HACIENDA LA MILAGROSA
SANTIAGO DE LA VEGA, JAMAICA
10 de mayo de 1655
—¡Ainy, Ainy! —gritó una voz de mujer.
Inés se dio la vuelta y vio a su madre venir hacia ella con su radiante sonrisa. Detrás la seguían varias esclavas con rollos de tela. Un par de esclavos agitaban suavemente dos grandes abanicos de plumas que servían tanto para mover un poco el húmedo calor como para ahuyentar a moscas y mosquitos.
—My darling, tienes que elegir los tejidos para tus vestidos de verano —dijo la madre con su marcado acento inglés mientras las esclavas ordenaban las telas sobre la gran mesa del comedor—. No podemos demorarnos más. Dentro de dos meses cumples catorce años y entras en sociedad, y tienes que hacerlo con un espectacular vestuario. Creo que este verde y oro le iría muy bien a la muñeca número dos —dijo, cogiendo una de las pequeñas maniquíes que les habían mandado desde España.
Una vez al año, una de las tías de Inés enviaba un cofre con pequeñas muñecas que lucían vestidos fieles a las tendencias de la moda. Cotilla armada con ballenas para aplastar el vientre y los pechos, armazón de madera, alambres y hierros unidos por cintas para realzar exageradamente las caderas; sobre éstos, enaguas, polleras y faldas interiores, que se cubrían a su vez con la falda exterior, guardainfantes y jubones de vistosos colores; la valona rodeando el escote sobre los hombros, los adornos para el pelo y los broches en el vestido complementaban el atuendo que las mujeres de la alta sociedad sufrían. Vestidos que venían de la fría Europa, muy poco apropiados para el asfixiante clima del trópico.
Inés escuchaba a su madre con cierto fastidio. Le aburrían las decenas de pruebas de la costurera, los alfileres pinchándola cada vez que se movía y los comentarios sobre el desarrollo de su cuerpo. Pero, por otro lado, estaba emocionada ante el futuro que le esperaba. La presentación en sociedad marcaba un antes y un después en la vida de cualquier señorita casadera, y era el momento en el que empezaría a ser galanteada por los caballeros hasta que uno de ellos le propusiera matrimonio.
Inés pasó la mano por los tejidos y miró a su madre.
—No sé, mamá. No sé cuáles elegir —dijo—. ¿Por qué no me lo eliges tú?
—Como quieras, my darling, pero luego no quiero que me pidas que te haga otro vestuario nuevo —le advirtió.
Inés asintió con la cabeza. Confiaba en el buen gusto de su madre y además sabía que, si no le gustaban, podía pedir cien vestidos más. Sólo le costaría un pequeño berrinche delante de su padre. Era su debilidad, y ella lo sabía y lo utilizaba.
Su padre era dueño de una próspera hacienda azucarera, además de varios barcos mercantes y alguna otra propiedad en la isla. Había llegado a Jamaica desde su Valencia natal cuando aún no había cumplido los diecisiete años. Hijo de nobles arruinados, cruzó el océano en busca de la fortuna que en su tierra le era negada a pesar de ostentar en su escudo heráldico varios títulos nobiliarios. Primero desembarcó en Cartagena de Indias, en donde ganó algún dinero traficando con los nativos, para pasarse poco después al más lucrativo de los negocios: el tráfico de esclavos africanos. Dicha actividad estaba en pleno auge, pues los indios habían sucumbido a las enfermedades europeas y el gran desarrollo económico de la zona requería los fuertes brazos de esos gigantes negros. Los traían a cientos, a miles, a cientos de miles, en inmundos barcos para luego, a los que sobrevivían a la travesía, matarlos a trabajar en inhumanas condiciones. Alfonso de Aranda, marqués de Virrubio y conde de Aranda, pronto ganó el suficiente dinero como para sacar a su madre y hermanas de la vergonzosa carencia, allá en la vieja España, y para invertir lo que le quedaba en una próspera hacienda azucarera en Santiago de la Vega, la emergente capital de Jamaica. Con los años, se convirtió en uno de los productores más importantes de la isla, así que decidió dejar el tráfico de esclavos y dedicar los barcos al comercio de su propio azúcar. El día que tomó esta decisión se sintió aliviado. Se avergonzaba de dedicarse al negocio de la esclavitud. Desde el primer momento lo había visto como algo pasajero con lo que se hacía dinero fácil, pero en el fondo le incomodaba. De hecho, nunca contó a su familia que se había dedicado a esto. No lo hubiesen aceptado bien. Comerciar con personas era tarea sucia, de piratas y gentes de baja estofa a quienes no les importaba mezclarse con esos salvajes que olían mal ni ir en el mismo nauseabundo barco en el que los traían. Don Alfonso de Aranda no veía ningún problema moral en este abominable negocio, simplemente era indigno para alguien de su clase. Como sabía de esclavos, también presumía de tener a los mejores negros de la isla, los más fuertes, los más sanos y los más trabajadores, pues él mismo en persona se encargaba de seleccionarlos cuando tenían que reponer las bajas.
Fue en esa época, con la hacienda produciendo ingentes riquezas, cuando empezó a sentirse mayor y decidió que era hora de casarse. Comenzó a asistir a los actos sociales de la isla y pronto conoció a Agnes, hija de un comerciante inglés con el que hacía tratos ocasionales. Agnes era perfecta. Educada, discreta y de carácter manso; lo suficientemente agraciada de cara para no resultar desagradable pero no tan bonita como para tentar a otros hombres; cuerpo ancho para parir hijos acompañado de una buena dote. Pronto arregló el trato con el padre y a los nueve meses del enlace, los primeros llantos de un bebé blanco se oyeron en la hacienda. Así tuvo siete hijos más tres abortos, hasta que en el último parto su cuerpo se malogró para seguir concibiendo, circunstancia que, a pesar de haberle podido costar la vida, Agnes agradeció en secreto.
Inés, o Ainy como la llamaba su madre, era la tercera y la única chica entre todos los hermanos. Como estaba creciendo rodeada de muchachos, su madre se esforzó especialmente en educarla con todo el refinamiento posible, y para ello hizo que el padre contratase a una rígida institutriz inglesa que le enseñase a bordar con seda, a tocar varios instrumentos musicales, escribir poesía y componer elegantes centros florales. Le enseñó a sonreír en cualquier ocasión, a ser siempre amable y a controlar tanto sus gestos como su voz. Una esposa tenía el deber de proporcionar al marido felicidad y sosiego, sin que sus emociones alterasen la paz del hogar.
Esa mañana de mayo, el cielo estaba despejado y una suave brisa se colaba por los ventanales. Nada hacía pensar en el desastre que se avecinaba. En unas pocas horas, el mundo ideal en el que crecía Inés iba a convertirse en un infierno que marcaría toda su existencia.
Después de que la costurera le tomase las medidas, su tata la ayudó a vestirse para dar un paseo, pero antes le trajo un balde lleno de agua de rosas para que se refrescase.
—Tata Manini —dijo Inés, mirándose al espejo—. ¿Crees que tendré algún pretendiente?
—Claro que sí, señorita. Es usted muy bonita y educada —respondió la tata mientras le mojaba la piel con una toalla.
Inés sonrió satisfecha. Ella ya sabía la respuesta antes de hacer la pregunta, pero a su vanidad le gustaba oírla una y otra vez. Había heredado la láctea piel de su madre y los negros ojos del padre. Poseía un lacio cabello oscuro, delicadas facciones y facilidad para la risa. Esto, junto con una gran dote a sus espaldas, hacía que fuese una de las casaderas más deseadas de la ciudad. Y para eso la estaban preparando desde que nació, para repetir el destino de su madre: hacer un buen matrimonio y tener todos los hijos que Dios mandase.
Por las mañanas, para huir del calor, le gustaba pasear por el jardín de tipo inglés que había detrás de la gran casa, lleno de flores, caminos laberínticos y rincones sombríos con bancos de piedra que invitaban al descanso. Inés solía ir a uno de estos lugares de refresco a leer libros de caballeros enamorados de bellas damas. Soñaba con un joven apuesto que la galantease mientras los gorgojeos de las fuentecillas la regalaban el oído.
—Tata Manini —dijo Inés, apartando la vista de su lectura—, tengo sed. Quiero un poco de limonada.
—Enseguida se la traigo —dijo la tata, que se había sentado en otro banco.
Inés vio cómo la mujer se levantaba lentamente y se dirigía hacia la casa.
La tata Manini era una mujer delgada, casi puro hueso, de piel color café, con la mirada glauca de las cataratas y de edad imprecisa. Daba la impresión de que siempre estaba igual, de que era ajena al paso del tiempo. Incluso el padre de Inés era incapaz de especificar su edad, pues juraría que no había envejecido ni un ápice desde que apareció en la hacienda. Ese día nadie supo explicar de dónde había salido. Ni siquiera ella misma, porque no hablaba ni emitía sonido alguno. Tuvieron que pasar un par de años para que, de un día para otro, Manini empezara a hablar, pero tampoco desveló su procedencia. Cuando en alguna ocasión había sido preguntada acerca de su origen, la mujer dejaba la mirada perdida en el infinito y no volvía a hablar hasta pasados unos días. Como era una esclava cariñosa, atenta y muy trabajadora, Agnes le asignó la tarea de cuidar de su pequeña. Cada uno de los niños tenía una tata que siempre estaba con ellos. Las tatas de sus hermanos eran más jóvenes y más dadas a jugar todo el día, mientras que Manini, al ser mayor, se cansaba antes y era menos divertida. Aun así, Inés tenía predilección por esa mujer que la tapaba cuando se quedaba dormida, que le enseñaba las estrellas por la noche y que le cantaba sobre las heridas cuando se caía.
Manini volvió con una jarra llena de limonada fría, un vaso de fino cristal, un plato de pastas recién horneadas y una servilleta bordada con las iniciales de la joven.
—No quiero pastas —dijo Inés, mirando el plato con la nariz arrugada.
—Tiene que comer un poco, mi niña. La cocinera las acaba de sacar. Son de mantequilla, como a usted le gustan.
—No, no quiero ahora.
La esclava llenó el vaso de refrescante líquido, lo tapó con la servilleta y se lo ofreció a su ama.
—Mira, Manini —comentó Inés, señalando al horizonte—. ¿Qué será esa humareda negra?
—Es en la ciudad —dijo Manini, entrecerrando los ojos para afinar la vista.
—¿Qué habrá pasado? —se preguntó Inés.
Manini bajó la cabeza apesadumbrada. No podía decir qué forma tendría, pero desde hacía unos días sabía que la desgracia cabalgaba sobre las olas en aquella dirección. Lo había soñado. No era la primera vez que le pasaba: estaba habituada a soñar el futuro desde niña. También una noche soñó con hombres blancos sin saber que existían y a los pocos días su destino viajaba encadenado hacia tierras lejanas.
En ese momento, la campana de la hacienda comenzó a tañer, fuerte y rápida, con urgencia de ser oída.
—Vamos a la casa —dijo Inés inquieta.
La campana repiqueteaba con desesperación e Inés corrió entre los setos del laberinto y las matas de flores, con la mirada atenta a su camino para no tropezar y el corazón palpitando fuerte contra el corpiño del vestido. Miró sólo un segundo hacia atrás y comprobó que Manini no estaba. La mujer iría detrás, incapaz de seguir su carrera. Ya estaba enfrente de la casa cuando un grupo de esclavos pasaron corriendo delante de ella.
—¡Mamá! —gritó mientras entraba en la casa—. ¡Mamá!
—¡Inés! —gritaron sus dos hermanos mayores desde el despacho del padre—. ¡Corre, ayúdanos a coger las armas!
—Pero ¿qué pasa? ¿Qué está pasando? —preguntó Inés asustada.
—¡Los piratas! ¡Los piratas han atacado la ciudad! —gritó un hermano mientras hacía estallar los cristales de la vitrina en donde su padre guardaba las armas. No había tiempo de buscar la llave.
—¿Los piratas? —repitió Inés—. ¿Y mamá?, ¿y papá? ¿Dónde están?
—Papá no sabemos, pero mamá está arriba con los hermanos y las tatas.
—¡Hay que cerrar las puertas y las ventanas! —gritó la madre, que bajaba corriendo por las escaleras.
El sonido de disparos lejanos se mezcló con el choque de las maderas al cerrarse violentamente. Todos corrían de un cuarto a otro cerrando ventanas y contraventanas y sumiendo la casa en una temprana noche; arrastrando muebles para bloquear las puertas, las chimeneas y cualquier sitio por el que esos crueles hombres pudiesen entrar. Los disparos se oyeron cercanos. Los aullidos de dolor de los esclavos atravesaban las paredes y una ausencia inquietante congeló el aire. La campana había dejado de sonar. Todos se quedaron quietos, inmóviles en aquella oscuridad. Inés, junto con sus hermanos, las tatas y su madre, corrió hacia el piso de arriba y se metió en el primer cuarto, el de los padres. Cómodas y colchones formaron una trinchera justo enfrente de la escalera, desde la que se prepararon para disparar mientras los hermanos menores intentaban esconderse. Ésa sería la última vez que los vería. Con la pólvora cargada y el índice en el gatillo, la familia esperaba una muerte segura pero no gratuita. Estaban dispuestos a llevarse a todos aquellos demonios que se les pusieran a tiro antes de caer. Porque ese fin era más que una certeza. Los pestillos de las contraventanas cedieron a los golpes y la luz entró a raudales en la planta de abajo. El sonido de cristales cayendo al suelo fue seguido por los gritos de decenas de hombres borrachos de sangre y crueldad que se introdujeron en la casa en busca de su botín: joyas, dinero y mujeres.
Al pie de la escalera apareció un hombre alto, delgaducho y mugriento que, tras oír un certero disparo, cayó al suelo con cara de sorpresa y las manos ensangrentadas sujetándole su propio estómago. Un instante de esperanza pasó por la mente de todos, pero sólo fue eso, un instante. Lo siguieron más piratas, muchos más; demasiados para hacerles frente. Los berridos, sus caras sucias y su apestoso olor se confundieron con el estallido de las armas y los gritos de los niños. De la pólvora se pasó al acero, pero los cuchillos de cocina nada podían hacer contra los experimentados filos piratas. Sólo un pequeño grupo de ellos se ocupó de la familia, los demás saqueaban la casa. De los frascos de perfume rotos en el suelo salieron fragancias de lilas, rosas y jazmines que volaron libremente entre la sangre y el sudor. Inés odiaría siempre esas flores. Un resplandor salió de una de las habitaciones y la humareda blanca invadió la casa rápidamente. El fuego creció sin control, bien alimentado por los ricos cortinajes y los labrados muebles de exóticas maderas. Inés oía chillar a su madre pero no la veía. Fue hacia donde salían sus gritos y, por un instante, rozó su brazo e intentó agarrarlo, pero cuando sus dedos se estaban cerrando, un violento empujón la tiró al suelo y dejó de oírla. Tampoco oía a sus hermanos, que habían luchado con más valentía que acierto. El humo le quemaba la respiración y se asfixiaba. Necesitaba salir de allí. A gatas avanzó desesperada tropezando con muebles y pisando cuerpos, cuerpos de piratas o de sus seres queridos. No sabía con qué o quién chocaba. No sabía cuántos. Uno, diez, cien. Daba igual. Sólo pensaba en respirar. La luz del sol se colaba entre el humo indicándole la salida del infierno. Corrió escaleras abajo en busca de aire impulsada por el instinto de supervivencia. Estaba segura de encontrarse con más piratas que la asesinarían, aunque si no eran ellos, sería el humo y el fuego. Pero cuando llegó abajo se encontró sola. Salió al jardín y vio a los hombres correr en busca de otra hacienda que desvalijar, dando por perdido lo que quedaba en el incendio. Inés cayó al césped respirando con dificultad, tosiendo saliva negra y con los ojos irritados. Miró hacia su casa, a su familia. Reuniendo toda su fuerza se levantó y volvió a entrar.
—¡Mamá! —gritó, intentando subir por la escalera—. ¡Bajad! ¡Podemos salir!
Pero nadie le contestaba. El fuego se había apoderado de la planta superior y el techo amenazaba con derrumbarse.
Sus pulmones volvieron a arder y se sintió mareada. Una mano la agarró del brazo y tiró de ella obligándola a salir de la casa.
—Manini —susurró Inés, dejándose caer en el suelo sin aliento.
—Vámonos de aquí, niña, tú hoy no tienes que morir —dijo la esclava, sujetándola.
—Mis hermanos… —protestó.
—Vámonos —repitió la mujer—. Esos desalmados pueden volver.
Inés miró su casa envuelta completamente por las llamas y se sintió desolada. Pensó en su familia y se le rompió el alma, pero ni una lágrima cayó por su mejilla. Quería llorar, llorar a mares hasta morir ella también, pero no podía. Su corazón se había quedado en algún lugar entre las cenizas. Esos malditos hombres se lo habían arrebatado, y no podía sentir otra cosa que odio por ellos. Conmocionada, siguió los pasos de Manini, que la apremiaba a huir. Cruzaron el jardín del laberinto y pasaron al lado del banco en donde todavía estaba la jarra de limonada. Sin saber por qué, Inés se fijó en una mosca que había caído dentro y nadaba en el dulce líquido, intentando inútilmente salir volando. Recordaría siempre esa imagen. Se adentraron en los campos de azúcar y allí, entre las altas cañas, Inés se volvió por última vez para mirar su casa, pero sólo vio humo saliendo de una estructura negra. Inés había nacido allí hacía casi catorce años. Era el único lugar que conocía y ahora había desaparecido.
—Niña Inés —dijo Manini—, debe quitarse el vestido…
Inés miró a Manini pero sus ojos no la veían. Estaban en otro lugar. La esclava reconoció esa mirada y se vio a sí misma hacía mucho tiempo. Sabía que, de momento, cualquier palabra era inútil porque el alma de Inés estaba lejos. Manini se le acercó y desabrochó los lazos de su vestido. Al suelo, sobre las hierbas que crecían entre las cañas, fueron cayendo las capas de seda amarilla y celeste y los oprimentes armazones. Sólo le dejó puestas las enaguas y la falda pollera. Si Inés no hubiese estado tan ausente, se habría sentido desnuda. Salieron de la hacienda y se adentraron en la maleza por un sendero invisible a los ojos de Inés pero que Manini seguía sin ninguna dificultad. Cruzaron ríos, subieron colinas y bajaron terraplenes. Inés seguía a Manini sin hacer preguntas, sin rechistar, sin quejarse. Todo le daba igual. Los verdes esmeralda de la selva, los azules del cielo, los rosas, rojos, naranjas y amarillos de los cientos de flores que pisaban o apartaban para pasar, los bellos pájaros de plumaje multicolor cruzando sobre sus cabezas a decenas, las coloridas mariposas o los brillantes riachuelos.
Se hizo de noche pero siguieron andando. Salió el sol y ellas todavía andaban. Pasos cortos, ritmo suave pero sin pausas. Los pies de Inés, calzados en unos delicados zapatos de seda, sangraban manchando la tela, pero la muchacha no los sentía. Al mediodía llegaron a una gran laguna de aguas tranquilas, claras y limpias, y Manini se sentó a la sombra con la mirada puesta en el otro lado. Inés se agachó y llenó la palma de su mano de agua, acercándola a los resecos y rajados labios. Cuando el agua rozó sus heridas, sintió un gran escozor y escupió con rabia. Era agua salada. Miró a Manini furiosa por no haberla avisado, pero no dijo nada. La apatía volvió a inundarla súbitamente y las palabras se quedaron en su pensamiento. Se sentó al lado de la esclava y miró como ella hacia el horizonte, esperando sin saber el qué mientras se preguntaba qué había ocurrido.
Era el 10 de mayo de 1655. Un ejército compuesto por soldados y corsarios ingleses había desembarcado la noche anterior en la gran bahía y desde allí habían marchado sobre la capital, Santiago de la Vega. Comandados por el almirante sir William Penn y el general Venables, estaban tomando Jamaica bajo las órdenes de Oliver Cromwell, el autoproclamado lord Protector de Inglaterra, Irlanda y Escocia, que abolió la monarquía británica instaurando una república dirigida por él.
Al día siguiente, 11 de mayo de 1655, el desprotegido gobierno español de la isla iba a firmar la rendición, pero no su pueblo, ya que gran parte de los españoles se refugiaron en el norte formando guerrillas que los ingleses tardarían cinco años en hacer desaparecer.
No había pasado mucho tiempo cuando la figura de un hombre negro remando hacia ellas se recortó sobre las verdes aguas del lago. Remaba lento, despacio, como el que tuvo demasiada prisa alguna vez y ya no tiene por qué tenerla. Cuando estuvo frente a ellas, el hombre de la barca miró a Inés sorprendido y, seguidamente, miró con desaprobación a Manini, pero no dijo nada. Las dos mujeres subieron y la embarcación se movió suavemente. Unos grandes pájaros rojos cruzaron el cielo, tan cerca de Inés que pensó que podía tocarlos. Cuando estaban a una decena de metros de la orilla, Manini se quitó el pañuelo de la cabeza y se lo dio a Inés.
—Póntelo en los ojos —le dijo.
Inés la miró sin entender bien lo que le decía.
—Póntelo en los ojos —repitió Manini.
—¿Cómo te atreves? —preguntó Inés indignada.
Manini no le respondió, sólo le acercó aún más el pañuelo. Inés lo cogió resignada y se lo ató a la cabeza. Le resultaba humillante que su esclava le diese una orden, pero era consciente de que no estaba en condiciones de protestar. El calor y el balanceo de la barca atrajeron hacia ella todo el cansancio que había acumulado en esos dos días. El sueño la vencía por momentos, y aunque le inquietaba su situación, confiaba realmente en Manini.
«No puede hacerme nada malo», se decía a sí misma.
Poco a poco se fue reclinando sobre la barca y sin darse cuenta se durmió.
* * *
Los gritos en un idioma que no entendía la despertaron. Inés se destapó los ojos y vio que la barca estaba sobre la arena. Enfrente había una veintena de hombres negros enzarzados en una fuerte discusión, y entre medias podía distinguir la voz de Manini aunque no la veía. La muchacha bajó de la barca y se dirigió hacia ellos. Al verla todos se callaron.
—¿Qué pasa, Manini? ¿Dónde estamos?
Uno de los hombres se acercó a la muchacha y la agarró de la muñeca fuertemente.
—¿Qué haces, esclavo? ¿Cómo te…? —Una fuerte bofetada le impidió terminar la frase. Inés cayó al suelo y notó que un líquido caliente le corría por la barbilla. Se limpió con la mano y ésta se manchó de sangre. Furiosa, miró a su alrededor y vio unos látigos colgando de una madera—. Tú, negro —ordenó a otro—, tráeme uno de esos látigos.
El hombre fue a por el látigo y volvió con él andando despacio, pero en vez de llevárselo a ella, se lo dio al hombre que la había golpeado. Inés, incrédula ante lo que estaba pasando, no pudo esquivar el primer latigazo que le cruzó de hombro a hombro. El dolor la hizo caer de nuevo al suelo sin poder esquivar los siguientes que la atravesaban. Acurrucada en la arena y con las manos en la cara, gritaba y lloraba pidiendo que parase. Y por fin paró. Sin dejar de llorar, miró hacia su agresor y vio que Manini le estaba sujetando la mano. El hombre dijo algo que Inés no entendió y dos hombres se la llevaron a rastras atravesando lo que parecía un poblado, hasta una casucha de madera en donde la tiraron al suelo y la encerraron.
«¿Qué ha pasado? —se preguntaba una y otra vez. No podía entender cómo un esclavo se había atrevido a pegarla. Ella, que además de blanca era la hija de don Alfonso de Aranda—. Cuando se entere mi padre de esto…» Y en ese momento empezó a comprender lo que ocurría. Ya no estaba con su padre, ya no estaba en su casa, ya no estaba en su mundo.
Allí, en ese poblado clandestino, las reglas eran otras, y el horror que sintió la hizo enmudecer.
Estaba en un palenque, un lugar donde se refugiaban, vivían y resistían los esclavos que lograban escapar de sus amos. Eran verdaderas fortalezas situadas en lugares estratégicos de difícil acceso y fácil defensa. Contaban con empalizadas, fosos y trampas, y con sus habitantes siempre dispuestos a resistir un ataque si eran descubiertos. Organizadas social y económicamente, tenían gobierno y leyes, y se autoabastecían de comida y útiles básicos. Eran sitios en donde estas desgraciadas personas intentaban olvidar el pasado y reconstruir su vida en libertad.