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El martes, el sol se abría paso entre las nubes cuando las campanas llamaban a misa de diez. Inés se había aseado, peinado con cuidado, se había frotado aceite en las manos para disimular la sequedad y se había puesto hierbabuena dentro del vestido para camuflar el mal olor que despedía. El día anterior había cocido la cofia del pelo y el cuello del vestido en caldo de arroz para que quedasen almidonados, había zurcido a conciencia los rotos y había cepillado las alpargatas con paja. Se había permitido el lujo de comprar una pastilla de jabón y un nuevo delantal. Eso le costaría el no comer nada durante dos días y darle su ración a su hermano para que no se enterase.

«Al fin y al cabo —pensaba—, el hambre no se ve si se la tapa con buenas ropas». Sabía lo importante que era tener una buena apariencia, como también sabía que lo que se apreciaba en una sirvienta por encima de todo era la virtud de la limpieza, a pesar de la humildad de su vestuario.

Andaba con paso decidido, sin querer pensar en lo que iba a hacer para evitar que las dudas la frenasen. Llegó al antiguo palacete de los Urrutia y vio que una larga fila de chicas esperaban en el patio a ser recibidas. Buscó a Rose Mary o a alguna otra, pero no había ningún rostro conocido y respiró con alivio. Sentía una profunda vergüenza por lo que iba a hacer: pedir trabajo.

—El siguiente —dijo con engolado acento el sirviente que las iba llamando.

Inés le saludó cortésmente con la cabeza, lo cual sorprendió al hombre, y entró en la casa. Detrás del mayordomo atravesó la cocina, en donde había un par de mujeres descascarillando judías mientras se entretenían con el ir y venir de candidatas.

—Aquella puerta —dijo el sirviente, señalando con el dedo mientras miraba a Inés de arriba abajo, buscando qué era lo que no le encajaba de esa chica.

Al entrar en la habitación vio a una mujer sentada en una silla. Llevaba un vestido negro de fino paño de lana más adecuado para el clima de Inglaterra que para el caribeño. El sudor le mojaba el pelo castaño que llevaba tirante hacia la nuca. Aunque tenía modales altivos, Inés se dio cuenta rápidamente de que no era la señora de la casa. Debía de ser el ama de llaves, la gobernanta o su ayudante de confianza. Miró la habitación y vio unos cortinajes a la derecha. Sin duda allí detrás estaba lady Dasser, escuchando y eligiendo a quien más le gustase. Era algo muy habitual que había visto hacer a su madre en innumerables ocasiones. Inés sonrió por su descubrimiento y por un momento olvidó lo que la había llevado basta allí. Pero sólo fue eso, un momento, hasta que la mujer de negro comenzó a preguntar.

—¿Tu nombre? —dijo la mujer.

—Ainy —dijo.

—¿Ainy? ¿Qué clase de nombre es ése?

Inés la miró sin saber qué decir. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que ése no era un nombre inglés, sólo la forma en que su madre pronunciaba su nombre castellano.

—Annie —se corrigió—, de Ann: Ann Peterson —dijo, acordándose del apellido de soltera de su madre.

—Bien, Ann Peterson, ¿sabes cocinar?

—Mmm… no —dijo Inés al recordar los elaborados platos que hacían sus cocineras.

—¿Eres costurera?

—No.

—¿Ordeñar?, ¿sacrificar cerdos?, ¿embutir?

Inés negó con la cabeza con repugnancia.

—¿Limpiar? —preguntó cansada la mujer.

—Sí, eso sí —contestó Inés desanimada, pensando en que eso lo sabían hacer las decenas de chicas que estaban esperando y seguro que mejor que ella.

La mujer levantó las cejas en una teatral mueca de desesperación.

Entonces a Inés se le ocurrió algo que estaba segura que ninguna de aquellas muchachas sabía hacer.

—Sé bordar en seda —dijo tímidamente.

La mujer, que ya había pedido al sirviente que entrase otra muchacha, la miró y le hizo una seña de que esperase.

—Sé bordar en seda —repitió Inés— y sé hacer centros florales según la época del año, la ocasión, el evento… —Al ver la expresión de asombro de la mujer, se sintió más segura y siguió hablando—: También toco el clavecín y sé leer y escribir.

Esto último terminó por impactar a la sorprendida mujer. No era nada habitual encontrar una sirvienta así. Más bien era algo muy raro. Demasiado raro.

—¿Por qué sabes hacer todo eso? —preguntó intrigada.

Inés titubeó. No sabía muy bien qué responder y la mujer, dándose cuenta de las dudas, pensó que le estaba engañando.

—Mentirosas no queremos en esta casa —dijo, volviendo a hacer la seña al hombre, que seguía intrigado la conversación.

—No miento —dijo Inés ofendida. Miró a su alrededor. Le había parecido ver un estuche de escritura en alguna parte. «Sí, allí está», pensó. Se levantó con arrogancia, cogió una pluma, la mojó en el tintero y, sobre un trozo de papel, escribió algo. Cuando levantó la vista, miró a la mujer y le ofreció el escrito.

La mujer miró el papel y no supo qué decir. Ella misma apenas sabía leer.

Inés se dio cuenta de esto en la expresión de su cara y en que tenía la hoja cogida del revés. Orgullosa de sí misma salió de la habitación, del ala de servicio, del patio y de la casa, pero cuando llegó a la calle ya estaba arrepintiéndose de lo que acababa de hacer.

«Estúpida orgullosa —se repitió una y otra vez—. Tenías que demostrarle que eras superior a ella. No te podías estar callada». Haber perdido esta oportunidad le parecía imperdonable, y cuando llegó a la soledad de su habitación se echó a llorar. Por suerte todavía no había llegado Íñigo, y nunca sabría lo que había estado haciendo.

Miss Moore se quedó mirando el escrito del revés, impactada por lo que acababa de pasar. De detrás del cortinaje salió una mujer madura, vestida con un bordado vestido marrón y beis, el pelo castaño recogido en un moño coronado con una compleja trenza, tirabuzones a los lados y la cara cubierta de polvos de arroz.

—Dame —dijo lady Dasser, quitándole el papel a miss Moore. Lo miró de arriba abajo y lo leyó. Era un poema de Francis Bacon—. ¡Qué muchacha tan extraña! —dijo pensativa.

—Sí —respondió miss Moore—. ¿Se ha fijado usted en su acento?

—Sin duda no es una campesina.

—Aunque viste casi como una mendiga…

—Quiero verla mañana por la mañana, a las diez. Sigue con las demás chicas —ordenó lady Dasser mientras volvía a meterse detrás de las cortinas pensando en esa extraña chica, intrigada por su vida, su origen. Sin duda pertenecía a una buena familia. No sólo por las cosas que decía saber hacer, sino por su cuidado acento y su forma de comportarse. Parecía como si estuviese acostumbrada a dar órdenes, y no a que se las diesen.

Esa misma tarde llegó a la fonda un esclavo negro con un recado para Ann Peterson.

—¿Ann Peterson? —repitió el chico de la puerta, extrañado—. Aquí no hay ninguna Ann Peterson.

—¿Ésta es la fonda de Hasting Pick?

—La misma.

—Bueno —dijo el muchacho negro, encogiéndose de hombros—. Si viene alguna Ann Peterson le dice que lady Dasser quiere verla mañana a las nueve de la mañana.

Al día siguiente, la campana de la iglesia de San Juan tocaba las nueve de la mañana mientras Inés recosía el bajo de su vestido y mataba los piojos que se escondían en las costuras, ignorante de que al otro lado de la ciudad la estaban esperando.