Ninguna de las demás, incluida Rose Mary, consiguió entrar al servicio de los Dasser, y en pocos días el hastío se apoderó de ellas de nuevo. Pero un nuevo aliciente iba a hacer que pronto sonriesen por las mañanas y esperasen ansiosas las tardes.
Por decreto del gobierno se había fletado desde Edimburgo un galeón cuyo principal cargamento eran hombres fuertes y sanos, artesanos o jornaleros, en edad de fundar nuevos pueblos ahora y futuras familias en unos años. Este barco, en un principio, tenía como destino los territorios vírgenes de Carolina del Norte, pero la noticia de cruentas luchas entre colonos e indios cherokee hizo que las autoridades se replanteasen el rumbo que iba a tomar la flota. Jamaica se presentó como un buen destino; hacía falta mano de obra para reconstruirla y defenderla. Así, con el barco lleno de provisiones y preparado para zarpar en una semana, se decidió no informar a los valientes o desesperados hombres que en él iban a emprender una nueva vida, y sólo cuando llegaron a la caribeña isla se enteraron de que no estaban en donde les habían prometido.
Realmente tampoco importaba demasiado un sitio u otro, si no fuese por el hecho de que casi todo el territorio de Jamaica ya había sido asignado, y pocas tierras quedaban libres para instalar pequeñas granjas sin tener que pagar al señor propietario un arrendamiento.
Algunos hombres protestaron, pero una rápida y brutal represión hizo callar y conformarse al resto.
Cuando los escoceses bajaron del barco para quedarse, la noticia se extendió por todas las casas en las que habían muchachas casaderas, por todas las fondas y por todos los prostíbulos de Santiago de la Vega, y de un día para otro, el Paseo Mayor, lugar de cita de solteros y solteras, se llenó de futuros maridos provenientes de las tierras de Escocia.
A la hora en que el sol empezaba a caer y sus rayos dejaban de ser abrasadores, las muchachas y mujeres de todas partes de la ciudad salían de sus casas, casuchas, pensiones y fondas ataviadas con sus mejores ropas; peinadas, limpias y, la que podía permitírselo, con la cara blanqueada con solimán o con polvos de arroz y los labios coloreados y abrillantados con ceras. Se paseaban andando pausadamente por la ancha avenida, exhibiendo, unas con más descaro que otras, sus encantos, pero negando, como marcaba la costumbre, las evidentes intenciones. Los hombres, por su parte, en su papel de conquistadores y galanes, elegían a la que les agradaba e intentaban entablar conversación con ella, bien a través de algún compañero o a través de una amiga de la señalada. Una vez que la dama accedía a conocer al hombre que la había elegido, se establecía una conversación cruzada a través de las amigas y amigos preguntando sobre las intenciones de futuro y obviando en muchos casos el pasado de ambos.
Rose Mary y alguna de las otras mujeres lo tenían como cita obligatoria, pues la necesidad de encontrar marido era apremiante. El tiempo pasaba y los hombres preferían a mujeres jóvenes que viviesen más tiempo para darles y criar a los hijos. Inés alguna vez las había acompañado. Realmente le gustaba hacerlo, se divertía y pasaba un buen rato, pero no tenía ninguna esperanza en encontrar allí a un hombre que la quisiera. Se veía fea y desagradable con esa pobre ropa y se comparaba con la imagen que recordaba de sí misma hacía tan sólo un año. Era imposible que nadie se fijase en ella, y menos nadie correcto y educado como pretendía que fuese su futuro marido. No se daba cuenta de que la inmensa mayoría de mujeres vestían como ella; algunas un poco mejor y otras, incluso peor. Y que a pesar de su aspecto actual, seguía conservando todos los dientes, la piel lozana y el cuerpo bien formado que proporcionaba una excelente alimentación desde el nacimiento.
Una tarde, Rose Mary se quedó sin acompañantes para el paseo. Las demás mujeres no podían ir. Unas por encontrarse enfermas, y otras por haber encontrado ya pareja masculina con la que pasear. Así que intentó por todos los medios convencer a Inés para que fuese con ella. No podía faltar a la cita pues le había echado el ojo a un moreno de ojos claros que parecía que se interesaba por ella. Después de un rato de insistencia, la muchacha accedió a acompañarla.
Bonitos edificios flanqueaban el agradable Paseo Mayor y altas palmeras regalaban su sombra desde el centro, marcando una línea invisible que separaba los que iban de los que venían, ordenando de alguna manera ese flujo de personas que buscaban su futuro. Los puestos de vendedores de golosinas y galletas proliferaban por doquier, al igual que los que ofrecían un trago de agua, limonada o cerveza a un nada módico precio. Los músicos callejeros pasaban su gorra al terminar cada canción y los sábados incluso se podían ver representaciones de teatro montadas por artistas ambulantes.
—Mira, ahí están —dijo Rose Mary, señalando a un grupo de hombres que se juntaban alrededor de una de las palmeras—. Ya verás como ahora cuando pasemos nos dicen algo.
Y efectivamente, cuando pasaron a su lado, los piropos y silbidos levantaron el ánimo a las dos.
—¿Te has fijado en el del centro? —preguntó Rose Mary.
—No —dijo Inés—. ¿Cuál de todos es?
—El de la camisa remangada. Venga, pasemos otra vez —dijo impaciente Rose Mary.
—¡Pero si no hemos llegado al final del paseo!
—¿Y qué?
—Que se van a dar cuenta de que te interesas por alguno —dijo Inés.
Pues así se da más prisa en decirme si le intereso yo también —dijo Rose Mary, cogiendo a Inés del brazo—. No estoy yo para perder el tiempo.
Cuando volvieron a pasar delante de los hombres, éstos volvieron a silbar, y esta vez con más entusiasmo si cabe.
Rose Mary les sonrió divertida al tiempo que pellizcaba a Inés para que hiciese lo mismo.
—A mí esto me da mucha vergüenza —protestó Inés cuando se alejaron.
—Ay, hija, ¡qué remilgada eres! Así no te vas a casar nunca.
Inés suspiró resignada dando por ciertas las palabras de su amiga. Ella ya lo sabía.
Rose Mary miró a Inés y se dio cuenta de que, al fin y al cabo, seguía siendo una niña. Tan sólo tenía quince años, y ella ya era una mujer de veintiocho.
—Bueno, no te preocupes. Tú todavía tienes mucho tiempo para cazar a alguno de éstos.
—¡Eh! —Oyeron una voz masculina que las llamaba sin demasiado tacto.
Las dos muchachas se volvieron y vieron cómo uno de los hombres, con su gorra en la mano, andaba hacia ellas tímidamente.
—Señoritas, a mis amigos y a mí nos gustaría que nos acompañasen a pasear esta tarde.
—¿Ah, sí? —dijo Rose Mary—. ¿Ya cuál de sus amigos le gustaría especialmente pasear conmigo?
El hombre sonrió enseñando los únicos tres dientes que le quedaban en la boca.
—Pues a ese moreno que la mira con cara de carnero.
Rose Mary soltó una carcajada, pues cierto aire bovino sí tenía.
—Dígale que mi amiga y yo estaremos encantadas de que nos acompañen.
El hombre volvió a sonreír y, con el brazo en alto, indicó a los demás que se acercasen.
* * *
Así fue como Rose Mary conoció a Harry, un herrero grande y bonachón nacido en un pueblo al norte de Edimburgo. Su esposa e hijos habían muerto de enfermedad hacía un año y, desesperado, se había embarcado hacia una vida nueva intentando olvidar su desgracia. Ahora, junto a esa mujer alegre y vital que iba a conocer, le esperaba el futuro que en su tierra le arrebataron, y a ella le esperaban cinco hijos y una casa propia al lado de la herrería de su marido.