El tiempo pasaba silenciosamente en aquel clima de eterna primavera. El sol seguía a la luna en un continuo baile en el que nada a su alrededor se inmutaba y, con los días sucediéndose iguales los unos a los otros, era difícil saber cuántas semanas o meses llevaban escondidos en aquel viejo sótano, apenas una pequeña habitación excavada hacía muchos años en el húmedo suelo para refugiarse de los huracanes que azotaban la isla. Cuando el padre pidió en matrimonio a Agnes, mandó construir otro refugio más confortable bajo la casa y éste cayó en desuso. Las hierbas cubrieron la superficie, y sólo si sabías exactamente dónde estaba, podías encontrar la trampilla de madera por la que se accedía. Inés se pasaba encerrada allí todo el día mientras Íñigo buscaba comida en los alrededores, y sólo salía mientras había luz para hacer sus necesidades. Ese cuartucho se había convertido para ella en algo más que un sitio donde esconderse. Allí, bajo los tablones que dejaban entrar unas finas líneas de sol, se sentía segura en su soledad. Intentaba mantenerlo limpio luchando contra el barro y los insectos, pero ambos se empeñaban en conquistar de nuevo el territorio usurpado. También luchaba contra su asco. Los bichos la aterraban, en especial las arañas, que correteaban por decenas por las paredes. La primera vez que su hermano trajo un loro que acababa de cazar, Inés vomitó varias veces mientras lo desplumaba, y cuando lo abrió para limpiarle las entrañas y asarlo, se desmayó, dejando al destripado animal cubrirse de moscas hasta que su hermano llegó a la tarde. Remendaba la única ropa que tenían con el costurero de su madre, que se había salvado de la quema. Aquello le parecía una broma del destino. Zurcía unas ropas que ni los esclavos hubiesen querido, llenas de rotos, sucias y andrajosas, con exquisitos hilos de seda traídos de Holanda. Por la noche, los dos hermanos salían al raso y se tumbaban a mirar las estrellas refugiados entre los bellos rosales del jardín, e Íñigo recordaba en voz alta sucesos de su anterior vida, tan sólo unos cuantos meses atrás. Inés le miraba, siempre en silencio, pero sus ojos hablaban por su boca, y en ellos se podía leer el cariño que sentía por su hermano mayor. Íñigo la miraba con preocupación. Se sentía culpable del enmudecimiento de su hermana. «¿Qué le habrá pasado para no querer decirlo?», se repetía una y otra vez.
Además, otro asunto preocupaba al joven. No podían estar viviendo en esas condiciones para siempre. La guerra no parecía que hubiese acabado, pues regularmente tropas inglesas pasaban por el camino en dirección al oeste. Tenía que buscar una forma de huir de la isla, y rápido. En los últimos días había oído toser a su hermana cada vez con más frecuencia. El insalubre sótano estaba mellando su salud y el tiempo corría en su contra. Pero ¿cómo?
Pasaban los días e Inés notaba a su hermano cada vez más nervioso. Sabía que algo le rondaba la cabeza, pues apenas le hablaba y por las noches dormía inquieto. Una noche no volvió al anochecer como de costumbre. Inés salió a esperarlo con las estrellas pero salió el sol e Íñigo no había vuelto. La muchacha empezó a preocuparse seriamente. Algo le tenía que haber pasado porque estaba segura de que nunca la abandonaría. El día siguiente fue eterno, seguido por una noche interminable. Añadido a la preocupación por su hermano, otro problema le surgía a Inés. Ya se le estaban acabando las provisiones y le aterraba pensar que tendría que salir ella a buscar comida; aunque le aterraba aún más el imaginarse sola toda la vida. La soledad, la independencia de la mujer, eran cosas antinaturales y aborrecibles, lo peor que podía pasar, pues suponían, en la mayoría de los casos, la exclusión de la sociedad. Realmente lo que definía a una mujer como persona era la relación con los hombres de su entorno: primero el padre y los hermanos, después el marido y, cuando enviudaba, los hijos. Ellos eran sus responsables legales y a ellos se debía. Honrarles y obedecerles era su sentido en la vida.
Era la tarde del segundo día cuando oyó acercarse unos pasos.
«¡Íñigo!», pensó, mientras desatrancaba la trampilla para subir a su encuentro. Pero entre las rendijas de la madera vio algo que le extrañó. Algo brillaba en las botas de su hermano.
Enfocó mejor la vista y su corazón dio un vuelco. ¡No era su hermano! ¡Esas botas no eran las de su hermano! Eran unas botas altas, limpias a pesar del barro de las suelas, muy distintas a las destrozadas botas que llevaba Íñigo. La sombra del dueño de las botas se agachó de repente. ¡Había visto la trampilla! Inés intentó cerrarla pero era demasiado tarde. La luz del sol se abría paso a medida que la madera se levantaba y las botas comenzaron a descender por la endeble escalera, seguidas de unas masculinas medias de hilo negro y unas calzas hasta la rodilla de terciopelo marrón. Inés buscó algo con qué defenderse. Miró a su alrededor y agarró un cuchillo dispuesta a rebanarle la garganta a quien fuese. Cerró los ojos un instante y se encomendó al cielo. Volvió a abrirlos y sólo se fijó en la nuez del hombre, que subía y bajaba tragando saliva.
—Estoy sediento, ¿hay agua, Inés? —dijo Íñigo sin darse cuenta de la situación.
Inés se quedó petrificada con el cuchillo levantado a escasos centímetros del cuello de su hermano.
—Pero ¿qué haces? —dijo el muchacho sobresaltado—. ¡Por todos los santos, Inés! Que soy yo, ¡aparta eso de mi cuello!
Inés abrió la mano y dejó caer el cuchillo. Su respiración empezó a agitarse y un ataque de tos le agarró el pecho.
—Tranquila, Inés, ya estoy aquí —intentó consolarla Íñigo—. Soy yo, ya estoy aquí. Ven, siéntate y descansa —dijo preocupado.
Cuando Inés se recuperó de la tos, Íñigo subió a la superficie y bajó con un gran saco.
—¡Mira, mira lo que he encontrado!
Inés le miró sorprendida. Un elegante vestido azul de seda brilló entre tanto polvo. La joven no se lo podía creer y pensó que era el vestido más bonito que había visto nunca, aunque, en realidad, ese vestido habría acabado en el fondo de un baúl tan sólo unos cuantos meses atrás. Se lo puso. Le estaba un poco grande, pero se lo podría arreglar.
—He estado en la ciudad. Por eso he tardado tanto —dijo Íñigo en tono de disculpa—. Sé que tenía que habértelo dicho, pero surgió de repente. No sé cómo me vi caminando hacia allí y se me ocurrió que si podía encontrarme con alguno de los socios de papá, ellos podrían sacarnos de aquí… pero no encontré a ninguno. Habrán huido al interior. La ciudad está tomada por los ingleses. No hay manera de entrar si eres español. Nosotros, aquí, por lo menos estamos seguros…
Inés asintió resignada.
—Esto lo encontré a la vuelta —dijo, señalando lo que había traído—. Había dos baúles caídos a un lado del camino llenos de ropa. Los he escondido entre los árboles y mañana iré a por lo que queda. ¡Qué suerte!, ¿verdad? Imagino que alguien los abandonó cuando huía de la ciudad, no sé… ¡Venga, pruébatelo! Te espero arriba para verte.
* * *
Después de luchar con los lazos, ballenas y alambres del corpiño, el guardainfante y el peto, Inés consiguió ponerse el vestido sola. Nunca lo había hecho y tardó un buen rato en ajustar las piezas. Cuando notó el cuerpo oprimido bajo el vestido, sintió una extraña sensación de seguridad: como si las cosas volviesen a ser como deberían. A pesar de la gran incomodidad, la rigidez, la limitación de movimientos, el calor que daban las varias capas de tela, las ballenas del corpiño que impedían respirar hasta causar mareos y otros innumerables inconvenientes, Inés estaba encantada de volver a sentir esas sensaciones. Volvía a sentirse ella misma. El vestido era mucho más que una forma de taparse: representaba una forma de vida, su antigua vida. Distinguía a las grandes damas de las demás mujeres. Con él era imposible hacer otra cosa que dedicarse a la vida contemplativa, lo que indicaba la riqueza de quien lo vestía.
Ya era de noche cuando Inés abrió la trampilla y salió al exterior con cierta dificultad, seguida del sonido de la tela al rozarse. Íñigo, al verla con su vestido brillando bajo las estrellas, recordó su vida anterior, a pesar del pelo sucio y enmarañado, la tez demacrada y pálida y la enorme tristeza en los ojos de su hermana.
—Estás preciosa, Inés —le dijo cariñosamente, e Inés le devolvió una suave sonrisa a modo de agradecimiento—. Ven —dijo el muchacho—, ¡vamos a bailar! ¿Me permite esta bella dama que le tome la mano y la saque al centro del baile?
Inés asintió con la cabeza y le tendió la mano. Así, bajo la luna, con el estómago rugiéndoles de hambre bajo sus trajes nuevos, bailaron decenas de melodías recordadas en sus cabezas, haciéndose la ilusión de estar en otro tiempo y en otro lugar.
Bailaron casi toda la noche, sin parar, hasta que cayeron rendidos en la fresca hierba y se dejaron invadir por el sueño; un sueño tan profundo que no se dieron cuenta de que ya había amanecido. Ni tampoco se dieron cuenta de que una patrulla de soldados ingleses se estaba aproximando a ellos. No oyeron sus pasos acercarse, ni el chirriante sonido de las espadas al desenvainar, tan sólo notaron su fría punta clavándose lentamente en sus gargantas. Y en ese momento, abrieron los ojos con espanto.
—¡Están vivos, capitán! —gritó en inglés uno de los soldados mientras miraba extrañado a los dos hermanos.
Un hombre corpulento, de pelo rubio y tez rojiza, bajó del único caballo que había en el grupo y se acercó a ellos. Los miró atentamente de arriba abajo y escupió al suelo.
—Son españoles —dijo, dándose la vuelta.
Inés vio como uno de los soldados levantaba su espada y la dirigía hacia su pecho, y en ese momento reaccionó.
—¡Parad! —gritó en inglés.
El soldado se quedó estupefacto, con la espada a medio metro del desbocado corazón de la muchacha.
—¡Parad, he dicho! ¿Quién se cree usted que es para tratar así a una dama? —dijo Inés, intentando imitar el altivo acento de su madre.
El capitán inglés se volvió hacia ella desconcertado.
—Perdóneme, yo pensé que… —empezó a decir.
—Ya, ya, pero ¿puede decir a su hombre que me ayude a levantarme? —dijo, ignorando al soldado.
—Sí, por supuesto —murmuró desconcertado el capitán.
Inés se puso de pie, se arregló el vestido y le tendió la mano al sudoroso hombre para que se la besara.
—Soy lady Knox, hija de sir Thomas Knox, y él es mi hermano Peter. No puede hablar desde niño. Una enfermedad le dejó sin la capacidad de pronunciar bien las palabras, pero las entiende si se le habla despacio —dijo Inés, mirando a su estupefacto hermano—. Llegamos hace una semana, y no habíamos ni pisado el puerto cuando un grupo de hombres muy desagradables nos asaltaron y nos secuestraron. Sin duda buscaban la fortuna de mi padre. Ayer nos abandonaron aquí sin más, tal vez temerosos de nuestros valientes soldados, que ya venían a rescatarnos, ¿cierto? —preguntó al capitán.
Íñigo no sabía qué le sorprendía más, si haber oído de nuevo la voz de su hermana, el relato que se estaba inventando o que ésta hablase un perfecto inglés. Él lo entendía más o menos, pero hablándolo era bastante pésimo. Nunca le interesó aprender la lengua de su madre, y ahora se arrepentía.
—¿Sir Thomas Knox? —interrogó el capitán—. No me suena…
—Pues debería —dijo Inés despectivamente—. Mi padre viene hacia aquí desde las tierras del norte para comprar media isla. Cuando él llegue, todo esto será suyo —dijo, mirando a su alrededor con avidez—. Y, por supuesto, le hablaré del apuesto capitán que nos salvó la vida.
El pobre hombre, que de apuesto tenía poco, se sonrojó aún más de lo que ya lo estaba por el sol. Echó un vistazo a Inés y después a su hermano. Ropa cara, modales altivos, piel fina y una forma de expresarse tan culta que era imposible que le estuviesen engañando. Realmente se les notaba que pertenecían a una acaudalada familia. Sin más dudas, decidió escoltar personalmente a lord y lady Knox hasta Santiago de la Vega. Mientras Inés pensaba en qué decir cuando llegasen a la ciudad y no tuviesen adónde ir, el capitán iba pensando en la cuantiosa muestra de agradecimiento que sir Thomas Knox le iba a dar. El hombre estaba tan nervioso ante la buena suerte que había tenido al encontrarlos que no paró de hablar en todo el recorrido. Gracias a eso se enteraron de que los españoles se habían rendido poco tiempo después del ataque, y que hacía ya varios meses que se había acabado el período de gracia concedido por la corona inglesa para que abandonasen la isla sin ser perseguidos. En estos momentos, si alguien se enteraba de que no eran ingleses, irían camino de la horca.
Entraron en la ciudad al anochecer e Inés pudo comprobar con sus propios ojos que se había librado una dura batalla, aunque los principales edificios estaban intactos y sus nuevos habitantes se esforzaban en hacer una vida normal.
—¿Dónde les dejamos, lady Knox?
—En el palacio del gobernador —dijo Inés sin darle importancia, mientras a Íñigo le saltaba el corazón. Se preguntaba si su hermana se habría vuelto loca.
Un rato después, les dejaron ante las puertas del mismísimo palacio del gobernador, habitado ahora por el general Venables, mano derecha del almirante William Penn.
—¿No desea milady que la acompañe hasta dentro? —preguntó el capitán.
—¡Oh, no! —exclamó Inés—. No quiero que nadie sepa quién ha sido mi rescatador. Sobre su cabeza pende una gran bolsa de monedas demasiado jugosa para algunos hombres ávidos de lo que usted va a tener. —Inés hizo una pausa, y mostrando la mejor de sus sonrisas miró a los ojos del capitán y prosiguió—: Y no quiero que usted sufra el más mínimo rasguño…
Íñigo no se lo podía creer: ¡su hermana estaba coqueteando descaradamente con el inglés!
Ante aquella sonrisa de dientes perfectos, sólo privilegio de las clases altas, al capitán se le nubló el entendimiento y no se dio cuenta de que se habían aprovechado de él, y más aún. Esperó durante meses a que un tal Knox se presentase en su cuartel para librarle de aquella vida de suciedad, dolor y sangre tan mal pagada, hasta que unas fiebres lo llevaron al otro inundo soñando con lady Knox.
Inés esperó a que la cuadrilla de soldados doblase la esquina y salió corriendo en dirección opuesta hasta encontrar un callejón en el que cobijarse.
—Pero ¿te has vuelto loca? —le increpó Íñigo, agarrándola del brazo—. ¿Cómo se te ocurre?
—Estamos vivos, ¿no? —dijo Inés.
—¡Porque ése era un pobre desgraciado!
—Sí, pero estamos vivos y en la ciudad… —dijo Inés empezando a llorar. Había soportado demasiada tensión durante su representación y no podía creer que su hermano, además, la estuviese regañando.
—¡Yo te hubiese traído igualmente! —le gritó Íñigo.
—¿Ah, sí?, ¿cómo? ¿Con una espada clavada en la garganta? —respondió Inés, y una sonora bofetada le cruzó la cara.
—Soy tu hermano mayor y no te consiento que me hables así —dijo el muchacho, amenazándola con volver a golpearla.
En ese momento, mirando los rabiosos ojos de Íñigo, se dio cuenta de una realidad: un hombre prefería morir a ser salvado por una mujer. Y a Íñigo le había salvado su hermana pequeña. En esos tiempos que le había tocado vivir, la mujer no era nada, menos que un animal, un ser completamente inservible para cualquier cosa que no fuera procrear. Eran malos tiempos para una mujer inteligente como Inés.
Esa noche la pasaron en el callejón, acurrucados y muertos de miedo, alerta a cualquier sonido que delatase peligro mientras las ratas correteaban a su alrededor. A la mañana siguiente, los dos hermanos salieron al encuentro de algún amigo, conocido o socio de su padre, alguien que les pudiese ayudar a llegar a suelo español. Pero todas las casas estaban vacías y desvalijadas en el mejor de los casos, y en el peor, quemadas por sus propios dueños para impedir que los ingleses las disfrutaran.
La tarde se les había echado encima en su inútil búsqueda. Pronto anochecería y les urgía encontrar un sitio en el que refugiarse de los corsarios, vividores y pendencieros que ocupaban las calles de la ciudad al oscurecer. A la desesperada, dieron con una fonda infectada de cucarachas y pulgas cerca del camino que llevaba al puerto, en donde pudieron alquilar por una semana una habitación con un húmedo camastro a cambio de una pañoleta de seda del vestido de Inés. Aunque su aspecto llamaba la atención entre los demás huéspedes, nadie les preguntó. Sólo notaron una imperceptible sonrisa del chico que los llevó a la habitación cuando Inés quiso dejar muy claro que sólo eran hermanos. El cuartucho no era mucho más saludable que el refugio en donde habían estado escondidos: la roña se pegaba al suelo, en las esquinas se acumulaban bolas de pelusas y telas de araña de las que colgaban los esqueletos del alimento de sus dueñas. La cama eran apenas unos cuantos tablones mal unidos con clavos y el colchón, relleno de paja, olía a meado y moho. Una destartalada mesa y una banqueta completaban el mobiliario. Los chillidos, jadeos y voces borrachas de las otras habitaciones atravesaban los finos tabiques de madera como si estuvieran allí mismo y se mezclaban con la música, el humo y los vahos de alcohol que subían de la taberna que tenían en la planta baja. Durmieron abrazados, como cuando eran niños, pero ni aun así Inés pudo conciliar el sueño. Íñigo, viendo a su hermana atemorizada, le prometió que al día siguiente buscaría un sitio mejor. Pero no lo encontró. Ni ese día, ni esa semana, ni nunca.
—Tenemos que ir al refugio —dijo Íñigo nada más despertarse al día siguiente—. Hay que coger todo lo que podamos vender para conseguir dinero. Buscaré también lo que escondí en el camino.
Inés estuvo de acuerdo.
—Pero iré yo solo —añadió el joven.
—¿Tú solo? ¿Por qué? —protestó Inés—. Yo también puedo ser de ayuda.
—No Inés, tú me entorpecerías. Vas más lenta y, además, una mujer llamaría mucho la atención.
—Pero si voy yo, podremos traer más cosas —insistió la joven.
Íñigo se pensó este argumento. En eso tenía razón su hermana. «Por poco peso que pudiese llevar, algo sería».
—Además —dijo Inés—, no quiero quedarme aquí sola…
Íñigo echó un vistazo a su alrededor y frunció el ceño. A él tampoco le gustaba dejarla en aquel sitio.
Pensó por un momento en dejar que le acompañase, pero al segundo cambió de opinión. Con aquel vestido tardarían demasiado en llegar y estaba seguro de que, a la vuelta, Inés estaría tan cansada que no podría dar un paso. «No, mejor no. Porque la voy a tener que traer en brazos y…, no, no», decidió.
Inés, que aguardaba impaciente, supo que la respuesta iba a ser negativa cuando vio a su hermano mirar el vestido. Realmente no estaba hecho para andar grandes trayectos. Oprimía la respiración hasta hacer daño en las costillas y las ballenas se clavaban si flexionabas más de la cuenta la cintura.
—Te quedarás aquí —dijo al fin Íñigo—. No salgas de esta habitación pase lo que pase. Volveré antes de que anochezca. Llamaré a la puerta cuatro veces. Si no es así, es que no soy yo, así que no abras, ¿has entendido?
Inés le miró decepcionada. Pues claro que le había entendido. No le gustaba que la trataran como a una niña, pero aún le gustaba menos la idea de pasar allí sola todo el día.
La puerta se cerró delante de Inés, que se apresuró a echar la madera que servía de cierre. Oyó los pasos alejarse y se asomó a la ventana que daba al frente de la fonda para ver salir a su hermano con paso decidido hacia lo que fue su hacienda.
Inés se sentó en el camastro mirando el trozo de cielo azul que se veía entre los tejados. Brillaba un gran sol, pero ni un solo rayo llegaba a la húmeda habitación. Hacía calor, mucho calor. Era mediados del verano y el aire se volvía irrespirable según pasaba el día llegando a ser casi palpable por la tarde, hasta que estallaba la puntual tormenta y refrescaba el ambiente por la noche. Esa tarde, la tormenta iba a ser más fuerte de lo normal.
Inés ocupó la mañana en limpiar la habitación. Arrancó unos paños de una de las faldas interiores de su vestido y con ellos quitó las telarañas e intentó barrer el suelo. Con mucha repugnancia cogió el colchón y lo sacó por la ventana, sacudiéndolo con fuerza. Luego se sentó con él sobre las rodillas y le sacó las pulgas que se escondían entre la tela. Las cogía y las mataba aplastándolas con las uñas, para luego dejarlas en los ya mugrientos paños. Esta tarea la tuvo entretenida casi todo el día, hasta que las campanas de una iglesia cercana dieron las cinco de la tarde. Sentía mucha hambre. No había comido apenas desde hacía dos días y se estaba mareando. También tenía mucha sed. Había visto un pozo en un patio interior que tenía la fonda, pero no se atrevía a bajar sola. Miró por la ventana para ver si venía su hermano y al rato volvió a sentarse a matar pulgas. En esto estaba entretenida cuando la habitación se oscureció tanto que no veía a los pequeños bichitos que corrían de un lado a otro. Se volvió a asomar por la ventana y miró al cielo. Una espesa capa de nubes negras lo había cubierto y el aire se había vuelto tan pesado que no se movía ni una hoja de los árboles. Buscó a algún pájaro y no lo encontró. Ni pájaros ni gatos ni perros: no había ningún animal a la vista. El corazón de Inés empezó a acelerarse. Conocía muy bien el clima del sitio en el que había nacido, y sabía lo que estaba pasando. Eso era más que la tormenta diaria. Había que refugiarse en algún sitio, pero ¿dónde?
Mientras tanto, los nuevos habitantes de la isla seguían sus vidas sin darse cuenta de lo que se avecinaba. Sabían enfrentarse a un temporal de nieve, con fuertes heladas y con lluvias que no paraban en meses, pero la mayoría ignoraba lo que era una fuerte tormenta tropical. Un aire caliente empezó a soplar; primero suave como una brisa de verano, pero en poco tiempo pasó a ser tan intenso que impedía andar a la gente. Las mujeres se agarraban las faldas, que se levantaban dejando al descubierto las enaguas. Los hombres perdían sus sombreros y los niños caían al suelo llorando. Unas gotas calientes, grandes como garbanzos, comenzaron a caer pausadamente, hasta que el sonido atronador de varios relámpagos anunció el comienzo de la tormenta. Una cortina de lluvia cayó sobre las personas que corrían a refugiarse, sobre las casas de madera y sobre los caballos atados a las barandillas que no paraban de relinchar histéricos de miedo. Las polvorientas calles se convirtieron primero en un gran barrizal, y después en ríos que llevaban el agua hacia su desembocadura natural arrastrando todo lo que encontraban al paso. El viento golpeaba con fuerza las paredes de la fonda e Inés hizo lo que había hecho tantas veces desde que nació: tapó la ventana para impedir que el viento entrase y destrozase la habitación. A oscuras, con la mesa apoyada sobre las contraventanas, oía las embestidas del aire, los gritos de los demás huéspedes de la fonda, las blasfemias de los filibusteros de la taberna y los rezos desesperados de las mujeres. Pensaba en su hermano. Esperaba que se hubiese podido refugiar en el sótano, en donde estaría más seguro que en esa habitación. Notó cómo el suelo temblaba, y un rugido vino del techo. El agua comenzó a colarse entre las maderas cayendo a chorros por la habitación. Inés, temblando, se acurrucó en una esquina mirando hacia arriba, esperando que en cualquier momento el techo volase por los aires seguido de ella y de todo lo demás. Pero al cabo del rato los ruidos fueron cesando, el viento dejó de golpear y el ruido de la lluvia pasó de ser un rugido constante a poderse distinguir los repiqueteos de las gotas. La calma llegó pronto, e Inés se quedó quieta escuchando el exterior. Silencio. Se levantó y destapó la ventana. El panorama era como lo había imaginado: el agua embarrada seguía corriendo calle abajo arrastrando ramas, carros, animales y algún cuerpo humano. Faltaban los tejados de algunas casas y columnas de humo se divisaban en el horizonte; sin duda incendios provocados por la caída de los rayos. Las nubes se abrieron y la dorada luz del sol al atardecer reconfortó a los asustados habitantes de Santiago de la Vega. Los pájaros volvieron a conquistar el cielo y el horizonte se tiñó de naranjas y rosas. Inés tuvo que dormir esa noche sola sobre el empapado colchón. Los charcos del suelo habían desaparecido escurriéndose entre las rendijas de la madera y haciendo que algunos tablones se levantasen hinchados por el agua. A la mañana siguiente, Íñigo golpeó cuatro veces la puerta de la habitación. Inés le abrió rápidamente y se abrazaron sintiendo que sus súplicas habían sido escuchadas. Los dos estaban a salvo y juntos de nuevo.
Cuando el agua acabó de desembocar en el mar y la ciudad retornó a su vida habitual, Íñigo fue al mercado a vender lo que había podido traer: platos de porcelana, algún cubierto de plata, alguna olla, lámparas, el costurero de hilos de seda…