11

La hierba había amanecido cubierta con una tímida capa blanca, la primera nevada de la temporada. Se estaba empezando a derretir bajo el cielo encapotado dejando entrever manchas verdes aquí y allá. Ann estaba junto a la zurcidora en la sala de plancha. Le gustaba ese sitio, pues junto con la cocina era el más cálido de toda la casa. Siempre había brasas encendidas para ser metidas en las planchas de hierro y el aire tenía un olor especial, mezcla de madera, de tela y de las hierbas aromáticas que flotaban en el agua de planchar.

Estaba ayudando a reparar un vestido de lady Dasser bordado con pequeños pájaros multicolores, algunas de cuyas piezas habían sufrido pequeños enganchones que deslucían un trabajo de artista. En el mueble costurero, hilos blancos, azules, amarillos, rojos, rosas, naranjas, verdes, negros, dorados y plateados de distintas tonalidades se ordenaban en bobinas perfectamente clasificadas por grosor y por material. La seda, el algodón, el lino, la lana y el fino hilo de oro y de plata tenían sus cucuruchos, en donde se insertaban las bobinas que en total podían ser una centena.

Ann reparaba el plumaje de un pájaro azul cuando la puerta se abrió dejando entrar una bocanada de aire frío en el cuarto. Era una de las criadas de cocina.

—Ann —dijo—, la señora te llama. Está en su salón.

Ann se levantó, dejó el bastidor sobre la silla y salió al pasillo ajustándose la toquilla.

Cuando llegó frente a las puertas del salón preferido por lady Dasser, la muchacha llamó pidiendo permiso para entrar.

—Adelante, Ann —dijo la señora.

Ann vio que no estaba sola. Dos amigas suyas, lady Kate y lady Roberts, la acompañaban mientras jugaban a naipes.

—Sabes que esta noche tenemos invitados para cenar, ¿verdad? —dijo la señora.

Ann asintió. Ella se había encargado de ayudar a miss Moore a organizar la cena. De hecho, el vestido que estaba arreglando era el que la señora iba a lucir en esa velada.

—Pues me temo que vas a tener que dirigirla tú. Miss Moore se ha levantado indispuesta. La pobre tiene tal mareo que no puede ni incorporarse en la cama… ¿crees que serás capaz de hacerlo? —interrogó lady Dasser.

Ann asintió de nuevo.

—Sí, señora. No se preocupe.

—Bien. Los invitados llegarán a las cinco. Nos sentaremos a la mesa a las cinco y media y se empezará a servir a las cinco y treinta y cinco. ¿Está claro?

—Sí, señora.

—Dígale a miss Moore que he mandado llamar al doctor. Seguramente vendrá después de la comida. Ocúpate también de recibirle y dile que miss Moore tiene que estar totalmente repuesta para el baile de la Marina dentro de dos semanas. La necesito a mi lado y no me puede fallar —dijo lady Dasser, mostrando a sus amigas su fastidio por la enfermedad de su dama—. Encárgate de que nadie nos moleste —prosiguió—, hoy me he levantado con un terrible dolor de cabeza… —Sacudió levemente la mano indicando a la muchacha que se fuese.

Ann salió de la habitación y se dirigió hacia el dormitorio de miss Moore. Estaba preocupada, pero no por la cena. Había visto cómo se hacía en innumerables ocasiones. Sólo tenía que estar allí de pie, a unos dos metros de la mesa, asegurándose de que las camareras sirviesen la comida en su justo momento, las copas estuviesen siempre con vino, se cambiasen todos los cubiertos entre plato y plato, se diesen las servilletas calientes a las señoras, se avivase la chimenea o se abriese alguna ventana. En definitiva, su labor consistiría en estar atenta a cualquier deseo de los señores y de sus invitados y que la velada trascurriese correctamente. Además, esa noche era una cena de negocios de lord Dasser, y él no era tan exigente con el protocolo como la señora. Sabía que era de negocios porque, en este tipo de veladas, lady Dasser comenzaba a decir desde por la mañana que le dolía la cabeza, y así, cuando la cena acababa, tenía una buena excusa ante su marido para retirarse sin tener que asistir a la charla de después. Incluso alguna vez había conseguido no bajar siquiera a cenar. Lo que ella no se podía imaginar era que el señor sabía perfectamente que su malestar era una artimaña, pero no decía nada porque, realmente, él prefería que su mujer no asistiese. Lord Dasser tenía asuntos que tratar de los que ella no estaba enterada y que era mejor que no supiese: sobornos a las autoridades, libros de cuentas paralelos, apropiaciones indebidas o beneficios de turbia procedencia estaban a la orden del día en los negocios con las colonias del otro lado del Atlántico. Y lord Dasser era comerciante y explotador de plantaciones en toda el área del Caribe, Virginia y Maryland. Junto con su socio, el conde de Avon, hombre de confianza del Rey, gestionaba el monopolio de estos territorios mediante la posesión de una compañía comercial cuyos principales accionistas eran ellos mismos y otros dos socios más que disponían de una enorme capacidad inversora.

Las compañías comerciales eran fundadas por particulares pero necesitaban el apoyo del Estado, que era el que concedía los ámbitos geográficos. Así todos ganaban. Los dueños de estas compañías se enriquecían explotando tierras vírgenes en las que incluso llegaban a imponer sus propias leyes, y por otro lado, el Estado fomentaba la creación de colonias y la exploración de nuevos territorios, intentando ganar en la carrera de posesiones que mantenían las cuatro potencias mundiales: Inglaterra, Francia, Holanda y España.

Desde que en el mes de mayo de ese año 1665 se declarase la guerra entre Inglaterra y Holanda, esas cenas de negocios habían ido a más, celebrándose un par a la semana. En ellas, Ann era testigo mudo de cómo lord Dasser recibía trato de favor por parte del gobierno para el abastecimiento del ejército, arreglaba tratos con hombres de negocios holandeses a pesar de la guerra e, incluso, llegaba a acuerdos con un diplomático holandés para que sus barcos pudiesen entrar en el puerto de Ámsterdam bajo falsa bandera sin riesgo de ser apresados.

Definitivamente, Ann no estaba preocupada por la cena: estaba preocupada por miss Moore. No era la primera vez que se sentía indispuesta por la mañana, pero últimamente se repetía con demasiada frecuencia.

—¿Miss Moore? —preguntó mientras entreabría la puerta del cuarto.

—Pasa, Ann, pasa.

El olor a vómito, sudor y excremento flotaba en la habitación a pesar de que se quemaban ramas de hierbabuena y menta en un cacito con brasas. Tendida en la cama estaba esa mujer austera, rígida y escueta en expresiones que la había atormentado con la disciplina y la corrección de formas. A base de humillaciones había conseguido domar, al menos aparentemente, el carácter orgulloso y caprichoso de Ann y le había enseñado cuál era su sitio en aquella casa. Miss Moore podía ser muy desagradable e injusta en muchas ocasiones, pero sabía aflojar la presión cuando la muchacha no aguantaba más la situación. También sabía cómo reconfortarla: le alababa el gusto, su educación y su clase, haciéndole notar que la veía diferente al resto de la servidumbre. Esto daba como resultado que la muchacha pasase a menudo de estar resentida con la mujer a pensar que de alguna manera la apreciaba.

A Ann le había costado mucho comportarse con humildad y aprender a ser servicial, pero se guardaba su frustración para cuando estaba en la soledad de su habitación. Aprendió a controlar los gestos de su cara y a permanecer impávida ante cualquier situación. La pena, la felicidad, la risa o el mal humor no podían salir a la luz delante de los señores. Su puesto en esa casa tenía muchas ventajas: mejores vestidos que los demás criados, no compartir habitación y realizar tareas no demasiado pesadas ni desagradables. Pero el estar atenta día y noche a los deseos de la señora implicaba estar presente en situaciones algunas veces muy comprometidas. Escuchaba conversaciones confidenciales, presenciaba encuentros furtivos y era testigo mudo de los enredos de su señora cuando lord Dasser se ausentaba una temporada. Era en esas ocasiones cuando miss Moore hacía gala de su magnífica habilidad para no inmutarse por nada, que Ann había aprendido de ella.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó la muchacha.

—Nada bien —dijo la mujer—. Si me muevo, me mareo y no paro de evacuar. Siento frío y calor al tiempo. Es como lo de otras veces, pero creo que estoy peor.

Lady Dasser ha mandado llamar al doctor —dijo Ann.

—¡No me digas! ¡Qué absurdo! —dijo malhumorada—. ¡Ni que me vaya a morir por esto!

—Vendrá esta tarde —explicó Ann—. Yo ahora tengo que preparar lo de la noche, pero luego acompañaré al médico hasta aquí.

—¡Qué absurdo! —repitió la mujer—. Que venga si quiere, pero a mí no me hace falta —la oyó decir Ann mientras volvía a cerrar la puerta. Ella sabía que, a pesar de la aparente desaprobación, miss Moore estaba asustada, y que una palabra rondaba la mente de todos: peste bubónica.

Ese mismo año, al comienzo del verano, Londres había sufrido una de las más devastadoras plagas de su historia. Los muertos caían en la calle por centenas, carros llenos de cadáveres recorrían la ciudad de camino a las afueras desde donde el humo de las piras crematorias se elevaba hacia el cielo, anunciando la fatalidad a toda la ciudad y los alrededores. Todo había comenzado con la llegada al puerto de un barco infectado, cuyas ratas plagadas de pulgas se encargaron de distribuir el mal por la población tan rápidamente como corrían sus pequeñas patas. Hombres, mujeres y niños, ancianos o bebés, aunque más los pobres que los ricos, sucumbían a la ardiente fiebre, los escalofríos y el machacante dolor de cabeza mientras en sus cuerpos aparecían bultos supurantes distribuidos entre el cuello, las axilas y las ingles. Terribles dolores les acompañaban hasta el final, en el que su alma se desprendía del cuerpo tras unas desgarradoras convulsiones.

Cuando la peste remitió unos meses después, Londres, una de las mayores capitales del mundo conocido, que contaba en ese momento con cerca de medio millón de habitantes, contó sus bajas y se encontró con la escalofriante cifra de sesenta y ocho mil defunciones.

Por la tarde, justo a la hora prevista, un carruaje entró por la cochera. Ann lo vio desde la ventana de la cocina y pensó que sería el doctor. Se echó un chal por los hombros y salió a la puerta a recibirle. Del carruaje bajó un hombre mayor, con las cejas excesivamente pobladas, enmarcando unos pequeños ojos azules que se movían avispados de un lado a otro, como si su dueño estuviese constantemente buscando algo que no encontraba. Llevaba la cabeza cubierta por una peluca blanca y ondulada, tal y como se estaba imponiendo entre la clase alta. Esta nueva costumbre, además de estética, ayudaba a combatir los molestos piojos, pues bajo el postizo el pelo real se rasuraba. Se trataba del doctor Hunt, un buen médico que presumía de haber sido discípulo del ya fallecido William Harvey, eminente científico y médico personal del rey Jacobo I y de su hijo Carlos I. Ésa era su mejor carta de presentación, y cuando lo contaba, su pecho se ensanchaba como el de un palomo cortejando.

—Doctor Hunt, gracias por venir —dijo Ann.

—Al parecer lady Dasser está enferma, ¿no? —preguntó el doctor, entrando en la cocina.

—No —respondió Ann—. Es miss Moore la que no se encuentra bien.

El doctor Hunt hizo un gesto de fastidio. Del carromato salió un hombre joven portando un abultado maletín.

—Éste es mi ayudante —dijo Hunt—, el doctor James Andry. ¿Me podría indicar dónde está la enferma?

Ann saludó cortésmente con la cabeza al joven ayudante y se adentró por los pasillos de la mansión, seguida de los dos hombres.

—Aquí es —dijo Ann, llamando a la puerta. Una de las criadas que hacía compañía a miss Moore abrió—. Pasen. Mientras, yo les prepararé una taza de té.

Los dos hombres entraron en la habitación y cerraron la puerta tras de sí.

Ann se dirigió a la cocina y buscó a la señora Galloway.

—Tommy —le dijo al niño pelirrojo que comía un trozo de pan con queso sobre la mesa—. ¿Has visto a la señora Galloway?

—Está en el corral —dijo el recadero.

«Pues lo haré yo misma», pensó.

Puso una olla con agua en el fuego y sacó de la alacena un tarro de cristal lleno de pequeñas hojas oscuras y arrugadas. Colocó en una bandeja tres tazas, un platito de bizcochos y un azucarero. El agua empezó a hervir y Ann la retiró del fuego. Llenó una cuchara de estas exóticas hojas y la volcó en el agua todavía burbujeante, removiéndola despacio. El aroma se elevó en el aire acompañando al vapor que salía de la olla. Cogió un colador de tela y vertió el líquido ya convertido en té en una jarra de porcelana.

El té negro había llegado hacía unos años a Inglaterra de la mano de comerciantes holandeses y pronto fue aceptado por las clases altas de la sociedad. Al principio se tomaba como bebida tonificante y curativa, pero pronto el éxito fue tal que se empezó a consumir por puro placer. De momento, el único sitio en donde se podía adquirir era en una tienda situada en Exchange Alley, en el centro de Londres: el Sultaness Head, en cuyas puertas se agolpaban decenas de recaderos de adineradas familias cada vez que un barco procedente del lejano Oriente atracaba en el puerto.

Ann mandó a una criada a la habitación de miss Moore para avisar a los doctores de que el té estaba listo, y ella misma llevó la bandeja hasta un pequeño pero acogedor saloncito en el que se recibía a algunas visitas. Estaba forrado de seda azul y amarilla, de las paredes colgaban cuadros con paisajes marinos y en la alacena se exponían platos de porcelana traídos de ultramar. Descorrió las cortinas para poder ver el jardín y se sentó a esperar. Al cabo de un rato aparecieron los dos hombres.

—Siéntense, por favor —dijo Ann.

Los doctores tomaron asiento y cogieron las tazas que acababan de ser llenadas. El doctor Hunt olió la bebida, se echó tres cucharadas de azúcar y saboreó el té, mientras el doctor James Andry miraba la taza sin decidirse a probar el oscuro líquido.

—¿Azúcar? —preguntó Ann al joven doctor.

—No, gracias.

Ann se extrañó, pero volvió a dejar el azucarero en la mesa.

—Y dígame, doctor Hunt —habló Ann—, ¿cómo se encuentra miss Moore?

El doctor Hunt cogió un bizcocho y miró a la joven con preocupación.

—La sangre y los fluidos no avanzan por su cuerpo como deberían —dijo el doctor, engolando un poco la voz—. Con mi estimado profesor Harvey, descubrimos que la sangre fluye por el cuerpo de las zonas frías a las calientes y viceversa. Cuando esta corriente se para, es cuando el cuerpo enferma.

—¿La sangre se mueve dentro? —preguntó Ann sorprendida mientras se miraba el dorso de la mano.

El doctor se sentó recto en su butaca sintiéndose importante y carraspeó.

—Sí, señorita. Ése ha sido un gran descubrimiento del que yo he sido testigo.

—Entonces… ¿no es…? —dijo Ann sin atreverse a pronunciar la maldita enfermedad.

—No, no, no. ¡Dios nos libre! Los síntomas son otros —contestó tranquilizadoramente el doctor.

—¿Y qué podemos hacer por la pobre miss Moore? —preguntó Ann aliviada.

—Voy a mandar que se le hagan unas sangrías purificadoras, alternándolas con baños de frío y calor. Además le prepararé un purgante de mercurio para eliminar los malos efluvios que le están espesando la sangre. También tienen que ponerle flores frescas al lado del lecho y un incensario con perfume para purificar el aire y desinfectar la habitación. El doctor Andry vendrá cada dos días. Será él quien se encargue de la paciente.

Ann miró al doctor Andry, que acababa de tomar un sorbo de té y arrugaba la nariz por el amargor de la bebida. Ann se dio cuenta de la cara del joven y sonrió levemente.

«Seguramente es la primera vez que lo prueba», pensó.