Celia volvió a Medfield Place el cuatro de julio, en compañía de su madre y del doctor Akananda. Arthur Moore los despidió desde la escalinata del sanatorio. Se mostró muy amable a pesar de estar bastante apurado, pues debía asistir a una reunión de ejecutivos del hospital y luego tenía una cita con una condesa sumamente afligida pues su hijo acababa de manifestarle, súbitamente y sin ambages, que era homosexual.
—Bien, bien —dijo Sir Arthur alegremente—, está usted sana y buena, Lady Marsdon. Me siento feliz. Una buena forma de celebrar este día ¿Verdad? Cuando ustedes los yanquis se independizaron. Y desgraciadamente nos obligaron a imitarlos, aunque no nos resultó muy provechoso. Debíamos haberle hecho caso a Pitt. No puedo negar que me dio un buen susto, pero esos episodios como el suyo salen delante. He visto varios, el doctor Akananda fue una gran ayuda —le dirigió una cálida sonrisa de descanso—. Es un tipo de suerte. Mal no me vendría un poco de aire puro de Sussex.
El auto de los Marsdon se internó por el denso tráfico londinense. Akananda ocupaba el asiento de adelante junto con el chofer contratado por Lily. Había completado en realidad el elenco de servicio de Medfield Place y justo cuando se disponía a disfrutar del primer momento de serenidad después de la tensión de los últimos días, Celia la interrumpió con una pregunta.
—¿Por qué no vino Richard?
—Pero mi querida —dijo Lily—, sabes muy bien que todavía no ha recuperado totalmente sus fuerzas. Estuvo muy enfermo, también, pero está deseando verte.
Eso no era verdad. Richard estaba apático, indiferente. Cuando Lily le dijo que iban a buscar a Celia al sanatorio, se limitó a decir:
—Supongo que como ya está bien querrá volver. Yo me casé con ella.
—Está mucho mejor… ya no tiene más alucinaciones —le dijo Akananda un poco más tarde a Lily—. Pero todavía no se ha recuperado totalmente. Ahora pasaría por una fase intermedia, pero no existía prácticamente peligro de paranoia.
—Sin embargo, queda mucho sin resolver —agregó, y Lily, que creía conocer bien al hindú, captó su inseguridad. Miró ansiosamente a su hija.
Celia lucía un vestido de hilo violeta, muy sencillo pero muy caro, y cuyo único adorno era un monograma. El color le sentaba a su piel clara y tostada, y su pelo oscuro y ondulado le daba un aspecto de niña. Sin embargo Lily advirtió la madurez de sus ojos grises y unas nuevas líneas alrededor de la boca, pintada de un color rosa iridiscente. Parecía algo mayor que sus veintitrés años, quizá porque tenía cierto aire triste, como de otro mundo. Tal vez era la certeza de su embarazo. El análisis de orina había dado resultado francamente positivo.
Cuando atravesaban Southwark en dirección al puente de Londres, Lily miró hacia la catedral que se alzaba a su derecha y le preguntó a Celia con cierto titubeo:
—Esa iglesia ¿Te trae alguna clase de recuerdos o sientes algo en especial al pasar por aquí?
—Pues no —dijo Celia mirando el denso tráfico que las rodeaba, la mezcolanza de galpones y los presurosos peatones—. Me parece solamente una parte muy fea del trayecto, pero que no podemos evitar. ¿Debería sentir algo en especial? —agregó mirando a su madre con una indulgente sonrisa.
Lily meneó la cabeza.
—No creo, pero como el doctor Akananda dijo…
Celia la interrumpió frunciendo el ceño.
—Me parece que no me gusta mucho ese hombre. Oh, ya sé que se portó muy bien conmigo mientras estuve en el sanatorio, pero…
—Te salvó la vida, Celia —dijo Lily severamente—. ¡Es un buen hombre y un gran médico!
—Sí, lo sé… —Celia se sorprendió por la vehemencia de su madre. Ya sé que hizo no sé qué cosa, pero la jefa de enfermeras, como así también Sir Arthur, dijeron que yo me habría salvado de todos modos. Parecen creer que sus métodos fueron arbitrarios y no muy éticos. Yo sólo siento que no puedo confiar enteramente en él, y no quiero tenerlo de huésped en Medfield.
Lily reprimió un arrebato de furia y se dedicó a mirar por la ventanilla la ininterrumpida sucesión de casas de altos y bajos que se alzaban a ambos lados del camino.
—Por lo menos —dijo con un tono seco y autoritario que rara vez empleaba con Celia—, necesitamos sus excepcionales habilidades para proseguir con el tratamiento de Richard. Y además, mi querida niña, afortunadamente no tienes la más leve idea de los peligros superados gracias a la intervención de ese hombre. No me interesa lo que Arthur Moore y las otras enfermeras te hayan dicho la semana pasada, pero lo que sé es que le debes la vida, y la del hijo que llevas dentro tuyo, pura y exclusivamente a Jiddy Akananda.
Las discusiones entre esta madre y su hija eran tan poco comunes, que ambas se quedaron perturbadas. Lily cambió inmediatamente de tema.
—¿Te resultó interesante la lectura de la Biblia? —le preguntó sonriendo—. ¿Encontraste lo que buscabas?
—Encontré —respondió Celia al cabo de un momento de reflexión, y aceptando la rama de olivo—, en muchos versículos, especialmente en el nuevo testamento, un nuevo significado y un consuelo que jamás había advertido en ellos.
El reencuentro de Richard y Celia fue semejante al de dos desconocidos muy corteses. Richard salió a recibirlos a la escalinata al oír el ruido del auto y sus labios se levantaron ligeramente en las comisuras cuando vio a Celia.
—Es un gran placer poder darles nuevamente la bienvenida a Medfield Place. Siento mucho que estuvieras enferma. Creo que han preparado el té en el living. Tenemos un nuevo equipo de sirvientas. Tu madre ha estado muy eficiente —saludó a Lily con una ligera inclinación de la cabeza—. Cómo está, doctor Akananda. Me alegro mucho que venga a descansar unos días. Supongo que la señora Taylor le mostrará su cuarto, aunque creo que usted ya lo conoce de antes ¿Verdad?
Akananda se inclinó con gran seriedad, pero sin perder de vista a Celia, vio que sus ojos se ensanchaban y la oyó reprimir un sollozo. Había alzado la cara para recibir un beso, pero rápidamente disimuló el gesto, cambiando la cartera de brazo.
—Me parece una buena idea la del té… —dijo ella—. ¿Y cómo te sientes tú, Richard? Qué gracioso que los dos nos hayamos enfermado al mismo tiempo, pero aparentemente tú estás muy bien, aunque me parece que te has blanqueado un poco. Mañana podremos tomar un poco de sol… entre uno y otro chaparrón.
Ella saldrá adelante, pensó Akananda. Está manejando muy bien este asunto. Sería mejor tal vez que él y Lily Taylor se fueran y los dejaron solos a ellos dos; pero no se animaban a hacerlo.
Mientras estaban sentados tomando té, hizo un gran esfuerzo y se concentró para poder ver las emanaciones que rodeaban a Richard todavía se advertía cierto peligro en ellas. Lo vio con su tercer ojo, con ese pequeño órgano que le habían enseñado a usar, pero que desde los atribulados día en que estudiaba en el hospital Guy, ya no estaba tan seguro de que estuviera ubicado en la glándula pineal o en algún otro lugar. ¿Estaré perdiendo fe? Y la muchacha, mi Celia, sintió una opresión en el pecho y un gran desánimo. No bien bajaron del auto advirtió la hostilidad de Celia. Hostilidad justificada considerando sus otras vidas, pero bien triste.
La tarde transcurrió tranquilamente, como si Akananda, Celia y Lily fueran unos habituales huéspedes de Sir Richard Marsdon.
Comieron a las ocho, miraron televisión hasta las nueve y media y entonces Lily, que sentía una gran angustia y que apenas podía aguantar la ridícula comedia que transmitían, dijo que le parecía conveniente que Celia se fuera a dormir, ya que acababa de salir del hospital donde había estado seriamente enferma. Richard asintió afablemente y dijo que creía que el dormitorio principal estaba preparado.
Haciendo un esfuerzo por mantener un tono casual en su voz, Celia le preguntó:
—¿Y tú dónde duermes, Richard?
—Pues, en el cuarto colorado como siempre —arqueó sus cejas oscuras y espesas, como si se tratara de una pregunta impertinente—. Creo que hay una sirvienta que se ocupará de tus cosas, o si no tal vez lo haga Nanny.
—Comprendo —dijo Celia—. ¿Dónde está la señora Cameron? Yo pensé que vendría a saludarme.
—Oh, no —dijo Richard—. Nunca saluda a las visitas, prefiere quedarse en un cuarto a no ser que la precisen. ¿Le gustaría tomar un trago antes de acostarse? —agregó cortésmente dirigiéndose a Akananda que meneó la cabeza—. ¡Pues entonces, todos a la cama! —dijo señalando la escalera.
Lily lanzó un profundo suspiro pero comenzó a subir la escalera.
—¿Tú también te vas a acostar, Richard? —preguntó Celia suavemente—. ¿O qué piensas hacer?
Él parpadeó. La voz clara de Celia irrumpió en su mundo privado y la miró más atentamente.
Era una voz agradable, no gangosa, pero tampoco era típicamente inglesa. Una extranjera de pelo corto y elegante, sin embargo era una persona con derecho a hacer ciertas preguntas.
—Tal vez dé una vuelta por el jardín —respondió a regañadientes—. O quizás vaya un rato a la biblioteca, he estado leyendo muchísimo. Mis antepasados reunieron una fascinante colección de libros con el correr de los años. Tendría que catalogarlos.
—¿Y el más fascinante de todos es La Crónica de los Marsdon? —dijo Celia con el mismo tono indiferente pero sin poder evitar sonrojarse al recordar la última vez que había entrado a la biblioteca, vestida con un bikini, la última vez que él le había demostrado ternura y cariño, o inclusive, amor verdadero. Y después de eso… la visita a Ightham Mote… miedo, oscuridad y un gran vacío. Un túnel oscuro.
—Bueno —dio Richard con un risa forzada—, es verdad que los archivos familiares me parecen muy interesantes. No creo que puedan tener ninguna clase de interés para ti. Tú no formas parte de ellos.
—¡Por supuesto que formó parte de ellos! —dijo Akananda desde el oscuro rincón junto al pie de la escalera.
Ambos se habían olvidado del hindú. Celia se dio vuelta algo enojada. Richard, sin embargo, se quedó mirando fijo al otro hombre; su cara apuesta, ligeramente hostil, reflejaba la misma perplejidad que esa noche, dos semanas antes, cuando se habían encontrado en el viejo cuarto de estudio.
—¿Celia figuró dónde? —dijo Richard tratando de reír—. Excepto que creo haber anotado la fecha de nuestro casamiento en La Crónica el año pasado, o tal vez pensé hacerlo… no recuerdo.
Celia emitió un sonido ahogado. Sus fuerzas comenzaban a derrumbarse. Sabía, como también lo sabía Akananda, que Richard no había registrado su casamiento en ese libro maldito cuya existencia ignoraba hasta el famoso sábado en que habían invitado a todo ese grupo a su casa. Se sintió ahogada en un mar de desolación y se sujetó con fuerza de la baranda.
Akananda miró la pequeña mano aferrada a la baranda y dijo:
—Sir Richard, su esposa luce el anillo de casamiento de los Marsdon; usted se lo regaló a ella, pero ella se lo regaló a usted en cierta ocasión.
—Tonterías —dijo Richard mirando la gran amatista con forma de corazón y sujetada por dos manos de oro—. Me hace sentir incómodo doctor, usted es un psiquiatra ¿Verdad? Supongo que como usted está en contacto con chiflados, usted… bueno…
—¿Soy un poco chiflado también? —dijo Akananda asintiendo mientras pensaba esto, está avanzando mucho más rápido de lo que suponía y con una parte de su mente que no estaba cansada ni temerosa, entonó un mantra para recibir ayuda—. Lady Marsdon —dijo— como médico delegado por Sir Arthur para cuidad de usted, y en vista de que usted acaba de salir del hospital, me gustaría que fuera a acostarse. Su madre la ayudará.
Celia agarró con más fuerza la baranda y con una mirada furibunda le dijo:
—Ya no soy un aniña, doctor Akananda y no preciso que usted o mi madre me digan qué es lo que debo hacer. ¡Déjeme sola con mi marido! —pero su voz flaqueó al pronunciar la última palabra. ¿Qué podría decirle a Richard? Cómo podría abordar esa figura alta e indiferente que ni siquiera la miraba a ella o al anillo y que se había vuelto de espaldas para corregir la ubicación de un florero de porcelana con un ramo de glossophylias y claveles, empujándolos bruscamente hacia atrás de la consola de nogal.
—Valor… mi querida —dijo Akananda en una voz tan baja que Celia no captó lo que decía, aunque lo miró y sintió una vaga sensación de consuelo a pesar de la desconfianza que le inspiraba.
—Te veré mañana, Richard —dio esforzándose por demostrar la mayor indiferencia posible—. Creo que el doctor tiene razón. Estoy un poco mareada.
Subió las escaleras lentamente.
—Qué flor tan bonita es el clavel… —dijo Akananda sacando una flor de color rosa pálido del florero que Richard había movido de lugar. La acercó a su nariz para aspirar su perfume—. Delicioso aroma, una mezcla de clavo de olor con jazmín. Las clavelinas de antaño, aunque por cierto no eran tan grandes como éstas.
—Detesto su perfume —dijo Richard—. En realidad detesto toda clase de perfumes, me producen alergia ¿No piensa acostarse? No tengo muchas ganas de conversar.
Akananda movió afirmativamente la cabeza.
—Estoy enteramente de cuerdo. Pero primero me gustaría que me mostrara su biblioteca. Soy de los que no pueden dormirse sin leer algo. Aunque sea un libro de crímenes ¿O no tiene ninguno?
Richard sonrió casi naturalmente.
—Es claro que sí. Mi padre tenía un estante repleto de novelas policiales. Conan Doyle y otros.
Se dirigió con paso rápido hacia el ala victoriana seguido por el hindú.
Cuando Richard encendió la luz, Akananda pudo apreciar el aspecto sencillo y común de ese cuarto pseudogótico con sus bibliotecas hechas con rústicos tablones de roble barnizado y donde se apilaban miles de libros. Las ventanas cuyos cristales representaban coloridas escena de la obra de Tennyson, Idylle of the king, estaban abiertas y por ellas entraba el caluroso y sofocante aire de esa noche de julio. No sería raro que se aproximara una tormenta, pensó Akananda al ver una extraña luz amarilla sobre las colinas. Y qué bien vendría una ayuda exterior para aliviar la creciente tensión del ambiente.
—Allí están las novelas policiales —dijo Richard señalando un estante en el vano más cerca del patio—. Elija lo que quiera.
Akananda inspiró profundamente y retuvo su respiración durante un minuto. Paseó su mirada por la hilera de libros mientras Richard esperaba a un lado impacientemente.
—¿No cree usted que los misterios actuales son mucho más interesantes? —dijo Akananda dirigiéndose al otro cubículo donde estaban el atril y los libros antiguos—. He oído hablar tanto de su crónica —luego de una pausa prosiguió—. Quiero decir —agregó cuidadosamente—, que tengo una idea, aunque posiblemente esté equivocado, que existe un misterio en sus propios archivos, un problema del pasado que aún no ha sido resuelto.
Richard se puso tieso y su cara se ensombreció.
—¿Quién dijo eso?
—Esta noche… la forma en que se expresó Lady Marsdon y otras cosas además; y usted también me dijo algo cuando estuvo aquí hace quince días. Su subconsciente lo recuerda y es mi deseo que pase a su conciencia. ¡Siéntese, Sir Richard! —dijo Akananda señalando un sillón que estaba debajo de la ventana—. Usted me obedeció cuando estábamos en el cuarto de estudio, aunque ahora lo ha olvidado. Y ahora me obedecerá otra vez porque lo único que persigo es ayudarlo.
—¡No puede! ¡Yo no quiero que me ayuden! ¡Déjeme en paz! —Richard retrocedió.
—Oh si, ahora no es más un maniático, Sir Richard, no precisa que se le pongan inyecciones ni que se le administren compuestos químicos sedantes, usted se entregará a su personalidad oculta y a sus verdaderos deseos, de modo que si no piensa sentarse ¡Tráigame La Crónica! No, espere, yo la buscaré. ¡Sé en dónde está!
Akananda buscó el enorme libro encuadernado en pergamino y se lo entregó a Richard.
—Busque el párrafo que lo perturba desde hace tanto tiempo. ¡Ah! ¿Vio con qué facilidad se abre en esa página? Y ahora léalo en voz alta. ¡Rápido!
Richard fijó la vista en la caligrafía desteñida y adornada con toda clase de firuletes, pero repitió de memoria con una voz uniforme y mecánica:
—Hoy es la víspera de la fiesta de todos los santos y el décimo tercer año del reinado de su majestad, y una época de regocijo ya que nuestra flota hundió los barcos de los perversos españoles… —echó la cabeza hacia atrás y miró furibundo a Akananda—. ¿Qué es lo que está haciendo? Esto es solamente una larga historia sobre un miembro de la familia que era monje y que de resultas de una aventura que tuvo con una muchacha, ésta quedó embarazada, ¿pero qué importancia tiene todo eso hoy en día?
—¿Qué le pasó a la muchacha, Richard?
Los dos hombres dieron un respingo y miraron a Celia boquiabiertos. Estaba parada inmóvil en un ángulo de la biblioteca, vestida con una bata de cama de seda amarilla brillante.
—Se aproxima una tormenta —dijo Celia—. Sabes que los truenos me asustan —miró a su marido y le dirigió una sonrisa tierna, implorante—. No quería quedarme sola. Y escuché lo que estaban diciendo… ¿Qué le pasó a la muchacha… a la muchacha embarazada?
Richard retrocedió y no contestó: se pasó la mano sobre la frente como si estuviera tratando de apartar telarañas.
Akananda salió de ese sector de la biblioteca y se deslizó rápidamente al que contenía las novelas policiales. Permaneció allí, controlando su respiración, sumergido en los destellos de una reconfortante luz interior. Escuchó con alivio el ruido de un trueno y escuchó también las voces que provenían del otro lado de la estantería.
—Leamos toda la anotación —dijo Celia—, me gustaría leerla yo también, siempre que me ayudes a descifrar esas letras tan raras y esa curiosa ortografía. Veamos.
Akananda escuchó ese dúo de voces, en el que la voz grave y contrariada de Richard le soplaba a Celia cuando ésta titubeaba. Pero al final de la nota fue dicha solamente por la voz de Celia…
—Encontrar a la muchacha asesinada para darle cristiana sepultura…
Hubo un largo silencio interrumpido por un trueno que sonó muy cerca de Alfriston.
—¿Tú piensas que fuiste Stephen y que yo fui la muchacha encerrada en el hueco de la pared? —la pregunta de Celia era clara, suave, asertiva, sin embargo, contenía cierta tristeza. El hindú estaba tenso, a la expectativa. Pero esperó.
—¡Sí, por Dios, así lo creo!
Fue un grito violento y ahogado que alertó inmediatamente el instinto médico de Akananda. Palpó la jeringa que tenía en el bolsillo. Nunca se podía estar seguro, y mucho menos en el caso de Richard; esa súbita aceptación de la realidad y sólo con la mujer a la que antes había amado, odiado, por la que había quebrado sus votos y que había sido la causa de su suicidio, creyendo que ella lo había traicionado.
—Pero entonces… —dijo Celia con el mismo tono tranquilo y desapasionado—. Te sería muy difícil poder darles ahora una sepultura cristiana a mis viejos huesos. La guía de Ightham Mote dijo que habían sido «desparramados»… prefiero no buscarlos, y además, mi querido, se parecen bastante a un vestido que usaba permanentemente en Chicago cuando tenía doce años. Mi madre acabó cortándole las mangas para que mi tía hiciera una alfombra de retazos y creo que el resto fue a parar al ejército de salvación.
Se oyó el estallido de un trueno, Akananda vio la zigzagueante luz de un relámpago y cerró tranquilamente la ventana. La lluvia comenzó a golpear contra las tejas, pero todavía podía oír hablar a Celia.
—Richard, mi amor querido o Stephen si así lo prefieres, todo eso ha terminado. Yo llevo ahora a tu hijo en mis entrañas, en el tiempo presente. ¿No será bien recibido, ni tendrá tampoco un padre como el anterior?
No se oyó ninguna respuesta durante un buen rato. Cayó otro rayo y un trueno resonó un poco más al sur, luego hubo un momento de calma y silencio durante el cual Akananda oyó un sonido diferente, el de un hombre que sollozaba entrecortada y quedamente.
A las cuatro de la tarde del jueves ocho de agosto, los habitantes del pueblo de Medfield y algunos invitados que habían venido desde Londres, se congregaron en la iglesia para presenciar una ceremonia que tuvo ciertos rasgos que a algunas personas les resultaron extraños, en especial la celebración de un casamiento en un día jueves, aunque las sentimentales señoras de la parroquia estuvieron de acuerdo en juzgar que era encantadoramente distinto. Sir Richard y Lady Marsdon habían decidido recientemente casarse de acuerdo a los ritos de la iglesia para complementar su casamiento realizado en Londres de acuerdo a las leyes civiles.
El cura párroco estaba en la gloria. Siempre se sospechó que tenía inclinaciones ortodoxas, y Sir Richard que le otorgaba los medios de subsistencia, debía haberle dado vía libre. La iglesia estaba saturada por el perfume del incienso, y sobre el altar había numerosas velas encendidas. Ramos de flores de los jardines de Medfield Place adornaban el pasillo de entrada. El coro entonaba no sin ciertas dificultades, unos antiguos cantos en latín, que habían sido solicitados expresamente.
La ceremonia del casamiento se realizó de acuerdo a la versión autorizada y fue muy breve, pero muchos se sorprendieron ante una pequeña variante introducida antes de la bendición final. La concurrencia esperaba paciente y educadamente hasta que todo terminara para poder retirarse y trasladarse hasta la gran mansión donde todos habían sido invitados a participar de la recepción.
La variante consistió en unas oraciones para el reposo de las almas de Stephen Marsdon y Celia de Bohun.
—Eso es siniestro —susurró Myra a Harry Jones que estaba sentado a su lado en uno de los bancos laterales—. El padre está rezando un responso. Y mira esto —dijo señalando la lápida de mármol de una vieja tumba ubicada en un nicho al lado de ellos y tocando luego una inscripción nueva y reluciente ubicada justo encima—. Stephen Marsdon, osb, 1525-1559, requiescat in pace. Misereatu tui omnipotens deus, et dismissis peccatis tuis, perducat te ad vitam aeternum. ¿Crees que estará rezando un responso por este Stephen Marsdon?
—Todo es muy extraño —susurró Harry—. Nombran también a una Celia, me pregunto quién sería. ¡Y rezar un responso en un casamiento! ¿Habrán muerto el mismo día? Pero es cierto que Richard siempre fue medio raro.
—No obstante, es conmovedor —musitó Myra mientras su grandes ojos verdes se llenaban de lágrimas. Se arrodilló, inclinando su cabeza cuyo pelo cobrizo estaba cubierto por un tul dorado, cuando el párroco alzó sus manos regordetas y dijo—: Recemos por las almas de tus siervos difuntos, Stephen y Celia, que encomendamos a la misericordia y protección divina. Que Dios los guarde y los bendiga.
El señor los ilumine con su luz. Que el señor se digne alzar hacia ellos su divino rostro y les otorgue la paz, ahora y para siempre…
—Bajó majestuosamente las manos y las apoyó sobre los hombros de la pareja que estaba arrodillada frente al altar. Prosiguió tranquilamente con la ceremonia nupcial tal como Richard se lo había pedido —Dios padre, Dios hijo y Dios espíritu santo os bendigan y os guarden… y que viváis de tal forma en esta vida, para poder gozar en el cielo de la vida eterna… amén.
Richard y Celia Marsdon no se besaron cuando se pusieron de pie. Se miraron largamente a los ojos mientras el órgano soplaba primero y mugía después hasta que finalmente se oyeron los acordes de la marcha de Mendelssohn.
Los Marsdon recorrieron el pasillo del medio con paso lento. Celia lucía un vestido largo de gasa color crema, que al moverse adquiría reflejos rosados. La hacía parecer más alta, como así también su pequeño tocado plateado en forma de corazón. Únicamente Igor era capaz de diseñar un modelo tan bonito y favorecedor, y en efecto él fue el que lo había ideado y enviado a Celia dos días antes desde Londres como regalo de casamiento.
Richard tenía un aspecto solemne, vestido con el tradicional chaqué y el típico clavel blanco.
No hubo ningún cortejo, solamente Lily y Akananda, que ocupaban el primer banco, unos metros más atrás de la pareja de novios. Los rostros de la norteamericana y del hindú reflejaban una auténtica alegría; Lily derramó abundantes lágrimas durante la ceremonia pero ahora estaba tranquila y su capelina de color azul claro disimulaba cualquier rastro de lágrimas.
La campana de la iglesia repicó con tanto entusiasmo que hizo estremecer el pequeño campanario, mientras los Marsdon se detenían un poco más allá del atrio y antes del cementerio, para saludar a sus invitados.
Myra se acercó a Celia antes que nadie y la besó entusiastamente.
—¡Oh, mi querida! —dijo—, ¡todo fue tan emocionante, muchísimas gracias por habernos invitado! —dio vuelta la cabeza y miró al radiante Harry que estaba parado a su lado—. ¡Estoy tan enternecida que me dan ganas de imitarlos! Que Dios los bendiga a ambos —agregó con seriedad—. Pasaron un mal rato desde ese famoso fin de semana. Estuve muy preocupada por ti —Myra se sorprendió al oír sus propias palabras, pues éstas no eran tan sólo una frase amable. Todos los días había preguntado por Celia mientras ésta estuvo en el sanatorio y había tenido dos sueños muy desagradables respecto a Celia—. Te quiero mucho, mi querida.
Se hizo a un lado para permitir que la señora Cameron, que estaba resplandeciente con su vestido de bombasi gris y un sombrero redondo con flores, pudiera felicitar a los novios y alzar lo más posible la cabeza cuando Richard se inclinó para besarla.
—Éste es mi buen muchacho —musitó—. Y bendita sea la mirada que hoy alegra tu gentil rostro —agregó, escabulléndose rápidamente hacia la casa.
Le tocó luego el turno a Igor, que estaba muy a la moda, aunque bastante llamativo, con unos pantalones ajustados de terciopelo colorado y una camisa con volantitos.
—Todo fue encantador —dijo besando a Celia en a mano—, y qué original ese toque de la vieja Inglaterra ¿Supongo que ahora seguirán los tradicionales bailes en la plaza? Me encantaría ensayar unos pasos de baile en tu honor aunque en realidad no viviría en esa época por nada del mundo. Estoy muy contento con el presente.
—Y yo también —dijo Richard rodeando a Celia con su brazo y sonriendo. Ella se recostó contra él, con una expresión de felicidad en su cara.
Akananda se mantenía un poco apartado y los observaba. Su alma rebosaba gratitud, pero físicamente estaba exhausto. Le resultó penoso, inclusive, la breve caminata para salir de la iglesia y tuvo que recostarse contra un contrafuerte. Vio a George Simpson rondando entre los invitados, advirtió el brazal negro en su manga y su cara compungida y preocupada. El hindú lo saludó con una sonrisa y George se le acercó.
—Un lindo casamiento —dijo—. La iglesia estaba muy bien arreglada, a Edna le hubiera gustado mucho, le encantaba ir a los casamientos, es decir, hace tiempo, cuando nosotros nos casamos. Pero durante los últimos años no iba a ningún lado. Pero le hubiera gustado este casamiento. Lo quería tanto a Sir Richard.
—Ah, sí —dio Akananda. Sus emociones estaban prácticamente agotadas, pero no pudo dejar de sentir cierta pena por este hombrecito bueno y torturado, que lloraba la muerte de esa mujer que ocasionó tanto daño. No se veía blanco ni negro en los rayos de la rueda que nunca cesaba de girar. Y visto a la luz de la evolución todos se volvían grises y eventualmente, eventualmente, transparentes al mezclarse con la luz.
—¿Se siente mal, doctor? —exclamó George tomando en su mano el brazo de Akananda—. Tiene muy mala cara. Lo acompañaré hasta ese banco. Ya no somos tan jóvenes como antes, ¿verdad? Y el perfume del incienso… sofocante… no me gustan mucho esas cosas —acompañó a Akananda hasta el banco que estaba cerca del portón de la entrada del cementerio.
—Gracias —susurró Akananda, dejándose caer sobre el banco—. Desde un tiempo a esta parte, tengo frecuentemente estos malestares. Ya se pasará —metió la mano en el bolsillo interior del saco y extrajo una cápsula de trinitrina, la mordió y luego se la puso debajo de la lengua.
Los invitados se retiraban ya del lugar y muchos de ellos lo hacían a pie, pues Medfield Place estaba a ocho cuadras de distancia. Los Marsdon ya se había nido, Myra y Harry se volvieron juntos en el auto de Myra e Igor los siguió en su nueva Isotta-Fraschini, luego de ofrecerse amablemente a llevar a varios de los concurrentes.
Las campanas de la iglesia seguían repicando alegremente.
Akananda permaneció sentado en el banco junto a George Simpson que se retorcía nerviosamente el bigote.
—¿Se siente mejor? —le preguntó con su voz chillona—. Tengo mi viejo Rover estacionado un poco más lejos. ¿Cree que puede caminar hasta allí? No. Mejor será que espere, la gente ya se está alejando, lo acercaré aquí —y salió corriendo.
Akananda permaneció sentado en el banco de piedra que había sido colocado allí hacía seiscientos años, con el objeto de depositar sobre él los ataúdes, antes de meterlos en la iglesia para cumplir con los últimos rituales. La opresión en su pecho y el agudo dolor en su brazo izquierdo comenzaron a desaparecer.
Aquí mismo estuve sentado, pensó, cuando Tom Marsdon entró a la iglesia para ordenarle al sacristán que preparara el nicho para Stephen, antes que partiéramos rumbo a Ightham Mote. Estuve muy cerca de la muerte entonces, pero lo que tenía era una neumonía. Qué extraño. Sus pensamientos se mezclaron, pero él podía analizarlos objetivamente. El portón de entrada al cementerio no había cambiado mucho desde entonces, los postes eran nuevos y el techo era de tejas y no de paja, como lo recordaba él. ¿Seguiría estando allí ese portón dentro de cuatrocientos años? Posiblemente no. Pero había algo que no cambiaría… miró en dirección al río y a las lejanas montañas. ¿Cambiarían esas suaves colinas? ¿Habrían sido destruidas por un insospechado cataclismo? ¿Erosionadas? ¿Bombardeadas? No lo creía. La tierra perduraría y también las flores silvestres que crecían en esas pacíficas montañas calizas, a pesar de la violencia humana, de las ciegas usurpaciones, a pesar del pesimismo, de la confusión y las guerras.
FIN