La campana de la cancela de entrada sonó varias veces. Billy, el pequeño recadero, corrió sobre los charcos para atender al jinete que llamaba. Llevaba casi todo el mes de enero sin parar de llover, y a pesar de que limpiaban el camino de entrada todas las mañanas, era imposible andar sin que las botas se calasen de barro hasta los tobillos.
—Tengo un recado urgente para lord Dasser —dijo el hombre, descendiendo del caballo.
—Yo se lo haré llegar, señor —respondió el muchacho.
—Toma. —El jinete sacó un sobre y se lo ofreció al chaval—. Es muy urgente.
—Gracias, señor —dijo Billy mientras corría hacia la casa.
El muchacho le dio el sobre al mayordomo, y éste se dirigió al despacho de lord Dasser.
—Con permiso, señor —dijo el mayordomo—. Han traído esto para usted. Al parecer es urgente.
Lord Dasser, rodeado de grandes libros de cuentas, hizo un gesto para que se lo entregase. Rompió el lacre del sobre y desdobló con curiosidad la única hoja de papel.
—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó, frunciendo el ceño—. Que preparen mi coche ahora mismo.
A los pocos minutos el carruaje de lord Dasser salía en dirección al Royal Exchange, y más concretamente a Lloyd’s, la casa de café en donde los hombres de negocios más importantes de Londres se reunían. A cambio de pagar por la admisión dos peniques al mes, los empresarios podían ir allí a fumar en pipa, beber, leer los periódicos y panfletos o entablar conversación con otros caballeros. En una época en la que el periodismo estaba naciendo y el correo era completamente irregular, las casas de café se convirtieron en un centro de intercambio de noticias e información. Los mensajeros iban y venían a estos establecimientos trayendo y llevando notas sobre los acontecimientos del día. La política y la economía se cocían en estos locales, dando lugar a tratados económicos, ventas, acuerdos y negocios, fruto de las más variopintas uniones.
El carruaje se paró delante de la gran puerta de madera y un apresurado lord Dasser salió sin tan siquiera esperar a que su criado le pusiera el palio para resguardarle de la fuerte lluvia que caía en ese momento. El portero del establecimiento le saludó con la cabeza y el mayordomo le recogió la capa.
—Le están esperando, señor —dijo el mayordomo, señalando una sala privada.
Lord Dasser entró y cerró la puerta tras de sí. Allí estaban George Douglas y Andrew Farrell, dos grandes accionistas de la compañía comercial que dirigía junto con el conde de Avon, uno de los hombres más influyentes de la corte y amigo de lord William Dasser desde la infancia.
—¿Es cierto? —preguntó William impaciente, mientras se sacudía el agua del pelo.
—Sí, amigo —respondió el conde de Avon con aire de resignación—. Es más que cierto. Casi es un hecho: Francia se ha aliado con Holanda en nuestra contra. Hoy mismo ha llegado la confirmación de las posiciones del ejército. Todavía no se ha declarado, pero poco faltará.
—¿Y cómo demonios ha ocurrido?
—No lo sabemos. Al parecer Francia se debe a un tratado de apoyo mutuo y ha mandado parte de su flota de guerra para reforzar a Holanda —explicó uno de los hombres mientras se acariciaba nerviosamente las manos.
—De algún modo esto ya se veía venir, ¿no? —dijo el conde de Avon, dando una calada de su humeante pipa—. Llevo varios meses oyendo rumores, aunque tengo que confesar que no les daba crédito. Pero en el último mes los diplomáticos franceses han estado entrando y saliendo de palacio continuamente.
—Sí, Paul —dijo lord Dasser, dirigiéndose al conde de Avon—. Pero lo que realmente me preocupa es cómo va a afectar esto a lo nuestro…
—Bueno, todo depende de cómo reaccione nuestro Rey. Ahora la situación en las colonias del norte es muy complicada, y en el Caribe no lo es menos. Además, no hay que olvidar las colonias africanas y las de Oriente.
—¡Pero esto es un tablero de ajedrez de locos! —exclamó uno de los socios—. Tenemos una situación crítica con España, estamos en guerra con Holanda y ahora Francia se nos pone también en contra.
—Bueno —dijo calmadamente lord Dasser—. Realmente con Holanda lo estábamos buscando. Acordaos de quién arrebató Nueva Amsterdam a los holandeses no hace ni dos años. El conde de York la ha rebautizado como Nueva York.
—Sí —dijo el conde de Avon—, eso es cierto. Pero el caso es que no nos quedan aliados ni en América ni en sus aguas. Señores, poner una bandera inglesa en nuestros barcos es como atarse un trozo de vaca al cuello y esperar a los tiburones.
—Entonces tendremos que buscar nosotros mismos nuestra propia protección y nuestros beneficios —dijo uno de los socios.
—Como hemos hecho hasta ahora —apostilló el otro.
—O, tal vez, mejor… —dijo pensativo lord Dasser.
—¿En qué estás pensando, amigo? —preguntó el conde de Avon.
—A río revuelto, ganancia de pescadores… —respondió William.
—No te sigo —dijo lino de los socios.
—¡Ay, amigo William! —dijo el conde de Avon—. Creo que yo sí sé por dónde vas… y me gusta.
—Estoy pensando —dijo lord Dasser— que ya que nuestros lícitos negocios se van a ver fuertemente perjudicados por algo que ni nos va ni nos viene, podríamos intentar sacar el máximo beneficio a tan confusa situación.
Los cuatro hombres se miraron en silencio a los ojos, leyéndose la mente y notando cómo nacía entre ellos un sucio negocio de enormes beneficios amparado en la mayor de las obscenidades: la guerra.
—Bueno —prosiguió William—, si las cosas vienen de esta manera, habrá que reaccionar pronto, antes de que los demás quieran hacer lo mismo.
—¿Y a quién propones? —preguntó Paul.
—En Virginia y Maryland no estoy seguro. Tal vez el capitán Gallagher, no sé —respondió—. Pero en el Caribe apuesto por nuestro amigo Henry.
—¿Henry de nuevo? —preguntó sorprendido uno de los socios—. ¿No es demasiado evidente?
—Tal vez sí —dijo el conde de Avon—, pero lo cierto es que nos está dando muy buen resultado. Además, de aquí a unos meses, el Caribe estará tan enfangado que nadie será culpable de nada.
—¿Podrías conseguirle una nueva patente? —preguntó el otro socio al conde de Avon.
—Seguro. Por ahí arriba se es consciente de que sin estas… ayudas… la economía del reino se resentiría demasiado.
—Y a ellos también les beneficia de alguna manera, ¿no? —comentó con suspicacia lord Dasser—. Por eso nos dejarán hacer…
—Y… ¿contra quién? —preguntó uno de los socios.
—Contra el que nos dé mayor beneficio —respondió el otro socio.
—Eso dejádmelo a mí —concluyó el conde de Avon—. Tengo mis propias fuentes.
—Bien, señores —dijo lord Dasser, abriendo el mueble de las botellas—. Entonces habrá que brindar por los nuevos tiempos.
Abrió una frasca de licor, sirvió cuatro copas y las repartió entre los demás.
—¡Por la guerra! —exclamó, levantando su copa.
—¡Por la guerra! —repitieron los demás.
El resto de la tarde los cuatro hombres siguieron hablando de la situación del país, de la conveniencia de hacer nuevas inversiones en la manufacturación textil e intercambiando sus opiniones acerca de la situación agraria.
Hacía unas horas que ya había anochecido cuando George Douglas se levantó de su butaca anunciando que se marchaba a su casa.
—Hace rato que la cena se ha servido —dijo mientras un mayordomo le ponía el abrigo—, y seguro que mi esposa estará disgustada cuando llegue.
—Por eso yo no me he casado —dijo mister Farrell.
—Hasta mañana, caballeros —se despidió mister Douglas, cruzando la puerta.
—Yo también me retiro —anunció el conde de Avon, bostezando levemente.
—Yo me quedo un poco más —dijo Andrew Farrell, sonriendo pícaramente—. Luego voy a hacerle una visita a una gran amiga.
Lord Dasser sonrió también.
—William —dijo el conde de Avon—, ¿te importa llevarme a mi casa? Mandé a mi cochero a hacer unos recados y el muy bribón aún no ha llegado.
—Por supuesto —contestó lord Dasser—. Pero despídelo en cuanto le veas.
—Eso haré.
Cuando los dos hombres salieron de Lloyd’s ya no llovía casi, pero el viento del norte soplaba gélido traspasando cualquier capa o abrigo por tupido que éste fuese. El cochero de lord Dasser no tardó en llegar, y nada más entrar en el carruaje, los dos hombres notaron con agradecimiento el calor que despedía un pequeño brasero. El cochero Smith siempre lo llevaba preparado, para llenarlo de brasas ardientes que compraba en cualquier casa o establecimiento por unas pocas monedas. Así lo disfrutaba él mientras esperaba y se lo ponía a sus señores cuando le llamaban para montar. Ellos agradecían estos gestos como una excelencia en su oficio, lo que le reportaba mantener fijo su trabajo y alguna que otra buena propina de vez en cuando.
—Primero vamos a la residencia del conde —dijo lord Dasser al cochero.
Un chasquido del látigo en el aire y el coche comenzó a avanzar con un rítmico traqueteo.
—William —dijo el conde de Avon—. Ahora que nos hemos quedado solos… tengo que comentarte un asunto.
Lord Dasser se quedó sorprendido mirando a su amigo.
—¿De qué se trata? —preguntó intrigado.
El conde de Avon miró pensativo por la ventana y se fijó en una prostituta que negociaba con su cliente, luego volvió a mirar a lord Dasser.
—Prefiero que vengas a mi casa. Allí te lo explicaré mejor.
Lord Dasser miró los grises ojos de Paul y percibió lo nervioso que estaba. Eran amigos desde niños, realmente él le consideraba casi su hermano, y sabía perfectamente que no era un hombre que se dejase llevar por las emociones.
«Algo grave le ha tenido que pasar», pensó, y ninguno de los dos hombres volvió a hablar en todo el resto del trayecto.
La gran casa del conde de Avon estaba lindando con los jardines de Whitehall Palace, la residencia real. De hecho, alguna vez, totalmente embriagado, había alardeado de tener un pasadizo secreto que comunicaba directamente su cocina con una de las estancias reales, pues un antepasado suyo fue amante de la reina Isabel I.
Cuando llegaron entraron directamente en la biblioteca, en donde el conde de Avon llenó dos vasos de whisky.
Lord Dasser se sentó en una butaca y saboreó el licor de malta.
—Rico, ¿verdad? —preguntó el conde.
—Delicioso —respondió lord Dasser—. Escocés, ¿cierto?
—Siempre has tenido buen paladar.
Lord Dasser levantó el vaso celebrando la apreciación, se recostó en la butaca y esperó a que su amigo hablase.
El conde de Avon se sentó enfrente de él, sujetando su vaso con las dos manos y el cuerpo inclinado hacia delante, pero no dijo nada. El silencio se hizo en la habitación, en donde sólo se oía el repiqueteo de la madera en la chimenea.
—¿Y bien? —habló por fin lord Dasser, impacientándose—. ¿Me lo cuentas o me voy a dormir?
El conde se levantó, se bebió el whisky de un trago y se sirvió más.
—He visto… algo… —empezó a decir. Tomó otro sorbo y se volvió a sentar—. Estaba arreglando un asunto de cuentas en palacio cuando, bueno… no te voy a decir cómo, pero entré en un despacho en donde no tenía que entrar.
—¿El de quién? —preguntó lord Dasser.
El conde de Avon levantó las cejas y apretó los labios.
—Tampoco te lo voy a decir.
Lord Dasser lo miró y asintió comprendiendo la discreción de su amigo.
—El caso es que… había unos papeles encima de una mesa y mi curiosidad fue demasiado grande. Sabiendo de quién eran, se me ocurrió que quizá podría sacar provecho de alguna información… pero no me imaginaba que iba a encontrar lo que leí.
—¿Y qué fue? —preguntó lord Dasser muy intrigado.
El conde de Avon se restregó la barbilla pensativo, se levantó y fue hacia su escritorio. Sacó una llave que llevaba colgada del pecho y abrió un cajón. De él sacó un par de papeles, los miró fijamente durante un segundo y luego cruzó su mirada con la de su amigo.
—¿Te los has traído aquí? —preguntó incrédulo lord Dasser.
El conde de Avon se le acercó y le mostró los papeles doblados pero sin soltarlos.
—Por esto te pueden colgar… —dijo lord Dasser preocupado.
—Lo sé… pero tú también los habrías cogido —dijo, sentándose en la butaca mientras agarraba los documentos como si alguien se los fuese a quitar.
—¿Te vio alguien? —preguntó lord Dasser.
—Nadie. Yo no tenía que estar allí. Yo no pretendía siquiera entrar en ese despacho. Pero me confundí, vi que estaba abierto y me encontré con esto.
—Lo estarán echando de menos…
—Y mucho —dijo el conde de Avon mientras se tocaba de nuevo la barbilla—. De hecho, ayer mismo vi a… al dueño… y me comunicó su nerviosismo por algo muy grave que había pasado. Le pregunté qué era, para ver si me hacía alguna insinuación, pero simplemente me dijo que no me lo podía decir y que el propio Rey estaba enfurecido.
Lord Dasser lo miró sin decir nada y el conde de Avon también guardó silencio. Así estuvieron unos minutos, comprendiendo ambos la gravedad de la situación. Lord Dasser apuró su vaso y por fin preguntó:
—¿Me vas a dejar leerlos o sólo me cuentas esto para que nos cuelguen juntos?
El conde de Avon lo miró y sonrió por el sarcasmo de su amigo. Extendió el brazo y le entregó los documentos.
Lord Dasser se levantó para arrimarse a uno de los candelabros que iluminaban la habitación y leyó detenidamente el informe mientras el conde de Avon escrutaba cada gesto de su cara. Según avanzaba en la lectura, el ceño de lord Dasser iba cambiando, pasando del interés a la preocupación para terminar en la incredulidad. Al terminar de leer, su mirada buscó directamente la de su amigo.
—¿Es cierto lo que dice? —preguntó, agitando levemente los papeles.
—Lo es.
Lord Dasser se dirigió a la butaca y se dejó caer pesadamente con la mente dándole vueltas a lo que acababa de leer.
Al cabo de unos minutos de silencio, por fin preguntó.
—¿Y cómo…?
—Para eso estás tú aquí —le explicó el conde de Avon.
No habían pasado tres semanas desde la reunión cuando un mensajero salió de Londres en dirección oeste. Allí, una fragata le esperaba para hacer un largo viaje. Primero recalaría en La Habana, Cuba, bajo falsa bandera española, para después acabar el viaje en Port Royal, Jamaica. Llevaba consigo dos cartas lacradas por tres sellos cada una y escritas con claves que sólo los hombres que las tenían que recibir podían interpretar.