El otoño estaba tocando a su fin y ya no les quedaba más dinero a pesar de que Inés lo racionaba a conciencia. Desde el primer momento se puso el límite de gastar tres peniques al día en comida, y aunque no daba para mucho, por lo menos les había llenado el estómago. Pero ahora sus tripas volvían a rugir de hambre ante el olor a mantequilla derretida que salía de la cocina común de la fonda. Íñigo salía temprano cada día en busca de algún trabajo y volvía al anochecer con las manos vacías. Su incapacidad para expresarse correctamente le excluía de los trabajos que él consideraba más adecuados a su educación, y ni se le pasaba por la cabeza el realizar un trabajo que requiriese esfuerzo físico. El joven se debatía entre la responsabilidad de hacerse cargo de su hermana y el orgullo que le impedía ganar un salario. La situación le sobrepasaba y había empezado a ahogarla en alcohol malgastando el poco dinero que tenían.
Inés, viéndose de nuevo en la calle, se atrevió a hacerle una sugerencia a su hermano.
—Podríamos vender nuestra ropa —dijo con cautela.
—¿Qué? —preguntó Íñigo como si no hubiese entendido bien.
—Que podríamos vender nuestra ropa. Al fin y al cabo no nos sirve de nada en este lugar. —Inés echó una mirada de asco a su alrededor—. Sólo para llamar la atención. ¿No te has fijado cómo cuchichean todos cuando sales?
Íñigo se quedó pensativo.
—Sí, me parece bien, puede ser una buena idea.
Al día siguiente Íñigo salió de la habitación camino del mercado con el vestido y los zapatos de seda debajo del brazo, dejando a Inés en paños menores, tapada sólo con las polainas y sintiéndose sucia y en pecado. Ese día se le hizo eterno. Caminaba nerviosa hacia la puerta cada vez que oía pasos. Temía que alguien entrase, no por si le robaban o mataban, sino porque algún hombre la viese así y la confundiese con una de esas mujeres que vivían en las habitaciones de al lado. Por fin, al anochecer como siempre, Íñigo llegó a la habitación con un saco al hombro.
—¿Cómo te ha ido? —preguntó ansiosa.
—¡He conseguido casi dos libras!
—¡Qué bien! —exclamó Inés. Con eso podrían comer y pagar la fonda durante bastante tiempo.
—Aquí tienes otro vestido —dijo Íñigo con el aliento apestando a ron.
—¿Has estado bebiendo? —preguntó Inés.
—Sí. Celebrando la gran venta que he hecho —dijo mientras se apoyaba en la pared.
—¿Cómo desperdicias así el dinero? —le regañó Inés, indignada.
Íñigo se la quedó mirando fijamente e Inés se dio cuenta de que tendría que haberse quedado callada.
—¿Y quién te crees tú que eres para hablarme así, eh? —gritó—. Mírate, ¡en paños menores! Toma —le dijo, tirando el saco al suelo—, tápate tus vergüenzas.
Inés se agachó a por el saco con la mirada baja y en silencio. No quería enfurecer más a su hermano, aunque la rabia la quemaba por dentro. Del saco sacó unas alpargatas y un basto vestido de algodón marrón de campesina. Sin armazones, sin ballenas, sin formas. Se abultaban los pechos bajo la camisa y sus caderas sólo se realzaban por las enaguas que llevaba debajo. Además se notaba que ya había sido usado pues tenía remiendos en los codos y en los bajos, estaba sucio y olía a animal. Las lágrimas brotaban silenciosas de sus ojos, y se las enjuagaba con la manga mientras se lo ponía. Le estaba grande, le picaba la piel y el olor le provocó una náusea.
—¿Qué te pasa? ¿No te gusta? —preguntó Íñigo, molesto.
Inés no dijo nada, pero al levantar la vista no pudo evitar que sus ojos se quedasen clavados en la refinada vestimenta que su hermano aún conservaba.
—¿Qué? —le gritó Íñigo mientras se acercaba tambaleándose—. ¿Qué miras?
Inés apartó la vista y no contestó.
—¿Qué estás mirando? —volvió a gritar Íñigo.
—Habla más bajo, por favor. Te van a oír hablar en castellano —dijo Inés con cuidado.
—¡Y a ti qué te importa! Tú sí sabes hablar inglés ¿no?
Inés no contestó.
—Piensas que tu hermano es un inútil, ¿verdad? —Y diciendo esto cayó sobre ella golpeándola en la cara, repitiendo la palabra inútil una y otra vez.
—Basta, por favor, para —suplicaba Inés acurrucada contra la pared mientras notaba el puño de su hermano golpearle todo el cuerpo—. Basta, basta, basta…
Con lo que sacaron de vender el vestido de Inés pagaron por adelantado cinco meses en la fonda, plazo que Íñigo consideró más que suficiente para salir de la isla. De la isla y de esa sociedad con la que no sabía comunicarse, en la que le inundaba el sentimiento de inferioridad cada mañana, cada tarde y cada noche, cada vez que tenía que recurrir a su hermana pequeña porque no entendía lo que le decían. Desde niño, le habían enseñado que el hombre es el que protege a la débil mujer. Eso había sido así desde que el mundo era mundo, pero ahora él se veía mermado por esa niña consentida mientras su ignorancia era camuflada como un defecto del habla.
—¡Un imbécil! ¡Un retrasado! —murmuraba cuando los celos le reconcomían la razón.
El orgullo aprendido desde la cuna le impedía esforzarse en aprender inglés, a la vez que le empujaba a alimentar su vanidad y sus añoranzas de lo que ya no era. Íñigo se dedicaba a pasear por el puerto con elegante porte, presumiendo de ser lo que fue, atento a cualquier barco que partiese por si iba hacia tierra española y desperdiciando el poco dinero que tenían en sus frecuentes visitas a las tabernas de la zona. Allí, cuando ya estaba ebrio, fanfarroneaba medio en español medio en inglés como si siguiese siendo el hijo de un gran hacendado, presumiendo de tierras, esclavos e interminables días de caza, mientras las prostitutas le embaucaban y le limpiaban los bolsillos.
Inés, viendo que su hermano se estaba bebiendo el dinero del pasaje, empezó a inquietarse. Pensaba que debía hacer algo pero no sabía qué. Mientras, el tiempo pasaba y ella rezaba todas las mañanas para que ese día su hermano viniese con la esperada noticia de que un barco zarparía hacia territorio español. Pero un día tras otro la frustración crecía y las esperanzas desaparecían en el pozo de tristeza en el que se estaba hundiendo. Inés aguantaba resignada las palizas, que cada vez eran más frecuentes, y el miedo que sentía al oír las botas de su hermano acercándose por el pasillo le empezó a provocar vómitos y mareos. Cuando Íñigo caía profundamente dormido ahogado en ron, Inés le quitaba el poco dinero que le quedaba de ese día y lo escondía debajo de una tabla suelta en el suelo.
«Para cuando lo necesitemos», pensaba.
Por la mañana iba al mercado a comprar el género más barato que pudiese conseguir, generalmente pan, fruta casi podrida y verduras. Se le iban los ojos detrás de los pollos encerrados en jaulas de madera, o de los pescados recién traídos de la mar, pero eran un lujo que no se podía permitir. Después del mercado se apremiaba en llegar a la fonda en donde había una cocina de carbón que compartían todos los huéspedes. La cocina estaba al aire libre, en un pequeño patio en donde también se tendía la ropa. Realmente no tenía mucho que cocinar, tal vez hervir las verduras, pero le gustaba estar con las demás mujeres. No se mezclaba con ellas, ni siquiera les dirigía la palabra, tan sólo las escuchaba disimuladamente.
«¡Son prostitutas, Dios me libre!», pensaba cuando se le pasaba por la cabeza la idea de participar en sus conversaciones, pero la realidad era que cada vez pasaba más tiempo en el patio y menos en la soledad de su habitación. Sin quererlo, buscaba su compañía. Le entretenía oírlas, enterarse de los chismorreos que contaban y contagiarse de sus risas. Dejó de comprar verduras y empezó a comprar legumbres. Se excusaba ante su hermano diciendo que, aunque eran más caras, cundían más en el plato. Y como tardaban más en cocer, podía pasar más tiempo con esas mujeres. Ellas, por su parte, habían hecho una apuesta a ver quién acertaba sobre la vida de esa extraña pareja. Miraban a Inés de reojo y a Íñigo con algo más que curiosidad. No se veían muchos hombres tan bien vestidos en ese lugar.