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Londres, 3 de mayo de 1666

Querida Elvira,

Me siento muy afligida, pues ha llegado a mis oídos que nuestro primo Jesús ha caído enfermo. Te mando esta Biblia para que, en lo posible, reconforte su alma y le ayude a arrepentirse de sus pecados. Espero que la tenga de recuerdo de los días que pasamos juntos.

Sé que le alegrará saber tanto como a ti que mi boda con el doctor James Andry es inminente y ambos esperamos formar una dichosa familia.

Tu prima,

Inés de Aranda

Inés terminó la carta, la dobló cuidadosamente y la metió bajo las tapas de una vieja y pequeña Biblia. Abrió el cajón de su escritorio y sacó el costurero. De él cogió una cajita con agujas y escogió una fina y larga. Abrió la Biblia por la página que tenía marcada con una cinta blanca y puso debajo de la hoja un pañuelo doblado. Acercó la vela para ver mejor y, muy despacio, empezó a hacer agujeros en el papel. Primero sobre una M, luego sobre una O, después sobre una R… así hasta completar tres palabras. Tres palabras cuya importancia ni siquiera ella misma alcanzaba a adivinar. Tres palabras que marcarían el destino, la vida o la muerte de cientos, tal vez miles de personas.

Cerró la Biblia con cuidado, pasó los dedos por encima de las letras de la portada y le invadieron el temor y la preocupación. No podía fallar.

El paquete tenía que hacer un largo viaje y debía impedir por todos los medios que se estropease en el trayecto. Envolvió el libro en un paño de algodón, y después en otro de fino y claro cuero engrasado para protegerlo de la humedad. Sacó del cajón un trozo de papel, lo desplegó con cuidado y leyó:

A la atención de la hermana Elvira.

Repitió la frase sobre el cuero, ató el paquete con unas cintas, pasó la barra de lacre por la vela y dejó caer unas gotas sobre el nudo.

«Padre Peter, en la parroquia de Saint Dionis Backchurch, en dirección hacia Aldgate», pensó.