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La ciudad crecía alimentada por los colonos que llegaban sin cesar, unos de buena gana y otros obligados por el gobierno. Los grandes edificios se volvían a levantar, los palacetes volvían a ser habitados por acaudalados comerciantes, altos cargos militares o dirigentes, las casas se diseñaban al más puro estilo inglés y la ciudad crecía hacia el puerto. En cada barco procedente de las Islas Británicas llegaban hombres, mujeres y niños. En octubre habían desembarcado un millar de niñas irlandesas y otro millar de niños irlandeses mandados por el gobierno para colonizar tierras. Huérfanos, vagabundos o de origen muy humilde; raquíticos, sucios, y cubiertos de piojos habían sido reclutados y obligados a subir a unos barcos que les alejarían del mundo que conocían para sumergirles en un futuro aún más incierto del que ya tenían. Familias enteras en busca de una vida mejor se mezclaban con gente de mala calaña. Buscones, rateros, ladrones y asesinos se enrolaban en los barcos y cruzaban el océano en busca del dinero fácil. Así, atraídos por la permisividad de las autoridades, proliferaron los corsarios que, gracias al permiso concedido por el gobierno en una patente de corso, capturaban y saqueaban los barcos mercantes españoles. Asaltar barcos, robar mercancías y secuestrar personas importantes para pedir más tarde un rescate empezó a ser un hábito nada fuera de lo común. La patente era el único límite que se ponía a sus fechorías, pues sólo autorizaba a capturar los barcos de los países en guerra, y obligaba además a tener que repartir el botín y el rescate con el Estado. Con esto, el gobierno británico debilitaba al enemigo al tiempo que fortalecía su propia economía.

Un día, en el mercado, Inés vio a una mujer que vendía pañuelos bordados y la curiosidad hizo que se acercase a ella. Cogió una de las piezas y la observó con cuidado. Era un pañuelo de algodón tosco pero agradable, y la figura que tenía bordada era algo parecido a una rosa; aunque con puntadas demasiado largas como para darle forma, una sola capa de hilos y los nudos excesivamente visibles en el reverso.

«Yo lo podría hacer mucho mejor», pensó orgullosa.

—Dos peniques —dijo la mujer al ver el interés de la joven.

«Dos peniques», pensó Inés.

Le tentaba enormemente comprar uno de aquellos pañuelos. No eran caros, aunque en su situación resultaban todo un lujo innecesario. Sonrió amablemente a la vendedora y dio media vuelta dispuesta a marcharse. Se sentía triste, con ganas de llorar, pero se tragó las lágrimas y siguió con su tarea. Compró harina de maíz, unos mangos y grasa de cerdo. Cargada con la cesta de paja salió de la plaza del mercado en dirección a la fonda, pero había algo que le seguía rondando la cabeza. No podía olvidarse del pañuelo, y cada vez que lo recordaba la congoja le apretaba el estómago. Había algo en él que la atraía poderosamente. Unas ganas terribles de comprarlo la hicieron detenerse, pero miró la pobre comida que llevaba.

«Comida para los cerdos», pensó frustrada, y volvió a andar. Además, ¿cómo lo justificaría ante Íñigo? En ese momento, la imagen de su hermano derrochando el dinero en alcohol, con su fino traje y sus brillantes botas de cuero le golpeó la mente. Mirarse a sí misma, compararse y nacer la rabia en su interior fue todo uno, y en ese momento se dio la vuelta y se fue decidida al puesto de pañuelos. No compró uno, sino tres pañuelos. Los eligió por la suavidad del algodón más que por el dibujo que llevaban. Los dobló cuidadosamente y los escondió en la cintura, bajo su vestido. Salió del mercado de nuevo orgullosa, excitada, emocionada. Hacía tiempo que no se sentía así. No sabía por qué, pero esos pañuelos le habían dado un poquito de felicidad.

Cuando llegó a la habitación y vio que estaba sola, los sacó y, sentada en el destartalado camastro, los observó bajo la luz que entraba por la ventana. Pasó las yemas de los dedos muy despacio sobre la tela, sintiendo las finas hebras que se escapaban de la tosca manufactura. Miró los agujeros del tejido y las diferentes tonalidades en blanco que hacía el algodón y, así, evocó su otra vida, y valoró ese trozo de tela mucho más que el más delicado pañuelo de seda que le hubiesen regalado jamás.

Este momento de consuelo se repetía cada día en cuanto Íñigo salía de la fonda. Inés lo veía desde la ventana alejarse por la calle hasta doblar la esquina. Entonces se apresuraba a levantar la madera que tapaba ese hueco en donde escondía el dinero, cogía los pañuelos, se sentaba y los tocaba pensativa. Así se quedaba, refugiada en su mundo hasta que oía las voces de las mujeres que estaban en el patio. Entonces los guardaba, bajaba con las legumbres y el puchero y atendía a la conversación sin participar.

Una mañana, mientras Inés esperaba a que las alubias con arroz se cociesen, bajó una de las mujeres y puso otra olla al luego con garbanzos, tocino y un generoso trozo de carne. El olor que desprendía el guiso al hervir hizo que Inés no pudiese dejar de mirarlo. Sus tripas sonaron debajo del vestido y la boca se le llenó de saliva. Avergonzada, Inés se apartó de la cocina y se sentó en un poyete. La mujer la miró compasiva y se sentó a su lado.

—Tienes hambre, ¿verdad? —le dijo Inés miró a la mujer rubia de rosados mofletes y apartó la vista. Le incomodaba que fuese tan evidente.

—Soy Rose Mary —volvió a insistir la mujer, pero Inés ni siquiera la miró.

Rose Mary suspiró hondo, se levantó y se puso a dar vueltas al guiso con una cuchara de madera.

—¿Sabes, guapa? —dijo volviéndose—, no sé quién eres, pero si te crees más que nosotras porque viniste vestida con un vestido de seda o porque ese que dices que es tu hermano parece un lord, deberías mirarte ahora. Las campesinas de mi pueblo tienen mejor aspecto que tú, pero no llevan la nariz tan alta.

Inés se sintió dolida porque sabía que era verdad: su aspecto era deplorable. Su viejo vestido apenas disimulaba la extrema delgadez de su cuerpo, su fina piel estaba morena por el sol, sus delicadas manos se cubrían de arrugas y grietas y su pelo, en otro tiempo suave y brillante, se veía grasiento y enmarañado a pesar de llevarlo recogido bajo una cofia.

Rose Mary observó cómo la expresión de la silenciosa muchacha cambiaba y se le llenaban los ojos de lágrimas que intentaba disimular girando la cabeza. Se acercó a ella y le puso la mano en el hombro. Inés, al notar el calor de la mano en su piel, sintió un escalofrío y las lágrimas se le escaparon sin que las pudiese retener. La mujer se agachó y la abrazó como quien abraza a un niño que se acaba de caer.

—He oído cómo tu hombre te pega —le susurró tiernamente.

Entonces Inés dejó que sus prejuicios se fuesen con el llanto y se abrazó a la mujer. Hacía mucho tiempo que nadie la había abrazado. Olía a cebolla, sudor y perfume malo, pero era cálida y dulce como su madre y como Manini. Su mente las llamó a las dos. Las echaba de menos, y Rose Mary no la soltó hasta que Inés dejó de llorar.

Lejos de allí, en una orilla de un lago, una mujer negra sintió añoranza. Manini se acordó de su niña Inés. Sabía que estaba viva, pues había soñado su destino, pero también había soñado su sufrimiento. Miró al horizonte y entonó un antiguo cántico rezando a sus dioses por ella.

* * *

Rose Mary no era prostituta, como creía Inés.

—No todas las mujeres pobres y sin marido son putas —le dijo en una conversación.

Había nacido en Riverham, al norte de Inglaterra, un pueblo rico en ovejas y lana pero pobre en hombres. La revolución de 1653 se los había llevado a todos a la lucha, incluido al que tendría que haberse convertido en su marido, y no quedaba ninguno al que no se le hubiesen caído casi todos los dientes. Viendo que se quedaba soltera, atendió la llamada de las autoridades que requerían colonos para las nuevas tierras al otro lado del oscuro océano, pensando que sería más fácil contraer matrimonio. Ya llevaba allí casi un año, seguía sola y el dinero de la paga que le habían dado antes de zarpar se le estaba acabando. Nada era como se imaginó el día que dio su nombre al funcionario del gobierno, pero su decepción disminuía cuando pensaba en algo con lo que se había encontrado sin esperárselo: días azules radiantes de sol y calor que animaban su espíritu acostumbrado al frío y la lluvia.

De la mano de Rose Mary, Inés conoció a las otras mujeres de la fonda, algunas de las cuales sí eran prostitutas. Pasaban las mañanas en el frescor del patio riendo, relatando anécdotas y consolándose las unas a las otras de sus miserias. Inés se debatía entre su necesidad de compañía y su estricta educación católica. Todas las noches rezaba antes de dormir, pidiendo perdón por el pecado que cometía al tener amistad con ellas, y también pedía por sus almas descarriadas. Pero poco a poco, a la vez que conocía sus vidas, la imagen que tenía de ellas como libertinas y concubinas del diablo cambió. Se dio cuenta de que esas mujeres habían tenido una vida más dura de lo que ella podía imaginar y que lo que hacían no era por lujuria, sino por pura necesidad de comer. Al final, todas aspiraban a lo mismo: encontrar un marido bueno con el que formar una familia y tener un techo bajo el que vivir en paz. Casi todas tenían niños, y habían arriesgado sus vidas con la esperanza de poder darles un futuro distinto al que les esperaba en su tierra. Una vez llegadas al Nuevo Mundo, muchas volvían a caer en el círculo vicioso de la necesidad y algunas no conseguían salir nunca de la prostitución. Con ellas aprendió muchas cosas sobre Inglaterra, la tierra de sus antepasados; sus costumbres, su carácter, sus hábitos y su clima. Nacida en la cálida Jamaica, no lograba imaginarse cómo sería ese frío tan intenso que hacía que cayese agua dura y blanca del cielo. Lo llamaban nieve, y ella nunca la había visto. Tampoco se imaginaba un firmamento cubierto por nubes durante días enteros, semanas e incluso meses. Se dio cuenta de que desconocía por completo ese país, pues si bien su madre era inglesa, salió de allí a muy temprana edad.

Rose Mary llegó una mañana temprano con una amplia sonrisa en la cara y los azules ojos chisporroteando. En el patio estaban Inés y tres mujeres más.

—Y a ti, ¿qué demonios te pasa? —dijo una de las mujeres.

—Dadme un poco de agua para el gaznate y os lo cuento… —dijo Rose Mary—. Creo que voy a encontrar trabajo.

Había llegado al puerto una fragata, un barco distinto a los grandes galeones que solían atracar. Éste no transportaba colonos, ni víveres, ni animales, ni soldados. En éste viajaban lord y lady Dasser, aristócratas venidos desde la gran ciudad de Londres con tanto equipaje que se habían necesitado cincuenta esclavos para bajar todos los baúles. Se rumoreaba en el puerto que lord Dasser venía a la isla a tomar posesión de las tierras que había adquirido después de la toma de Jamaica. También se había corrido la voz de que estaban buscando criados ingleses, pues hubo varios que en el último momento se negaron a subir al barco y se quedaron en el puerto de Londres, sin trabajo pero aliviados por no tener que penetrar en el infinito océano.

—¡Ésta puede ser nuestra oportunidad! —dijo una de las prostitutas.

—Yo me voy a presentar —dijo otra.

—Sí, claro, ¿y para qué? ¿Tú qué sabes hacer? —exclamó otra, desdeñosa.

—Siempre necesitarán a alguien para vaciar retretes o ir al lavadero o lo que sea. Me da igual con tal de dejar de soportar a borrachos encima.

—¡Tú lo que quieres tener encima es al señor! —le respondió con sorna.

—¿Cuándo reciben? —preguntó la mujer sin hacer caso del comentario.

—Dicen que el martes, temprano. Se han instalado en el palacete de los… Urrutia… o algo así —dijo Rose Mary.

Inés sonrió al notar la dificultad que tenía la inglesa para pronunciar ese nombre.

—Eh, chica, ¿te animas?

—¿Trabajar? ¿Yo? —dijo Inés escandalizada, como si la hubiesen insultado.

Las demás mujeres se la quedaron mirando sin saber cómo interpretar esa reacción.

—Pues mal no te vendría, ¿eh? —le espetó una de ellas.

—Lo cierto es que la oportunidad de trabajar en una casa en donde te aseguran la comida y el techo no sale todos los días… —dijo Rose Mary, intentando suavizar la situación.

Generalmente, el personal de servicio viajaba con sus señores, y si se necesitaba suplir a alguien, se compraban negros y se prescindía de los trabajadores blancos. Estos últimos resultaban mucho más caros pues cobraban un jornal, se les tenía que mantener en unas condiciones de vida dignas y tenían ciertos derechos de amparo ante la ley. Ninguna de estas molestias existía con los esclavos. Además, una persona libre podía dejar el servicio en cualquier momento, mientras que un esclavo nacía y moría bajo la propiedad del mismo dueño, sumándole que con su natural reproducción generaba más esclavos que enriquecían a su amo.

—¿Por qué querrán ingleses? —se preguntó Inés extrañada. A ella nunca se le habría ocurrido tal despilfarro de dinero.

—Vete a saber —dijo Rose Mary—. ¡Con los ricos nunca se sabe!

—Tienen tanto dinero que se vuelven locos —comentó otra de las mujeres.

—Yo conocí a uno que tenía las huellas de los dedos borradas de contar tantas monedas… —explicó otra.

—Y luego tienen los peores vicios.

—De lo aburridos que están.

—¡Claro! ¡Con los vestidos que llevan sus mujeres, no pueden catar hembra nada más que en las casas de putas!

Las mujeres empezaron a animarse y las burlas y comentarios fueron subiendo de tono mientras gesticulaban y se mofaban de lo que ellas llamaban «los ricos». Inés las miraba sintiéndose cada vez más incómoda. Algún comentario le hubiese hecho incluso gracia, pero ahora se estaba sintiendo ofendida y escandalizada.

—Tengo que irme —dijo de repente, dándose media vuelta.

Las cuatro mujeres se quedaron mirando cómo desaparecía por la puerta sin saber qué le pasaba.

—¿Qué mosca le habrá picado? —interrogaron a Rose Mary.

—Yo qué sé —dijo ésta, torciendo el gesto.

Inés entró en su cuarto pensando en lo injustas que estaban siendo. «Nosotros también tenemos problemas —pensó, pero al momento una duda la asaltó—: ¿Nosotros?» Miró a su alrededor, se miró el vestido y se sentó dejándose caer en la cama. «Nosotros», pensó con añoranza, y una mueca cínica se dibujó en su cara. Se echó sobre el colchón y cerró los ojos volviendo a ver su casa, oliendo las flores frescas, saboreando las frutas confitadas, las tardes en el porche, las lecturas a la sombra del jardín…

El sonido de la puerta al abrirse la despertó. Se había quedado dormida sin darse cuenta.

—¿Estabas durmiendo? —dijo Íñigo.

Inés no contestó. Se acababa de dar cuenta de que no había hecho la comida y eso enfurecería a su hermano.

—Tengo hambre. Sírveme —dijo el joven, sentándose a la mesa.

Inés buscó una excusa pero no la encontró.

—¿Qué pasa? ¿No me has oído?

Inés cogió unos mangos y un mendrugo de pan que tenía del día anterior y lo puso encima de la mesa con las manos temblorosas.

—¿Qué es esto? —dijo Íñigo enfureciéndose.

—Es… la comida. No he podido hacerla…

Íñigo la miró fijamente e Inés se preparó para lo que iba a pasar. Daba igual la excusa, siempre ocurría lo mismo.

La mañana siguiente el cielo amaneció encapotado y se presagiaba un día de pesada humedad. Íñigo salió como todos los días hacia el puerto, pero Inés sabía por las demás mujeres de la fonda que lo único que pisaba de allí eran las tabernas y los prostíbulos. Le vio alejarse y sintió odio por él: tanto como dolor sentía en su amoratado cuerpo. Miró al cielo y rezó para que se muriese. Le daba lo mismo cómo. Una puñalada, un mal golpe o un rayo sobre la cabeza. También le daba lo mismo qué le pasase a ella. Por primera vez en su vida se imaginó a sí misma viviendo sin la protección de un hombre a su lado. Sin un padre, sin un hermano, sin un marido. Pensó que estaría mejor viviendo sola… o muriendo, pero sola.