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Tal y como habían acordado, el doctor Andry visitaba a la enferma cada dos días. Llegaba por la mañana temprano y comenzaba la sesión de curas. Primero sumergía a miss Moore hasta la cintura en una bañera de agua muy caliente, para después hacer lo mismo en otra bañera de agua helada. Entonces los quejidos de la pobre mujer se oían por toda la casa. Después, con miss Moore descansando boca abajo en la cama, sacaba de su maletín unas pompas de cristal, les hacía el vacío introduciendo unos segundos la llama de una vela y, casi a la vez, las aplicaba sobre un rápido corte en la piel. Las pompas se iban llenando poco a poco de sangre al tiempo que se empañaban. Luego, el doctor las vaciaba en un cubo y repetía de nuevo la operación hasta que extraía casi medio litro de sangre en cada sesión. Después, sacaba el purgante que había preparado el doctor Hunt, lo diluía en un vaso de agua y se lo hacía beber hasta que la pobre mujer vomitaba todos los líquidos que tenía en el estómago. Al final de cada visita, miss Moore perdía el conocimiento y caía en un estado de semiinconsciencia del que no despertaba hasta el día siguiente. A pesar del tratamiento, o tal vez debido a ello, la pobre mujer estaba cada día más pálida y más débil.

Los martes y los viernes, días en los que el doctor James Andry hacía la visita, Ann le recibía con una taza de caldo para que entrase en calor. Luego le llevaba hasta el cuarto de miss Moore y, mientras el joven ejercía su oficio, hacía preparar un pequeño tentempié para que éste descansase unos minutos antes de regresar a su casa. El doctor agradecía sinceramente tanta atención, pues era agotador mover el cuerpo de la enferma de bañera en bañera y, luego, luchar con ella para que se dejase hacer las sangrías. Algunas veces incluso la había tenido que atar a la cama, pues a pesar de su gran debilidad, la mujer se resistía a las curas.

Al mes de comenzar las visitas, James Andry se dio cuenta de lo agradable que le resultaba la compañía de Ann. Le gustaba estar con ella y las conversaciones fluían con naturalidad sin importar el tiempo que estuviesen hablando. Le hacía mucha gracia la fascinación que demostraba la muchacha cuando le hablaba de temas médicos, a sabiendas de que muchas veces no le estaba entendiendo ni una palabra. Le podía contar desde las curas más simples hasta los proyectos de investigación que él tenía en la cabeza y que soñaba con llegar a realizar algún día, sin que ella perdiese el interés.

Por su parte, Ann había pasado de poner en la mesa un poco de té con bizcochos o galletas a ofrecer un verdadero almuerzo con sopa, carnes embutidas y dulces al terminar. Esto hacía que, cuando lady Dasser no necesitaba la presencia de Ann, la visita del doctor se alargase hasta casi la mitad de la tarde. Cada día que pasaba estaba más pendiente de la hora a la que llegaba el joven, se arreglaba con más esmero e incluso cogía un poco de la cera labial de su señora cuando ésta había salido. La cocinera, consciente de lo que esta relación podía significar para la joven si seguía adelante, se esmeraba con cariño en preparar los platos. Los demás sirvientes la miraban de reojo, sonreían y cuchicheaban mientras Ann esperaba impaciente a que el doctor Andry terminase la sesión. En los días en los que no tenía que ir a visitar a miss Moore, pasaba los ratos recordando sus conversaciones, sus ojos azules y su sonrisa. Le parecía entrañable que siempre olvidase dónde dejaba su maletín, el placer con el que saboreaba la comida y lo apasionado de su discurso médico. Realmente le gustaba estar con él, y notaba que a él le pasaba lo mismo. Así, un día, empezó a pensar que tal vez, si tenía suerte, puede que fuese un buen marido.

James Andry había nacido en Folkstone, un pequeño pueblecito del condado de Kent, hacía veintisiete años. Era el sexto de ocho hermanos, hijos de un funcionario de justicia aficionado a la bebida. Cuando contaba con cinco años, su madre falleció por un aborto y su padre repartió a sus hijos entre las tías de los niños. Al pequeño James le tocó vivir con su tía Grace, una regordeta y alegre mujer que tuvo la desgracia de enviudar a los tres meses de haberse celebrado la boda. Nunca se volvió a casar, así que vio en aquella circunstancia la oportunidad de ser madre que la vida le había negado. Volcada en el pequeño, se preocupó por su educación e intentó siempre influir en sus aficiones para conseguir que llegase a ser doctor. Cuando el joven cumplió los catorce años, la tía Grace vendió su granja para trasladarse al pueblo de Oxford, en cuya universidad consiguió que ingresase gracias a una beca de buen estudiante. James alternaba sus estudios con el trabajo de ayudante de un boticario, y así ayudaba a su tía a costear los estudios. En esos años conoció al doctor y profesor Hunt, con el que simpatizó rápidamente, pues sus clases de anatomía eran las que más interés le causaban. Descubrir cómo era el cuerpo humano le fascinaba, aunque también había que andar con cuidado, pues siempre había quien pensaba que abrir un cadáver para estudiarlo era profanar la máxima creación de Dios. Fue el doctor Hunt quien, el mismo día de la graduación de James, le ofreció trabajar a su lado en Londres, adonde se trasladaría pronto junto con su ya anciana tía. De eso hacía casi ocho años. Su tía ya había fallecido y vivía solo en una casa baja cerca del recientemente creado Hyde Park, en donde se celebraban eventos al aire libre para las clases altas.

James Andry salía cada día de su casa muy temprano, después de dejar a su ama de llaves, una vecina que había enviudado, atareada en las faenas del hogar. Con su casaca de lana abrochada hasta el cuello y los dientes castañeteantes, se dirigía andando hasta la casa del doctor Hunt y desde allí salían a visitar a sus pacientes más ricos, los que disfrutaban del privilegio de que fuese el doctor a sus casas. Después, por la tarde, James pasaba consulta en su propia casa a gente más modesta, si bien todavía podían costearse los servicios de un doctor. Los martes y viernes, siempre a la misma hora, el cochero del doctor Hunt paraba el carruaje en la puerta y esperaba a que el doctor Andry subiese cargado con su maletín, sus pompas de sangrías y su ilusión por ver a Ann. Él ya no era ningún niño y hacía tiempo que pensaba en el matrimonio, pues no quería llegar a viejo solo y huraño, como le había pasado al doctor Hunt. Añoraba una familia, los niños alegrando su casa, una esposa atareada en la cocina y dando calor a su cama. Una piel suave a la que acariciar por las noches sin tener que pagar unos peniques al día siguiente. Conocía varias posibles candidatas. Por su trabajo visitaba buenas casas, y en la mayoría había jóvenes que le consideraban un buen partido. Le había llamado la atención la bella Kate Ashtel. De buena y honrada familia, había ido a visitarla varias veces durante un par de meses haciendo crecer las esperanzas en la muchacha; hasta que se dio cuenta de que por muy dulces que fuesen tanto ella como sus pasteles de manzana, le aburrían soberanamente las tonterías que le contaba, al igual que ella bostezaba sin poder disimularlo cuando él se excedía en sus explicaciones médicas. También había pensado en Nell Wroth, su ama de llaves. Entrada ya en la treintena, había enviudado hacía un año y se había quedado al cuidado de sus cuatro hijos sin más sustento que unos pequeños ahorros y el dinero que ganaba en la casa de James. No era mal partido. Era una mujer fértil y buena madre, que no dejaba que sus niños se acostasen por la noche sobre paja húmeda y sin cambiar, y se preocupaba de despiojarlos a diario para evitar que sus cuerpos se llenasen de parásitos y se les infectaran las heridas. Además, a pesar de sus años, seguía siendo atractiva. Conservaba todos los dientes, una fuerte melena castaña, los pechos llenos y anchas nalgas. Pero, sobre todo, lo que le atraía de ella era esa forma de mirarle, de moverse y de rozarle distraídamente cuando pasaba a su lado. Alguna vez él también la había tocado como por descuido. Con el dorso de la mano el trasero, con el brazo un pecho, y ella no había protestado, muy al contrario. El doctor Andry había notado que la respiración de la mujer se agitaba, que la tez se le sonrosaba y que sus labios se entreabrían esperando ser besados. Pero al tiempo esquivaba sus ojos y huía azorada al otro lado de la habitación. Ese juego le volvía loco de deseo.

Ahora había aparecido Ann en su vida. El día que James la vio por primera vez no se fijó demasiado en ella. Era guapa, pero también era una criada, una doncella que, según veía él la enfermedad de miss Moore, en unos meses se convertiría en la dama de confianza de lady Dasser. Pero una criada al fin y al cabo. Aun así, las animadas charlas alrededor del almuerzo que le preparaba habían hecho que se fuese olvidando de su condición social. Ann era una mujer extraña. Divertida, culta e inteligente, de modales muy cuidados, mente despierta y curiosa que le gustaba escuchar. A él le llamaba mucho la atención ese extraño acento, casi imperceptible, que le salía cuando hablaba deprisa. La muchacha le había conquistado de tal forma que empezó a echarla de menos cuando no estaba con ella. Además sabía llevar una casa, era una anfitriona excelente, sabía de música, cocinar, bordar y coser. Pronto se dio cuenta de que sería la mujer ideal si la tomase por esposa.