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ARDKINGLAS HALL,

LONDRES, INGLATERRA

1665

—¡Ann! —gritó un niño pelirrojo desde la puerta de la cocina—. ¡Ann, lady Dasser te llama!

Ann dejó el cesto de flores en el suelo y corrió hacia la casa.

Era una de esas mañanas de principios de otoño en las que la niebla cubre el amanecer, pero, según va pasando el día, el sol deshace el blanco velo y se cuela entre las hojas de los árboles, sacándoles los primeros tonos dorados. Ann ya había cumplido los veinticuatro años y se había convertido en una mujer. Habían pasado casi nueve años desde que desembarcó en esas frías y extrañas tierras. Nueve años desde que comenzó su nueva vida en aquella enorme casa de ladrillo rojo situada cerca de la rivera del Támesis, muy cerca de Whitehall Palace, la residencia real.

El día que sus pies pisaron el puerto de Londres, una fina lluvia primaveral le dio la bienvenida, y muchas veces pensaba que esa lluvia todavía no se había terminado. Llego casi empezando el verano, y pensó que, si bien se notaba frío, tampoco era tan malo como lo había imaginado. Pero esa ilusa sensación sólo duró un par de meses, pues con el paso de los días pudo ver por primera vez en su vida el cambio de estaciones más allá del cambio de nombre. Vio llegar el rojo otoño, seguido del blanco invierno. Le impresionó ver el hielo congelando la vida, la nieve cubriendo el paisaje, los árboles grises en su desnudez y, sobre todo, notar el helador frío calándole la piel, haciendo que se le erizase el vello al tiempo que sentía que su cuerpo se encogía acurrucándose en un vano intento de guardar el calor. Esa sensación casi nunca la abandonaba, por más sopas calientes que tomase o por más mantas que echase en su cama. La humedad era perenne y los cielos grises eran parte del paisaje cotidiano, al igual que los verdes jardines, los barrizales de las calles y las siempre humeantes chimeneas de la ciudad. Esas mismas chimeneas que Ann buscaba por la gran mansión, de habitación en habitación, para pararse unos segundos delante del reconfortante calor. Los escasos días con sol eran celebrados por los habitantes de Londres como regalos de Dios. La gente sacaba sillas a las puertas de las casas y formaba corros de tertulias; paseaban por las calles comerciales prescindiendo de las capas para lucir los vestidos y, los que se podían permitir un coche de caballos, salían del centro en busca de las verdes praderas de los alrededores. Realmente era un placer para la vista observar el verde paisaje brillando bajo el cielo azul, y otro placer para el alma sentir el calor penetrando, atravesando la piel. Sólo había que cuidar el no exponerse demasiado a sus encantos, pues la blanca tez perdía su encantadora palidez y se bronceaba como la de las campesinas. Para evitar ese efecto indeseado, las damas se cubrían el rostro con un fino tul color verde, pues creían que este color rechazaba el sol.

Cuando Ann llegó a Inglaterra no sólo el tiempo estaba revuelto: todo el país vivía bajo frecuentes tormentas políticas. Derrotada la monarquía, vivían bajo los últimos años de la mal llamada república, pues aunque había comenzado como tal se había transformado en una dictadura absoluta bajo el mando de Oliver Cromwell, quien hacía pocos años había disuelto el Parlamento y había empezado a gobernar de forma arbitraria. Se negó el derecho de celebración de juicios, lo que provocó una oleada de ejecuciones sin pruebas con el consiguiente clima de terror entre la población. Cualquiera podía ser acusado de lo que fuese y encarcelado o colgado del cuello sin más explicaciones, dependiendo del dinero para sobornos con el que contara el acusador. Cuando Cromwell murió y su hijo heredó el poder, la anarquía política y económica se adueñaron del país, hasta que después de dos años de caos social, la monarquía fue restaurada y Carlos II ocupó el trono de Inglaterra. Con él, todos los católicos recuperaron la esperanza de poder ejercer su culto sin ser perseguidos. Entre ellos Ann, que en la intimidad de su habitación y sin que nadie lo supiera, seguía rezándole a santa Inés, patrona de las jóvenes puras.

Los comienzos en Ardkinglas Hall no habían sido fáciles para Ann. A las continuas regañinas de la celosa miss Moore y el caprichoso carácter de lady Dasser se le habían unido los problemas con los demás criados. Las doncellas personales de la señora la veían como una intrusa que, llegada la última a la casa, les había arrebatado el derecho en la sucesión de miss Moore, mientras que los dos criados de confianza del señor la miraban con recelo por haber conseguido llegar a su puesto tan fácilmente, cuando a ellos les había costado casi una vida. El saltarse el orden jerárquico del personal de servicio le había proporcionado más enemistades que afectos entre los más de treinta criados que trabajaban bajo el mismo techo. Pronto se percató de las guerras internas entre el personal de servicio, algo que seguramente también pasaría en su casa aunque nunca se hubiera dado cuenta de ello. Cocinera, lacayos, doncella de salón, doncellas de compañía, mayordomos, camareras, jardineros, criadas de lavandería, criadas zurcidoras, criadas de cocina, criadas de chimeneas y hornos, mozos de transporte, mozos de cuadras y criadas de limpieza… Tanto los residentes en la casa como los que acudían de fuera cada día libraban sus propias, batallas con el objetivo de conseguir un empleo mejor pagado, menos fatigoso y que les permitiese alejarse de la miseria de la que provenían.

Afortunadamente, no todos la rechazaron. La señora Galloway, la cocinera, como no veía en osa nueva chica una posible rival, se mostró desde el principio cariñosa con ella y Ann le correspondió con el mismo afecto. Poco a poco, Ann se fue ganando la amistad de Abbie y Madge, doncellas de lady Dasser; Prudence, Marion y Lyss, criadas de lavandería y plancha; Trevor, uno de los dos mayordomos, y Smith, el viejo cochero, y en ellos encontró a esa familia que ya no tenía.

La campanilla que comunicaba los cuartos con la cocina tintineaba sin parar. Ann subió las escaleras de dos en dos y se detuvo un segundo delante de la puerta para recobrar la compostura y el aliento. Llamó con los nudillos y entró pidiendo permiso mientras hacía una breve reverencia.

—Ann, querida —dijo lady Dasser—, llevo siglos llamándote, ¿dónde estabas?

—Estaba en el jardín, recogiendo flores para el salón —dijo Ann mientras abría las contraventanas para que pasase la luz de la mañana. «Así está mejor», pensó mientras miraba las paredes de la habitación, forradas enteramente de madera oscura labrada.

Lady Dasser, todavía en la cama, acariciaba a uno de sus gatos, que ronroneaba mientras movía lentamente la cola; a su lado estaba miss Moore preparándola para desayunar allí mismo. Ann la miró y ésta le devolvió una mirada fría y dura. Miss Moore odiaba la claridad en las habitaciones. Nunca abría las contraventanas del todo, y si el día estaba soleado, echaba las cortinas. Ann lo sabía e intentaba respetarlo cuantío se acordaba, que no era siempre. Y de alguna forma, cuando ya estaba hecho y notaba ese brillo de rabia en los ojos de la inexpresiva miss Moore, Ann se regocijaba por dentro.

—Dile a la señora Galloway —dijo lady Dasser ajena a esos conflictos— que me haga la mezcla para el pelo.

—Sí, señora —respondió Ann.

—¿Ves? —dijo lady Dasser con fastidio—. Ya se me empieza a oscurecer por las raíces y ni los polvos de arroz lo cubren.

Ann la miró sin decir nada.

—Y avisa a Abbie para que venga a ponérmelo.

Ann inclinó la cabeza y salió de la habitación en dirección a la cocina. Allí, sobre la mesa, esperaba el desayuno de la señora, listo para que la camarera se lo llevase.

—Quiere que le hagas el emplasto del pelo —dijo Ann, dirigiéndose a la cocinera.

—¿Otra vez? —preguntó la mujer susurrando.

Ann asintió con la cabeza y cogió una galleta de nata que todavía humeaba.

La señora Galloway miró al pasillo cerciorándose de que estaban solas.

—Se va a quedar calva. Te lo digo yo.

Ann no pudo aguantarse la risa porque ella había pensado lo mismo.

La señora Galloway la miró divertida.

—Bueno —dijo, encogiendo los hombros—, pues vamos a hacerlo, ¿no? Aunque ya verás como el día que se le caiga el pelo a mechones nos va a echar a todas a la calle.

—Pues tendrá que contratar a un buen sombrerero —susurró Ann, riendo.

La señora Galloway rio mientras movía la cabeza de un lado a otro. De un pequeño armario que estaba cerrado con llave sacó dos pequeños botes de cristal, uno con un polvo amarillento y otro con un polvo rojizo. Luego echó en un cuenco un vaso de vinagre, el zumo de un limón, un poco de harina y lo batió todo haciendo una mezcla espesa como una papilla. Abrió los botes y, con una cucharilla pequeña, añadió tres medidas del polvo amarillo, que era sulfuro, y una medida del polvo rojo, que era azafrán. Volvió a batirlo y llamó a una criada de cocina para que lo subiese. Abbie, una de las doncellas de lady Dasser, lo aplicaría en el cabello de su señora ayudándose de un peine de marfil y una cuchara. Después, rodearía la cabeza con toallas calientes durante todo el día y la noche siguientes, dejando a la mezcla hacer sus efectos. Evocando al santo Job por su paciencia aguantarían ella y miss Moore los quejidos, lloriqueos y rabietas que lady Dasser siempre protagonizaba.

Este proceso era conocido como arte biondeggiante, su nombre en italiano, pues el arte de ese refinado país era el que marcaba la moda. Empeñadas en seguir los dictámenes de la belleza que ensalzaban a la mujer de rubios cabellos, las mujeres morenas o castañas se aclaraban el pelo con estas fórmulas magistrales que producían, aparte de la esperada decoloración, enormes picores, sarpullidos e incluso heridas en las coquetas cabezas. Lady Dasser odiaba su cabello castaño, color que consideraba una tremenda desgracia, un agravio para el resto de su cuerpo, un accidente de la naturaleza que no debería haberle ocurrido a ella. Por eso tenía que arreglarlo como fuese, aunque le hiciese padecer de aquella manera. Al fin y al cabo, la belleza era el único patrimonio que realmente pertenecía a la mujer. Todas las demás cosas que le rodeaban eran de los hombres, o si estaba en manos de una mujer, como en el caso de las viudas que heredaban, era sólo un préstamo del universo masculino.

Los pataleos de la señora se escucharon desde la cocina, provenientes del piso de arriba. Ann y la cocinera se miraron.

—Ya empezamos otra vez —dijo la señora Galloway.

—Sí —aseveró Ann, soltando un largo suspiro. Sabía que, en ese estado, su señora se volvía inaguantable y pagaba su sufrimiento con todos los que tenía alrededor.

—Toma, Ann —dijo la cocinera, sacando de la alacena unas bolas envueltas en papel de seda.

—¿Qué son? —dijo Ann, mirándolas con curiosidad.

—Son bombones de chocolate y mermelada de fresas. Los han traído de regalo para la señora. Toda una caja llena… y me he guardado algunos —respondió, bajando la voz y guiñándole un ojo a Ann.

—Gracias —dijo Ann ilusionada mientras se metía uno en la boca y lo saboreaba—. Muchas gracias, Hilde.

Hilde era el nombre de pila de la señora Galloway, pero sólo los más allegados en la casa la llamaban así. Desde el primer día que llegó a Ardkinglas Hall se la nombró por el apellido de su padre, de su abuelo y de todas las generaciones de su familia que habían estado a servicio de los Dasser.

Hilde Catherine Galloway había nacido en Blackbridge, una pequeña aldea ubicada dentro de las tierras pertenecientes a la familia Dasser. Éstos, por un derecho que venía de tiempos inmemoriales, no sólo eran dueños de los campos, ríos, lagos, huertas, animales salvajes o domésticos que entraban dentro de su territorio, sino que se creían en posesión de todas las almas cristianas que nacían allí. Aunque algunas costumbres de antaño ya estaban desapareciendo, como el derecho de pernada, el temor y la obediencia al señor estaban arraigados profundamente en aquellas gentes, al igual que la coexistencia con tiempos de hambruna, epidemias y pobreza. Por eso, para huir de esa miserable vida, los hombres, mujeres, jóvenes y niños soñaban con poder alcanzar algún día el sueño de trabajar al servicio de los señores, en donde se les aseguraba la comida diaria y un techo, además de un sueldo respetable y la posibilidad de escalar en el orden social. Aun las humildes lavanderas, generalmente niñas que no llegaban a los doce años, aspiraban a alcanzar algún día un codiciado puesto de doncella o cocinera.

Cuando el padre de Hilde, jefe de cuadras del viejo lord Dasser, octavo duque de Riverleen, llegó a la aldea con la noticia de que en Ardkinglas Hall necesitaban una criada de cocina, las esperanzas de toda la familia se centraron en la pequeña. Si conseguía ese puesto, no sólo se labraría un buen porvenir, sino que con el sueldo que ganase ayudaría a la pobre economía doméstica.

La mañana en que la pequeña Hilde salió de su casa de la mano de su padre con las esperanzas llenas, la cara mojada con las lágrimas de su madre y un pequeño hatillo al hombro, se sintió la niña con más suerte del mundo. O, lo que era lo mismo para ella, de toda su aldea.

Así, la señora Galloway era de las trabajadoras que más tiempo llevaba al servicio de la familia Dasser, junto con Smith el cochero, quien también había empezado en la casa como recadero cuando era niño. Ambos habían conocido al viejo lord Dasser, y cuando éste murió, pasaron a servir a su hijo, el actual lord. Así, conocieron a la jovencísima lady Dasser cuando entró por primera vez en esa casa al día siguiente de su fastuosa boda, como también fueron testigos de los tristes años que le seguirían, de los cuatro partos, de la muerte del primogénito y de cómo Ardkinglas Hall se volvía un lugar triste y sombrío. Acompañaron a sus señores en el gran viaje cruzando el océano, y celebraron el gran cambio que éste produjo en su señora. Sólo una vez Hilde tuvo que abandonar a la familia Dasser por una temporada, pero eso había sido hacía muchos años. Tantos, que nadie se acordaba.