La bruma subía del río y se deslizaba sobre la ciudad en un gélido amanecer de marzo. La nieve caía despacio y constante desde hacía varios días, acumulándose en las calles y los tejados y confinando a los habitantes de Londres en sus casas, pendientes de no quedarse sin leña para la lumbre o sin pan para alimentarse. Unos pocos candiles iluminaban el paso lento y cuidadoso de un caballo al cruzar el puente. Siguió por Thames Street hacia la derecha, subió hasta la catedral de Saint Paul, y desde allí se dirigió al oeste de la ciudad, hasta llegar a Ludgate Hill. Cuando los oscuros ojos del jinete distinguieron la casa a la que se dirigía se bajó del caballo y respiró aliviado. No era empresa segura el haber viajado como lo había hecho él. De noche, por los helados caminos que llevaban desde el puerto de Portsmouth hasta Londres, y sin parar a descansar. El reventado caballo ya no podía más. Seguramente lo tendrían que sacrificar. Dos velas en la ventana le indicaba que le estaban esperando y que no había surgido ningún contratiempo. Una sola vela hubiese indicado que había problemas, que no pasase. Antes de que llegase a la puerta, la entrada de carruajes se abrió. Un criado salió y sin mediar palabra agarró las riendas del caballo y lo metió en las cuadras. El jinete entró por la puerta de servicio y la cerró a sus espaldas. La tintineante luz de un candil se aproximaba por el pasillo mientras el hombre se deshacía de la mojada capa. La empuñadura de una fina espada toledana brilló en el cinturón, y el jinete la acarició con mimo.
—Alabado sea Dios, Miguel. Temía por vos —dijo un hombre mayor, un poco grueso de carnes, vestido completamente de negro y con la barba cuidadosamente recortada.
—Alabado sea. Por fin he llegado —dijo el jinete—, y no crea que las tenía todas conmigo, don Pablo.
—Pasemos a mi despacho. He ordenado que le preparen una comida reparadora y están poniendo la mesa.
—Siempre tan atento. Pero vamos a despachar nuestro asunto cuanto antes, porque en cuanto coma le pediré que me excuse y me retiraré a dormir. Desde que partí hacia aquí, he mal dormido un par de horas por noche. Tenía que llegar cuanto antes.
—Comprendo. Pero aún eres joven, y tu cuerpo lo soporta todo. Yo, a tu edad, no notaba ni el sueño ni el frío. Pero amigo, ¡ay!, los años no perdonan… y este endiablado clima tampoco.
Miguel sonrió divertido. Los dos hombres pasaron al comedor, en donde los criados estaban sirviendo la mesa. El joven se sentó en una butaca cerca de la chimenea y se frotó las manos.
—Algo grave se está tramando —dijo Miguel con la mirada fija en el fuego.
—Sí, lo he notado yo también por aquí. Hay movimientos extraños —contestó don Pablo.
—Uno de nuestros confidentes nos dio el soplo, y no es un confidente cualquiera. Es uno de los hombres del valido.
—Sí es grave la cosa, sí —dijo don Pablo, levantando un poco las cejas.
—Están a punto de hacer una maniobra. Pero no una cualquiera: una que nos afecte de veras. Al parecer, esta vez también están metidos algunos hombres del Rey.
El hombre mayor chasqueó la lengua y su rostro reflejó la gravedad de lo que estaba oyendo.
Una criada llamó a la puerta.
—La mesa está servida, señor —dijo, mirando al atractivo forastero.
Los dos hombres entraron en el comedor y se sentaron mientras servían sus platos.
—Déjennos solos —dijo don Pablo—. Ya nos servimos nosotros.
Los dos hombres esperaron a que la puerta se cerrase y siguieron su conversación.
—Nos quieren quitar del mapa como sea —continuó.
—Sí, y hay que averiguar cómo planean hacerlo antes de que sea demasiado tarde.
—¿Se sabe algo más?
—No mucho. Sólo que, con toda probabilidad, lo cometerán los de siempre.
—¡Malditos sean! —dijo el hombre mayor—. Eso es jugar sucio.
—¿Y quién juega limpio? Nosotros no, desde luego, y los franceses menos… En estos tiempos de guerras, nadie va de frente.
—Ya, ya lo sé, pero es que me exasperan —dijo el hombre mayor mientras se llenaba el plato de estofado e invitaba con un gesto a que el jinete hiciese lo mismo—. ¿Morgan o Myngs? —preguntó.
—Creemos que Morgan, pues nuestras fuentes apuntan a que en este momento está viajando hacia aquí. Llegará dentro de un mes para recibir instrucciones.
—¿Sabemos dónde será el encuentro, o con quién?
—No, aunque sí sabemos con quién suele hacer negocios —dijo el jinete—. El dónde es lo primero que tenemos que averiguar.
Don Pablo se quedó pensativo y, al cabo de unos instantes, una sonrisa triunfal apareció en su cara.
—Has dicho que tardará un mes en llegar, ¿verdad?
Miguel asintió mientras masticaba un trozo de carne.
—Pues creo que ya lo tenemos —dijo, levantándose de la mesa.
El joven miró con curiosidad cómo se dirigía hacia su despacho y volvía agitando en la mano un sobre con el lacre roto.
—Mira —dijo el hombre—: me llegó hace un par de días.
El jinete abrió el sobre y leyó el pliego de papel que había en su interior.
—Fíjate en la fecha —dijo el hombre mayor.
Miguel asintió sonriendo.
—Ahí va a ser.
—Estarán todos —comentó el hombre mayor.
—Estaremos todos —le corrigió el joven.
El hombre mayor sonrió cómplice.
—¿Tenemos a alguien dentro? —preguntó Miguel.
Don Pablo se atusó la barba.
—Sí… creo que sí —dudó el hombre—. Pero no sé si estará dispuesta a colaborar… En todo caso no nos valdría para conseguir la información que queremos.
—Pero ¿nos puede ayudar a encontrar a alguien?
—No lo sé —dijo don Pablo—. No lo sé.
Al día siguiente, un niño llegó con una cesta de truchas a Ardkinglas Hall. Entre los viscosos peces había una nota escrita con unos números casi ininteligibles, pues la tinta se estaba corriendo manchada por la sangre fresca. A las pocas horas, una mujer tapada con una capa y una cesta vacía debajo del brazo salió de la casa por la puerta de servicio, bajó por la calle y subió a un coche de caballos que la estaba esperando.
Su azul mirada se encontró con la de don Pablo y un intenso silencio se hizo entre ellos. Un silencio que hablaba de la vida y del pasado.
—No me gusta hacer esto —dijo por fin la mujer—. Y sabes por qué lo hago.
Don Pablo asintió.
—¿Cumplirás el trato? —preguntó la mujer.
—Siempre lo he hecho, ¿no? —respondió don Pablo.
La mujer torció el gesto escépticamente. Sacó unos papeles de debajo de la capa y se los entregó. Don Pablo los leyó.
—Pienso que puede valer —dijo el hombre, pasándoselos a Miguel. Éste también los leyó atentamente.
—De hecho, si resulta, creo que puede ser más que válido.
—Estará el viernes en el New Exchange, acompañando a la señora —dijo la mujer.
—Allí estaremos nosotros —dijo el joven—. Tenemos que ver cómo contactamos.
—No es problema —dijo don Pablo—. Tengo a la persona adecuada.
El hombre mayor abrió la puerta del coche para que la mujer bajase, pero ésta no se movió de su asiento.
—¿Cómo está? —preguntó la mujer.
Don Pablo la miró a los ojos y una antigua pena le envolvió el corazón.
—Está bien. Sana y fuerte.
La mujer seguía sin levantarse, con la mirada fija en los pequeños ojos del hombre, que comprendió que la mujer esperaba más.
—Bella, un ángel, pero no tanto como su madre —añadió, dejando escapar un poco de cariño con las palabras.
La mujer bajó la cabeza y contuvo las emociones. Llenó el cesto con unas nueces que estaban preparadas, abrió la puerta y salió del coche.
Don Pablo la vio alejarse subiendo por la calle, y Miguel guardó un discreto silencio.
El carruaje estaba parado frente a la entrada principal de la casa. La mañana era fría, limpia y radiante. El sol se reflejaba en los primeros brotes de los árboles que rompían el duro paisaje invernal. Lady Dasser salió abrigada con su capa de piel de zorro seguida por Ann y dos doncellas, subieron al carruaje y el cochero arreó a los caballos en dirección a New Exchange, la zona en la que se concentraban las más exclusivas tiendas y comercios de Londres. Deliciosas pastelerías, acogedoras chocolaterías, telas venidas de Oriente, joyas de España, bordados de Flandes, pinturas venecianas, los mejores modistos y perfumistas. Todo a precios desorbitados que sólo unos pocos podían pagar. Y ése era el encanto de pasearse por la zona: la ostentación.
Al mismo tiempo que el coche salía de Ardkinglas Hall, Billy el recadero salió corriendo con el encargo de llevar unos panes a uno de los mendigos que pedían en la puerta de Saint Paul. Era la señal que dos hombres estaban esperando.
Mientras el carruaje recorría Fleet Street, Ann observaba la vida de una de las ciudades más grandes de Europa: sus angostas y viejas calles, que desembocaban en anchas avenidas diseñadas más acorde con los nuevos tiempos, el continuo ir y venir de la muchedumbre a la que en estas fechas se le sumaban miles de jornaleros temporales. Estos trabajadores llegaban en primavera desde las zonas rurales para emplearse en la construcción y reparación de las casas, que se intentaban acabar antes del otoño, antes de que volviesen de nuevo los interminables días de lluvia.
Lady Dasser, acompañada de Ann, Abbie y Madge, sus dos doncellas, compró unos sombreros y un par de guantes de cuero. También un rollo de seda verde y oro y otro de encaje con los que mandaría hacerse un espectacular vestido. Vio jarrones, relojes y algo completamente nuevo, recién traído de las remotas tierras en donde crecía la planta del té: una especie de jarra de porcelana, con tapadera, asa y un alargado caño, que acababa en un pequeño agujero. Estaba decorada en azul con paisajes muy lejanos de redondeadas montañas y árboles en flor. Era la primera tetera que lady Dasser veía, y una de las primeras que habían llegado a Europa.
Mientras tanto, un hombre joven, de pelo oscuro, las estaba siguiendo.
—¡Mira quién está ahí! —exclamó lady Dasser para sí misma al pasar delante del White Chocolate House, una distinguida chocolatería frecuentada sólo por damas de alta sociedad—. Ann, esperadme aquí. —Entró en el local esquivando las mesas con su amplio vestido—. ¡Qué casualidad! —dijo lady Dasser, saludando exageradamente a tres mujeres mientras esbozaba una falsa sonrisa—. Precisamente llevo unos días pensando en haceros una visita.
—¿Cómo estás, querida? —dijo lady Kate, una mujer hermosa y viuda, con fama de ser una de las muchas amantes del Rey—. Siéntate con nosotras, te lo ruego.
—¿Cómo es que os encuentro por aquí? —preguntó lady Dasser, un poco molesta de que no hubiesen contado con ella para este almuerzo.
—Pues no lo teníamos previsto, ¿verdad? —dijo una mujer pelirroja entre risitas nerviosas, ya que le incomodaba mucho la situación.
—No, en absoluto —contestó la otra mujer también pelirroja. Nadie podía dudar de que eran hermanas—. Esta mañana, hace un rato, vino a visitarnos sin previo aviso lady Kate y nos animó a venir a distraernos. Ya sabes que desde la muerte de nuestra madre, no salimos mucho, y entonces…
—Ha sido culpa mía, querida —dijo lady Kate, cortando la explicación de la otra—. Ni siquiera las había avisado de que las visitaría. Por favor, te ruego que nos acompañes a almorzar.
Lady Dasser dudó un instante.
—Anímate —dijo la mujer—. Acabo de pedir una tarta de bizcocho y chocolate remojada en brandy… tu favorita.
Y así era. Lady Dasser no era muy golosa, pero el chocolate era su perdición, y la tarta especial de brandy que hacían algunas veces en el White Chocolate House le resultaba irresistible. Lady Kate lo sabía muy bien.
—De acuerdo —dijo lady Dasser con una gran sonrisa, merced al pastel que un camarero acababa de poner encima de la mesa junto con unas copas de vino dulce.
—¡Ay, querida! —espetó lady Kate sonriente—. Tenemos tantas cosas de qué hablar. No te puedes imaginar los chismes que se comentan en la corte.
Lady Dasser sonrió maliciosa. Le encantaban los cotilleos sobre el Rey y sus amantes. Sobre todo cuando venían de su amiga, que tan bien conocía los interiores de palacio. Miró a través de los cristales e hizo un gesto a Ann, que entró en la chocolatería y se dirigió hacia ella.
—Voy a quedarme un rato aquí. Dile a las doncellas que esperen en el cuarto del servicio, y tú ve a avisar al cochero de que tardaremos.
—Bien, señora —dijo Ann, haciendo una reverencia antes de darse la vuelta.
Ann no se dio cuenta, pero lady Kate observó la escena con un interés especial. Y cuando Ann salió del establecimiento, la bella dama se quitó los guantes que llevaba puestos. Eso significaba que el hombre de pelo oscuro disponía del tiempo que necesitaba.
Las dos doncellas entraron en un cuarto trasero en el que se agolpaban sentadas en bancos otras criadas de las damas que allí se encontraban. Era una habitación muy distinta al elegante salón en el que sus señoras compartían manjares, pero allí ocurría lo mismo aunque las criadas se sentaran en bancos de madera. Los cotilleos y chismes volaban de un lado a otro, descubriendo entre unas y otras los entresijos de la vida de sus señores. Después de estar allí, Abbie y Madge llevaban a Ardkinglas Hall tema de conversación para varios días.
Ann salió de la chocolatería y se dirigió hacia donde esperaba el cochero junto con otros colegas de profesión. Pero no llegó. No había recorrido ni cien metros cuando una mano la cogió suavemente del brazo.
—Inés, Inés de Aranda —dijo una susurrante voz masculina a sus espaldas.
A Ann le dio un vuelco el corazón.
—Inés de Aranda —volvió a oír.
Estupefacta, Inés se dio la vuelta despacio. No sabía a quién se podía encontrar. Sintió miedo. Sintió angustia. Hacía muchos años que nadie la llamaba así. Incluso ella misma, a veces, dudaba de su pasado, como si hubiese sido un mal sueño. Prefería creer el que se había construido en este tiempo: una vida sin sufrimiento, sin penas, sin dolor. No quería ser Inés, quería ser Ann. De repente, junto con el sonido de su nombre, volvieron todos los recuerdos a su mente como un golpe de mar. Notó la angustia en la garganta y, sin saber por qué, su ahora bien nutrido estómago rugió de hambre. Ante ella, un hombre sonreía.
«¿Quién es?», se preguntó. Estaba tan sorprendida que no podía pronunciar las palabras. Observó sus facciones, pero no encontró ningún parecido con nadie. Tendría unos treinta años, moreno, de profundos ojos negros que la miraban como si leyesen su pensamiento. Buscó en los hasta ahora escondidos recuerdos de su niñez, pero siguió sin encontrar nada en su mente.
—No te asustes —dijo en castellano—. No me conoces, pero yo a ti sí.
Hacía mucho tiempo que Inés no oía una palabra de su idioma de nacimiento. Incluso sus sueños y pensamientos eran en inglés desde hacía años, pero en ese momento, su mente volvió a expresarse en castellano, y éste fluyó de sus labios con tal naturalidad que ella misma se sorprendió.
—¿Quién es usted? —dijo con el corazón palpitante.
—Mi nombre es Miguel. ¿Sería tan amable de acompañarme? Me gustaría hablar con usted en un lugar más privado.
Inés miró a su alrededor y se dio cuenta de que las personas que les oían hablar en castellano los observaban con curiosidad. Seguramente nunca habían oído otro idioma que el suyo. Miró al desconocido, que no había parado de sonreír amablemente, y sintió miedo.
—Acompáñeme —insistió el hombre, señalando un carruaje que estaba parado a unos metros de ellos.
—No puedo… —Inés se excusó—. Tengo que…
—No se preocupe —dijo el hombre tranquilizándola—. Estará segura.
Inés dudó, pero el hombre la cogió del brazo firmemente y la obligó a subir al carruaje. Cuando estuvieron dentro, cerró la puerta, echó los cortinajes y dio unos golpes de aviso al cochero. El movimiento del coche avivó el miedo de Inés. Sin pensarlo agarró la manilla de la puerta para abrirla, pero no pudo. Estaba cerrada.
—Tranquila, nada le pasará —volvió a decir Miguel.
—Me están esperando —dijo la muchacha, excusándose.
—Nadie la echará en falta hasta dentro de un par de horas.
Inés tragó saliva y casi llorando empezó a rezar encomendando su alma a Dios. Al poco tiempo el carruaje se paró y un criado abrió las puertas, mientras otro ponía un escalón de madera y ayudaba a Inés a bajar. Estaba en el patio trasero de una elegante casa. El hombre se puso a su lado y la invitó a pasar dentro. Recorrieron un largo pasillo con puertas a los lados que terminaba en una puerta más ancha. El hombre la abrió e Inés pasó dentro. Era una gran estancia llena de libros que se ordenaban en las estanterías, cubriendo casi toda la pared. El suelo estaba cubierto por una espesa alfombra de lana con dibujos florales y, tras las cortinas, se adivinaba un gran ventanal. Una mesa cuadrada llena de papeles presidía la habitación, y a su alrededor se ordenaban varias sillas y butacas. La chimenea estaba encendida, pero el miedo hacía temblar a Inés.
—Siéntese, por favor —dijo Miguel, señalando una de las butacas. Hizo sonar una campanilla y una doncella entró con una bandeja, la depositó sobre la mesa y salió de la habitación cerrando la puerta. Él mismo sirvió una taza de café con leche azucarado y se la entregó a Inés, que cogió el platillo con la mano temblorosa, lo hizo tambalear y el caliente líquido se le derramó sobre el vestido, haciendo que la joven se pusiera en pie de un salto. El hombre cogió rápidamente una servilleta y se dispuso a limpiar la tela, pero Inés le apartó la mano de un manotazo.
—¿Qué hace? —dijo alarmada—. ¡No me toque!
Miguel, que lo había hecho con la mejor intención, se sonrojó al darse cuenta de que la joven le había malinterpretado.
—No… yo sólo… —balbuceó el hombre—. No piense que…
—Quiero irme —dijo Inés, yendo a la puerta. Pero el pomo no se abría—. ¡Quiero irme! —gritó alarmada—. ¡Quiero irme! ¡Ábranme!, ¡ábranme! —Golpeó la puerta con intención de que alguien la oyese al otro lado.
Miguel, alarmado ante el miedo de la joven, intentó tranquilizarla acercándose a ella, pero el pánico de Inés aumentó al verle a su lado.
—¡No me toque, por Dios! ¡Déjeme ir! —suplicaba Inés llorando, mientras se pegaba a la pared.
—No, no te preocupes. No te pasará nada —insistía el hombre—. No pienses que yo… ¡Por Dios, soy un caballero! —exclamó alejándose y abriendo los brazos como si así mostrase más claramente sus buenas intenciones.
Inés lo miró desconfiada.
—¿Qué quiere de mí? ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué sabe mi nombre? —preguntó nerviosa.
—Por favor, cálmese primero —suplicó Miguel.
—Le advierto que sirvo en casa de lord Dasser, donde estoy muy bien considerada, y si notan mi ausencia, no dudarán un segundo en mandar a buscarme —dijo amenazante.
—Lo sé, por eso no tenemos mucho tiempo. Por favor, siéntese y escuche lo que tengo que contarle.
Inés lo miró fijamente queriendo averiguar si sus amables palabras y su encantadora sonrisa escondían alguna trampa. Miró la butaca que el hombre le ofrecía y, sin dejar de desconfiar, hizo caso a ese desconocido.
Esa noche Inés no pudo dormir. En la soledad de su cuarto, arropada por la oscuridad, había llegado hasta ella de nuevo aquel tiempo de hambre y miedo. Los fantasmas de su familia muriendo asesinada invadieron la estancia y la atormentaron en las sombras, el olor a sangre, el incendio, la muerte pasando tan cerca de ella que la había rozado con los dedos. Y lloró. Volvió a llorar por ellos, por sus seres queridos que ya no estaban. Aquéllos a los que había casi olvidado y a los une no quería recordar porque dolían. Dolían en lo más profundo de sus entrañas y de su alma. Pero, a pesar del tiempo y la distancia, allí estaban de nuevo, vivos en su mente y en su corazón. Y, de nuevo sola sin ellos, vacía. Esa noche dejó de ser Ann, la persona que una vez se hizo la ilusión de ser pero que nunca había sido. E Inés renació. De algún modo, su alma se alegraba de volver a ser ella, la que creció en aquella hacienda, la que no murió aquel día en que la muerte la llamaba, la que sobrevivió a todo y salió adelante. Ann ya sólo era un disfraz.
A la mañana siguiente la niebla cubría el jardín y desdibujaba los contornos de los árboles. Inés llegó muy temprano a la cocina, tanto que el pan del desayuno todavía estaba caliente.
—Ann, querida —dijo la señora Galloway—, tienes mala cara. ¿Te sientes enferma?
Inés la miró agradecida por su interés. Era una mujer entrañable.
—No he podido dormir mucho esta noche.
—¡No me extraña! —dijo la mujer—. Ayer cenaste tan rápido que te debió de sentar mal.
—Sí, debió de ser eso —repuso Inés.
—Te voy a hacer un agua de manzanilla que te irá bien —anunció la cocinera mientras ponía a hervir agua.
—Gracias, señora Galloway.
Pronto empezaron a llegar los demás criados, tanto los que vivían en la casa como los que venían de fuera, y la cocina se convirtió en el hervidero de cotilleos y risas de todas las mañanas. Ese momento duraba poco, pues las campanillas de los señores comenzaban a sonar requiriendo la presencia en las habitaciones de los ayudas de cámara y doncellas.
La campanilla de lady Dasser empezó a tintinear. Inés se levantó y, terminándose la tostada de un bocado, subió las escaleras hacia el dormitorio.
—¿Sí, lady Dasser? —dijo Inés, entreabriendo la puerta.
—Pasa, Ann.
Inés pasó a la habitación y descorrió las cortinas. Una luz blanquecina hizo brillar la tela amarilla del dosel de la cama. La joven ahuecó las almohadas, lavó la cara de la mujer, le peinó el pelo que sobresalía de la cofia e hizo sonar la campanilla del desayuno.
—¿Qué vestido desea ponerse hoy? —preguntó Inés.
—El verde de terciopelo. Hoy voy a comer con lady Hamilton en su casa, y ya sabes que es una vieja tacaña y no enciende las chimeneas casi nunca. Siempre me quedo helada allí y me acatarro.
Inés abrió el vestidor y comenzó a sacar el vestido y todos sus accesorios. Una doncella llamó a la puerta y entró con la bandeja del desayuno. La puso encima de la cama, tapó el camisón de la señora con un tul de algodón, hizo una reverencia y salió de la habitación sin dar la espalda.
—Yo no sé —siguió diciendo lady Dasser mientras saboreaba una cerveza caliente con pan tostado—, no sé por qué lo hace. Es dueña de medio Gales y su marido, el viejo general, le dejó tal fortuna al morir que se rumorea que tiene un escondite lleno de tesoros en alguna parte. ¡Pero no manda prender las chimeneas! ¡Claro, así está siempre, con la muerte esperando en su sala de visitas! Cuando no le duele esto, le duele aquello, y cuando no le hacen sangrías, le tienen que hacer baños de azufre. El caso es que si su casa estuviese más cálida, estoy segura de que la mitad de los achaques que tiene desaparecerían. ¿No crees, Ann?
Inés asintió sin saber realmente de qué le estaba hablando. La oía parlotear, pero no la escuchaba. Su cabeza estaba ocupada por la conversación del día anterior, dándole vueltas y más vueltas a lo que le habían contado.
—Te advierto —siguió lady Dasser— que si no fuese porque la necesito para organizar bien a los invitados, no iría a ver a esa mujer. Pero ella conoce a la perfección las relaciones entre todos los embajadores, capitanes, generales o lo que sean, que van a venir a la cena en homenaje a nuestras colonias. Fue buena idea, ¿verdad?, inventarme esa excusa tan tonta de las colonias. Ya ves, qué me importarán a mí esos muertos de hambre. Pero bueno, espero que mi visita y mi resfriado den buenos frutos. Voy a reunir a todos los que tienen poder allí y tiene que salir todo a la perfección. ¡Son tan importantes las relaciones para los asuntos de mi esposo! —suspiró—. Además, sin lady Hamilton no hay evento que valga, así que tengo que mantener las buenas relaciones y helarme los huesos. Ann, ponme la falda interior acolchada, como cuando salimos al campo… y dile a la señora Galloway que vaya haciendo uno de esos potingues que prepara ella contra el resfriado.
Cuando partieron, unos finos copos de nieve comenzaban a cubrir los jardines de blanco, mientras en la cocina la señora Galloway cumplía con la orden que le habían dado. Limpió la cáscara de unos huevos con un cepillo de esparto y los colocó en una fuente honda. Los cubrió con zumo de limón y tapó la fuente con un paño de algodón para evitar que cayese suciedad. Al cabo de cuatro días, cuando las cáscaras se reblandecieran, cascaría los huevos y los mezclaría con el zumo de limón y con varias cucharadas de azúcar. Pasaría la mezcla a una botella de cristal con coñac, la taparía con un corcho y la sacaría a la ventana. Allí debía estar nueve lunas y nueve soles, hasta que el líquido se tornase de un tono anaranjado y adquiriese las propiedades medicinales. Sabía a rayos, pero realmente era lo más eficaz contra los resfriados.
Lady Dasser y lady Hamilton estuvieron hasta la hora del almuerzo pensando en cómo distribuir en la mesa a los sesenta y siete invitados que dentro de un mes iban a pasar la velada en Ardkinglas Hall. A su lado, de pie y tiritando de frío, estaba Inés tomando una decisión arriesgada, pero que de algún modo se veía obligada a afrontar: iba a aceptar la proposición de Miguel. Pensaba en su madre, en su padre, en sus hermanos y en sí misma. Si realmente era cierto lo que le habían contado, se lo debía a ellos. Una venganza por aquella vida arrebatada. Fuera de tiempo y fuera de lugar, pero que esperaba mitigase un poco su dolor.
Esa tarde, cuando volvieron a casa y sin que nadie la viese, Inés dejó un pequeño panecillo y un pañuelo en el lado derecho de la cancela de la entrada de servicio. En los próximos días, de una forma u otra, recibiría sus instrucciones.