombre cogió uno y los olieron al tiempo que alababan el aroma. Luego los encendieron y, sentados en unos butacones de cuero, comentaron la difícil situación de aquellas tierras y su futuro. Pronto comenzaron a hablar de negocios, y entonces Inés aguzó el oído: exportaciones de algodón, cantidades, volúmenes, almacenamiento y manufacturación. Todos hablaban excepto mister Martin, que parecía estar esperando el momento adecuado, pues escuchaba a los demás con atención observando sus reacciones. Por fin, pasado un buen rato, mister Martin se decidió a hablar. Estaban discutiendo sobre la mejor forma de entregar un cargamento de algodón que había comprado un fabricante español. La dificultad radicaba en que debido a las tirantes relaciones con España, no estaba permitido hacer tratos comerciales con cualquiera que ostentase esta nacionalidad.
—El señor Verdú —dijo Mister Martin— espera que el barco llegue a Barcelona en la segunda semana de mayo con la carga completa, ¿verdad?
Entonces Inés se dio cuenta de algo: su acento le delataba. No era inglés; tenía acento español. No era Martin, sino Martín, con tilde en la i. Y memorizó: «Barcelona, segunda semana de mayo». A partir de ese momento, intentó memorizar todo lo que el señor Martín decía, aunque no entendiese de qué hablaba.
La velada no se alargó demasiado, pues la bebida espirituosa junto con los largos puros de tabaco estaban haciendo mella en los invitados y el sueño se estaba apoderando de ellos. Se despidieron de lord Dasser y subieron a sus carruajes con la satisfacción de haber llegado a un buen acuerdo. Inés dio las órdenes para que las criadas limpiasen el saloncito y se fue a su cuarto. Nada más llegar, se sentó a un viejo escritorio que lady Dasser le había regalado y, con el corazón palpitando y las manos sudorosas, empezó a anotar todo lo que recordaba del encuentro.
Ese domingo llovía a mares; una lluvia intensa y fuerte caía desde las oscuras nubes. Inés se había arreglado con esmero y se había puesto las mudas limpias. Se encontraría con James en la iglesia, y muy probablemente, también con ese hombre, con Miguel. Hacía dos días de la cena con el señor Martín y, desde esa noche, llevaba la hoja con la información doblada y guardada en su corpiño, sin atreverse a dejarla siquiera en su propio cuarto. También llevaba el corazón en un puño, nerviosa y alerta, ansiosa por desprenderse de ese trozo de papel lo antes posible.
Como cada día, al sonar la campanilla de aviso, Inés subió al cuarto de lady Dasser.
—Hoy no iré a misa —dijo Margaret desde la cama nada más verla—. Me encuentro resfriada. Si ya lo sabía yo que esto tenía que pasar… Dile a la señora Galloway que me prepare un vaso de su remedio.
Inés descorrió las cortinas y abrió las contraventanas. Una luz grisácea entró a través del cristal, al mismo tiempo que el sonido de la lluvia.
—¿Qué día hace hoy? —preguntó la mujer.
—Llueve a mares —dijo Inés.
—Pues no me voy ni a levantar de la cama. ¡Qué frío tengo! Manda que aviven la chimenea —ordenó lady Dasser.
Inés llamó a las doncellas para que aseasen a la señora, a dos criadas para que se ocupasen del fuego y bajó a la cocina a ordenar que le subiesen el desayuno.
—¡Huy, vaya cara que traes, chiquilla! —dijo la señora Galloway cuando vio a Inés—. ¿Qué ha pasado?
—Nada —dijo Inés, haciendo una mueca de fastidio—. La señora no va a ir a misa, ni siquiera va a salir de la cama, así que no podré ver a James.
—Entiendo… —dijo la cocinera.
—Mildred —ordenó Inés a una de las camareras—, sube el desayuno y un vaso del remedio para el constipado. Que la leche esté bien caliente porque está un poco destemplada.
—La verdad es que hace un día de perros —dijo la cocinera mirando por la ventana—. Si yo pudiese, tampoco me habría levantado hoy.
Inés sonrió. Ella tampoco lo habría hecho. Hacía años que no podía quedarse en la cama por puro placer sin hacer nada, simplemente hundiéndose en el calor de las sábanas. Y evocó aquellos días en su casa, cuando ni siquiera se daba cuenta del lujo que representaba eso.
—Si la señora no se va a levantar —dijo la cocinera—, puede que te permita ir sola.
—¿Tú crees? —preguntó Inés.
—Por intentarlo… Ella sabe lo importante que es para ti ir a misa.
—Sí —dijo Inés—. Por intentarlo… —repitió más alegre.
Al cabo de media hora, bajo un fuerte aguacero, uno de los coches salió de Ardkinglas Hall con Inés dentro, convencida de que la estarían esperando, no sólo James, sino también Miguel.
* * *
Cuando entró en la iglesia de Saint Clement, la misa ya había empezado. A pesar de que el cochero la dejó lo más cerca posible de la puerta, su capa se caló. Sentía frío y el vestido le pesaba horrores. Miró a su alrededor discretamente, esperando encontrar a Miguel, pero no le vio. No sabía por qué, pero estaba segura de que sería allí en donde se encontraría con él. En el lado de los hombres, sentado en el banco de siempre, estaba James. Inés le sonrió y fue a sentarse en el lado reservado para las mujeres, pero lo más cerca posible de él.
James le devolvió la sonrisa. «Qué guapa está», pensó. Miró los bordes del vestido de la muchacha y sus pequeños zapatos asomando levemente bajo la falda. Estaban empapados y pequeñas gotas caían haciendo charquitos en el enlosado suelo. La cofia con la que Inés se cubría el pelo también se había mojado a pesar de la capucha, al igual que el pelo recogido que se adivinaba debajo de la tela. James se fijó en que las gotas de agua recorrían la nuca y se introducían por un pliegue que hacía el vestido en la espalda. Eso e imaginarse en dónde pararían fue todo uno, y James empezó a notarse excitado. «Estás en la casa del Señor», se reprendió a sí mismo al tiempo que intentaba distraer su mente concentrándose en lo que el cura estaba diciendo. Pero allí, delante de él, seguía el fino y pecaminoso hilo de agua en el cuello de Inés, y se la imaginó desnuda en sus brazos, como las prostitutas a las que acudía. Entonces, su excitación tomó tales dimensiones que no le quedó más remedio que disimularla poniéndose su mojada capa sobre el calzón de damasco azul, mientras los colores del rostro iban y venían abochornado por si alguien se daba cuenta. En esta congoja, miraba a su alrededor nervioso, al tiempo que estaba atento a cualquier gesto de la muchacha, temeroso de que se girase y le viese en esas circunstancias. «¡Qué iba a pensar de mí!», se repetía el doctor, angustiado.
Mientras, Inés seguía la misa sin mucho interés. Disimuladamente miraba de reojo a los bancos que tenía alrededor, a la puerta de entrada y entre las columnas esperando encontrarse con el rostro de aquel hombre. Preocupada, pensaba en cómo se acercaría. Esperaba que fuese discreto. No sabría qué decirle a James si la viese hablando con un desconocido. No le podría contar la verdad, pues nadie sabía quién era realmente, y prefería que así siguiese siendo. Sus pensamientos volaron en castellano hacia su casa al tiempo que las dudas sobre lo que estaba haciendo la invadían. Quería terminar con esto cuanto antes y volver a ser Ann. Ella tenía una vida nueva allí, en Inglaterra, lejos del dolor del pasado. Impaciente por dar la información, buscaba entre los rostros de la gente y en las zonas sombrías de la iglesia, pero sin resultado. Varias veces miró hacia atrás para tormento de James, que respondía con una sonrisa nerviosa al tiempo que intentaba no mirarla.
Poco a poco, el doctor consiguió desviar los excitantes pensamientos de su cabeza, hasta que por fin no tuvo necesidad de taparse con su capa.
Al acabar la misa, el doctor se acercó a Inés.
—Señorita Ann, me alegro de verla.
—Gracias, doctor James —dijo Inés nerviosa—. Hoy no puedo quedarme a hablar con usted. Tengo que volver con lady Dasser cuanto antes.
—Si me permite —se ofreció el doctor—, la acompaño al coche.
—No hace falta —dijo Inés, intentando zafarse de James—. Se va usted a empapar.
—No me importa.
Cuando salieron de la iglesia, caía una suave y fina lluvia.
—Doctor James, de verdad, prefiero que no me acompañe. El coche está esperando en esa calle mismo y es absurdo que usted se moje. Fíjese que ya lleva todo el calzón mojado —dijo Inés, intentándolo de nuevo mientras miraba a su alrededor, rezando para que aquel hombre no apareciese ahora.
James se miró y se dio cuenta de que al taparse en la iglesia con su capa mojada se había empapado, lo cual resultaba extraño pues el resto del traje estaba seco.
—Bueno…, pero… —balbuceó el doctor mientras pensaba en si alguien se habría dado cuenta del por qué lo tenía mojado.
—Insisto —dijo Inés, y salió corriendo bajo la lluvia hacia el coche, sin dar la oportunidad a James de protestar.
Cuando subió al coche, se sintió más tranquila. Miró por la ventana y vio al doctor en la puerta de la iglesia mirándola. A su alrededor ya no quedaba nadie. Con la mano se palpó la hoja que llevaba guardada bajo el corpiño, mientras pensaba con ansiedad en cuándo se encontraría con él.