LONDRES
Invierno de 1665
La campana de la puerta de servicio de Ardkinglas Hall había sonado varias veces antes de que el pequeño Billy llegase para abrirla. Un hombre con gorra de lana calada hasta las orejas se frotaba las enrojecidas manos intentando entrar en calor. Detrás de él, un caballo cargado con sacos resoplaba lanzando al aire nubes de vaho.
—¡Vamos, niño! —gritó el repartidor cuando el chiquillo abrió la cancela—. Me estoy helando los pies.
—Lo siento, señor —se disculpó Billy mientras el hombre obligaba al caballo a pasar al patio de la cocina.
—Traigo esto para la señora Galloway.
—Sí, pase —dijo Billy, señalando la puerta.
La cocinera, que había visto llegar al hombre desde la ventana, había puesto una jarra con cerveza caliente sobre la mesa.
—Buenos días —saludó el hombre, descubriéndose una poco poblada cabellera.
—Pase, señor Goodman —respondió la señora Galloway—. ¡Y tómese esto antes de que muera congelado como una rana!
—¡Qué tiempo de perros! —exclamó el hombre.
—¡Mire mis manos! —dijo la cocinera, extendiendo los dedos delante de la cara del repartidor—. No pueden estar más agrietadas con este frío.
El recadero saboreó la cerveza y la bebió con agrado. No en todas las casas le recibían con amabilidad.
—Bueno —dijo la cocinera—. ¿Y qué me trae esta vez?
El señor Goodman era uno de los empleados de lord Dasser. Se encargaba de transportar las mercancías especiales que llegaban al puerto de Londres. Piezas delicadas, regalos para socios y amigos o para su propia casa, como esta vez.
—Han llegado las bolas esas, naranjas —dijo el recadero.
La señora Galloway se puso el chal sobre los hombros y salió al patio, en donde un mozo había apilado los sacos contra la pared. Abrió uno de ellos y sacó una fría y reluciente naranja.
—Sí —dijo la cocinera resignada—. Me temía que estaban a punto de llegar.
Entró en la cocina y llamó a una de las criadas.
—Comunica a la señora que las naranjas de este año ya han llegado.
La muchacha subió las escaleras y se dirigió al cuarto de lady Dasser.
—Permiso, señora —anunció al llegar.
—Pasa —dijo lady Dasser, levantando la vista del bastidor. Estaba sentada a la mesa bordando unas sábanas para sus hijos. A su lado estaba Ann enhebrando las agujas, deshaciendo nudos y repasando las figuras que lady Dasser abandonaba aburrida.
—La señora Galloway me manda decirle que las naranjas de este año ya han llegado —repitió la criada sin saber realmente qué significaba aquello, pues hacía pocos meses que había entrado al servicio de los Dasser.
—Magnífico —dijo lady Dasser—. Que las preparen hoy mismo. Hace meses que se me acabaron y fíjate cómo se nota. Tengo la piel horrible —comentó a Ann, enseñándole las manos. Unas manos suaves, blancas, de piel nacarada y uñas brillantes—. Hoy mismo, hoy mismo —repitió.
La criada bajó corriendo con la orden hasta la cocina.
—Bueno —suspiró la señora Galloway—. Ya sé lo que esto significa.
Esa misma noche, la cocinera y su ayudante de cocina se acostarían con las manos escocidas y un amargo olor a naranja incrustado en la nariz.
—Billy —dijo la señora Galloway cuando el recadero se fue—, llama a dos mozos fortachones. Van a estar ocupados todo el día.
Al rato, dos jóvenes llegaron a la puerta de la cocina oliendo a caballo y heno.
—Chicos —les ordenó la cocinera—, tenéis que traerme la prensa del sótano y meter aquí esos sacos de ahí fuera.
Los mozos salieron de nuevo al patio, abrieron una trampilla de madera que había pegada a la casa y bajaron las escaleras. Allí, bajo una vieja sábana cubierta de polvo y telarañas, descansaba la prensa desde el año pasado.
Cada invierno llegaban a Ardkinglas Hall varios sacos repletos de naranjas dulces traídas desde España. Se lavaban en agua fría y se separaba la piel de la jugosa carne con cuidado. Los desnudos gajos de fruta se cocían lentamente en una gran olla a la que se le añadía azúcar para obtener mermelada, y mientras el dulce olor invadía la cocina, las amargas cáscaras eran preparadas para ser utilizadas con el verdadero fin por el que habían hecho el largo viaje. Se partían en pequeños trozos y se iban introduciendo entre unos lienzos de lino blanco que se apoyaban sobre la base de la prensa. Los mozos hacían bajar la plancha superior rotando el eje y, al poco, la estrujada cáscara comenzaba a desprender un líquido fino y untuoso, del color de la miel y aroma ligero. Entonces, la señora Galloway sacaba de una alacena el alambique de cobre, en donde ese líquido se iba vertiendo en pequeñas cantidades que cocían muy suavemente, sin prisa, hasta que se desprendía del zumo el aceite esencial de naranja que lady Dasser tanto apreciaba. Con él se hacía untar los brazos y las piernas, las manos, la cara y el cabello, haciendo que brillase suave como la seda al tiempo que el aroma ayudaba a otros perfumes más intensos a enmascarar los olores corporales.
* * *
En esos nueve años de trabajo y desde el primer día, Ann había ahorrado una cantidad de dinero nada despreciable. Al principio comenzó a hacerlo sin ninguna intención, más por no tener en qué gastarlo que por otra cosa, pero cuando cumplió los diecisiete años, se dio cuenta de que alguna vez querría casarse y formar su propia familia. Y para eso, por si alguna vez tenía la suerte de contraer matrimonio, empezó a acumular su dote, y se propuso ahorrar todo lo que pudiera para poder entregar una generosa suma de dinero que le permitiese conseguir un buen enlace. Todas las mujeres lo hacían, desde la más humilde de las lavanderas de la casa hasta la madura miss Moore. Sin la dote era casi imposible casarse, y morir sin haber sido esposa y madre era algo terriblemente triste para una mujer. Ann, de alguna manera, era afortunada por poder ahorrar todo su salario íntegro. Casi todas las criadas de Ardkinglas Hall tenían que emplear gran parte del dinero en ayudar a su familia en la economía doméstica, lo que disminuía sus ahorros considerablemente. Esto representaba una tremenda pérdida de oportunidades, pues cuanto mayor fuese la dote, a una mejor posición social del marido se podía aspirar. Las criadas más ahorradoras, si tenían un poco de suerte, incluso podían ser pretendidas por algún artesano o comerciante con el que pudiesen dejar la servidumbre para siempre. «Y a mí —pensaba Ann orgullosa— me está pretendiendo un médico, ni más ni menos».
Una mañana de diciembre el día se levantó despejado, permitiendo que el sol brillara sobre Londres y derritiese el hielo que se había acumulado en la noche. El doctor James Andry llegó a Ardkinglas Hall más temprano, más arreglado y más nervioso de lo habitual.
—Perdón, señora —dijo una de las criadas, llamando a la puerta del dormitorio de lady Dasser.
—¿Sí?
—Vengo a avisarle de que el doctor Andry se encuentra abajo.
«¿Ya?», pensó Ann sobresaltada.
—Bien —dijo lady Dasser—. Ahora se encarga Ann.
Ann hizo una reverencia a su señora y salió del dormitorio, dejando a lady Dasser intrigada por la causa del azoramiento de su doncella. Mientras bajaba, la muchacha se preguntaba por qué habría llegado James tan temprano. No le había dado tiempo a peinarse de nuevo, ni a volver a echarse colonia, ni a beber agua de menta como hacía siempre un poco antes de que llegase. Improvisando, se pellizcó las mejillas para darles color y se mordió los labios para que enrojeciesen. Cuando llegó a la cocina, vio al doctor sentado en una banqueta hablando con la señora Galloway.
—¡Doctor Andry! —exclamó Ann con una amplia sonrisa.
—Señorita Peterson —dijo James, levantándose.
—¡Qué temprano llega usted hoy! Todavía no hemos llenado las bañeras de miss Moore. ¿Quiere tomar un caldo mientras espera?
—No, gracias —respondió James—. Realmente he venido un poco antes para hablar con usted.
Ann notó que se ruborizaba y se reprendió a sí misma por ello.
—Pues dígame, doctor —dijo Ann, intentando contener sus emociones.
El doctor miró a la cocinera que seguía atenta la escena, tan esperanzada como la propia Ann.
—Hoy hace un día radiante. ¿Podríamos salir al jardín un momento? —preguntó James a Ann.
—Sí… sí, claro… —respondió la joven, nerviosa, mientras cogía su toquilla de lana.
El doctor abrió la puerta de la cocina e invitó a Ann a salir primero. Realmente el día era precioso. Una luz cálida iluminaba el jardín al tiempo que corría una suave brisa helada.
—Ann —comenzó James con la voz entrecortada por los nervios—, he venido a pedirle, si a usted no le molesta, que me dé su permiso para visitarla.
Ann, conteniendo su alegría, sonrió dulcemente.
—Estaré encantada de verle, doctor Andry, siempre que mis obligaciones me lo permitan.
—Me gustaría —dijo James un poco más tranquilo— hablar con lord Dasser para informarle de mis intenciones.
—Creo que es lo más correcto —contestó Ann.
Un emocionante silencio se hizo entre los dos. Se miraban a los ojos y se esquivaban las miradas. Deseaban tocarse pero se apartaban. Reían fingiendo seriedad. Y seguían el ritual del cortejo con un coqueteo de indiferencia.
—Tengo que entrar —habló Ann.
—Sí, hace frío.
Cuando entraron, la señora Galloway se hacía la distraída mientras troceaba una pieza de carne, aunque realmente había estado observando a la pareja por la ventana todo el tiempo.
—Las bañeras de miss Moore están listas —le dijo al doctor.
—Muchas gracias. Entonces voy a atender a mi paciente. Señorita Ann, señora Galloway —se despidió cortésmente y salió por la puerta.
La señora Galloway y Ann se miraron de reojo y ninguna pudo contenerse por más tiempo.
—¿Qué ha pasado? ¡Cuéntame! —dijo la cocinera.
—Va a decirle al señor que me quiere visitar —contestó Ann, cogiendo la mano a la cocinera.
—Ay, chiquilla, espero que te salga bien. Es un gran partido.
—Sí, Hilde, yo también lo espero. Estoy muy contenta —dijo Ann casi llorando de alegría.
Ese día, después de atender a miss Moore, el doctor James Andry habló con lord Dasser y éste le dio su permiso para visitar a Ann. Quedaron en verse, además de los martes y jueves después de las curas, los sábados por la mañana y los domingos en la iglesia.
Aunque James no había hablado con ella de matrimonio en ningún momento, Ann estaba segura de que no tardaría mucho en pedirle permiso a lord Dasser para hacer la petición de mano. Ella notaba cómo la miraba, y sabía que el doctor soñaba con un matrimonio lleno de hijos y felicidad. Con esta idea en la cabeza, comenzó a hacer su ajuar. Era algo que llevaba mucho tiempo y dedicación, y ella quería esmerarse en prepararlo. En la primera ocasión que tuvo salió a comprar tela de algodón; no una cualquiera, sino la más blanca que pudo encontrar. Era cara, pero con lo que tenía ahorrado se lo podía permitir: quería que sus sábanas nupciales fuesen dignas de una gran dama. También compró hilo de un tono amarillo claro, agujas nuevas y tela de bastidor para bordar. Una A enlazada con una J dentro de un gran D adornarían toallas, sábanas, pañuelos e, incluso, el camisón nupcial que se estaba haciendo. También, desde ese momento, en sus encuentros puso más atención a los gustos y preferencias de James por la comida. Anotaba en una libreta que tenía en su cuarto los platos que había saboreado con más deleite y aquellos que casi no había probado. Así se dio cuenta de su predilección por el pastel de riñones, que a Ann le desagradaba enormemente, y por el contrario, de que no le agradaban los dulces rellenos de crema. Esperaba ser una buena esposa e iba a esforzarse todo lo que pudiese en complacer a su marido.
Cuando lady Dasser se enteró de lo sucedido, se explicó la reacción de su doncella esa mañana.
«Sin duda —pensó—, era algo que tenía que pasar antes o después. Ann no es del tipo de mujeres que se quedan solteras». Pero lady Dasser no iba a dejar que la abandonase hasta que miss Moore se repusiera del todo. De ninguna manera.