El día se había levantado encapotado. Seguramente llovería de un momento a otro, así que Inés se dirigió al mercado pronto para evitar el chaparrón. Esa mañana le dolía la espalda y estaba muy cansada. Había tenido que mal dormir en el suelo de la habitación de Rose Mary por culpa de su hermano. La noche anterior, Íñigo había llegado totalmente borracho en compañía de una prostituta y la había echado del cuarto a patadas.
Hoy el mercado estaba abarrotado, mucho más de lo habitual. Decenas, centenares de personas se agolpaban en la vieja plaza andando de un lado para otro, chocándose entre ellas en un caos que no era habitual. Inés se fijó y se dio cuenta de que también había más puestos de los normales.
—Perdone, señora —dijo Inés a una mujer que vendía zanahorias—. ¿Qué ocurre hoy?
—Que ha llegado al puerto un barco de aprovisionamiento y están vendiendo aquí las cosas —dijo la mujer.
—¿Y por qué? —se extrañó Inés. Ese tipo de barcos iban cargados de comida, ganado y utensilios para las colonias recién asentadas que todavía no tenían medios para subsistir solas.
—No sé —dijo la mujer, encogiéndose de hombros—. He oído que habían tenido que parar a reparar el barco. Imagino que el capitán habrá pensado que mejor vender la mercancía que tenerla podrida en las bodegas, ¿no?
—Eso será —aseveró Inés.
—Bueno, ¿qué? ¿Quieres algo? —preguntó la mujer.
—Sí —respondió Inés—, dame dos de esas pequeñas.
La mujer se las dio e Inés las metió en su cesta. Varios puestos más allá, la muchacha ya había terminado su compra del día: un poco de arroz, una cebolla y un trozo de mantequilla que no tenía muy buen aspecto pero que había salido barata. Como no le apetecía volver a la fonda, decidió recorrer los nuevos puestos a ver qué vendían. Sacos de harina de trigo, cebada, centeno, sal, azúcar, frutos secos, semillas para plantar, barriles llenos de cerveza, salazones y naranjas, tinajas de vino y aceite, pequeños tarros con miel, mermelada, uvas pasas y licor. Ese día, si tenías dinero, podías encontrar casi de todo.
—¡Ann! —gritó una voz de mujer—. ¡Ann Peterson!
Inés se giró y vio a una mujer saludándola desde el otro lado de la calle. No sabía quién era, pero igualmente le devolvió el saludo. La mujer, con una amplia sonrisa en el rostro, se encaminó hacia ella seguida de dos muchachos que portaban cajas repletas de comida. Inés miró su pobre cesta y sintió vergüenza de que esa mujer, quienquiera que fuese, la viese. Rápidamente buscó un sitio en donde esconderla, pero ya era demasiado tarde.
—¡Ann Peterson! —dijo la mujer—. ¡Qué casualidad!
Inés le sonrió por educación. Aunque su cara le sonaba, no conseguía recordar dónde la había visto.
—Hola, señora…
—Señora Galloway, niña, señora Galloway —dijo la mujer—. ¿No te acuerdas de mí?
Inés negó con la cabeza.
—Lo siento, yo…
—No te preocupes, chiquilla, ¡me has visto nada y menos! —dijo la mujer riendo—. Sirvo en casa de los Dasser y te vi el otro día, cuando pasaste por la cocina hacia el saloncito en donde estaba miss Moore.
Inés sonrió. Sí, ahora se acordaba. Era una de las mujeres que había visto descascarillando judías.
—Niña, ¿dónde demonios dijiste que vivías? —preguntó la señora.
Inés la miró extrañada. No sabía a qué venía esa pregunta.
—Lady Dasser mandó a buscarte —siguió diciendo la mujer—, pero el recadero no dio con tus huesos. En donde dijiste no te conocían.
—¿Mandó a buscarme? —preguntó sorprendida Inés.
—Sí, mi niña. Quería que trabajases en la casa.
—¿De veras? —dijo Inés ilusionada—. ¿Quiere que trabaje para ella?
—Claro que sí. Dios aprieta, pero no ahoga —comentó, señalando la cesta de Inés.
La muchacha apartó la vista y se sonrojó.
—Nunca te avergüences de pasar hambre —dijo la señora Galloway—. Todos tenemos nuestras miserias.
Inés sonrió levemente intentando disimular las lágrimas que le asomaban en los ojos.
—Venga, repíteme la dirección de nuevo —dijo la mujer intentando animarla.
—Fonda de Hasting Pick.
—Fonda de Hasting Pick —repitió la cocinera memorizándolo—. Se lo diré a miss Moore en cuanto llegue.
—Gracias, señora Galloway —dijo Inés.
Esa vez, cuando llegó a la fonda, avisó al chico de la puerta de que la avisasen si preguntaban por Ann Peterson, y le pidió que no dijese una palabra a su hermano. Y al día siguiente, un chico llegó con el recado de que lady Dasser quería volver a verla.
Inés estaba nerviosa. De camino a la gran casa se había repetido mil veces que esta vez no se dejaría llevar por su arrogancia. Cuando llegó, se dirigió a la puerta principal y tocó tres veces. Un mayordomo le abrió la puerta.
—Vengo a ver a lady Dasser —dijo Inés.
El hombre la miró de arriba abajo con cara de pocos amigos.
—Tú debes de ser Ann Peterson, ¿no?
—Sí —respondió Inés, subiendo el escalón dispuesta a entrar. Pero una mano en su hombro la paró en seco.
—Por la puerta de servicio —dijo el mayordomo, indicando dónde estaba con un movimiento de cabeza y cerrando la puerta en la cara de la muchacha.
Inés, contrariada, se sintió dolida, aunque al mismo tiempo se recriminó por su torpeza. ¿Cómo pretendía pasar por la puerta principal? Seguía pensando y sintiendo como si siguiese perteneciendo a la clase social de la señora a la que pretendía servir.
La puerta de servicio era la misma por la que había entrado la otra vez. Daba a un vestíbulo que se abría a la cocina y a los cuartos de la servidumbre. Allí apareció el mismo hombre que le había abierto la puerta principal.
—Sígueme —dijo.
Recorrieron un pasillo, subieron unos escalones y salieron a un patio interior en donde el gorgoteo de una fuentecilla se mezclaba con los cantos de unos pequeños pájaros enjaulados.
—Señora, miss Peterson está aquí —anunció el mayordomo. Hizo una reverencia y salió por donde había entrado.
En una butaca, a la sombra de los muros, estaba lady Dasser esperando mientras tomaba un vaso de limonada y unos esclavos negros la abanicaban con grandes abanicos de plumas de colores.
Los recuerdos asaltaron a Inés y notó cómo su corazón se aceleraba al recordar ese trágico día. Recordó a su madre abanicada por otros esclavos y la jarra de limonada abandonada en la huida. Se sintió mareada y tuvo que apoyarse en la mesa para no tambalearse.
Lady Dasser se dio cuenta del azoramiento de la joven, pero lo achacó a los nervios de ser recibida por ella.
—¿Quién eres? —preguntó la mujer.
—Ann Peterson —respondió Inés, intentando recuperar la compostura.
—¿Quién eres?, ¿de dónde vienes? Tú no eres sirvienta —repitió lady Dasser con impaciencia.
Inés se quedó sorprendida. No estaba preparada para esa clase de preguntas y no supo qué responder.
—Ni tu actitud ni tu forma de expresarte son normales, ¡y qué decir de lo que dices saber hacer! Te he hecho venir para saber de dónde provienes.
Inés intentaba pensar, pero su malestar aumentaba con la tensión. El olor a perfume de rosas que despedía lady Dasser le estaba removiendo aún más los recuerdos. Necesitaba respirar aire fresco, pero cada bocanada la asfixiaba aún más. Sintió una náusea subir por la garganta, se tambaleó y el patio giró a su alrededor. Quiso agarrarse a la mesa de nuevo pero sus manos fallaron. Notó cómo caía y se desplomó delante de la estupefacta mujer.
—Ann, Ann —la llamaba una voz mientras notaba cachetadas en las mejillas—. Vamos chiquilla, reacciona.
Inés abrió los ojos y se encontró ante sí una cara redonda y pecosa que le sonreía.
—¡Venga muchacha, ya pasó todo! ¡Estos calores nos van a matar! —vociferaba la señora Galloway mientras le traía un vaso de agua—. ¡Cómo me acuerdo del fresquito de allá! Te diré una cosa —dijo, bajando un poco la voz—: aún no sé a qué diablos hemos venido aquí.
Inés, sentada en una silla de la cocina, miraba a su alrededor un poco desconcertada.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Que te has caído redonda al suelo —respondió la mujer—. Pero bebe, chiquilla, bebe, que te sentará bien.
—Gracias —dijo Inés tímidamente.
—No hay de qué, con esa cara tan simpática que tienes —dijo, pellizcándole la mejilla—. Pero estás en los huesos, y eso no es bueno. Mi abuela decía que las flacas enferman antes, ¡por eso yo tengo buenas carnes! —dijo, palmoteándose la cadera con gracia.
Inés sonrió a la dicharachera mujer. Por cómo se movía en la cocina y el delantal que llevaba, pensó que debía de ser la cocinera.
—Toma —dijo en voz baja mientras le ofrecía unos pequeños bollitos de nata—, coge unos cuantos y cómetelos deprisa. Que no te vea miss Moore.
Inés cogió tres bollitos y se los metió en la boca, tragando tan deprisa que la mujer se quedó sorprendida.
«Pobre criatura —pensó—. Sí que tiene hambre».
Inés notó que unas migas le habían caído por el escote y se sacudió la camisa. Al hacerlo, asomó una pequeña medalla con una virgen. La señora Galloway se fijó en ella y la miró con gesto preocupado.
—Niña —dijo la mujer en voz baja—, no sé si debo decirte esto, pero…
—¿Qué? —preguntó Inés, extrañada.
La señora Galloway se cercioró de que no viniese nadie por el pasillo.
—¿Eres católica? —preguntó la mujer, angustiada.
Inés no comprendía la pregunta: ¿acaso se podía no serlo?
—Sí… —dijo desconcertada—, sí…, claro…
—Pues que no se sepa. No estáis bien vistos, por decirlo de alguna manera.
—No sé qué quiere decir —balbució Inés.
La cocinera iba a hablar cuando unos pasos resonaron en el pasillo. Rápidamente, Inés se guardó el escapulario dentro de la camisa sin saber realmente por qué lo ocultaba. En la puerta apareció una mujer con un vestido negro. Era con quien se vio la primera vez.
—¿Señora Galloway?
—¡Ah, miss Moore! —dijo la cocinera—. La chiquilla ya se ha repuesto.
—Bien. Acompáñame —dijo miss Moore secamente.
Inés se levantó y sonrió de nuevo a la señora Galloway, cuyo rostro se había vuelto de repente serio y cabizbajo.
«Ya sé quién manda aquí», pensó Inés al ver el cambio de comportamiento de la cocinera.
Salieron de nuevo al patio, en donde seguía sentada lady Passer. El olor a perfume de rosas la invadió de nuevo al acercarse, pero esta vez no la sorprendió y pudo aguantarlo.
—¿Estás embarazada? —dijo lady Dasser.
—¡No! —respondió Inés escandalizada—. ¿Cómo puede decir algo así?
—Bien, porque si el desmayo se ha debido a eso, te advierto desde ya de que no voy a consentir ese comportamiento en mi casa.
Inés frunció el ceño, pues no sabía a qué se refería con eso.
—No me has contestado antes a mis preguntas —siguió la mujer.
—Es que… no me acuerdo —musitó Inés.
—Me refiero a tu origen —dijo lady Dasser mientras ordenaba a una camarera que le llenase el vaso de limonada.
—Es que no lo recuerdo —repitió la joven, mirando la jarra de limonada. Estaba empezando a sentir arcadas de nuevo.
—¿No recuerdas dónde naciste? ¿Tu familia?, ¿cómo llegaste aquí?
Inés negaba con la cabeza a cada pregunta.
—¿Y sí recuerdas que te llamas Ann? —inquirió la mujer.
—No —dijo Inés—, ese nombre me lo inventé.
—Ya… —dijo lady Dasser pensativa—. Cuéntame desde que te acuerdes.
—Yo… —comenzó Inés—, yo no… no sé…
Otra vez los olores la acechaban y la angustia hizo que los ojos se le humedeciesen. Lady Dasser, observando el malestar de Inés, pensó que era mejor dejar los recuerdos para otro día.
—Me han dicho que tocas el clavecín.
—Sí, señora.
—Allí hay uno —dijo, señalando un salón que se abría al patio—. Veremos si es verdad.
Inés se levantó y se dirigió hacia el clavecín. Se sentó en la banqueta, lo abrió y acarició las teclas de marfil. Su dedo anular empujó una de las teclas y una solitaria nota fa recorrió la habitación. Miles de recuerdos se agolparon en el pecho de Inés, presionándole el corazón y estrangulándole el alma. Allí sentada, con su deplorable aspecto, quiso hacerse la ilusión de que estaba en su casa, frente a su clavecin. Sus dedos empezaron a moverse rápidos y seguros, y una melodía cruzó el aire llegando al patio, en donde lady Dasser escuchaba con atención. La aristócrata, sorprendida, se levantó y entró en el salón. Inés, con la vista perdida en las teclas, lloraba silenciosamente mientras la música brotaba de sus dedos. Cuando terminó la melodía, su respiración era agitada y el llanto la invadió obligándola a esconder la cara entre sus manos. Lady Dasser, de pie, la observaba intrigada. Sin duda no era una muchacha cualquiera. Miró a su doncella, hizo una leve señal con la cabeza y salió del salón.
Miss Moore se acercó a Inés, le tendió un pañuelo y esperó a que terminase de llorar. Cuando vio que la muchacha empezaba a calmarse, le ordenó que se levantara.
—Lady Dasser desea que te quedes con nosotros. Te encargarás de ayudarme en todo lo que yo necesite, y estarás atenta a cualquiera de sus órdenes o de las mías, de día o de noche. Dormirás con los demás sirvientes, comerás con ellos y vestirás el uniforme gris. Tendrás cuatro vestidos: dos de verano y dos de invierno. ¿Has entendido?
Inés asintió con la cabeza.
—Una cosa más —siguió miss Moore—: Dentro de unos meses volveremos a Inglaterra. Este calor insalubre enferma a lady Dasser. ¿Tienes algún inconveniente?
Inés pensó en su hermano durante un segundo.
—No —dijo la muchacha—. No tengo ningún inconveniente.
—Bien. Sígueme y te enseñaré tu habitación. Puedes traer tus cosas esta tarde, y cuando llegues te darás un baño, te cambiarás de ropa y le darás eso a la cocinera para que lo queme —dijo, señalando su vestido.
Inés volvió a asentir y la siguió por los pasillos.
—Ésta es tu habitación —dijo miss Moore, abriendo una puerta—. No hay llave, así podré entrar en cualquier momento. Es la mejor forma de que no caigáis en la tentación de traer hombres a esta casa.
Inés se sonrojó. Nunca se le habría ocurrido cometer un pecado así. Miss Moore siguió con las explicaciones.
—Verás que hay dos camas, aunque de momento no compartes la habitación con nadie. Por la mañana, la cocinera tocará la campana una vez, y pasado un rato la tocará de nuevo. Cuando suene la segunda vez tienes que estar aseada y vestida en la cocina. Yo haré la inspección y repartiré las tareas. Comerás cuando la señora no te necesite, y cenarás después de que ella se haya acostado. No le hables si ella no se dirige a ti primero y si te requiere a su lado, sé discreta con lo que ves o con lo que oyes. Si se te descubre cotilleando, irás a la calle después de haberte ganado tres latigazos. ¿Has entendido? —concluyó en tono amenazante.
—Sí —contestó Inés.
Miss Moore dio media vuelta y se alejó por donde había venido. Inés entró en la habitación y cerró la puerta. Se sentó en una de las camas y miró a su alrededor. Apenas había muebles, sólo un pequeño armario y una banqueta en donde poner una vela. La habitación era pequeña, difícilmente cabían las camas, pero tenía un ventanuco que daba al patio de la cocina. Estaba relativamente limpia, no se veían agujeros de ratón y parecía fresca. Inés se acordó de su hermano. ¿Qué pasaría esa noche cuando volviese y viese que ella no estaba? Se sintió triste. A pesar de los golpes, sintió pena por él sin saber bien por qué. Pero ya no le necesitaba y la tristeza se convirtió en alivio. Desde ese momento estaría bajo la responsabilidad de lord Dasser, quien, al emplearla, debía asumir la función masculina de protegerla. Ahora ya no estaba indefensa. Oyó las campanas de la iglesia. Era ya mediodía. Tenía que apresurarse en ir a la fonda si no quería encontrarse con Íñigo. Realmente no le apetecía nada volver allí. Esa habitación iba a ser su lugar y en ella quería quedarse.
«Pensándolo bien, no tengo mucho que recoger —se dijo a sí misma—. Tan sólo los pañuelos». Unos golpes en la puerta la distrajeron de sus pensamientos. La puerta se abrió y una muchacha entró en la habitación.
—¿Eres Ann? Vengo a traerte tu ropa —dijo, dejando unos vestidos sobre la cama—. Me llamo Lyss —explicó sonriendo antes de salir.
Inés miró cómo la puerta se cerraba y luego se volvió hacia los vestidos. Eran de fino algodón gris, de tela lisa y austera, pero suave. Entonces fue cuando debajo de los vestidos descubrió las camisas y la ropa interior de hilo de algodón, blanca, inmaculada, limpia y fresca. La comparó con la suya, de basto cáñamo marrón, sucia, maloliente, vieja y rota. Una lágrima le corrió por la mejilla mientras se daba cuenta de la miseria en la que había vivido y sintió una profunda lástima por sí misma. No, no volvería a esa fonda, ni siquiera a por los pañuelos.
Al rato, Inés salió de la habitación con su vestido nuevo puesto y con el viejo en los brazos. Se dirigió a la cocina en busca de la señora Galloway para entregarle el vestido, pero cuando llegó, la cocina estaba solitaria. Miró en el patio y esperó un rato sentada frente al ardiente horno en el que chisporroteaban las brasas. Miraba su vestido, ese que representaba una vida que aborrecía, que llevaba pegadas a cada hilo las palizas de su hermano, las miserias, el hambre y el miedo. La tela tantas veces zurcida, por ella y por su antigua propietaria, quienquiera que fuese. Se levantó, abrió la puerta de hierro del horno y echó el vestido dentro. Una llamarada lo cubrió enseguida haciendo ennegrecer la tela, deshaciéndola, haciéndola desaparecer hasta no quedar nada. Inés vio su pasado consumirse del mismo modo y quiso olvidarse de su hacienda, de su lujo y de su horror. De su dolor y su sufrimiento. De su memoria y sus recuerdos. Allí se olvidó de su vida. Allí se quiso olvidar de Inés.
Manini, desde el otro lado de la isla, notó un vacío en su pecho, una angustia, una desazón. Inés se había ido. La vieja esclava cerró los ojos y vio el alma de su niña acurrucada, dormida, esperando. No le sorprendió, pues ya sabía que ocurriría. Al igual que sabía que volvería de nuevo.