15

El Little Christopher, una fragata construida hacía tan sólo un par de años, era un barco moderno y robusto que albergaba a más de doscientos hombres. De maniobra más rápida que los grandes galeones, se empezaba a imponer entre las flotas mercantes, pues era de gran utilidad para esquivar icebergs, arrecifes, recorrer las costas o huir de los piratas. Podía desplazar entre 200 y 300 toneladas e iba armada de cuarenta cañones en un único puente, una defensa suficiente para repeler encuentros no deseados.

La cubierta se zarandeó suavemente cuando soltaron amarras. El vientre iba cargado con el equipaje de lord y lady Dasser, los bultos de una quincena de sirvientes, provisiones de comida para la travesía, mantas, animales enjaulados, sacos de harina, vajillas, ropa de hogar y todo lo que pensaban que iban a necesitar en esas tierras lejanas. Además, en el espacio que había quedado libre se acumulaban varios cientos de rollos de tela de algodón tintado para ser vendido en Jamaica y amortizar así parte del coste del viaje.

El cielo estaba gris, al igual que el mar. Nubes plomizas amenazaban con descargar su agua en cualquier momento, pero Margaret se mantuvo de pie en la cubierta, mirando cómo se alejaba la verde costa de su querida Inglaterra. Con el corazón encogido recordaba la despedida de sus hijos. Sentía su suave calor al besarles, su dulce olor que reconocería entre mil diferentes, sus sonrisas, sus ojos chispeantes, felices, inocentes. Los añoraba profundamente, y temía que algo les ocurriese estando ella tan lejos. No podría volver a soportar perder de nuevo a alguno de ellos. La idea le oprimió el corazón aún más. No quería hacer ese viaje; no quería salir de Inglaterra, ni de Londres, ni siquiera de su casa ni de su habitación. Lo había rogado, suplicado incluso de rodillas ante su marido, pero la decisión ya estaba tomada, sin concesiones, sin negociación, y ella le debía obediencia aunque le fuese en ello la vida. Margaret miró el mar que batía las olas contra la madera del barco. Era un agua oscura, fría y amenazante. Volvió a mirar la costa un segundo, allá a lo lejos, para después volver a hundir su mente en las aguas. El impulso de saltar al vacío le agarró el alma. No sabía nadar, pero daba igual. Todo daba igual. Lady Dasser levantó un pie y lo encajó entre los listones de madera.

«Sería tan fácil», pensó.

El mar, con su rugido, parecía llamarla. Hipnotizada por el vaivén, se dejó acunar por los movimientos del barco como si le animasen a hacerlo. Sus manos se apoyaron en la barandilla y la tela de su vestido crujió. Un impulso y todo acabaría. El sonido de una gaviota le hizo levantar la cabeza, divisó la fina línea de tierra en el horizonte y volvió a evocar a sus hijos. Con su recuerdo en la mente y todo su cuerpo pidiendo abrazarles, Margaret se asustó de lo que estaba a punto de hacer. Su corazón comenzó a latir más rápido y la angustia atenazó su garganta. Notó que le faltaba el aire y se apartó de la barandilla rápidamente, apoyándose en unos barriles mientras intentaba respirar.

—Señora —dijo miss Moore que se encontraba a unos metros de ella—. ¿Se encuentra bien?

—Estoy… un poco indispuesta —respondió Margaret—. Acompáñame al camarote.

—Sí, señora —dijo la doncella, agarrándola del brazo para cruzar la cubierta.

Margaret no se dio cuenta, pero alguien la había estado observando en silencio. Ignoraba con qué desgracia cargaba esa elegante señora, pero nada liviano debía de ser para haber estado a punto de arrojarse al mar. Sintió pena por ella, y mucha curiosidad.

—Permítame recordarle —dijo la doncella cuando llegaron al camarote— que lord Dasser va a dar una cena esta noche con el capitán y los oficiales para celebrar la partida.

Margaret asintió desganada. Le daba igual la cena, pues no pensaba asistir. Prefería quedarse encerrada entre cuatro paredes a esforzarse fingiendo sonrisas y aguantando conversaciones que no le importaban lo más mínimo.

—Busque al señor y discúlpeme ante él diciendo que estoy afectada por el viaje y que me es imposible asistir.

Miss Moore asintió, y una vez que dejó a su señora en el camarote fue al encuentro de lord Dasser, a quien encontró hablando con el capitán mientras compartían una botella de licor.

—Señor —dijo, haciendo una reverencia—. Lady Dasser está indispuesta por el viaje y pide que la disculpen esta noche, pues no podrá asistir a la cena.

Lord Dasser miró a miss Moore con expresión de saberlo de antemano.

—Bien —dijo—. Avise a la señora Galloway de que seremos uno menos.

—Es una lástima —comentó sinceramente el capitán—. La agradable compañía de una dama siempre es bienvenida a bordo. Había ordenado una cena especial para celebrar la partida. Tal vez si lo supiese se animaría a venir, ¿usted cree? —preguntó a lord Dasser.

—Lo dudo —respondió—. Es… delicada de salud.

En la cubierta, a popa del mástil trinquete, estaba la entrada hacia el horno de panificar y la cocina. Ambos sitios eran la mayor fuente de problemas a bordo. Las enormes cantidades de leña que había que acumular restaban espacio para otras cargas en las bodegas, y el fuego, que debía permanecer siempre encendido, hacía correr el riesgo de incendio permanentemente. Cuando la doncella llegó sorteando a la marinería que se afanaba en sus tareas, encontró a la cocinera gruñendo entre sartenes y pucheros oxidados.

—¡Yo no puedo así! —le dijo a miss Moore en cuanto la vio entrar—. ¡Yo con esto no puedo hacer nada! ¡Mira!, ¡mira cómo está esto! —Señaló una cacerola tan negra que no se sabía si estaba quemada o contenía restos de comida reseca.

Miss Moore miró a su alrededor. Era un cuchitril maloliente lleno de cajas y sacos, con una grasienta mesa de madera, una alacena y un fogón en el centro de la estancia en donde un gran caldero colgaba sobre una plancha de metal cubierta de arena. Sartenes, cazos y cuchillos colgaban de clavos oxidados en la pared, justo al lado de donde la señora Galloway había colgado unos paños de algodón que ostentaban su blancura frente al mugriento entorno. La doncella observó al cocinero del barco, Murphy Mackensey. Un hombre bajo de estatura, grueso de cuerpo, nada de pelo en la cabeza, ojos claros y sonrisa afable en el rostro.

—Es lo que hay —explicó el hombre, encogiendo los hombros y abriendo los brazos.

—Tendría que haberme traído mis cosas. ¡Esto es un asco! —dijo la señora Galloway.

—Sin ofender, ¿eh? —replicó el cocinero—. ¡Que con esto doy de comer a toda la tripulación!

—Bueno —respondió la cocinera—, lo de comer es fácil. En mi pueblo también se les da de comer a los cerdos. Estoy hablando de cocinar. Co-ci-nar.

—¡Huy, mira la señoritinga! —soltó Murphy burlón.

—De señoritinga nada, ¡eh!, pero con esto es imposible preparar la cena de esta noche.

—¡Qué exageración! —exclamó el cocinero—. ¿Siempre es así? —le preguntó a miss Moore señalando a su compañera.

—Bueno… —dijo miss Moore, que los miraba divertida—. A veces gruñe un poco…

—¿Cómo? —Se volvió enfadada la señora Galloway.

—Pero —prosiguió la doncella— es una gran cocinera. La mejor que hemos tenido en Ardkinglas Hall.

La señora Galloway sonrió orgullosa y miró a Murphy desafiante.

—Vale, vale —dijo el cocinero, sonriendo—. Vamos a ver qué podemos hacer para que esta humilde cocina de barco esté a la altura de su invitada. —Y terminando la frase, hizo una teatral reverencia.

La señora Galloway hizo una última mueca de enfado y no pudo reprimir por más tiempo su alegre carácter.

—Haremos lo que podamos, ¿no? —dijo, cambiando de humor—. Y si de paso aprovechamos para dar de comer un poco mejor a esos pobres marineros flacuchos…

El cocinero guiñó un ojo y ella le sonrió.

Nunca habían subido al barco tan buenas carnes ahumadas, ni tantas verduras, ni legumbres, ni embutidos. Y los dos coincidirían en enriquecer disimuladamente el rancho habitual de los trabajadores del barco.

—Señora Galloway —dijo miss Moore—, he venido para avisarla de que la señora cenará en su camarote.

La cocinera asintió con un poco de pena.

—Me lo temía —contestó—. ¿Cómo se encuentra?

—Como siempre —explicó la doncella.

Un breve silencio se hizo entre las dos mujeres.

—Bueno, empecemos —dijo Murphy—. Miss Moore, ¿sería tan amable de acercarme ese saco de zanahorias?

—Encantada.

Mientras, la señora Galloway frotaba con un paño unos cuchillos desdentados y el cocinero los afilaba canturreando. Miss Moore levantó el saco y varias zanahorias cayeron por la parte de abajo.

—Vaya —dijo la doncella, mirando un agujero en la tela—. Está roto.

Pero de repente un escalofrío le recorrió el cuerpo seguido de un agudo grito. Una enorme rata saltó desde el saco y corrió por la cocina buscando un hueco en donde esconderse. El silbido en el aire de un palmo de acero volando dio por terminada la breve huida. La rata, clavada en la madera del suelo, se partió en dos mientras sus entrañas se escurrían en un charquito de sangre.

Miss Moore notó un mareo y comenzó a vomitar.

—¿Ve? —gritó la señora Galloway enfurecida—. ¿Ve a lo que me refiero? ¡Yo así no puedo! ¡No puedo!

Murphy, satisfecho de su buena puntería con el cuchillo, intentaba comprender por qué se armaba tanto escándalo por una simple rata.

Esa noche miss Moore no cenó, y recomendó a lady Dasser que hiciese lo mismo obviando detalles. En el camarote del capitán, en donde se había dispuesto una mesa vestida de gala, lord Dasser, junto con el capitán y los oficiales, disfrutaba de un buen vino, una deliciosa carne y una suave crema de zanahorias.

Los días pasaban y Margaret seguía sin salir del camarote escudándose en un fingido malestar que no mejoraba. Ni siquiera lo hacía para la misa del domingo. Ese cuarto se convirtió, al igual que el de Ardkinglas Hall, en su refugio, y no pensaba salir de él hasta que llegasen a puerto dentro de un mes, si Dios lo permitía. Era un estrecho camarote perteneciente a uno de los oficiales del barco, que ante la necesidad de habilitar una estancia para la esposa de su patrono, cedió forzosamente su sitio y se acomodó junto a otro oficial compartiendo lugar de descanso. En apenas unos cinco metros cuadrados y techo muy bajo, habían dispuesto trabajosamente una cama, un reducido armario y una mesita, sobre la que colgaba el cuadro a carboncillo de un imponente galeón. Un ventanuco enmarcado de madera blanca intentaba alegrar la estancia sin mucho éxito, pues la luz que conseguía colarse por él se diluía entre las oscuras paredes y el suelo de madera. Incluso en los días más soleados resultaba difícil leer o bordar sin encender un par de velas. Aun así, era de agradecer el poder ver un trocito del cielo y del mar. No era un sitio para estar todo el día, sino para poder descansar por la noche, y esa misión la cumplía a la perfección. Pero careciendo de espacio ni de entrada de aire fresco, la estancia se convertía en un nicho para cualquiera que estuviese allí más de dos días seguidos.

Lady Dasser, sumida en su apatía, no se daba cuenta de eso, ni del olor del aire viciado ni de la estrechez a que condenaba la escasez de movimientos. Se pasaba las horas ignorando las circunstancias que la rodeaban. En camisón, sin ni siquiera peinarse o asearse, sólo permitía la entrada a miss Moore, quien se encargaba de traerle comida y agua como a un preso. La señora Galloway, con la intención de que se animase, le ponía una copita de licor dulce en la bandeja de la cena sin que nadie lo supiera, pues estaba muy mal visto que una dama bebiese alcohol salvo en ocasiones especiales, y lord Dasser nunca la hubiese dejado. Margaret lo agradecía, pues la ayudaba a apaciguar los nervios y a conciliar el sueño nublando su mente e impidiéndole pensar. Eso era lo que ella quería: no pensar. Se pasaba las horas mirando el oscilar del horizonte, las olas salpicando los cristales y escuchando atenta los cánticos y gritos de faena de los marineros. También escribía. Desde el primer día se dedicó a escribir largas cartas a sus hijos, que pensaba enviar cuando llegasen a su destino. En ellas les hablaba de su cariño, de lo importante que era que se aplicasen en sus estudios y de cuánto se preocupaba por ellos.

A la semana de su reclusión voluntaria, el aire del camarote se hizo tan denso que Margaret comenzó a sentirse mal. Los húmedos vapores del resto del barco se colaban entre las maderas hasta los camarotes superiores, que sin la correcta ventilación se convertían en estancias nauseabundas en donde se estancaba el corrupto aire.

Debajo de los camarotes de los oficiales y del capitán estaba situado el puente: un sitio abarrotado de marineros, lúgubre, sucio y fétido, en donde unos doscientos hombres dormían en hamacas pegadas las unas a las otras, en turnos de ocho horas, y cuya higiene personal dejaba mucho que desear. Más abajo, en las bodegas, los animales para el consumo o para el comercio se hacinaban en jaulas a muchos metros por debajo de la luz del sol. Sus excrementos y orines se acumulaban en montones hasta que de tanto en tanto los marineros de más baja escala se encargaban de limpiarlos. Pero lo peor estaba en la parte más profunda del navío: la sentina, un lugar pestilente en donde se estancaba el agua que chorreaba por las aberturas del barco. Agua de mar junto con la del fregado del puente, cocina, bodegas y las jaulas de los animales. En estas pantanosas aguas flotaban inmundicias, cadáveres de ratas, ratones, cucarachas y un sinfín de bichos atraídos por la porquería. Un medio en donde los piojos, garrapatas, pulgas y larvas de mosquitos se desarrollaban por millares y convertían esa parte del barco en un foco de infección latente.

A estos contaminados vapores que recorrían el barco de abajo a arriba y que se estaban acumulando en el camarote de Margaret, había que añadir las grandes dificultades que existían para la evacuación de sus propias aguas mayores y menores. En ese universo masculino, las letrinas se situaban al aire libre en la proa del barco. Las de los marineros consistían en unos agujeros que se abrían directamente sobre el mar, expuestos a las inclemencias del tiempo y a la vista de todo aquel que mirase. Los oficiales, en cambio, disfrutaban del privilegio de la intimidad que les daba tener uno de estos agujeros a cubierto dentro de una pequeña caseta de madera. Pero ninguna de las dos opciones estaba pensada para las necesidades de una mujer, y menos de una recatada dama. Así, lady Dasser tenía que arreglárselas con un orinal de porcelana que se cubría con una tapa, a todas luces insuficiente para retener los olores, y que se guardaba debajo de la cama hasta la noche, cuando una de las criadas se encargaba de vaciarlo arrojando su contenido por la borda.

Las náuseas, el malestar y la palidez verdosa de la piel de Margaret fueron en aumento, hasta tal punto que accedió a recibir al médico del barco ante la insistencia de miss Moore.

—¿Cuánto tiempo lleva sin salir del camarote la señora? —preguntó el doctor a la doncella cuando ésta le fue a buscar.

—Desde que salimos de Londres —respondió miss Moore.

—¡Por todos los demonios! —exclamó el doctor—. ¿Ya qué se debe? ¿Tiene otra enfermedad?

La doncella se lo quedó mirando e hizo una pequeña mueca con la boca al tiempo que arqueaba las cejas.

—Bien, bien —dijo el doctor—. Veo que no puedes responderme a esto. Veamos qué tiene lady Margaret.

Acostumbrado a tratar con los curtidos hombres del mar, el poder atender a una dama se le hacía una agradable tarea. El doctor cogió su rudimentario maletín, se peinó el grasiento pelo hacia un lado y se dirigió hacia el camarote rumiando en su cabeza la segura causa del malestar. Apostaría su brazo izquierdo a que se trataba del «mal del reo»: una enfermedad característica de los presos que se transportaban en los barcos, que también se daba en los marineros enfermos o en todo aquel hombre que viajase encerrado en un cuarto sin la ventilación adecuada o sin la posibilidad de poder salir al aire libre.

Cuando entró en el camarote una bofetada de aire nauseabundo le confirmó sus sospechas, y después de hacer una revisión a lady Dasser, más para palpar un cuerpo de mujer que para confirmar su diagnóstico, fue a hablar con su marido.

—Lord Dasser —dijo, cerrando la puerta del camarote de William—: Si me permite, en mi humilde opinión, lo que lady Dasser necesita es salir a pasear por la cubierta todos los días, haga sol o caigan centellas. Sus pulmones se le han contaminado de aire infectado y, si no se pone remedio pronto, pueden sobrevenirle unas fiebres, que yo lo he visto más de una vez.

Lord Dasser se quedó sorprendido de que pudiese tener consecuencias tan graves la manía de su esposa de estar a solas.

—Me encargaré de que así sea —dijo William alarmado. No podía perder a Margaret. No ahora que tanto la iba a necesitar en Jamaica. Debía hacer que saliese a cubierta como fuese, aunque tuviese que obligarla ejerciendo su autoridad de marido.

Unos golpes fuertes sonaron en la puerta del camarote.

—¡Abre, Margaret! —gritó lord Dasser autoritario—. ¡Abre inmediatamente!

Lady Dasser abrió alarmada y sorprendida de que su marido estuviese allí.

—¿Qué ocurre? ¿Nos hundimos?

Lord Dasser arrugó la nariz ante el olor que salía del camarote, y una expresión de asco se le dibujó en la cara mientras miraba de arriba a abajo a su esposa.

—Vístete y arréglate —dijo William con la mano tapándose la boca y la nariz—. Quiero que dentro de una hora estés en la cubierta del barco, al lado del puente de mando. —Y se marchó.

Margaret se quedó de pie en la puerta sin comprender el porqué de esa orden, y sólo los pasos de un marinero acercándose la hicieron cerrar la puerta de nuevo. Al cabo de unos instantes, miss Moore pedía permiso para entrar acompañada de una criada.

—El señor me ha ordenado que la asee y la vista —dijo la doncella.

—Sí —musitó Margaret, pensativa.

—¿Qué vestido le pongo? —preguntó la doncella.

—Da igual —respondió Margaret distraídamente—. Elígelo tú.

Después de poco más de una hora, lady Dasser apareció en el puente de mando seguida de su doncella y de su criada, acaparando la atención de los marineros que faenaban en esa zona, pues muchos no la habían visto ni una sola vez.

—Aquí estoy —le dijo a lord Dasser.

—Ya veo.

—¿Para qué me has hecho venir? —preguntó Margaret.

—El doctor dice que necesitas andar por cubierta, así que a partir de ahora, todos los días darás dos paseos. Uno por la mañana hasta la hora del almuerzo y otro por la tarde hasta la cena. No quiero que faltes ni un solo día, y te estaré vigilando.

Margaret se sintió apesadumbrada. No quería salir. Odiaba salir.

—¿Y si no te obedezco? —preguntó desafiante.

Lord Dasser no se esperaba esto, pero su rostro permaneció impasible.

—No volverás a ver a tus hijos.

Lady Dasser notó que la pena le cerraba la garganta. Bajó la mirada y asintió.

—Ya puedes empezar —dijo lord Dasser, indicándole con la mano que se alejase.

Margaret miró la cubierta unos segundos, respiró resignada y comenzó a andar con la mirada perdida. Pero cuando se había alejado unos metros, se volvió de repente.

—¿Por qué? —preguntó.

—Porque lo ha dicho el doctor —respondió lord Dasser fastidiado ante la idiotez de su esposa.

—No me refiero a eso —dijo Margaret con la mirada fijada en su marido—, ¿por qué te preocupas ahora por mi salud, si nunca te ha importado si me muero o si vivo?

Lord Dasser la miró a los ojos pero no contestó. Como siempre, se dio la vuelta y se alejó.

Así comenzaron los paseos de Margaret por la cubierta del Little Christopher, y sin saberlo, ni siquiera imaginarlo, cada paso que andaba sobre esos cuarenta metros de eslora desde la popa hasta la proa, era un paso hacia su libertad. Esa libertad de espíritu que nunca había tenido pero que tanto necesitaba.

Cada mañana, después de desayunar en la estrecha cama, ordenaba a miss Moore que le eligiese un vestido. Luego, la criada la peinaba y, sin tan siquiera mirarse en un espejo, salía del camarote acompañada por su doncella y dispuesta a cumplir con las órdenes de su marido. Paseaba despacio observando el lejano horizonte, la profunda oscuridad del mar y las caprichosas nubes, ajena al ajetreo que se desarrollaba a su alrededor, ajena a la expectación que levantaba entre los marineros y ajena a unos ojos verdes que la seguían por todo el barco. Los mismos ojos que habían sido testigos de su tentación de suicidarse.

A los pocos días, Margaret empezó a sentirse mejor. Las náuseas habían desaparecido y su piel había vuelto a tener color, pero su ánimo seguía enfermo y sus escasas fuerzas hacían que los paseos la dejasen exhausta y rendida al anochecer. La señora Galloway seguía poniéndole la copita de licor en la bandeja de la cena. Ya no la necesitaba para conciliar el sueño, pero seguía gustándole dormir con la sensación de dulce somnolencia que aporta el alcohol.

Cuando había temporal y se hacía imposible pasear por cubierta, lord Dasser ordenaba a su mujer que permaneciese a su lado en el comedor de los oficiales. No quería bajo ningún concepto que volviese a caer en el encierro y el abandono de antes; la necesitaba arreglada y presentable como la gran aristócrata de cuna que era. Allí, la animada charla con el capitán y los demás oficiales hacían que el día fuese más entretenido y pasara más deprisa. Éstos, acostumbrados a hacer largas travesías conviviendo en un ambiente totalmente masculino y sin tener contacto con ninguna mujer, estaban encantados de que Margaret estuviese con ellos y se esforzaban porque se encontrase lo más a gusto posible. Tomaban el té, jugaban a naipes, leían en voz alta, la animaban a tocar el arpa del capitán alabándole su destreza con las cuerdas y contaban las miles de aventuras vividas en tierras muy lejanas. Se sentían orgullosos de haber estado en sitios tan exóticos. Habían conocido la tierra de los hombres negros y la lejana India en donde habitaban los encantadores de serpientes. También habían llegado al territorio de los hombres amarillos, el lejano Cipango, y, cómo no, a los pieles rojas de esa tierra cada vez más conocida como América.

—Salvajes crueles y sanguinarios que masacraban poblados enteros de colonos —explicaba el capitán.

Margaret guardaba las apariencias a la perfección. Seguía atenta las conversaciones, sonreía discretamente e, incluso, tenía la delicadeza de interesarse por la vida personal del capitán y de los oficiales. Pero si alguno de esos caballeros que la rodeaban se hubiese fijado en su mirada más allá del maquillaje o del color castaño de sus ojos, en su lánguida y apagada mirada, sin duda se hubiese percatado de la desilusión que guardaba en su interior.

Una mañana, mientras terminaban de vestirla, unos redobles de tambor llamaron su atención, seguidos de un torrente de carreras en la cubierta que resonaban sobre la madera del techo del camarote como si una manada de caballos estuviese cruzando el barco. Era algo totalmente fuera de lo común. Margaret miró a sus criadas, extrañada, y ellas le devolvieron la misma mirada de sorpresa. Al tiempo, una nerviosa miss Moore pidió permiso para entrar en el camarote.

—Señora, dese prisa en vestirse. Algo grave está ocurriendo —dijo sofocada.

—¿Qué pasa? —preguntó Margaret alarmada.

—No lo sé. Estaba en la cocina desayunando y el cocinero, al oír los tambores, se puso nervioso, apagó con un cubo de agua las brasas y salió corriendo hacia cubierta gritándome que viniese a cuidar de mi señora. Yo le he seguido hasta arriba y sólo he podido ver a todos los marineros corriendo de un lado hacia otro. Luego me han ordenado que bajase con usted.

—Termina de atarme esto —dijo Margaret a su criada, apremiándola. La criada hizo un par de nudos rápidos con los cordones que le quedaban del vestido y con las manos temblando terminó de ajustárselo.

—Esperadme aquí —ordenó mientras salía rápidamente del camarote.

Cuando subió al exterior, un silencio sobrecogedor impactó a Margaret. Nadie hablaba, nadie hacía el menor ruido, todos los hombres estaban en completo silencio, sólo roto por los crujidos de la madera, las tensas cuerdas, el batir del viento sobre las velas y el eterno sonido del mar. Se dirigió directamente al puente de mando en busca del capitán, esquivando a los marineros que faenaban tan concentrados que no repararon siquiera en su presencia. Una espesa y blanca niebla desdibujaba los perfiles del barco dándole un aspecto fantasmal. Cuando fue a subir las escaleras del puente de mando, uno de los oficiales le prohibió el paso amablemente.

—Quiero saber qué está ocurriendo —protestó lady Dasser.

—Lo siento, señora, pero me es imposible dejarla subir en este momento. Estamos en alerta y debería bajar a su camarote por su seguridad.

—Le exijo que me deje pasar —ordenó la mujer.

—Lo siento, son órdenes del capitán.

Margaret, viendo que era inútil seguir con sus pretensiones, miró a su alrededor. Al otro extremo del barco, en proa, lord Dasser, acompañado de otros dos oficiales, miraba en silencio por la borda. De hecho, se dio cuenta de que todo el barco estaba rodeado de marineros mirando el mar. Decidida a saber qué estaba pasando, se dirigió hacia su marido, al tiempo que intentaba ver por qué estaban tan atentos todos aquellos hombres.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó asomándose en la barandilla junto a su marido.

—Señora —saludó cortésmente uno de los oficiales.

—Si me permite, señor —dijo el otro oficial, dirigiéndose a lord Dasser—, su esposa no debería estar aquí. Sin duda estará más segura en el camarote.

Lady Dasser ignoró por completo el comentario.

—William, dime, por favor, qué ocurre.

—Hemos entrado en un banco de niebla —dijo lord Dasser sin dejar de mirar el mar.

—¿Y? —preguntó Margaret—. No nos vamos a chocar contra un árbol…

—Estamos en aguas de icebergs —dijo uno de los oficiales.

—¿Icebergs? —preguntó Margaret, mirando al mar por si veía uno de esos icebergs—. ¿Qué es eso?, ¿un pez gigante?

—Son enormes trozos de hielo, del tamaño de una casa, que flotan a la deriva —dijo el oficial.

—Pues si son tan grandes, los veremos aparecer bien, ¿no?

—No —dijo el oficial—. No los veremos porque se esconden bajo el mar. Tan sólo podremos ver la parte de arriba, una pequeña superficie que sobresale guardando bajo ella una montaña entera. Si Dios está de nuestro lado, puede que tengamos tiempo suficiente para maniobrar y hacer que los daños al barco no sean fatales.

Margaret se dio cuenta de la gravedad de la situación y se quedó callada, mirando el mar, mirando la niebla.

—Margaret —dijo lord Dasser—. Ve a la capilla a rogar que Dios nos proteja.

—No —dijo lady Dasser sin dejar de mirar entre la niebla.

Lord Dasser se la quedó mirando, sorprendido ante la negativa.

—Seguro que eso ya lo está haciendo el capellán y los criados —dijo lady Dasser—. Creo que aquí soy más útil.

Lord Dasser volvió a mirar hacia el mar sin decir una palabra. Realmente le daba igual lo que hiciese, estaba más preocupado por la suerte que pudiesen correr en ese momento.

Margaret, agarrada fuertemente a la barandilla, observaba las olas batiéndose contra el barco, y más allá, la nada, pues la niebla era tan densa que el mar desaparecía a unos escasos metros de distancia. Algunos pequeños trozos de hielo se acercaban lentamente, golpeaban la madera y volvían a desaparecer. El barco, con casi todas las velas plegadas, avanzaba suavemente sobre la fría superficie como esos barcos fantasmas de los que hablaban los hombres de mar.

—Utilice también el oído —dijo el oficial.

—¿A qué se refiere? —preguntó Margaret.

—El hielo, a veces, emite un sonido especial. Una especie de tenebroso crujido. Como un aviso de lo cercana que tienes la muerte.

Lady Dasser miró las negras aguas y notó un profundo escalofrío. Pero no era por la gelidez del ambiente. A pesar de que la humedad le calaba el vestido y de que la temperatura era tan baja que una fina escarcha se estaba instalando sobre la superficie del barco, no sentía el frío. El escalofrío era de miedo, de terror. Su mente no quiso imaginar qué pasaría si el barco se hundiese.

Los minutos se hicieron horas, y las horas nunca acaban. La noche se les echó encima y el barco se envolvió de oscuridad y silencio. Sin luz, sólo dependían del oído para intentar salvar la vida. Con las velas totalmente replegadas, soportando el aire helado que soplaba del norte y que hacía que la fragata se balancease como una cáscara de nuez, la sensación de angustia creció entre los marineros, los pasajeros y hasta la tripulación. Todos rezaban en su mente encomendando su alma, recordaban su vida, sus seres queridos y hacían promesas al Altísimo si salían de ésta. La situación era terrorífica, convencidos como estaban de que era el final. Aun así, nadie se rindió. Ni el más joven de los grumetes dio su brazo a torcer, y todos a una obedecían las precisas órdenes de su capitán.

Margaret, ya en su camarote, rezaba de rodillas con una Biblia en las manos y totalmente a oscuras. Estaba prohibido encender cualquier vela que pudiese volcar y provocar un incendio. Miss Moore hacía lo mismo junto a su señora, y las dos lloraban al tiempo, en silencio, tensas, inmóviles, aterradas, imaginando que las esqueléticas manos de la muerte las iban a agarrar del hombro en cualquier momento. Alguna vez, incluso, miraban hacia atrás creyendo notar una presencia, un gélido aliento en la nuca, una profunda respiración.

—¡Capitán, a babor! —gritó un marinero desde lo alto de un mástil.

La carrera de un hombre y el murmullo de todos los demás rompió el siniestro silencio.

La madera se quejó. Un chirrido agudo rasgó oídos y paralizó corazones. El barco tembló, se sacudió y un brusco viraje hizo rodar por el suelo todo aquello que no estuviese clavado, incluidas Margaret y miss Moore.

—¡Señora! —gritó la doncella.

—¿Dónde estás? ¿Dónde estás? —preguntó lady Dasser mientras palpaba a su alrededor en busca de miss Moore.

—¡Aquí estoy, señora! —lloró la doncella.

—¡Dios bendito, sálvanos! —suplicó Margaret.

Una mano rozó una pierna, y las dos mujeres se abrazaron buscando consolar el miedo en el calor de la otra. Otro viraje volvió a mover bruscamente el barco, y las dos mujeres rodaron hasta golpearse con una de las paredes. Margaret notó un rápido corte en la mejilla, pero no le dio tiempo ni a echarse la mano a la cara. Hubo un segundo de inmóvil silencio para después notar que caían al vacío y daban un fuerte golpe contra el suelo. El barco se quejó amargamente con un estruendo que pareció abrir el casco en dos.

—¡Hombre al agua! —se oyó.

—¡Hombre al agua! —repetían otras voces.

Carreras de valientes marineros recorrían la cubierta. La luz fugaz de un candil pasó por detrás de la puerta para luego volver a desaparecer camino de las bodegas.

Las dos mujeres se agazaparon, se apretaron y temblaron juntas esperando. Sólo esperando. No sabrían decir cuánto tiempo pasaron en ese infierno hasta que las primeras luces del alba se colaron entre la persistente niebla, y enseguida un esperado rayo de sol entró por el ventanuco.

—No nos hemos hundido —dijo miss Moore aliviada a la vez que sorprendida.

—¡Alabado sea Dios! —dijo Margaret, levantándose del suelo.

—¡Alabado! —exclamó la doncella sin poder contener la risa nerviosa que la estaba invadiendo.

Margaret la miró y se dejó contagiar la risa, sintiéndose feliz por primera vez desde hacía años.

El estado del camarote era deplorable. Todo había caído al suelo. Los vestidos, el arcón con los perfumes y colonias, el orinal, el tintero, la porcelana y un sinfín de objetos más que se revolvían hechos pedazos; pero nada de eso importaba. Estaban vivas y el corazón les palpitaba fuerte, rápido y alegre en el pecho.

—Ve a enterarte de qué ha pasado y de cómo están los criados —ordenó lady Dasser a miss Moore.

—Sí, señora —dijo la doncella sonriente, saliendo por la puerta.

Margaret, con el escozor persistiendo en su cara, se llevó la mano a la herida y comprobó con horror que sus dedos se habían manchado de sangre. Esperándose lo peor buscó un espejo que recordaba haber visto en el camarote, detrás de la puerta del armario. Una cicatriz en la cara la dejaría marcada para siempre. Angustiada, imaginando su cara deformada, abrió el armario. Allí estaba el espejo, y su rostro reflejándose en él. Se miró la herida, apenas un rasguño, y se sintió aliviada. «La lavaré con cuidado y en unos días ya no habrá marca alguna», pensó más tranquila. Buscó un paño limpio, lo mojó en colonia y se lo puso encima de la herida dando pequeños toquecitos. El escozor fue en aumento hasta que ya no sintió dolor. Volvió a observar la herida con detenimiento y luego sus ojos se encontraron con algo que no esperaban: con ellos mismos. Rojos de llanto, pero vacíos, tristes, apagados; tan llenos de arrugas que no se reconocían. Se habían vuelto mayores, de anciana. Parecía que un siglo había pasado por ella en apenas una decena de años.

—Dios mío —susurró.

No recordaba la última vez que se había mirado en un espejo. Atónita, como un ciego que se ve por primera vez, observó la apagada piel de la cara, las cientos de canas en su pelo y, lo que era aún peor, su alma rota. Un alma que no se adivinaba dentro del cuerpo. Un alma acurrucada y escondida. Las lágrimas le brotaron en los ojos y el llanto la envolvió completamente mientras permanecía de pie, enfrentada a esa desconocida que lloraba amargamente por lo que fue y por lo que era. Había estado a punto de morir, pero la mujer que la miraba desde el espejo había muerto por dentro hacía ya tiempo. Incapaz de retirar la vista del espejo, se apoyó en él buscando consuelo en sí misma, mojando con lágrimas y saliva la superficie lisa, inerte y fría que le había contado la verdad. Su verdad.

Esa misma tarde, el cielo brillaba radiante, sin una sola nube, mientras los carpinteros de a bordo trabajaban duramente para reparar el barco lo antes posible. Los daños habían sido cuantiosos, pero ninguno vital para la flotación del barco. El más grave había sido la apertura de una pequeña vía de agua en una de las bodegas, que se había saldado con cuatro cerdos y una decena de gallinas ahogadas. Esa noche cenarían todos carne. Lo que sí que había que lamentar eran las vidas perdidas. Dos marineros habían caído al agua, y sus cuerpos habían desaparecido entre los trozos de hielo desprendidos del iceberg. Al día siguiente, en la primera misa de la mañana, se les recordaría y se rogaría por la salvación de su alma.

El sol salía por el horizonte cuando la campana de a bordo llamaba a misa. Se había convocado a toda la tripulación, desde el capitán hasta los grumetes, pasando por los pasajeros. Todos, con sus mejores ropas, gesto grave y mirando hacia la proa, esperaban que el capellán comenzase la misa. Algunos, los más allegados a los difuntos, aguantaban el porte guardando la pena dentro, y los demás, antes o después, respiraban aliviados por no ser los protagonistas de esa misa.

Lord y lady Dasser estaban en primera fila, junto con el capitán y los primeros oficiales. En deferencia a la dama, se había colocado un banco cubierto con un lienzo a modo de reclinatorio, en el que Margaret llevaba rezando desde antes del alba.

—Libro de Jonás —dijo el capellán—. Capítulo uno:

Y los marineros tuvieron miedo,

y cada uno llamaba a su Dios…

Todos escuchaban respetuosos en silencio.

… y él les respondió: hebreo soy,

y temo a Jehová, Dios de los cielos…

Entonces Margaret comenzó a notar algo extraño. Un leve escalofrío en la nuca, como si alguien la mirase fijamente.

Y temieron aquellos hombres a Jehová con gran temor,

y ofrecieron sacrificio a Jehová,

y prometieron votos.

Margaret no podía evitar mirar hacia atrás. La sensación de ser observada persistía, pero cuando se volvía, eran varias las decenas de ojos que se movían hacia ella, con lo que le era imposible saber de quién provenía. Varias filas de marineros más atrás, un hombre ignoraba la misa y centraba toda su atención en esa mujer que se inclinaba devotamente ante el sacristán. No se fijaba en su físico, sino en ese halo de melancolía que exhalaba, en la necesidad de cariño que todo su cuerpo pedía a gritos sin que nadie, salvo él, lo estuviese oyendo. Cada gesto de Margaret le despertaba ternura, cada sonrisa fingida que le descubría despertaba en él las ganas de protegerla, aunque no sabía de qué o de quién. Desde el primer momento en que la vio sintió la necesidad de apretarla contra su cuerpo, besarla, acariciarla y amarla. Y ese deseo fue creciendo con los días, con cada paseo de la mujer por la cubierta que él seguía atenta y discretamente mientras faenaba. Y se convirtió en amor ese terrible día en que la vio entre la niebla asomada a la borda, valiente, decidida, atenta como cualquier hombre al menor signo de iceberg. Ese día temió por ella, y ella fue la que ocupó su mente cuando la esperanza de sobrevivir se difuminaba entre los quejidos del barco y el golpear del mar.

«Tiene que ser una bruja —pensaba, pues le había robado la voluntad sin tan siquiera mirarle—. Una hermosa y misteriosa bruja».

John había nacido en Kirkmull, un humilde pueblo de la costa escocesa. Con sólo cinco años ya ayudaba a reparar los aparejos de pesca de su padre, y a los siete, salía a faenar junto con sus cuatro hermanos mayores. Hecho a la dureza del mar y teniéndolo como único medio de subsistencia, había sido también su salvación cuando con quince años tuvo que huir por robar unos sacos de harina. Remando en su vieja barca hasta un pueblo cercano logró esquivar a los soldados, y desde allí viajó hasta Edimburgo, en donde pronto se enroló en un gran barco de guerra. Nunca volvió.

Ahora, llevaba una veintena de años en el mar, bien sirviendo en los impresionantes galeones de la Armada o en fragatas mercantes, en donde la vida era más tranquila y casi nunca había que rajar a nadie para salvarla. Había cruzado el océano varias veces, había tenido varias mujeres y no sabía cuántos hijos, pero nadie en este mundo le había arrebatado el pensamiento como Margaret. Sabía perfectamente que era intocable, que nunca podría poner sus ajadas manos en su aristocrática piel, pero cada día la buscaba con más ansia y por la noche, en su hamaca, pensaba en ella entre los ronquidos y ventosidades de sus colegas.

Miss Moore —dijo lady Dasser una mañana al levantarse—: Prepárame varias toallas con agua de colonia y un balde de agua caliente. Quiero lavarme el pelo y asearme la piel.

La doncella sonrió. Hacía mucho tiempo que su señora no se preocupaba por su aspecto, y este cambio la alegraba sinceramente.

—¿De qué te ríes? —preguntó lady Dasser.

—De nada, señora —dijo la doncella, saliendo del camarote.

Lady Dasser, cuando vio que la puerta se cerraba, también sonrió levemente. Una sonrisa pequeña, casi una mueca imperceptible, reflejo de algo que estaba ocurriendo en su interior. No era fácil, ella lo sabía. Pero tenía que intentarlo. Tenía que conseguirlo. Había estado a punto de morir sin haber vivido, y ahora se sentía renacer. En algún sitio de su corazón se estaba despertando el coraje que necesitaba para afrontar su vida. Llevaba varios días con sus noches pensando, aclarando su mente, analizando su matrimonio y a su marido. Él estaba ahí, y eso sólo Dios lo podía cambiar. Nunca la había querido y nunca la querría, pero había llegado al convencimiento de que le daba igual. Ya tampoco sentía nada por él. Se centraría en ella, en recuperar lo que fue, en devolver a su alma la alegría de vivir y en olvidar el pasado.

Ese día no salió de su camarote hasta bien entrada la tarde, pero la causa de su encierro estaba muy lejos de lo que su marido sospechaba. Margaret se dejó asear por sus criadas con esmero, se maquilló cuidadosamente, eligió ella misma el vestido que se iba a poner y cuando por fin salió, fue dejando un dulce olor a perfume por donde pasaba. Nadie pareció darse cuenta. Ni siquiera su marido, acostumbrado a ignorarla, cuando se cruzó con él en el puente. Tan sólo John, que estaba revisando unas poleas cuando lady Dasser pasó por su lado, notó que algo había cambiado en ella. Sin poder disimularlo, la siguió con la mirada por la cubierta, la vio apoyarse en la barandilla, la vio mirar al horizonte y por primera vez, pudo ver su sonrisa. Unas lágrimas de emoción le asomaban en los ojos y John sintió la ineludible necesidad de consolarla.

—Perdone mi atrevimiento, señora —le dijo el marinero sin pensar dos veces en lo que estaba haciendo.

Lady Dasser se giró y vio ante sí a un hombre de baja estatura, rubio, de piel morena cruzada de pequeñas cicatrices, con la cara manchada de polvo y los ojos verdes más profundos y amables que había visto jamás.

—Perdone que la moleste, señora, pero he observado que algo se le ha metido en los ojos, pues los tiene llorosos, y le ofrezco mi pañuelo.

Lady Dasser miró sorprendida al hombre y a su humilde pañuelo. Apenas un trozo de basto algodón, sucio, roto y sudado.

—Tengo mi propio pañuelo —dijo ella despectivamente.

John se dio cuenta de la imprudencia que estaba cometiendo. Bajó la vista, se guardó el pañuelo y se volvió apesadumbrado, reprochándose su estupidez.

—Pero gracias —dijo lady Dasser.

El marinero se dio la vuelta, sorprendido, y se pasmó aún más al ver una delicada sonrisa en el rostro de la señora. John le devolvió el gesto y siguió con su trabajo. O por lo menos lo intentó, porque su mente dejó de ver lo que hacían sus manos, ocupada solamente en recordar esa inesperada sonrisa.

Margaret, reconfortada por ese curioso consuelo, volvió a mirar el horizonte, notó el viento en su cara y se limpió los ojos con su blanco y suave pañuelo bordado con sus iniciales.

Allí, apoyada en la barandilla, estuvo mirando el mar hasta que el sol empezó a ocultarse entre las nubes del horizonte tiñéndolas de un festín de naranjas y rosas. Se debatía indecisa. No sabía si ir a cenar al comedor de los oficiales junto con el capitán y su marido, o cenar en su camarote a solas. Era consciente de lo que debía hacer y de que tenía que avanzar en la liberación de sí misma rompiendo con todo lo que había hecho hasta ahora. Pero todavía no se sentía suficientemente fuerte. Tal vez poco a poco. Hoy ya había dado un gran paso, y de alguna manera se sentía exhausta. Le dolían las piernas, la espalda, el cuello y hasta los brazos. Necesitaba tranquilidad, y si era sincera consigo misma, echaba de menos la seguridad que le proporcionaba su reclusión.

«Sí, esta noche cenaré sola en el camarote —pensó—. Y mañana Dios dirá».

Habían pasado ya el ecuador del viaje y, para celebrarlo, el capitán anunció a toda la tripulación que esa noche, si el tiempo lo permitía, habría unas horas de música en cubierta. Todos aquellos hombres recibieron la noticia con entusiasmo, pues la vida a bordo era extremadamente dura y se volvía insoportable cuanto más se alargaba el viaje. En esos momentos de distensión se disfrutaba y se olvidaban las calamidades de la vida del marinero. Se solía cantar y bailar, tocar la guitarra, la flauta, la gaita y los tambores. Se contaban fantásticas historias y chistes e, incluso, se llevaba a cabo una suerte de teatro. Todo valía para sobrellevar la rutina y la crudeza del mar.

El día se había levantado despejado, y por la noche, sólo un par de nubes lejanas tapaban las estrellas. El barco se mecía al compás de las olas empujado por un viento suave y continuo que mantenía las velas hinchadas hacia el sur. Las alegres canciones marineras sonaban en el aire hablando de malas mujeres, amores imposibles y terribles batallas. Unos cantaban y otros reían. El alcohol a bordo no estaba permitido pero, en esas ocasiones, el capitán ignoraba las botellas de ron que corrían de mano en mano. Los mismos marineros se cuidaban de que ninguno bebiese demasiado, pues sabían que al más mínimo índice de disturbio la fiesta se acabaría y los alborotadores serían castigados severamente.

Margaret y miss Moore observaban el acontecimiento en lo alto de la toldilla, desde donde tenían una vista privilegiada. Allí se había preparado una lujosa mesa llena de manjares para el capitán, los oficiales y lord y lady Dasser. De esta forma evitaban mezclarse con los marineros, chusma maloliente y vulgar. Pero pasada la cena, Margaret se quedó sola junto a su doncella. La tripulación había bajado junto con su gente, y lord Dasser hacía tiempo que había desaparecido detrás de una de sus criadas. Margaret sabía de esta relación desde hacía tiempo, pero le daba igual: si no era esa chica, sería otra cualquiera. Ya estaba acostumbrada.

Los marineros estaban bailando una suerte de compás de parejas en el que algunos de ellos se hacían pasar por mujeres poniéndose su pañuelo del cuello en la cabeza. Era divertido ver a esos rudos hombres amanerar sus gestos y exagerar las formas imitando a la más delicada y casta de las damas. Otros representaban a los galanes que las cortejaban mientras bailaban, y el resto daba palmas a su alrededor riendo a carcajadas las bufonadas, soltando comentarios jocosos y animando a los pretendientes a besar a sus enamoradas.

Margaret miró al cielo. Negro, profundo, dibujando una cúpula perfecta desde la que Dios les observaba, y pensó que nunca había visto tantas estrellas y tan cercanas. Parecía como si los altos mástiles del barco las pudiesen rozar en cualquier momento. Era una noche fría y clara de luna creciente, de mar tranquilo y viento constante. Un hilo de melancolía le apretó el corazón. Pensaba en sus hijos y en cuánto los necesitaba. Y por un momento se dejó invadir de nuevo por la tristeza, regodeándose en ese sentimiento que ella misma estaba dispuesta a prohibirse.

Las risotadas de los marineros la rescataron a tiempo, antes de que se dejase arrastrar por la dulce melancolía. Estaban alrededor de uno de ellos, el más viejo del barco, que contaba una historia de tiburones, piratas y caribes hambrientos. Con tal gracia lo narraba, que había quien se tumbaba en el suelo doblado de tanto reír, ayudado también por cierto grado de alcohol. Pero hubo algo que le llamó más la atención: unos ojos verdes, intensos y brillantes que la miraban desde detrás del anciano. Era el marinero que le ofreció su pañuelo. Las dos miradas se cruzaron y se sostuvieron la una a la otra, intentando comprenderse mutuamente. John saludó discretamente con la cabeza al tiempo que esbozaba una sonrisa, y Margaret, para sorpresa de sí misma, le devolvió el saludo. Al cabo de un rato, ella sería consciente de que no era capaz de dejar de mirar a ese amable hombre, y en los días siguientes, sus ojos se buscarían y se hablarían en silencio decenas, centenas de veces en un diálogo de sentimientos imposibles que nacían y crecían en el mayor de los secretos.

Margaret se volvió de nuevo ausente. La causa estaba clara para lord Dasser y para cualquiera de los que la rodeaban, pues era lo mismo de siempre. Sólo miss Moore intuía la verdad. Era testigo diario de la desesperada búsqueda de los ojos de su señora entre los marineros que faenaban, del azoramiento que Margaret sufría cada vez que un marinero en concreto se les cruzaba, y también, del amor profundo que destilaba la mirada de ese hombre al mirar a su señora. Ella sabía por qué lady Dasser se sumía en sus pensamientos durante horas, debatiéndose entre lo que su corazón deseaba y lo que su conciencia le dictaba; entre lo que le habían enseñado que estaba bien y lo que estaba mal. Se torturaba pensando en que estaba deshonrando a su marido y se veía como a esas mujerzuelas pecadoras que tantas veces había criticado. Soñaba con el infierno, un infierno pavoroso y horrible al que el Altísimo la condenaría para siempre, sin darse cuenta de que ella misma se había estado condenando todos estos años a su propio y particular averno.

Una noche, estando la doncella a solas con lady Dasser en el camarote, Margaret se quedó inmóvil, con la mirada fija en la bandeja de la cena, sin probar bocado, casi sin respirar. Estuvo así unos minutos, hasta que miss Moore, asustada, se acercó a ella.

—¿Señora? —preguntó.

Margaret no se movió.

—¿Señora? —volvió a preguntar, apoyando su mano en la espalda de la mujer—. ¿Se encuentra bien?

Lady Dasser levantó la cabeza y cruzó sus ojos con los de su doncella. Miedo, inseguridad, ignorancia; no sabía qué hacer con ese sentimiento que la empujaba a pecar, a mancillar su matrimonio, a olvidarse de quién era deseando a ese hombre del que ignoraba hasta su nombre. Lo único que conocía de él eran sus profundos ojos, que le presuponían una bondad infinita y un amor eterno.

Margaret miró a su doncella.

Miss Moore miró a esa mujer madura, con el tiempo y el sufrimiento dibujado en su cara, destrozada en su interior por la crueldad del desamor y que ahora intentaba con todas sus fuerzas recomponer su capacidad de recibir cariño. Sintió pena. Pena y a la vez alegría.

—Si me permite el atrevimiento, esto significa que usted está viva, señora —le dijo la doncella—. Que por fin está viva.

Una tarde, mientras lady Dasser reposaba la comida, una de sus criadas llamó a la puerta.

—¡Señora! —dijo la muchacha, haciendo una reverencia—. ¡Suba a la cubierta! ¡Tiene que ver esto!

Lady Dasser, extrañada, salió a ver qué ocurría seguida de miss Moore. Todos los marineros estaban mirando hacia poniente, y en el castillo de proa estaban el capitán y su marido.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Mire —dijo el capitán, señalando con el dedo algún punto inexacto del mar.

Lady Dasser aguzó la vista pero no vio nada excepcional.

—¡Ahí viene otra vez! —gritó un joven grumete desde lo alto de uno de los mástiles.

Una enorme cabeza alargada, gris y blanca, surgió de las aguas seguida de un magno cuerpo y un par de gigantescas aletas. Se elevó por los aires en un bufido de agua para luego dejarse caer y sumergirse de nuevo en el mar, entre grandes olas de espuma blanca, dejando una descomunal cola batiéndose en la superficie que después desaparecería siguiendo al resto del cuerpo limpia y suavemente.

—¡Dios bendito! —exclamó lady Dasser, abriendo mucho los ojos—. ¿Qué…?

—Es una ballena, señora —dijo el capitán.

—¿Una ballena? —preguntó lady Dasser—. Había oído hablar de ellas, pero nunca pensé que fuesen tan grandes.

—Y no estará sola. Habrá más en las profundidades. Puede incluso que estén pasando en este momento por debajo de nosotros —explicó el capitán.

A lady Dasser se le erizó el vello de miedo.

—Pero no se preocupe —dijo el capitán, viendo la expresión de la señora—. Nunca he conocido ningún caso de ataque de estos gigantes a un barco.

—Es algo maravilloso —comentó lord Dasser.

—Tenemos suerte de haberlo presenciado, pues no siempre se dejan ver. Huyen de los humanos como del diablo —concluyó el capitán.

El impresionante espectáculo duró unos minutos más, linos cuantos saltos y la ballena se sumergió en el océano para desaparecer.

Todos los marineros volvieron a sus tareas, el capitán a sus quehaceres y lord Dasser a su camarote, Lady Dasser, acompañada por su doncella, se quedó en cubierta paseando mientras buscaba todo lo discretamente que podía a ese hombre que le estaba despertando sentimientos olvidados. Del castillo de proa a la toldilla de popa y de popa a proa de nuevo; por la barandilla de estribor o por la de babor, una y otra vez, hasta que casi a la hora de la cena le vio subir por el combés. Sus miradas se cruzaron y lady Dasser notó que su corazón empezaba a galopar en el pecho. El hombre venía en su dirección, pasaría a medio metro de ella pero no podrían ni dirigirse la palabra. Se estaba acercando, y Margaret se azoró como una adolescente. Ya estaba enfrente de ella y podía ver claramente sus ojos, su apacible mirada, su discreta y amable sonrisa. En un segundo pasaría por su lado y desaparecería a su espalda. Un doloroso segundo de contención que ya había pasado. Enfrente sólo quedaban el barco y el mar. La nada.

El tintineo de algo metálico sonó al caer al suelo.

—¡Oh, qué torpe! —dijo miss Moore, dándose la vuelta.

Margaret se giró y se encontró aquellos ojos verdes mirándola con devoción.

La llave del camarote de lady Dasser que la doncella llevaba siempre consigo brillaba en el suelo.

—No sé cómo se me ha podido caer, señora —dijo miss Moore con cierto tono falso.

Pero Margaret no la escuchaba, sólo podía oír su agitada respiración. John se agachó a por la llave despacio, saboreando esos segundos robados que le permitían estar tan cerca de la señora. Igual de despacio se levantó y se la entregó, notando la suavidad de sus dedos temblorosos.

—Gracias —dijo Margaret con la voz entrecortada.

—A sus pies, señora —dijo John profundamente. Tan profundamente como si le hubiese jurado amor eterno, como si estuviese dando su vida por ella, como si la estuviese amando en el lecho.

—¿Cuál… es su nombre? —se atrevió Margaret a preguntar.

—John. John el escocés.

El carraspeo de miss Moore llamó la atención de lady Dasser, y una señal con los ojos hizo que la señora viese que uno de los oficiales se dirigía hacia ellas. Cuando quiso mirar de nuevo al marinero, John ya se había alejado y caminaba hacia el otro lado del barco.

Lady Dasser —dijo el oficial, descubriéndose cortésmente la cabeza.

—¿Sí?

—Vengo a advertirle de que se acercan lluvias. ¿Ve aquellas nubes de allí? —preguntó el oficial, señalando el horizonte—. Pronto las alcanzaremos y, por lo que podemos prever, están descargando agua.

Lady Dasser miró el cielo y vio unas nubes grises, casi negras, llenas, hinchadas, voluptuosas.

—No se asuste, señora. Esperamos que sólo sea lluvia, pero le ruego que se ponga a cubierto.

—Así lo haré. Gracias por avisarme —dijo lady Dasser.

El oficial volvió a saludar con la cabeza, se puso la gorra y se alejó dando órdenes a los marineros.

Margaret miró a su alrededor buscando a John, pero no pudo encontrarle. Decepcionada, se dirigió a su camarote. Las primeras gotas empezaban a caer estampándose sobre la madera de la cubierta.

Fueron cuatro días de lluvia y mar revuelta. Días de sopor, monotonía y encerramiento, de cartas, naipes y lectura a riesgo de mareos. También fueron noches de mal dormir y de preocupación al oír faenar sin descanso a los marineros, preguntándose continuamente si él estaría allí arriba empapándose mientras arriesgaba su vida a cada golpe de mar. Al quinto día dejó por fin de llover, y por la tarde el sol se abrió paso entre las nubes inyectando vida al barco. Todos lo celebraron y la alegría se contagió de popa a proa y de cubierta a bodegas. Los marineros aplaudían, vitoreaban y silbaban. El capitán y los oficiales revisaban el barco haciendo recuento de los pequeños desperfectos causados por la lluvia, y lord y lady Dasser salieron a cubierta acompañados por sus criados. Era un sol tan caliente que en poco tiempo la hinchada madera empezó a secarse al igual que las ropas y la piel de los curtidos hombres. Un sol tropical, intenso, brillante, que se acompañaba con una brisa cálida y reconfortante.

—Pronto veremos las primeras islas de las Bermudas —dijo el capitán—, y en unas dos semanas llegaremos a Jamaica.

—Perfecto —dijo lord Dasser.

—Señora —dijo el capitán, dirigiéndose a lady Dasser—, estará usted deseando acabar este pesado viaje.

Lady Dasser le miró y sonrió discretamente sin contestar.

«Dos semanas —repitió mentalmente Margaret, angustiada como un reo que espera su ejecución—. Dos semanas».

A unos veinte metros de ella, en la primera batería del barco, John notaba la misma desazón mientras revisaba los cañones junto con otros marineros.

Acercarse al territorio del Caribe suponía que en cualquier momento podrían encontrarse con piratas, corsarios o filibusteros, así que tenían que estar preparados para entrar en combate en cualquier momento. Las guardias se reforzaron con cuatro vigías más siguiendo la norma de cambiar cada cuatro horas desde las ocho de la mañana y durante todo el día. A la caída de la noche se cerraban las escotillas de las bodegas, se dejaban alistados los cañones de la primera batería y preparados los de la segunda, por si tenían que reaccionar rápidamente. La escotilla de la santabárbara, el lugar en donde se almacenaban la pólvora y las armas de combate, tenía siempre un centinela armado, pero en esta ocasión se incorporaron otros tres hombres para sacar la munición más aprisa en caso de necesitarla. Estos centinelas eran escogidos entre los más razonables, firmes y fieles hombres, conscientes de la importancia de lo que estaban guardando, y no dudarían en dar muerte a quien intentase acceder a ella sin orden expresa de los oficiales o del capitán, los cuales eran los únicos que tenían en su poder las llaves del polvorín.

* * *

Efectivamente, los primeros islotes comenzaron a divisarse en el horizonte, lo que significaba que en breve llegarían a la población de Saint George y podrían bajar a tierra firme para abastecerse de agua potable y comida fresca. A estas alturas del viaje, los víveres que se embarcaron en Inglaterra ya estaban corrompidos. Expuestas siempre a las fugas de agua, las salazones se habían estropeado y las verduras que quedaban estaban blandas y deshechas. A pesar del intento de proteger la comida metiéndola en toneles de madera de abeto forrados de tela, los bizcochos de mar y las galletas acababan enmohecidos, la carne seca mordida por las ratas y la harina llena de gorgojos y otros huevos de insectos. Así, rellenar la despensa de comida fresca se hacía imprescindible y urgente.

Margaret, ansiosa por la necesidad de ver a John y con la excusa del agradable clima, pasaba más tiempo que nunca en cubierta. En un rincón de la toldilla en el que no entorpecía los trabajos del barco había hecho trasladar una mesita y una silla desde la que podía observar cada movimiento de la marinería. Allí bordaba y allí jugaba a naipes con miss Moore. Allí leía sin concentrarse en la lectura, buscando a su amado por encima de las hojas abiertas del libro. Decenas de marineros subían y bajaban por los palos, agitaban las velas para despegar las gotas de rocío que se le adherían cada mañana para después extenderlas o plegarlas, fregaban la cubierta, achicaban agua, reparaban las duelas de los barriles, arreglaban los desperfectos producidos por el continuo traqueteo, ataban cabos, remendaban redes y revisaban aparejos. Los grumetes vigilaban los relojes de arena y los volteaban, dando las horas cada treinta minutos para que el oficial de guardia las apuntase en su placa. Los oficiales daban órdenes precisas que se cumplían al instante y el capitán paseaba por la cubierta vigilando que todo funcionase a la perfección. Y entre medias, John el escocés. Con su eterna sonrisa en el rostro y sus vivaces ojos pendientes de cada gesto de su señora, como él la llamaba.

Una cálida mañana, al subir a cubierta, se dio cuenta de que estaban casi parados a pesar de que soplaba el viento de levante. El barco llevaba las velas replegadas casi totalmente y avanzaba despacio precedido por un par de botes desde los que varios marineros hundían una soga plomada pintada de rojo de más de cuarenta brazas de longitud.

—¡Libre! —gritaban unos.

—¡Libre! —exclamaban otros.

Y el timonel les seguía el rastro fielmente.

—¿Por qué vamos tan despacio? —preguntó lady Dasser a un oficial.

—Éstas son aguas con poco fondo y barreras de corales. Si encalláramos en una de ellas, sería fatal —dijo el hombre mientras miraba con preocupación hacia las barcas.

Lady Dasser se asomó a la barandilla y miró hacia el fondo del mar. Un mar verde claro, tan transparente y cristalino que parecía que la arena del fondo se podía tocar con sólo hundir la mano. Un mar que dejaba todos sus tesoros al descubierto para ser admirado y venerado. Extensos bosques de algas que se movían despacio, cadentes, acompañando las corrientes de su alrededor. Peces grandes y pequeños, naranjas, azules, plateados, negros; a decenas, a centenas, rayas, tortugas, y delfines que acompañaban el barco saltando delante de la proa. Una visión increíble de belleza inimaginable. Margaret tuvo la impresión de que el paraíso de Dios tenía que ser muy parecido, y agradeciendo al Señor que le hubiese permitido verlo, se emocionó con tanta hermosura.

Los contornos de Saint George se fueron haciendo más nítidos a medida que el barco se acercaba. Una angosta bahía, que más parecía un brazo de mar, protegía la centena de casas encaramadas sobre las suaves colinas y un rudimentario puerto en el que estaban amarrados algunos barcos de pesca.

El Little Christopher echó el ancla y el primer oficial, junto con otros marineros, se acercó a tierra para pedir permiso para el amarre. Tardaron menos de media hora en volver, pero este tiempo se les hizo eterno a todos los del barco, impacientes por poner sus pies en tierra firme.

Un golpe brusco y seco precedió al amarre mientras la ansiosa marinería gritaba vítores y silbaba, saludando efusivamente a los lugareños que habían acudido a recibirles. En breve estarían andando por el pueblo y esa noche habría fiesta para todos. Muchos hombres aprovecharían para frecuentar el Black Rose, el único prostíbulo abierto en Saint George, y para emborracharse sin medida en las tres tabernas cuyos dueños veían aumentados sus dineros cada vez que un barco atracaba en puerto. No era de extrañar que al día siguiente algunos volviesen al barco en un estado más que lamentable. Estos excesos eran permitidos por la mayoría de los capitanes, a sabiendas de la dura vida que llevaban sus hombres, y de esta forma, aunque con enormes resacas, también los tenía dispuestos a pasar otra larga temporada en alta mar. Algunos marinos no tenían la misma suerte, y bien por castigos o por el azar de los turnos, tendrían que quedarse de guardia envidiando a sus compañeros y pensando que en la próxima parada a ellos les tocaría bajar. A pesar de estar cumpliendo con el servicio, la disciplina se relajaba y disfrutaban de una apreciada soledad poco frecuente mientras navegaban. Estos hombres solían recibir la visita de mercaderes e, incluso, de algunas prostitutas, que por turnos aliviaban sus tensiones en la oscuridad de los rincones del barco.

Cuando el capitán dio permiso para desembarcar, la primera en hacerlo fue lady Dasser, a quien se le concedió ese honor por ser la esposa del patrón. Lo que Margaret vio fueron unas casas construidas al más puro estilo inglés, con tejados inclinados preparados para que una nieve inexistente no se acumulase, jardines llenos de flores, una iglesia de arcos apuntados y ese olor a mantequilla frita que la devolvió a su ahora lejana Inglaterra. Si no fuese por el agradable sol y los intensos turquesas del mar, creería que estaba en cualquier pueblo pesquero de su tierra. Detrás de ella bajaba lord Dasser, el capitán y dos oficiales.

—¿Lord Dasser? —dijo un hombre bien vestido y con peluca blanca al que los chorretes de sudor le caían por el cuello.

William asintió formalmente.

—Soy Harry Cohen, gobernador de Saint George. Les doy la bienvenida a esta humilde tierra —dijo ceremonioso—. Nos acabamos de enterar de que usted y su esposa viajan en el Little Christopher, y sólo espero que los presentes que están al llegar sean de su agrado.

En ese momento, un par de carros llegaron al puerto cargados de frutas, carne fresca, verduras, agua, pan, dulces de miel e, incluso, algunas botellas de licor. Lord Dasser los recibió con agrado y mandó a los criados que los subiesen al barco. Lo que él ignoraba era que toda esa comida había sido recogida rápidamente casa por casa para agasajarle, y que el gobernador había dejado a parte del pueblo sin su almuerzo del día.

—Si me permite, Su Excelencia —siguió hablando el gobernador—, mi esposa y yo nos sentiríamos muy halagados si esta noche honrase nuestra humilde casa viniendo a cenar.

—Estaremos encantados —contestó lord Dasser, que vio en ello la oportunidad para empezar a tejer su red de relaciones en la zona.

—Bien —dijo el gobernador—, les mandaré mi coche sobre las cinco. —Saludó cortésmente a lady Dasser y subió a su coche, orgulloso de tener a un hombre tan importante en su isla.

Lord y lady Dasser salieron a recorrer Saint George tan pronto como se les pasó el mareo de tierra, que es como se llamaba la extraña sensación de balanceo que se solía tener cuando se bajaba del barco por primera vez después de una larga travesía. El capitán, viejo conocedor del lugar, se ofreció como guía, y con él pasearon tranquilamente hasta la hora de volver al barco a prepararse para la velada en casa del gobernador.

Tal y como habían quedado, el coche de Harry Cohen recogió a las cinco en punto a lord y lady Dasser, a quienes se les sumó el capitán. La casa del gobernador era la más grande de la población, pero aun así se trataba de una casa modesta comparada con la mansión de Ardkinglas Hall.

La mesa estaba preparada, incluso con las velas encendidas a pesar del radiante sol que brillaba en el exterior. Cenar a las cinco era una de las muchas costumbres inglesas que seguían practicándose en las colonias. Igualmente, en las casas se construían chimeneas, se forraban las paredes de madera y se seguían guisando comidas contundentes, necesarias en latitudes más frías para soportar el clima, pero que en el calor tropical hacían que el cuerpo se resintiese. La escasez de materias primas venidas del viejo continente había hecho que los habitantes de estas islas no tuviesen más remedio que adaptar su cocina a lo que la naturaleza les aportaba. Así, cuando lord y lady Dasser se sentaron a la mesa y los criados empezaron a servir los platos, se encontraron con la sorpresa de ver delante de ellos una rica sopa de caracola de mar como primer plato, que lady Dasser apenas probó. Después, se sirvieron mejillones frescos con salsa de lima, ensalada de caracola marinada en salsa caliente, chuletas al ron con guisantes y panceta ahumada, y de postre, pastel de mango. De beber se sirvió una excelente cerveza negra y pequeños vasos de una mezcla hecha a base de jugo de jengibre, ron y especias.

—Cuéntenos, lord Dasser, ¿cómo está Londres ahora? —preguntó el gobernador Cohen.

—Bueno… —contestó lord Dasser sin saber a qué se refería en concreto—, como siempre.

—Oh, no —dijo mister Cohen—. Tiene que contarnos todo lo que ocurra allí. Aquí estamos tan, tan lejos…

La velada transcurrió tranquila hablando de los productos que estaban llegando a la gran ciudad desde América, describiendo las mejoras que se estaban produciendo en las calles con las nuevas leyes de urbanidad, de las últimas representaciones de teatro y de esos deportes tan excitantes que venían de la vecina Francia.

Una cosa llamó la atención de lady Dasser: todo el personal de servicio eran esclavos negros, incluso la doncella personal de Mrs. Cohen.

—Si no es indiscreción —dijo lady Dasser—, ¿por qué no tienen ningún blanco en el servicio?

—¡Ay, querida! —dijo Mrs. Cohen suspirando—. Pues porque no hay un solo blanco que trabaje gratis. Al menos en esta isla.

Los dos hombres rieron la graciosa obviedad.

Lady Dasser esbozó una sonrisa y siguió comiendo mientras pensaba que un negro nunca podría servir tan correctamente como un blanco, por muy bien instruido en su oficio que estuviese. Para trabajar en el campo, tal vez sí, pues se les veía fuertes y grandes, pero no, definitivamente no la convencían para el servicio doméstico.

Después de la cena los tres hombres pasaron a una sala a fumar y a hablar de negocios.

—Pero cuénteme usted, mister Cohen —dijo lord Dasser—. Cuando llegue a Jamaica, ¿a quién le puedo ofrecer mi amistad? Usted ya me entiende, ¿verdad?

—Por supuesto que le entiendo —contestó con una sonrisa cómplice el gobernador—. Me ha dicho que quiere adquirir tierras en la isla, ¿no es cierto?

—Ya las he adquirido, de hecho —respondió lord Dasser.

—Pues lo que le interesa es proteger su inversión. Estos mares están muy revueltos con la piratería.

—Eso he oído…

—Entonces puede que también haya oído mencionar al capitán Christopher Mings… —dijo el gobernador, metiendo picadura de tabaco en su pipa.

—El nombre me suena… —comentó lord Dasser, simulando desconocimiento cuando en realidad sabía perfectamente quién era ese hombre.

Christopher Mings era uno de los más despiadados y astutos corsarios que surcaban esos bellos mares. Contaba con una patente de corso que respaldaba sus fechorías y ponía su barco, el Marston Moor, al servicio del gobierno de su país, Inglaterra. Había participado en innumerables asaltos a galeones y plazas españolas, entre ellos, la reciente toma de Jamaica. A cambio de su estimada colaboración con el ejército de sir William Penn, obtuvo el permiso de las autoridades para desvalijar, arrasar y hacerse con todo el botín que pudiese en la isla. Sí. Sí que había oído hablar de él. Pero le pareció más interesante saber qué referencias le podía dar el gobernador.

—Pues le apuesto lo que quiera a que después de un mes en Jamaica, este nombre le sonará más que el de su esposa —dijo mister Cohen, riendo a carcajadas.

—¿Y qué tiene de especial? —inquirió lord Dasser.

El gobernador sonrió.

—Si usted no tiene muchos… escrúpulos, puede ayudarle en sus negocios. Si lo tiene a su lado, protegerá sus barcos de otros piratas o hará que hagan la vista gorda en las aduanas. Todo es negociable.

—¿Y usted sabría cómo puedo llegar a él?

—No le será difícil —dijo el gobernador—. Estará encantado de hacer negocios con un hombre tan importante como usted.

Mister Cohen cogió una pluma, la mojó en el tintero y escribió unas palabras en un papel.

—Tome —dijo, dándole la hoja a lord Dasser—. Cuando llegue a Jamaica, pregunte por este hombre. Trabaja para Mings.

Lord Dasser miró el papel y leyó:

Henry Morgan

—Trátele bien —dijo el gobernador—. Aún es joven, pero estoy seguro de que llegará muy lejos… incluso más que Mings.

Mientras, lady Dasser y la esposa del gobernador dieron un paseo por los jardines de la casa. Mrs. Cohen preguntaba ávidamente por la moda, los bailes y por los chismes de sociedad, y lady Dasser no podía dejar de admirarse por las increíbles flores que crecían por todas partes, las exuberantes plantas y los bellísimos pájaros de raros plumajes.

—Querida —dijo Mrs. Cohen—, no sabe lo encantada que estoy de poder disfrutar de esta oportunidad. Tener a una dama de su categoría aquí es casi un sueño. Realmente me encuentro muy sola, pues en la isla no hay mujeres de nuestra clase.

Lady Dasser la miró un poco sorprendida.

«¿De nuestra clase…?», pensó mientras miraba a la pobre mujer de arriba abajo. Ella venía de una de las familias más ricas y antiguas de Inglaterra, y tenía un sinfín de títulos nobiliarios en su apellido de soltera, al igual que en el de casada. No sabía cómo esa mujer, que solamente era la esposa del gobernador, podía estar poniéndose a su altura.

—Creo que el calor me está afectando —dijo lady Dasser, cambiando de conversación—. Me gustaría que volviésemos dentro de la casa.

—Claro, querida —dijo la mujer—. Ordenaré que le preparen una limonada.

—Oh, no se preocupe —alegó lady Dasser—. Creo que voy a pedir permiso a mi esposo para volver al barco. No me encuentro bien y necesito descansar.

—Realmente el viaje es agotador. Algunas veces Harry ha pensado en volver a Inglaterra para visitar a los familiares. Allí dejamos a nuestros padres y hermanos, ¿sabe? Pero sólo de pensarlo me pongo mala…

Miss Moore —dijo lady Dasser a su doncella, que caminaba unos pasos detrás—, manda preparar el coche.

Lady Margaret se dirigió de nuevo a la casa, ignorando la conversación de la señora Cohen.

—Querido —anunció lady Dasser, entrando en el despacho del gobernador—: No me encuentro bien. Me gustaría, si no te importa, volver al barco para descansar.

Lord Dasser la miró atentamente, se acercó a ella, le cogió la mano con delicadeza y la besó en la mejilla. Margaret se sobresaltó levemente, pues hacía años que sus pieles no se tocaban.

—Por supuesto. Ve a descansar tranquila —dijo William cariñosamente. Un cariño falso, de apariencias, que a Margaret le repelía.

—Qué lástima, señora —dijo el gobernador—. Lamento mucho que nos prive de su presencia, pero realmente tiene que estar exhausta.

—Querida —dijo lord Dasser—, si no te importa, me quedaré aquí un rato más.

Lady Dasser se despidió cortésmente y subió al coche limpiándose con asco los pequeños restos de saliva que el beso de su marido había dejado.

Cuando llegó al barco comprobó que allí no quedaba nadie más que los marineros que hacían guardia paseando por la cubierta. Pensó en John, y en que estaría en las tabernas con sus compañeros. Una punzada de celos le pellizcó el estómago.

Estaba anocheciendo, y el cielo se había teñido de morado y rosa intenso. Las olas del puerto mecían levemente el barco y empezaban a iluminarse las ventanas de las casas. Una suave brisa caliente recorría la costa, perfumándola con el olor del mar. Margaret respiró hondo y se sintió bien. Fue hacia la toldilla, se sentó en su silla y miró hacia el cielo. Estaban empezando a brillar las primeras estrellas y las últimas bandadas de pájaros volaban hacia sus árboles.

—¿Desea que le traiga algo, señora? —preguntó miss Moore, que estaba a su lado.

—No, quédate conmigo —respondió.

Miss Moore, de pie, también se deleitó observando la llegada de la noche. Y las dos mujeres, en silencio, a un par de metros de distancia pero de vidas muy lejanas, se encontraron un poco consigo mismas.

John hacía guardia sobre uno de los palos, pero desde hacía un rato no oteaba el horizonte como era su deber, sino que admiraba a Margaret al tiempo que se reprochaba su cobardía por no atreverse a acercarse a ella. La lucha entre su corazón y su cabeza era feroz. La pena por abandonar el puesto de vigilancia podía llegar a ser muy dura: la horca si estaban en alta mar, y una decena de latigazos en puerto amigo; aunque sólo si te pillaban. Pero eso no era lo que le retenía, pues su piel ya estaba curtida de cicatrices y dolor. Ese hombre temía a las heridas del corazón, pues desde que se enamoró de lady Dasser se había vuelto vulnerable y frágil como un recién nacido. Y era una locura siquiera pensar en que ella le podría corresponder. Tan inaccesible como fuerte era su atracción. Era prohibida, inalcanzable, y él tenía la osada pretensión de amarla, besarla, desnudarla y quererla; sin pensar en el futuro, porque no lo había. Sin mañana, porque no existía con ella. Pero tampoco sin ella. Ahora la veía ahí abajo, con los ojos perdidos en el horizonte ya oscuro, tranquila, madura y hermosa, y no se atrevía casi ni a mirarla. Ésa era la oportunidad que buscaba cuando cambió a un estupefacto compañero la guardia de la noche. Estaba seguro de que lord Dasser acompañaría al capitán en la juerga nocturna, y de que lady Dasser, en algún momento, se quedaría sola.

—Ya es hora de acostarse —la oyó decir al tiempo que se levantaba y se dirigía a su camarote seguida de su doncella. Al instante, desaparecieron las dos mujeres por las escaleras.

Sin darle a su razón oportunidad alguna, el corazón secuestró al ánimo, y descender del palo y llegar a unos metros de ella fue todo uno. Estaba tan cerca que olía su perfume, un perfume distinto al de la primera vez. Una fragancia más floral y dulce.

Margaret, con la puerta de su camarote ya abierta, se volvió y lo miró sorprendida a los ojos. Unos ojos llenos de amor, de pasión, suplicantes, deseosos de rozarle la piel, y temerosos de la criatura a la que amaban.

No hubo palabras entre ellos. Sólo el sonido de su respiración agitada y a la vez contenida. Una breve caricia en la mano, otra en la mejilla, y los besos comenzaron a correr como un caudal que nace pequeño, discreto entre las rocas, hasta convertirse en el gran río que llega al mar. Miss Moore, sin decir nada, cerró la puerta y se fue a su camarote rogando a Dios que no juzgase mal a su señora.

Las rudas manos de John acariciaban la piel de Margaret como si estuviese hecha de pétalos de flores. Despacio, muy despacio, deleitándose en la maravillosa suavidad de la piel mimada. Nunca había tenido mujer más delicada entre sus brazos, y se hundía en cada pliegue de su cuerpo para aspirar su olor, saborear su carne, oír sus latidos; tomándose todo el tiempo del mundo en disfrutar de una felicidad que no le debía pertenecer. Margaret se notaba vibrar, intentando retener cada sensación nueva que su cuerpo estaba sintiendo, sorprendida por el suave placer y la ardiente pasión con que su excitado cuerpo respondía a cada movimiento de ese hombre, ese desconocido que le estaba enseñando lo que era realmente amar, perder el temor a la cercanía de un hombre, y que estaba rompiendo el fuerte vínculo entre sexo y dolor, entre amor y humillación, hasta ahora todo uno, inseparable, insufrible. Ya nada de eso existía. Plena de confianza, se dejaba mecer, arrullar, adorar, idolatrar, sintiéndose por fin ella, mujer, hembra, llorando de placer y de felicidad, de agradecimiento, de ternura y de amor. Entre gemidos se juraron amor eterno. Una eternidad sincera desde el corazón, pero imposible en sus mundos.

Esa noche fue para Margaret un amanecer. El amanecer de una larga penumbra que había durado muchos años en su vida. Una penumbra a la que se prometió a sí misma que no volvería.

Al día siguiente el barco abandonó Saint George al mediodía, pero Margaret no salió de su camarote hasta por la tarde. Rezaba. Rezaba profundamente, abnegadamente, por los remordimientos de no sentirse culpable, por no arrepentirse, por desear volver a ver a John y por estar dispuesta a hacerlo de nuevo. Recordaba las incontables infidelidades de su marido, pero no sentía rencor hacia él. Ni siquiera estaba haciendo eso por venganza, a pesar de que era consciente de la gravedad de su conducta. El agravio que ella estaba causando era mucho mayor que el de su esposo, pues al fin y al cabo eso formaba parte de la naturaleza masculina, al igual que la resignación de la femenina. De la castidad de la esposa dependía el honor masculino, la decencia del hogar y la dignidad de la familia. Pero si era sincera consigo misma, le daba igual. Por primera vez en su vida sentía el deber de escucharse, de escuchar a sus sentimientos, a su mente y a su cuerpo. Sí, quería volver a verle, acariciarle y sentirle dentro. Esa noche y todas las noches que su amante la buscase.

A la hora de la cena, miss Moore fue a avisar a la señora Galloway de que no preparase la bandeja de la señora, y ordenó a las criadas que pusieran un cubierto más en la mesa del capitán.

A las cinco en punto, lady Dasser apareció en el comedor de los oficiales luciendo uno de sus mejores vestidos, radiante, peinada y maquillada con esmero, oliendo a perfume de flores frescas y con su más espléndida sonrisa en el rostro. Una sonrisa falsa, forzada, fingida, que no provenía de la gran felicidad que sentía, sino del triunfo, de la venganza y de la autoestima que empezaba a recuperar.

Guisado de cordero con verduras frescas, pescado en salsa de mar, frutas de todas clases, vino, licor, pan caliente y pastelitos de hojaldre con nata fue el menú que lady Dasser saboreó con deleite y con abundancia, ante los sorprendidos ojos de su marido, que no acertaba a explicarse ese cambio en el humor, en la apariencia y en algo más que no conseguía averiguar.

—Parece, lady Dasser —dijo el capitán galantemente—, que el clima tropical le está sentando muy bien.

Margaret le miró sonriente y sus ojos brillaron.

—Así es, y quiero aprovechar la ocasión para hacer un brindis en honor a mi marido, lord Dasser —dijo, poniéndose en pie y levantando la copa de vino.

William la miró sorprendido, incrédulo, hasta desorientado. No podía creer lo que estaba pasando. El capitán y los oficiales imitaron el gesto de lady Dasser mientras miraban sonrientes a su patrón.

—Querido William —dijo Margaret—, quiero agradecerte tu enorme preocupación por mi salud. Tanto me has cuidado que hasta me obligaste a emprender este viaje con la esperanza de que me hiciese bien. Y como ves, así ha sido. Gracias de nuevo.

Todos alzaron las copas en el aire y bebieron a la salud de lord Dasser. Mientras, miss Moore, de pie a unos metros de su señora, aguantaba la risa al ver la cara de bobo que se le había quedado a su señor.

En ese mismo momento, al otro lado del barco, los marineros comían en la primera batería. Como cada día, habían enrollado las hamacas y habían instalado bancos y taburetes de madera. John, junto a sus compañeros, engullía un muslo de gallina con coles, acompañado por un vaso de agua limpia y un trozo de pan que ya se había endurecido. Estaban contentos dando buena cuenta del festín y rebañando los huesos de las aves hasta dejarlos completamente limpios, pues sólo tenían la suerte de comer carne y verduras frescas cuando habían estado atracados en puerto. Dentro de unos días volverían a las raciones de bacalao, carne de buey salada, galleta reseca, queso y agua maloliente. John pensaba en su dama y en la locura que habían hecho: una locura secreta que le hubiese gustado gritar a los cuatro vientos, pues amaba a esa mujer por encima de todo, y ella le correspondía. Aun así, el peso de la razón Había vuelto a controlar de momento su corazón y comía pensativo, en silencio y con una gran sonrisa en el rostro, planificando su nuevo encuentro con su amada. Sabía a quién le tocaban las guardias y cómo las hacían. Conocía cada tabla del barco, cuál rechinaba al pisarla y cuál permanecía firme y callada. Esa noche, cuando todos durmieran, él se deslizaría entre las sombras hasta llegar a ella, y allí, en su camarote, entre sus sábanas, volverían a amarse en silencio.

A las dos semanas, tal y como había anunciado el capitán, las costas de Jamaica aparecieron en el curvado horizonte anunciando el fin del viaje. Margaret sabía lo que significaba aquella bella costa que se iba acercando como una amenaza cumplida. Y John también. No lo hablaron, y casi ni pudieron despedirse. Lágrimas sin disimular corrían por la mejilla de lady Dasser, escondidas tras la falsa felicidad de la llegada, mientras unos ojos verdes, apagados, aguantaban el dolor agudo en el pecho que produce el corazón al romperse. El amor eterno jurado noche tras noche flotó en el aire, ligero y vaporoso, como había nacido, con la certeza de que era imposible. Pero nunca murió. Margaret siempre evocaría en sus sueños a ese hombre que la amó en la felicidad, esperanzada en que sus vidas se volviesen a cruzar y, entonces, cuando eso pasase, se había jurado que no volvería a dejarlo marchar.