Una tarde, después de que lady Dasser terminase de cenar en su cuarto, pidió que le subiesen un poco de chocolate, echó a todas las doncellas y criadas y ordenó a Ann que se quedase de pie enfrente suyo. La pequeña mesa de madera de ébano labrada en marfil tembló levemente cuando una camarera apoyó la jarra con la leche chocolateada y una taza.
—Ann —comenzó a decir cuando vio a la sirvienta salir del cuarto y cerrar la puerta—, como sin duda sabes, nuestra querida miss Moore está bastante enferma. He estado hablando con el doctor Andry y no sabe cuándo se repondrá… o si logrará hacerlo.
A Ann se le encogió un poco el corazón.
—Es una pena realmente —prosiguió la señora—. Esperaba que estuviese repuesta para Navidad, pero ahora estoy dudando de ello y no puedo seguir en esta situación de desamparo absoluto. Aquí, en la casa, tú te has hecho bastante bien con sus funciones, la verdad, pero también necesito a alguien de confianza cuando salgo… —lady Dasser hizo una pausa y miró fijamente a Ann—, y no me refiero a ir al teatro… —Tomó un sorbo de chocolate—. Por eso he decidido que ya va siendo hora de que la releves totalmente.
Ann se quedó sorprendida. De alguna manera siempre había aspirado a ocupar ese puesto tan privilegiado, sin duda el más alto en el servicio doméstico, lleno de ventajas y con pocos inconvenientes para una joven soltera y sin familia como ella. Sueldo más alto, los vestidos, zapatos, capas y camisas interiores heredadas de la señora, asistir a sus almuerzos, cenas y bailes, visitar las mejores tiendas de la ciudad, las más lujosas chocolaterías y conocer a lo mejor de la sociedad londinense aunque fuese a distancia. Incluso cuando los Dasser tuviesen audiencia con el Rey, ella podría estar presente.
—Miss Moore siempre —continuó lady Dasser—, desde el primer día que pisó esta casa, ha sido totalmente fiel a mí, sin resquicio de duda. Nunca la he visto hacer un mal gesto, ni se ha ido de la lengua con los demás criados. Ha sido discreta y correcta en todas las situaciones, fueran las que fuesen. Y lo más importante: sabía a quién estaba sirviendo. Sabía que era a mí a quien debía lealtad. A mí y no a lord Dasser. A mí —volvió a repetir—. Y eso mismo es lo que quiero que hagas tú, ¿queda claro?
—Sí, señora —dijo Ann sin saber realmente a qué se refería.
Lady Dasser tomó otro sorbo y miró los oscuros ojos de Ann antes de seguir hablando.
—Yo tengo… amigos —explicó pausadamente, estudiando cada músculo de la cara de Ann—. Amigos especiales de los que no se habla y de los que nadie sabe nada, ¿entiendes?
—Sí, señora.
—Bien. Me alegro de que no tenga que dar más explicaciones.
También se alegraba de que la cara de su doncella personal siguiese inmutable. «Miss Moore la ha aleccionado bien», pensó, y siguió hablando.
—Si un día digo que vamos al teatro y luego el coche se desvía, hemos ido al teatro. O si digo que hemos estado con lady Kate, allí hemos estado. No oirás nada ni verás nada, pase lo que pase, te lo pregunte quien te lo pregunte, aunque fuese el mismísimo Rey. No te preocupes por lord Dasser; estoy segura de que no se va a interesar por mis salidas. —Lady Dasser dejó la taza en la mesa y miró a Ann, amenazante—. Confío en que sabrás cumplir con tu deber, pero si alguna vez llega a mis oídos la más leve indiscreción por tu parte, te aseguro que lo pagarás con tu vida. ¿Queda claro?
—Sí, señora.
—Ya puedes irte. Quiero estar sola.
Ann salió del cuarto haciendo una reverencia y bajó a la cocina escandalizada. Había oído rumores acerca de la ligereza de su señora en asuntos de amor extraconyugal, pero nunca les había dado demasiado crédito. Ahora, había podido comprobarlo directamente de la boca de lady Dasser, sin ningún reparo, sin ningún rubor por su parte. La férrea moral cristiana de Ann se enervaba frente a tal descaro y la juzgaba con severidad.
—No te puedo decir lo que acabo de oír —le susurró Ann a la señora Galloway mientras comprobaba que no había nadie merodeando por la cocina—, pero si pudiese, no te lo creerías.
—Pues dímelo a ver si me lo creo —dijo intrigada la cocinera.
Ann dudó un poco en decirlo. Realmente la tentación era mucha y las palabras querían pronunciarse solas.
—No puedo. Pero estoy indignada. Nunca lo hubiese pensado. Sólo te diré una cosa: todo lo que hayas oído de… —Ann hizo un gesto con el dedo indicando el piso superior—, es cierto. ¿Sabes a lo que me refiero?
La señora Galloway la miró pensativa mientras secaba un cuenco de barro.
—Sí, ya sé a qué te refieres.
—Es una deshonra para su familia, una vergüenza, una calamidad. ¿Cómo puede una dama caer tan bajo? —decía Ann cada vez más alterada mientras la cocinera la miraba sin decir nada—. ¿Cómo ha podido ofender a Dios así? ¿Ya lord Dasser? ¡Dios nos proteja si se entera…!
La señora Galloway dejó el cuenco en la encimera y se sentó a su lado.
—No deberías juzgar tan severamente —dijo.
—¿Cómo que no? ¡Está cometiendo un terrible pecado!
—Algunas veces la vida no es sencilla. Ni siquiera para los que lo tienen todo.
Ann notó un leve pellizco en el corazón. Como si un recuerdo dormido hubiese despertado, cuya mente luchó por volverlo a olvidar.
—Ya lo sé, pero eso no es excusa para tener este comportamiento —dijo la muchacha sulfurada.
La cocinera se levantó y sirvió dos tazas del chocolate que había sobrado de la señora. Las puso encima de la mesa y cerró la puerta de la cocina.
—Te voy a contar una cosa —dijo, sentándose pesadamente.
La historia del matrimonio Dasser era muy parecida a la de cualquier unión entre la aristocracia de aquella época. Concertado desde niños, sin amor y en base a una estrategia económica, sus contrayentes ni siquiera tuvieron la oportunidad de conocerse bien antes del enlace por si se tentaba al pecado. Estaba, salvo en raras ocasiones, abocado a la indiferencia mutua una vez se cumpliera el propósito de dar herederos a la familia.
Aun así, la joven Margaret se había ilusionado con la boda y había puesto sus esperanzas en que William fuese un marido cariñoso y atento. El día de su enlace, Margaret Snelling se casaba ilusionada a pesar de que tan sólo hacía un mes que conocía personalmente al que iba a ser su marido. Había oído hablar de él desde niña, pues no había ocasión que se presentara que su madre y sus tías no aprovechasen para ensalzar sus virtudes en un intento de que la joven fuese predispuesta al altar. Y así ocurrió. No había novia más ilusionada que ella, que veía en ese apuesto y elegante joven al príncipe del que hablaban las novelas. Además, se sentía doblemente afortunada, pues sabía que el enlace había sido posible por ser ella la hija mayor. Sus hermanas pequeñas, sin embargo, asumían que no iban a poder casarse nunca. Para hacer un gran matrimonio la cuantía de la dote que se necesitaba era tan elevada que ni siquiera una familia como la de Margaret podía permitirse enlazar a más de una hija y el matrimonio con un hombre que no fuese aristócrata era algo impensable: se deshonrarían a sí mismas y a su familia. Por lo tanto, su futuro estaba claro. Se quedarían solteras al cuidado de sus padres cuando envejeciesen, administrando la casa familiar y llevando una vida modesta y discreta. Con Margaret y con sus hermanos varones, sus padres ya habían establecido los vínculos de intereses que ambicionaban.
Margaret Elisabeth Josephine Snelling, hija de los condes de Viloux, acababa de cumplir los quince años cuando se convirtió en la esposa de William Dasser, seis años mayor que ella. Con esta unión, acordada desde hacía unos siete años por sus respectivos progenitores, se enlazaban también dos poderosas familias cuyas riquezas se basaban en el comercio con una gran flota mercante por parte de la familia Dasser, y la posesión de vastos territorios en las colonias de América por parte de la familia Snelling. Y de ella surgieron en los años venideros más que suculentos negocios con pingües beneficios, además de cuatro hijos.
Después del fastuoso enlace al que asistió lo más selecto de la alta sociedad, Margaret entró en su nuevo dormitorio acompañada de sus doncellas. Era una habitación grande, con las paredes cubiertas de madera labrada, tres ventanales desde los que se veía el jardín, varios sofás, una mesita y una cama con dosel de terciopelo verde oscuro al igual que las cortinas.
«Demasiado masculino, pero ya lo volveré a decorar», pensó.
—Señora —dijo su doncella de compañía—. ¿Le traigo ya el camisón?
—Sí, miss Moore —contestó Margaret, notando los nervios en el estómago mientras miraba la cama. Dentro de un rato, cuando ella estuviese preparada, su marido entraría para consumar el matrimonio.
La doncella abrió un arcón y saco el camisón matrimonial de suave algodón inmaculadamente blanco junto con un halo de fragancia. Mientras, las otras doncellas desvestían a la joven, que empezó a temblar como una hoja. La asearon con una toalla mojada en colonia y extendieron por su piel polvos blancos con olor a jazmín. Después le pusieron el camisón de manga larga, abrochado a la espalda desde el cuello hasta los tobillos, cubriendo casi totalmente el aún aniñado cuerpo, con una única abertura rodeada de encaje a la altura de la vagina.
—Está preciosa, señora —dijo miss Moore mientras le soltaba el pelo y se lo cepillaba.
—Gracias —dijo Margaret, cogiendo la mano de su doncella.
—No esté nerviosa, señora —dijo la doncella—. Si me permite el comentario, el señor es un apuesto hombre que sin duda ya sabrá lo que es una mujer y, por lo tanto, también sabrá cómo tratarla a usted. Estoy segura de que será cariñoso y delicado.
Margaret sonrió agradecida, pero no conseguía calmar los nervios, pues ni siquiera sabía por qué tenía que ser cariñoso y delicado.
Había nacido en una familia de augusta moral y se había educado en una escuela de monjas en la que se protegía a las hijas de las nobles familias de cualquier información sexual. Las relaciones entre un hombre y una mujer eran algo completamente obviado, que no existía, de lo que nunca se hablaba y casi ni se pensaba, pues era el demonio el que tentaba a las jóvenes para condenarlas al tormento eterno. Aunque, realmente, el tormento sería para los padres si, por un desliz de sus hijas, éstas perdían la virginidad y ya no valían para los planes matrimoniales que tanto había costado arreglar.
—¿Me dolerá? —preguntó espontáneamente, cruzando la barrera de confianza que la separaba de su doncella.
La doncella, pocos años mayor que ella, la miró tiernamente.
—Puede que sí, pero luego se sentirá la mujer más feliz del mundo. No se preocupe.
Margaret respiró hondo.
—Estoy preparada —dijo con una valiente sonrisa. No sabía qué iba a ocurrir, pero eso tan importante y tan secreto que era pecado incluso el pensarlo estaba a punto de serle revelado dentro de la pureza del matrimonio—. Podéis iros. Llamad al señor.
Sola, sentada en la cama, vestida con su camisón matrimonial y esperando a su marido, se sintió feliz. Ése era el momento en que se convertiría en una mujer adulta, en la señora de su casa y, cuando Dios lo tuviese a bien, en madre. Por encima del miedo se sentía dichosa y segura de que le esperaba un futuro romántico. La pasión que Romeo y Julieta sentían la sentirían ellos dos también. Se miró el anillo de casada, una esmeralda engarzada sobre oro, y leyó la inscripción que ponía detrás:
Por siempre
Margaret sonrió satisfecha, ilusionada y feliz. Sus padres le habían proporcionado un buen matrimonio.
La puerta sonó al abrirse y el joven entró en la habitación.
—Hola —dijo.
—Hola —contestó Margaret sonriente, mientras se cubría los pies desnudos con la sábana.
William se acercó al candelabro que reposaba en la mesa y lo apagó. Casi a oscuras, con la única luz de la luna entrando por las ventanas, la joven oyó la ropa de su marido caer al suelo mientras los nervios la hacían temblar. Un brusco movimiento en la cama la avisó de que William se acababa de acostar. En silencio, unas manos le recorrieron el cuerpo, le abrieron las piernas y buscaron la abertura del camisón. Notó el peso de su marido, algo duro en su sexo que la golpeaba y luego un desgarro que la hizo quejarse en voz alta. Rígida de miedo y sin poder contener el llanto, aguantó los rápidos embistes de su marido mientras sentía mil alfileres clavándosele en el bajo vientre. Unos últimos movimientos frenéticos y William se desplomó sobre ella. Notaba su aliento a vino y licor, su peso le impedía respirar bien y un agudo y húmedo dolor la martirizaba, pero no se atrevía a decir nada.
William se levantó de la cama y Margaret le oyó coger algo de su ropa. Luego, un carraspeo de garganta.
—Buenas noches —dijo el joven, y sin más salió por una puerta lateral del dormitorio.
Margaret se quedó mirando la oscuridad, acurrucada en la enorme cama, con el camisón mojado de sudor, semen y un poco de sangre, y la ilusión rota.
«¿Dónde estaban los besos, los abrazos, las caricias…?», se preguntaba sin dejar de sollozar.
A la mañana siguiente, cuando las doncellas entraron en el cuarto para vestirla, la joven no pudo disimular su tristeza. Una mirada de miss Moore le bastó para echarse a llorar buscando consuelo en sus brazos, tiritando en silencio. La doncella, sorprendida por este inusual acercamiento, la abrazó con cariño, pero no se atrevió a preguntarle. Tampoco hacía falta. Seguramente lo que se estaba imaginando sería muy parecido a la realidad. Según avanzaba el día, Margaret se fue calmando, y para la hora de la comida ya estaba preparada para bajar a almorzar frente a su marido, que la esperaba sentado en la mesa.
Los dos esposos se saludaron cortésmente. Él, frío, educado y distante, y ella avergonzada, cohibida y desorientada. Ni una palabra se cruzaron mientras comían. Ni durante esa tarde, ni durante los días venideros. Sólo cuando había pasado más de una semana, Margaret reunió todo el valor que pudo y una noche se atrevió a preguntar la duda que la martirizaba.
—William —dijo la muchacha—. ¿Crees que llegarás a amarme alguna vez?
El joven se quedó pensativo unos instantes.
—Soy de la opinión —respondió William sin dejar de trocear la carne de su plato— de que el apego afectivo dentro del matrimonio es completamente inconveniente. Sólo la chusma necesita amor, pues carecen de todo lo demás.
Estas palabras provocaron aún más dolor en el ánimo de Margaret. De repente se sintió prisionera de un matrimonio fracasado nada más comenzar. ¿Qué sería de ella en los años venideros?, se preguntaba angustiada.
La joven lady Dasser, cuya existencia había girado hasta ese momento en torno a una idealizada vida conyugal, se sentía frustrada, humillada, estafada por el hombre que debía amarla. Y más heridas siguieron abriéndose con el paso del tiempo con cada gesto de rechazo de su marido. Cada noche, después de unos rápidos movimientos carentes de cualquier vestigio de cariño, William se levantaba de encima de ella y salía por la puerta.
Su espíritu se volvió triste. Quería pensar que de alguna forma la amaba. A su manera, a pesar de la aparente frialdad. O tal vez se engañaba a sí misma. Se sentía herida en su ego, con una cosquilleante sensación amarga en el estómago; quería pensar que era un tontería, que las causas no existían, pero ella misma sabía que se estaba engañando, que algo pasaba. Y realmente sabía qué es lo que era aunque no lo quisiera ni pensar. Le dolía demasiado. Mil preguntas le venían a la cabeza con hiriente vaivén. Luchaba sin quererlo por apartarlas de su mente, pero al mismo tiempo se las formulaba en secreto. Allí, sobre la cama, sola, pensaba en ese hombre que rechazaba su afecto una y otra vez y se sentía desgraciada. Desgraciada, sucia, fea… y empezaba a sacarse defectos, unos reales y otros imaginarios.
Este desprecio siguió repitiéndose como una insultante rutina casi todos los días de los dos siguientes meses, hasta que Margaret, por fin, anunció que estaba embarazada. Entonces William sintió que había realizado con éxito su tarea y no volvió a entrar en la habitación hasta varios meses después de que naciese su primer hijo, y con la misma finalidad que con el primero: fecundar más herederos. Así, la joven llegó al convencimiento de que el matrimonio, para su marido, sólo había sido un trámite comercial más y ella, la parte incómoda del negocio.
Pero la joven lady Dasser, a pesar de todo, no quería darse por vencida. Decidió luchar por ganar su afecto, pero acabó suplicándolo, rogándolo y, al fin, con el paso de los años, olvidándolo como algo perdido que nunca obtendría.
Ni cuando sus hijos nacieron le demostró ternura, ni siquiera cuando el primogénito falleció tuvo para ella un gesto de cariño. Ese día, loca de dolor, le gritó, le exigió y le suplicó una mano tendida, un hombro en el que enjugar sus lágrimas. Pero él se alejó aún más. Con el alma destrozada, en dos ocasiones perdió la compostura en público: una vez en una cena y otra vez en una recepción. Esto era algo absolutamente inaceptable para lord Dasser, el cual, temiendo que su esposa le pusiera en evidencia más veces, decidió pedir consejo profesional. De esta forma, contrató los servicios de uno de los mejores médicos de Londres: el doctor Hunt.
Esta eminencia, tras examinar a la paciente durante media hora, concluyó que sufría un acceso histérico llamado «sofocación de matriz», que se producía cuando un vapor venenoso fomentado por la matriz pasaba por las arterias y por los poros del cuerpo y llegaba a alcanzar el organismo entero hasta llegar al cerebro. Esa sustancia venenosa que se segregaba en el útero provenía de la retención del semen y su corrupción por un mal funcionamiento de las secreciones sanguíneas. El remedio para este mal era la aplicación de unos emplastes odoríferos, con sustancias fétidas que hacían vomitar todo el veneno acumulado y recomponer el orden interno de los fluidos. Con dicho tratamiento estuvo Margaret atada a la cama durante una semana, al final de la cual ya no le quedaban fuerzas ni para llorar ni para vivir.
Lady Dasser, que ya tenía otro recién nacido entre sus brazos, se obsesionó con el diagnóstico del doctor Hunt, el cual afirmaba que el fallecimiento del niño había sido debido a los malos humores de la insana ciudad que, sin duda, le habrían entrado en el cuerpo a través del aire. Con el miedo continuo a que los demás hijos que estaba pariendo corriesen la misma suerte, decidió llevarlos a vivir a una casa de campo que poseía en el condado de Kent, en donde todo era más sano y natural, y estaba tan sólo a un día de viaje. Con el tiempo, el ánimo de lady Dasser fue saliendo de las brumas en las que se hallaba para instalarse en la casi absoluta apatía. Ya no pretendía que su marido la quisiera. Ni siquiera que sintiese afecto hacia ella. De hecho, prefería que la ignorase, no verle, no sentirle por la casa y llegar a imaginar que no existía. Pero para su desgracia no era así.
Una noche, estando en avanzado estado de gestación de su cuarto hijo, Margaret se despertó a media noche con escalofríos, dolor en el vientre y náuseas. El bebé se agitaba dentro de ella; algo no iba bien y la sombra de la muerte de su hijo sobrevoló en su mente. Asustada por si el parto se había adelantado, se echó un chal por los hombros y, cogiéndose la barriga con las manos, fue en busca de su marido.
—William —susurró al tiempo que abría la puerta del dormitorio—. William —repitió en voz más alta.
El sonido de las sábanas en la oscuridad le dio a entender que su marido se había despertado.
—William, no me encuentro bien —dijo—. Debemos llamar al doctor.
—¡Margaret, vete! —gritó lord Dasser.
—Pero… yo… —empezó a decir desconcertada la joven. De repente se dio cuenta. Otra respiración se oía. Alguien más estaba en la habitación.
Al entrar en el dormitorio no se había fijado, pero según sus ojos se fueron acostumbrando a las formas del cuarto comprobó incrédula que su marido no estaba solo.
—¿Quién… quién está contigo? —preguntó atónita mientras se negaba a que las sospechas que tenía desde aquella primera noche se estuviesen haciendo realidad.
William, en silencio, encendió la vela de su mesilla, y se encontró de frente la mirada incrédula de su esposa. Nada dijo él, sólo la miraba con esos ojos azules y fríos. Nada pudo decir ella, pues sintió que se asfixiaba. La mujer que yacía desnuda se cubrió el rostro con las sábanas y Margaret huyó del cuarto, de su marido y de esa mirada desafiante sin rastro de arrepentimiento. Al día siguiente dio a luz tras un complicado parto que por poco le lleva la vida. Fue un varón que satisfizo las esperanzas de lord Dasser de tener un heredero y con el que dio por terminados los encuentros sexuales con su esposa para siempre.
Los años siguientes fueron una verdadera tortura para lady Dasser. Alejada de sus hijos y con un marido que ya no se preocupaba siquiera por disimular sus infidelidades, se fue hundiendo en la soledad y la tristeza. Dejó de arreglarse cada mañana y suspendió las comidas y las cenas en el comedor. Prefería hacerlo sola en su cuarto, del que poco a poco dejó de salir y convirtió en todo su mundo. Allí pasaba el día en la cama o en el sofá, leyendo libros y mirando por la ventana con la vista perdida en el horizonte arbolado. Con la excusa de que se sentía enferma rechazaba las visitas de sus amistades y también dejó de visitar a sus hijos, pues no quería que la viesen en ese estado del que ella misma se culpaba. Había buscado en su párroco el consuelo que le faltaba, y lo único que encontró fueron recomendaciones de resignación a cambio de bendiciones en la otra vida. Notaba cómo la amargura la quemaba por dentro sin poder sacar ese veneno al exterior. No estaba bien visto que una mujer prudente se preocupara por las infidelidades de su marido, al que su condición de hombre le exculpaba de la falta. El adulterio masculino era pecado venial que la esposa debía pasar por alto y la lamentación hacía mucho más ridícula a una mujer que el agravio en sí. Contar a alguien su padecimiento, aunque fuese a sus propias hermanas, sería admitir el rotundo fracaso de su unión matrimonial, y eso, aunque en algunos casos era evidente, nunca se admitía públicamente. Lady Dasser temía terriblemente los bulos y chismorreos, y quería impedir a toda costa que su nombre circulase de boca en boca por los círculos de sociedad. De puertas afuera, los Dasser eran un matrimonio modélico, y lord Dasser era un marido abnegado y siempre pendiente de su enfermiza esposa.
* * *
Un día, lord Dasser llamó nervioso a la puerta del cuarto de Margaret y miss Moore le abrió.
—¡Margaret! —dijo sin llegar a entrar—. Comienza a hacer los preparativos: nos vamos de viaje.
—¿Adónde? —preguntó ella, sorprendida de que William le dirigiese la palabra.
—A Jamaica. Dentro de dos meses —respondió escuetamente lord Dasser, desapareciendo por el pasillo hacia su despacho.
Era febrero del año 1656, y la noticia de que Oliver Cromwell había arrebatado Jamaica a los españoles obsesionaba a lord Dasser desde el pasado mes de junio, cuando la noticia llegó a sus oídos. Era una oportunidad única de adquirir plantaciones y haciendas ya funcionando a un precio irrisorio. El comercio y consumo del café y el azúcar estaba creciendo en toda Europa y tener un trozo de ese pastel era muy apetitoso. William Dasser, como ambicioso hombre de negocios que era, no quiso desperdiciar esta magnífica ocasión e inmediatamente después de enterarse de la noticia se dedicó a conseguir información y a establecer los contactos que necesitaba. Cuando al poco tiempo el general Sedgwicke fue nombrado gobernador de la isla, William se apresuró a pedir audiencia con él, pero a pesar de su posición y de su propio poder, el encuentro le fue negado. El gobernador tenía que partir urgentemente hacia allí y no tenía tiempo de repartir las haciendas. O tal vez es que ya las había repartido, pues evidentemente lord Dasser no era el único que se daba cuenta de la oportunidad que se presentaba. Pero la balanza de la fortuna se inclinó hacia él cuando el general Sedgwicke falleció de fiebres en el otoño de 1655.
«Esta vez no se me va a escapar. Dios está de mi lado», pensó lord Dasser al enterarse de la noticia.
Tuvieron que pasar varios meses, pagar unos cuantos sobornos y echar mano de todas sus influencias antes de salir del despacho del general Brayne, el nuevo gobernador de Jamaica, con los poderes que le nombraban dueño de varias haciendas azucareras al sur de la isla.
Lord Dasser había viajado en dos ocasiones a Francia y una vez a Holanda, pero nunca había hecho un viaje a ultramar. Ni siquiera cuando, por medio del matrimonio, tomó posesión de tierras en Virginia y Maryland. Ahora, a la excitación por el nuevo negocio, se unía la emoción por ver esas tierras fértiles y ricas que un socio suyo había definido como «un trozo del paraíso que se dejó Dios en la tierra», en donde el aire era cálido, el sol brillaba intensamente y las cañas de azúcar crecían varios metros de altura. Conocedor de las rutas marítimas, sabía que no era la mejor temporada para emprender tal travesía, pero la oportunidad no podía esperar y necesitaba estar presente en sus nuevos territorios lo antes posible.
En ese momento dos de sus barcos estaban amarrados en el puerto reparando unas averías. Uno de ellos, el Little Christopher, bautizado así en honor a su hijo, estaba ya casi terminado. Ordenó a su capitán que lo preparase y aprovisionase para zarpar cuanto antes. El cargamento de mantas que tenía que transportar para los soldados de Virginia podía esperar.
En sus otros viajes nunca se había planteado el llevar consigo a su esposa. El estorbo que supondría lo hacía impensable. Pero esta vez era distinto: no se trataba de un territorio virgen en el que sólo vivían salvajes. Esas tierras habían tenido poderosos dueños que querrían recuperar lo que había sido suyo. Esto hacía que sus operaciones necesitasen una especial protección política. Y una esposa era imprescindible para moverse en sociedad y organizar cenas, bailes y reuniones que le proporcionasen contactos influyentes en el área del Caribe.
Lo que lord Dasser ignoraba era que, sin pretenderlo, con este viaje iba a proporcionar a su esposa aquello que tanto necesitaba.