Había pasado ya un mes desde su llegada al poblado pero Inés seguía sin hablar. Sumida en su tristeza, en sus recuerdos, negando la nueva realidad y queriendo morir, deseando morir, pidiendo a Dios que la llevara con él, se estaba vaciando de vida imaginando que cualquier día ya no se despertaría. Manini le llevaba comida a diario, la lavaba y recogía sus heces para evitar que enfermase. En alguna ocasión también se quedó a dormir con ella, pues era consciente de que muchos sentían un odio incontrolado hacia cualquier blanco, y la vida de la muchacha podía correr peligro a pesar de que Inés estaba bajo su protección.
Manini era una mujer muy respetada en el palenque, pues fue una de sus fundadoras en la rebelión de 1635, cuando los esclavos negros llegaron a tal extremo de fuerza que la Asamblea de Jamaica se vio en la necesidad de enviar una petición de ayuda a España para sofocar la revuelta. Lo que se ignoró en ese momento es que pueblos enteros se estaban creando en el interior de la isla, refugiando a hombres y mujeres fugitivos y preparándolos para un nuevo levantamiento.
Una noche, cuando Manini salía por la puerta, Inés habló inesperadamente.
—¿Por qué me odian esos esclavos? —preguntó.
Manini se dio la vuelta y la miró a los ojos, pero no respondió.
—Yo no les he hecho nada —protestó Inés—. No tengo la culpa de que hayan sido malos y sus amos les tuviesen que pegar. Además, son unos desagradecidos. Si no fuese por nosotros los blancos, los negros viviríais como animales, desnudos, en pecado mortal y comiendo carne cruda. ¡O peor!, ¡comiéndoos los unos a los otros!
Manini se quedó quieta un instante. Cerró la puerta y se sentó al lado de la muchacha. La luz de la vela iluminaba el blanco rostro manchado, demacrado, pero en el que todavía se podía ver a la niña consentida y arrogante que ignoraba la realidad del mundo en el que vivía.
—Era un poblado bonito —empezó a decir Manini en voz baja y con la mirada perdida en otro tiempo, ajena a su propio dolor por pura supervivencia—. Bonito y pequeño, de la tribu de los ewe. Olía a palma, a arroz y a pescado. Yo tendría unos siete años, pues recuerdo que ya se me habían caído los dientes y me estaban saliendo los nuevos. Estaba con mi madre y mis hermanas mayores labrando un pequeño huerto que teníamos detrás de la cabaña. Mi padre y otros hombres habían salido a pescar río arriba. Todavía me acuerdo de las piraguas pintadas de rojo y negro. Los perros empezaron a ladrar y unos guerreros de otra tribu salieron de la selva armados con machetes y hachas. Todos corrimos. Los niños nos escondimos en una cabaña desde la que oíamos aterrados los gritos de los mayores. Un hombre con la piel brillante de sangre entró, nos ató las manos con cuerdas y nos obligó a salir de allí. Afuera estaban las mujeres, entre ellas mi madre, atadas de pies y manos, acurrucadas en un rincón. Mi madre me llamó y yo le grité. Recuerdo su voz desesperada llamándome mientras nos obligaban a andar. Por el suelo se veían los cuerpos de los ancianos, las mujeres y los jóvenes que habían intentado defender el poblado. Yo tenía un perro, de esos que vosotros llamáis chuchos, de una sola madre y mil padres… —Manini hizo una pausa y miró a Inés, que la escuchaba en silencio con cierto asombro, pues nunca se había preguntado por la vida de su tata—. Mi perro —prosiguió Manini— era mi mejor amigo. Se llamaba Ruwa, que significa agua, porque le gustaba nadar en el río tanto como a mí. —Y sus labios dibujaron una añorante sonrisa que se esfumó casi antes de aparecer—. También murió ese día con el cuello rebanado. Después de dos días andando, llegamos agotados a la costa. Yo nunca había visto el mar. Allí nos metieron en barracones de madera junto con otros niños. Todos llorando de terror, todos meados y cagados de miedo. Había hombres blancos como espíritus y con los ojos claros de los demonios. Ya los había visto en sueños, una semana antes, pero nunca pensé que existiesen de veras. Se acercaban a nosotros y nos miraban los dientes, las manos, los ojos, como yo había visto hacer a mi padre cuando compraba ganado. A las niñas también nos abrían de piernas y nos miraban la vagina. Luego supe que era para ver cuáles éramos vírgenes, pues aumentaba nuestro precio. Los hombres blancos nos cambiaban por tejidos, alcohol, armas o espejos.
»Nos separaron en grupos y nos subieron a un gran barco. Cuando llegamos arriba, un hombre con una cruz en el pecho nos echó agua en la cabeza y dijo unas palabras que ninguno entendimos. Nos estaba bautizando para que si moríamos en el camino, entrásemos en el reino de su dios. A los niños les llamaba Domingo, y a las niñas Asunción. Yo nunca lo hice mío. En mi interior seguí llamándome Mma, que significa bonita, o Mai como me llamaba mi madre cariñosamente. Pensé que si perdía mi nombre, también perdería mi espíritu. Es lo único que me queda de mi familia: mi nombre.
»Nos metieron a todos en la barriga de aquel enorme barco: hombres, mujeres, bebés y niños. Todos desesperados pensando en sus esposas, maridos, hijos, madres y padres; todos unidos por pesadas cadenas que nos impedían movernos o separarnos más de medio metro los unos de los otros. Del viaje recuerdo la suciedad, el hedor, el calor, la asfixia, el hambre, el dolor. Muchos caían enfermos, y a los que no se recuperaban pronto o estaban heridos, los arrojaban al mar. Vi a tres hombres, altos como montañas y fuertes como toros, suicidarse tragándose su propia lengua hasta asfixiarse. Eran guerreros y eligieron la libertad de la muerte.
»Al llegar a Jamaica nos llevaron a un campo en donde había chozas de madera. Allí nos obligaron a comer maíz con sebo sin parar. A veces, nuestro estómago estaba tan lleno que vomitábamos la comida; entonces llegaba un hombre blanco y nos la hacía comer de nuevo. No querían que llegásemos escuálidos al mercado de esclavos, tenían que sacar el mayor dinero posible por cada uno. A mí me compró el joven dueño de una plantación del norte a cambio de unos fardos de algodón. Recuerdo que, al verle, pensé que había tenido suerte. Un poco gordito y muy sonriente, tranquilo y amable, con el pelo del color del sol, daba la impresión de ser buena persona. Nada más llegar a la hacienda, me ató a un árbol y me dio diez latigazos. Quería que supiese lo que me esperaba si intentaba escapar. Aun así, podía ser peor. A los hombres les marcaban en el brazo con un hierro candente las iniciales del dueño: GH.
Manini hizo una pausa en su relato y miró a Inés. La muchacha, con el rostro surcado de lágrimas que dibujaban caminos entre la suciedad, se acurrucaba en el suelo horrorizada.
—GH —repitió Inés para sí misma. Sabía de quién le estaba hablando. Se trataba de un socio de su padre, don Gregorio de Humosa. Un anciano casi ciego que siempre que venía a su casa les regalaba dulces.
—Creo que por hoy es suficiente —dijo Manini, levantándose.
Inés quiso preguntarle más sobre su vida, pero un nudo en la garganta le impedía pronunciar las palabras.
Manini apagó la vela y salió por la puerta, cerrándola tras de sí y dejando a Inés enfrentándose sola a su propia vida, una vida apoyada en los más terribles sufrimientos. A oscuras, pensó en los esclavos de su hacienda, en sus esclavos, en sus vidas, su trabajo y su dolor. Y se sintió sucia, muy sucia, con la culpa pegada al cuerpo, a la piel, a su blanca piel.
Esa noche Manini soñó. Soñó con su casa, con su madre y con ella misma de niña. Esa niña que se había perdido en el tiempo y en la distancia. Esa niña que estaba viva en alguna parte y que dejo de pertenecerse a sí misma en el momento que salió de su poblado. Esa noche también soñó con Inés y se dio cuenta de que sus caminos estaban marcados. Tenía que dejar que la muchacha anduviese el suyo.
Al día siguiente, Manini fue a ver a Inés de nuevo.
—Ven —dijo la mujer—. Vamos a andar un poco.
Inés, sorprendida, se levantó y salió de la cabaña. El sol la cegó por un momento, pero pronto sus ojos se acostumbraron a la luz. Y bajo esa luz, Inés se fijó por primera vez en las múltiples cicatrices que recorrían los brazos de Manini. La mujer se dio cuenta y se desabrochó la camisola. El pecho, la tripa, las piernas, la espalda… no había un solo pedazo de piel en esa mujer que no estuviese recorrido por las marcas del dolor. Latigazos, marcas de grilletes, de heridas punzantes; unas finas como cabellos, otras gruesas como un dedo. Y Manini, viendo la expresión de profunda pena que se dibujaba en el rostro de la muchacha, pensó que las peores cicatrices no se veían, pues eran las del alma.
—Manini —dijo Inés—, yo… —intentó comenzar a hablar—, yo…
Quería decirle muchas cosas a su tata, pero no podía. No sabía cómo expresar todo lo que sentía.
Manini la agarró de la mano y comenzó a andar. La conocía como si hubiese sido su hija y sabía que el mundo de Inés se había hecho mil pedazos.
Pasearon por las calles embarradas del palenque, entre las cabañas de barro y madera, entre sus habitantes cruzados de cicatrices en el cuerpo y en el alma. Y entre sus miradas. Esas miradas que hicieron sentir a Inés, por primera vez, incómoda consigo misma. Manini se paró frente a una cabaña más grande que las demás. Apretó a Inés la mano y entró tirando de la muchacha. La luz se colaba entre las tablas de madera de las paredes, tenía grandes ventanas sin cristales y el techo de hojas de palmera estaba abierto por varios lados, permitiendo que la brisa entrase refrescando a los que allí estaban. Había cinco hombres sentados en rústicos bancos charlando mientras tomaban el jugo de un coco. Uno de los hombres se levantó al ver a las dos mujeres e Inés lo reconoció: era el que la había abofeteado cuando llegó a la playa. La muchacha se revolvió atemorizada, intentando zafarse de la mano de Manini, que la agarraba fuertemente por la muñeca. El hombre dijo algo en un idioma que Inés no entendió, y Manini le contestó con gesto preocupado. El hombre miró a Inés y se acercó a ella con paso decidido. La muchacha, atemorizada, dio un paso para atrás y levantó el brazo protegiéndose la cara.
—No te asustes —dijo el hombre, observándola a un palmo de su cara—. No te voy a hacer nada. Manini —comentó mientras volvía a su asiento—, siéntate con nosotros. Puedes soltarla. No creo que se vaya. No tiene adónde ir.
—Gracias —dijo Manini—, pero prefiero estar de pie.
—Como quieras —dijo el hombre un poco molesto.
—Tú —habló otro de los hombres dirigiéndose a Inés—: Tienes que irte del palenque; de hecho, nunca debiste venir. —El hombre echó una rápida mirada de reprobación a Manini—. Pocos blancos han llegado hasta aquí, y ninguno ha salido con vida. Tú vas a ser la primera… y te aseguro que no va a ser por nuestro gusto. De hecho yo mismo te estrujaría el cuello con mis propias manos hasta ver cómo tu blanca piel se vuelve azul. —El hombre hizo una pausa y se regocijó en la expresión de terror de Inés—. Si no me levanto ahora mismo a hacerlo, es porque Manini te protege, y le debo respeto. Por ella estoy aquí, libre para luchar por mi vida.
Manini lo miró complacida y los demás hombres asintieron demostrando su acuerdo.
—Te irás esta noche. Una barca te llevará a la otra orilla y un par de hombres te conducirán a través de la selva hasta tu hacienda.
Inés pensó en los piratas, aunque no sabía si le daban más miedo que quedarse allí.
Esa noche, nada más esconderse el sol detrás de las montañas, Manini fue a buscar a Inés.
—Acompáñame —le dijo.
Inés salió de la choza y siguió a su tata hasta la playa. Allí la esperaban dos hombres al lado de una barca.
—Te esperan dos días de duro viaje —dijo Manini—. Te he preparado unos panes, están en la barca. Compártelos con ellos y el viaje se te hará más ameno.
Inés miró la barca y después miró a su tata con preocupación. Se enfrentaba a un futuro muy incierto y le daba miedo, mucho miedo. Manini leyó el rostro de la muchacha.
—No temas —le dijo—. Las últimas informaciones que tenemos dicen que los pillajes han acabado en el sur de la isla… pero intenta buscar refugio entre los conocidos de tu familia.
—Tata Manini —dijo dubitativa la muchacha—. ¿Por qué me trajiste aquí?
Manini la miró con dulzura.
—Me obligaban a cuidarte pero no podían obligarme a quererte. Aun así… —Manini hizo una pausa breve, pero suficiente como para que su memoria viajase lejos en el pasado—, aun así, eres mi niña. No podía dejarte allí sola.
Inés se conmovió.
—Ven conmigo —le suplicó Inés—. Por favor.
Manini negó con la cabeza.
—Por favor —volvió a suplicar—. No te trataré como a una esclava. Nunca más, te lo prometo.
Manini la miró apenada.
—Tengo cosas que hacer aquí. No puedo.
Inés rompió a llorar y se abrazó a su tata. Manini, que no se lo esperaba, se quedó rígida, sintiéndose un poco incómoda, sin saber qué hacer. Nunca le habían permitido mostrar afecto hacia los amos, ni siquiera hacia los niños, y el contacto físico con su niña le resultó muy extraño. Inés, sin parar de llorar, se apartó y subió a la barca, que empezó a alejarse. Veía a Manini de pie en la orilla, quieta, estática, sin moverse; con su pequeño cuerpo delgado y negro que se desdibujaba poco a poco entre la oscuridad. De repente, Inés notó que le faltaba algo, que le debía una cosa más a aquella mujer. Sin pensarlo saltó de la barca y con el agua por la cintura avanzó pesadamente hasta la orilla. Llegó a la sorprendida mujer y la volvió a abrazar, pero esta vez, además le besó cariñosamente la mejilla. Sus miradas se cruzaron e Inés volvió a la barca, dejando a Manini con las lágrimas asomándose a sus oscuros ojos. Hacía años, muchos años, que Manini no se permitía llorar.
Los dos hombres empezaron a remar de nuevo, y uno de ellos entonó el estribillo de una canción. Una canción que no le era ajena a Inés, pues la había oído canturrear muchas veces en voz baja a sus esclavos. Ahora la comprendía por fin. Ahora comprendía muchas cosas.
Cultivamos su trigo, y nos quitan los hijos; Horneamos el pan, y el mendrugo nos dan; La harina cribamos, y con la cáscara nos quedamos; La carne pelamos, y la piel asamos; Y de esta forma, nos van engañando. |
Viajaban de noche para que Inés no pudiese recordar el camino si les traicionaba, aunque era una precaución inútil porque la muchacha estaba completamente desorientada en medio de la selva. Ya amanecía cuando se encontraron en un camino ancho surcado por las marcas que dejan los carros en el barro.
—Sigue en esa dirección —dijo uno de los hombres.
Inés miró el camino y después se volvió hacia los hombres, pero ya no estaban. Habían desaparecido de nuevo entre la vegetación.
A mediodía el paisaje le fue resultando familiar, y pronto vio a lo lejos la estructura negra de su casa. Estaba cansada, agotada, pero corrió hacia allí con la incertidumbre agarrada al estómago. ¿Qué habría sido de su madre, de su padre, sus hermanos? Todavía tenía esperanzas de encontrarlos allí, pero a cada paso que la acercaba a los restos de su hogar, la desolación también se abría camino en ella, hasta que Inés llegó a donde debía estar la entrada de su casa y sólo vio cascotes. El piso de arriba ya no existía, y el de abajo era un caos de ladrillos, maderas y hierros retorcidos y negros. Entonces, esa desolación la alcanzó de lleno para alojarse en su ánimo. Derrotada, caminó sobre las ruinas intentando reconocer su mundo. Vio trozos de vajilla en el suelo, el marco de lo que fue un gran cuadro que colgaba en el comedor y muchos trozos de cristales. Allí había estado la imponente escalera de mármol, quedaba una parte ennegrecida de la barandilla, que descansaba sobre las losas de los escalones derrumbados alrededor. De pronto, algo le llamó la atención. Entre tanta negritud algo verde brillaba con los rayos del sol. Inés se acercó y levantó el trozo de carbón que lo ocultaba. Una pequeña planta, apenas un fino tallo y un par de hojas, se estaba abriendo paso hacia la luz. Sin duda alguna eran semillas traídas por el viento o los pájaros.
«¿Tanto tiempo ha pasado?», se preguntó Inés, y la sensación de estar en un sueño le golpeó tan fuerte que por un momento pensó que se despertaría en su cama. Pero no fue así. Inés alargó la mano y acarició suavemente el brote. Se sentó a su lado y se quedó quieta, inmóvil, sin ni siquiera llorar, mirándolo e intentando ignorar todo lo demás, hasta que viajó tan adentro de su mente que perdió la noción de la realidad.
La noche había caído y el cielo se llenó de estrellas. Inés seguía acurrucada al lado de la pequeña planta, sin dormir pero sin estar despierta; soñando con su antigua vida, esforzándose en que nada hubiese pasado. Así, dentro de su mundo, no pudo oír los pasos que se le acercaban por la espalda, ni la respiración agitada, ni siquiera el sonido del cuchillo al desenvainar. Sólo cuando una mano sucia y temblorosa le agarró del hombro, Inés acertó a mirar hacia arriba. Posó sus ojos negros en los del hombre un segundo y los volvió a cerrar, convencida de que esa figura era parte de su sueño.
—¡Inés! —la llamó una voz familiar—. ¡Inés!
La muchacha volvió a levantar la cabeza y su corazón dio un vuelco.
—¡Íñigo! ¡Dios mío!
Su hermano mayor estaba allí, delante de ella, con la expresión de haber visto un fantasma.
—Por todos los santos, Inés, ¡estás viva! —exclamó mientras la abrazaba fuertemente—. ¡Estás viva!
—¡Íñigo! ¿Y mamá? ¿Y papá? ¿Y los demás? —preguntó Inés esperanzada—. ¿Dónde están?
Íñigo no contestó, pero su expresión de profundo dolor fue tan clara que Inés no necesitó oír la respuesta. Su alma se rompió dejando un vacío en el estómago que la hizo doblarse y caer al suelo vomitando y sollozando al tiempo. Su hermano intentó sujetar sus convulsiones abrazándola con todas sus fuerzas, recogiéndole el pelo en cada arcada y acariciándole la frente cuando éstas pasaban.
—¿Por qué? ¿Qué pasó? —repetía Inés, apretando el brazo de Íñigo—. ¿Por qué?, ¿por qué?
—Los ingleses nos han invadido. Santiago de la Vega está arrasada y tomada por esos malnacidos, y los rumores dicen que las demás ciudades han corrido la misma suerte.
—¿Los ingleses? —preguntó desconcertada.
Íñigo asintió con la cabeza.
—Pero mamá es inglesa… —protestó—, era inglesa. —Se corrigió al tiempo que volvía a sentir náuseas.
—Da igual. Eso no importa en la guerra —dijo el muchacho mientras le limpiaba la cara con el bajo de su camisola—. Nadie se lo preguntó.
—¿Y qué vamos a hacer? ¿Qué va a ser de nosotros? ¿Cómo vamos a levantar la hacienda solos?
—No vamos a levantarla. Ya no es nuestra. Todo este territorio es inglés, y sus soldados pasan frecuentemente. Tenemos que huir de aquí cuanto antes.
Inés miró las ruinas de su casa dibujarse bajo la luz de la luna.
—¿Cómo escapaste? —preguntó a su hermano.
—Tuve suerte —dijo, sonriendo amargamente—. En la lucha me tiraron por la ventana y perdí el conocimiento. No sé por qué no me remataron. Imagino que les importaba un bledo. —Levantó los hombros—. Me despertó el dolor del fuego en mi espalda. Las pavesas encendidas volaban por todos lados y me estaban cayendo encima. Ya no había casa, sólo una gran bola de fuego. Me refugié entre los setos del jardín y esperé a que anocheciera para salir. He estado durmiendo en el viejo sótano ¿te acuerdas?
Inés asintió con la cabeza.
—Paso allí los días y sólo salgo de noche —siguió Íñigo—. He recogido comida y agua suficientes para no salir en un tiempo si se pusiese muy fea la situación. Aunque de momento por aquí todo está calmado.
Inés miró el oscuro horizonte, hacia la ciudad.
—¿Y tú? —dijo Íñigo—. ¿Dónde has estado? ¿Qué te pasó? —preguntó, dándose cuenta súbitamente de que no sabía cómo su hermana había escapado de la casa ni en dónde había estado todo este tiempo escondida.
Inés le miró confundida. Había prometido no revelar la existencia del palenque y estaba decidida a cumplir con su palabra. Un recuerdo fugaz le trajo a la mente el rostro de Manini.
—No… no sé —balbuceó.
—¿Cómo que no sabes? —inquirió su hermano, extrañado.
—No lo recuerdo. No recuerdo nada de este tiempo —contestó incómoda.
—Eso no puede ser, Inés —dijo su hermano—. ¿Cómo volviste aquí?
Inés se estaba sintiendo agobiada. Demasiados sentimientos le cruzaban el cuerpo: dolor, pena, angustia. No sabía qué iba a ser de ellos ahora. Su futuro ya no estaba. Sentía que el aire no le llegaba a los pulmones y empezó a dar pequeñas bocanadas como un pez fuera del agua. No quería. No podía pensar en nada. Una gran sensación de apatía le invadió de nuevo.
—Inés —volvió a insistir Íñigo—. ¿Qué te pasó?
Pero Inés no contestaba, sólo miraba al horizonte.
—¿Inés? —instó de nuevo—. ¿Inés?
Pero ella no hablaba, y el muchacho empezó a sospechar que ya tampoco le escuchaba. Y así era. Inés había vuelto a refugiarse en su mundo.