18

La salud de miss Moore se agotaba día a día sin que el doctor James Andry pudiese hacer nada para evitarlo. Al ver que el tratamiento indicado por el doctor Hunt no estaba dando el resultado deseado, había dejado de administrarle los baños de agua fría y caliente y los había sustituido por untar a la enferma con un aceite en el que se mezclaban esencia de la corteza del sauce, mantequilla agria y lupus de cerveza. Además había dado instrucciones de que el cuarto estuviese siempre lo más caliente posible, con la chimenea encendida continuamente y miss Moore arropada bajo varias mantas. Su teoría era que si la hacía sudar copiosamente, podría equilibrar los fluidos internos que la estaban envenenando. Después de unos días, se pudo observar una ligera mejoría en la enferma, pero aun así, era evidente que lo que tanto temían estaba a punto de ocurrir. Un día el doctor James Andry pidió hablar con lady Dasser.

—Señora —dijo el doctor—. Me aflige enormemente comunicarle que a miss Moore no le queda mucho tiempo en nuestra compañía. El Señor la está llamando y ante eso, nada podemos hacer.

—Pero ¿cómo? —se sorprendió lady Dasser—. ¿Tan enferma está?

—Me temo que sí —respondió el doctor.

—¡Pero eso no puede ser! —exclamó lady Dasser con expresión preocupada—. ¡No puede dejarme!

—Pues así va a ser en breve —contestó James.

La mujer se quedó con la mirada perdida en algún punto del suelo de la habitación.

—Yo —dijo el doctor— tengo que marcharme. A sus pies, señora.

James salió del salón discretamente, dejando a una pensativa lady Dasser mirando por la ventana.

«Qué buen corazón tiene esta señora —pensó el doctor—. Cómo se preocupa por sus criados».

Lady Dasser, ya a solas, intentaba pensar en alguna solución a la enfermedad de su dama de confianza. Se negaba a quedarse sin ella. Si bien Ann la había estado sustituyendo durante estos meses con mucho acierto, la enferma había sido confidente y testigo mudo de muchas cosas, y lady Dasser albergaba dudas de que Ann le estuviese siendo igual de fiel. Entonces, se levantó decidida y salió por la puerta dando un portazo.

La señora Galloway estaba enjuagando unos riñones en agua helada cuando lady Dasser se presentó en medio de la cocina.

—Señora Galloway —dijo lady Dasser—. ¿Cuál es la estancia de miss Moore?

La cocinera, al oír la voz de su señora tras de sí, allí, en su cocina, adonde hacía años que la señora no bajaba, se llevó tal susto que los riñones le resbalaron de las manos y cayeron al suelo. Lady Dasser miró las vísceras mojadas sobre la piedra y esperó a que una asustada criada las recogiese con manos temblorosas mientras hacía reverencias aún agachada.

—Por aquí es, señora —dijo la sorprendida cocinera, y se adentró por el pasillo secándose las manos con el delantal y sin salir de su asombro.

La puerta de la habitación de miss Moore se abrió y lady Dasser entró. El hedor le golpeó de frente haciendo que su aristocrática nariz se arrugase con repugnancia, pero la impresión fue mayor al fijarse en la moribunda mujer que yacía en la cama. Tuvo que mirar con detenimiento para cerciorarse de que ese casi cadáver era aquella persona que tanto tiempo había estado a su lado.

—¡Por Dios Santo! —exclamó.

Miss Moore movió un poco la cabeza al oír a su señora, pero al momento volvió a cerrar los ojos y se adentró de nuevo en su mundo de sombras. La criada que la atendía le limpió el sudor de la frente con un paño mojado sin acabar de creer que la señora estuviese allí.

—No, no creo que salga de ésta —dijo lady Dasser, dándose la vuelta—. Vámonos de aquí. ¡Qué asco!

Lady Dasser subió las escaleras que separaban la zona del servicio del resto de la casa y fue hacia su habitación.

—Rápido —dijo al entrar por la puerta del vestidor a una de sus doncellas—. Cámbiame el vestido. Apesta a muerto.

La muchacha hizo sonar una campanilla para avisar a las otras dos chicas de que la señora las necesitaba, luego escogió otro vestido y comenzó a desabrochar los lazos del que llevaba puesto sin saber a qué se refería con lo de que «olía a muerto». Cuando lady Dasser se vio con un vestido nuevo, se sintió mejor. Le había angustiado ver la muerte desde tan cerca, en su propia casa, y tenía prisa por deshacerse de esa sensación.

—Quiero ver a Ann —dijo a sus doncellas mientras se rociaba de perfume—. La espero en mi sala.

Lady Dasser se dirigió a una habitación contigua a su dormitorio, a la que daba la única puerta por la que se podía entrar. Era un salón de paredes blancas y rosas, cortinas rosas y varios sillones tapizados en blanco con flores rosas. Siempre había rosas frescas en los tres jarrones que lo adornaban, y en el aire flotaba siempre ese olor. La dama lo utilizaba como su refugio, un sitio en donde tenía prohibida la entrada a todos los criados excepto a miss Moore y a Ann, que era quien lo limpiaba. Allí tampoco entraba su marido y mucho menos sus hijos en los períodos en los que regresaban de la casa del campo. Lady Dasser abrió el escritorio y sacó una caja con papel de carta. Mojó una de las plumas en tinta y empezó a escribir.

—¿Lady Dasser? —murmuró Ann, asomándose a la puerta y haciendo una breve reverencia.

—Pasa y cierra la puerta —dijo la señora, dejando la pluma apoyada en el tintero—. He estado viendo a miss Moore y se ve que, aunque no queramos, pronto nos va a abandonar… ¿Tiene familia? —preguntó.

Ann se quedó pensativa, como si le costase recordarlo, aunque realmente estaba ganando tiempo mientras intentaba enmascarar sus verdaderos pensamientos. «Pues claro que tiene familia —pensó indignada—. Miss Moore lleva toda su vida desvelándose por ella y ni siquiera sabe si tiene familia».

—Creo —preguntó Ann— que tiene hermanos en el sur.

—Bien, pues arréglalo todo para que la lleven allí. Querrá pasar sus últimos días con los suyos.

—Si usted me permite… —dijo Ann con prudencia.

—Habla.

—Según el doctor —empezó Ann—, cualquier movimiento alteraría su sangre y moriría rápidamente. Por eso no la podemos llevar ni tan siquiera al jardín a que tome aire fresco. Puede que no aguantase el viaje.

Lady Dasser se quedó mirando a Ann y luego chascó la lengua.

—¡Qué fastidio! —exclamó—. Bueno, da igual. Que la saquen de la casa cuanto antes. Me da lo mismo que se la lleven a su pueblo o a una casa de curas. Total, para lo que le queda… —Y siguió escribiendo.

Ann salió de la habitación y cerró la puerta delicadamente, aunque en su interior estaba deseando dar un portazo para descargar el enfado que le había provocado la poca sensibilidad de su señora.

Esa tarde, cuando el doctor Andry visitó a la enferma, Ann le comunicó el deseo de lady Dasser.

—Entiendo —dijo James, tocándose la barbilla con gesto preocupado, y no hizo ningún otro comentario. Se metió en el cuarto de miss Moore como siempre, pero cuando salió de hacerle las curas no se quedó a almorzar. Se excusó diciendo que tenía varios pacientes para esa tarde, aunque no era cierto. La verdadera razón era que no se encontraba con ánimo para conversar con Ann. Acababa de cumplir con una norma ética no escrita con la que muchos médicos no estaban de acuerdo y por la que le podían llevar directamente a la horca, pero que él creía que hacía el bien: había administrado a miss Moore una pequeña dosis de arsénico. Demasiado pequeña como para haberla matado si hubiese estado sana, pero más que suficiente en el estado en que se encontraba la pobre mujer. La idea de moverla de aquella cama le parecía una gran crueldad, pues estaba seguro de que la corriente de la sangre se le desajustaría en su camino y sufriría terribles dolores. Era mejor acabar con su sufrimiento cuanto antes ayudándola a reunirse con el Señor. Ya había hecho lo mismo en un par de ocasiones, y aunque no se sentía orgulloso, tampoco se sentía culpable. Pensaba que el oficio de médico era complicado, y esas contradicciones éticas eran parte de él. Aun así, esa noche se acostó con el cuerpo descompuesto.

El funeral que se celebró en la capilla de Ardkinglas Hall por miss Moore fue sencillo y muy rápido, pues el cuerpo iba a ser trasladado a su aldea natal, al sur del país, para ser enterrado. Esto sólo estaba permitido hacerlo cuando las bajas temperaturas retrasaban la putrefacción del cadáver. Era una suerte morir en invierno.

Desde ese mismo día, Ann empezó a ejercer de dama de confianza oficialmente. Lady Dasser le mandó arreglar los vestidos de miss Moore, más apropiados con sus nuevas funciones y, después de limpiar bien el cuarto de la difunta y cambiar el colchón, se trasladó a él. Se sentía afortunada de tener ese dormitorio. Era un poco más grande que el suyo, tenía una pequeña ventana que daba al patio y era el único de todos los cuartos del servicio que tenía su propia chimenea. Sí, realmente estaba contenta.