Capítulo diecinueve

A las once de esa mañana de junio, cuando ya habían pasado dos días desde la internación de Celia en la clínica de Londres, Sir Arthur Moore pasó rápidamente frente a la taciturna jefa de enfermeras y demás enfermeras y golpeó con inusitada fuerza en la puerta del cuarto de la joven.

—¡Abre la puerta, doctor Akananda! ¡Este disparate ya ha durado demasiado tiempo!

Sintió un gran alivio al oír que la llave giraba en la cerradura y ver que la puerta se abría inmediatamente, pero se sorprendió al advertir un pronunciado tono grisáceo bajo la piel cetrina del hindú y numerosas arrugas que surcaban su rostro: el hombre había envejecido diez años, por lo menos.

—¡Dios mío, qué mala cara tienes! —dijo Sir Arthur—. ¿Cómo está la paciente? Todo el sanatorio está convulsionado. Creo que debo estar un poco loco por haber autorizado todos estos trucos.

Akananda se hizo a un lado y señaló la cama.

Sir Arthur se acercó y se quedó mirando a Celia boquiabierto.

—¡No puedo creerlo! ¡La has vuelto a la vida! —se inclinó sobre Celia y le tomó el pulso. Apoyó su mano sobre el pecho de la joven que subía y bajaba lentamente. Le pellizcó una mejilla y observó la reacción sanguínea— no cabe la menor duda que está viva —dijo—. ¿Pero qué sucede con su cerebro? Con estos catalépticos nunca se puede estar seguro.

—Su mente… se despejará gradualmente —dijo Akananda. Tragó y se sirvió un vaso de agua. Se tambaleó, se sujetó a la baranda de la cama y luego se desplomó sobre el sillón—. Ha sido una verdadera lucha —dijo débilmente.

Sir Arthur miró afectuosamente a su colega.

—No tengo la menor idea de lo que hiciste, Jiddu, pero la mujer se ha levantado de la tumba. Buena demostración. Tienes que enseñarme unas cuantas cosas —dijo riendo—. ¿Tienes algún remedio desconocido? ¿O la hipnotizaste? Ese maldito recurso se ha puesto otra vez de moda. Parece que a veces da resultados. Existen muchos misterios… a pesar de todos nuestros conocimientos… necesitas algo reconfortante, mi viejo —dijo y dirigiéndose a la jefa de enfermeras que estaba parada al lado de la puerta agregó—: Lady Marsdon está mucho mejor. Tráigale un poco de coñac al doctor Akananda. Se lo merece.

—No… gracias, Arthur —dijo Akananda lentamente—, preferiría una taza de té, indio por favor —agregó sonriendo levemente—, todavía falta algo por hacer, pero no médicamente por el mismo momento. Un poco más adelante podríamos hacerle la reacción E. C. G.

—¿Qué? —dijo Sir Arthur—. ¿Crees que está embarazada?

—Así es —respondió Akananda.

—Pero la madre dijo… —Sir Arthur se encogió de hombros—. Bueno, está sumamente nerviosa como es lógico, me llama todo el tiempo y se lo pasa yendo y viniendo a Sussex, donde está su yerno que según parece está medio chiflado. Y a propósito, la señora Taylor está esperando allí afuera, como así también un grupo bastante curioso. La duquesa de Drewton, Sir Harry no sé cuánto y ese dudoso Igor no recuerdo bien qué, ese modisto por el que todas las mujeres ricachonas se vuelven locas.

—Ajá… —dijo Akananda pensativamente. Recostó la cabeza contra el respaldo del sillón y suspiró—. Todos estuvieron muy próximos a ella en una oportunidad. Aunque no lo hubiera imaginado de Igor. Supongo que habrá sido Simkin, aunque él la quería a su modo…, y en estas cosas, no podemos ver claramente… los vínculos que unen al odio con el amor… su acción recíproca… las compensaciones…

—Mira mi viejo amigo —dio Sir Arthur frunciendo el ceño—. Has pasado un momento muy bravo. Vete a tu casa a dormir después que te traigan el té. O prefieres que te dé una inyección, un calmante. Yo me haré cargo de ella de ahora en adelante.

—Me tranquilizaré —dio Akananda—, cuando la espiral divina haya ascendido otra vuelta, o si así lo prefieres, cuando termine de conseguir un equilibrio entre aquellas personas de las cuales soy deudor Sir Arthur lo miró sorprendido y alarmado. Lo que ese hombre decía no tenía sentido alguno, bueno, es verdad que pertenecía a una raza diferente, pero si bien no tenía idea de lo que había hecho, había conseguido salvarle la vida a la paciente.

No parecía posible cuarenta y ocho horas antes… y allí estaba, de buen color y no gris, durmiendo como un niño.

—Maldición —dijo Sir Arthur—. Esto es realmente milagroso. Tendría que hacer un informe… y reconocer tu gran mérito por supuesto. Lo que no será muy fácil en realidad puesto que no sé todavía qué fue lo que hiciste.

—Muy difícil —dijo Akananda, al que se le estaba pasando su agotamiento y en cuyos ojos brillaba nuevamente una chispa de buen humor—. No creo que puedas escribir que gracias a la ayuda y dirección de mi maestro, que era un sufi llamado Nanak, Celia Marsdon acaba de revivir, y no junto con ella, una vida anterior durante el período Tudor.

Sir Arthur carraspeó y cambió de postura algo incómodo. Trató de reír, pero Akananda reflejaba tanta seguridad, tanta soltura, que lo hacía realmente impresionante.

—No —dijo—, a mi mujer le fascinaban todas esas cosas, y tú te criaste en medio de ellas por supuesto, pero yo no veo, médicamente hablando, no, no comprendo absolutamente nada.

—Tal vez comprendas… más adelante —dijo Akananda suavemente—. Y si bien ella se curará, y se verá libre del pasado, todavía no ha llegado el fin, para los demás… para reparar, para redimir.

Sir Arthur resopló.

—Ésos son sentimientos muy entremezclados. Mi padre predicaba en Staffordshire, yo recibí instrucción religiosa, pero he tratado de olvidarla; él decía cosas parecidas, hablaba sobre redención y demás.

—La verdad es por su naturaleza universal —dio Akananda— y brilla en ventanas muy dispares, aunque muchas permanecen entornadas. Arthur, deberías hacer entrar a la señora Taylor, pobre señora, y veo que la enfermera está impaciente por atender a su enferma y ventilar el curto.

—Así es —dijo el otro médico haciendo gustosamente a un lado la metafísica—. El cuarto tiene un olor extraño… la falta de ventilación, por supuesto, pero sin embargo siento un aroma a flores o tal vez esa otra cosa. ¿La enferma movió el vientre?

Akananda asintió.

—Su cuerpo ha recuperado sus funciones normales. Haz pasar a la señora Taylor y tranquiliza a los demás. Ella no debe verlos durante un buen tiempo.

Lily Taylor entró muy asustada. No podía creer lo que le había dicho Sir Arthur:

—El problema ha sido superado. Saldrá adelante —pero cuando Lily vio a Celia que dormía pacíficamente como cuando era una niña, con una mano debajo de la almohada y la otra sujetando la sábana en la misma forma en que antes agarraba a su oso de juguete, no pudo reprimir un sollozo. Besó a su hija en la mejilla y pasó la mano después por su pelo enmarañado y pegoteado.

Celia abrió los ojos.

—¿Tía Úrsula? —dijo—. ¿Estuve enferma?

—No, no, mi querida —exclamó Lily—. Yo soy tu madre…

Celia pensó un momento, y luego asintió.

—Es claro, por supuesto… prácticamente lo eras, y tú querías serlo… yo también, desde el primer día cuando llegué a Cowdray. Y Sir John, él era mi padre ahora, y consiguió lo que más quería: dinero. Murió diciendo dinero, sabes, pero no consiguió un hijo, tuvo que conformarse conmigo.

Lily miró angustiada a Akananda que estaba parado junto a la cómoda bebiendo su té; sus ojos se encontraron con los de ella y sonrió afectuosamente.

—Parece… oh, parece normal —susurró Lily—, pero está delirando. Oh, doctor ¿Funcionará normalmente otra vez su cabeza?

Él asintió.

—Prácticamente ya ha realizado la transición.

—¿Transición de qué? —preguntó Lily vivamente.

—Del pasado y sus desgracias.

Lily, cuyos ojos azules tenían grandes ojeras y que tampoco había dormido las últimas dos noches, exclamó:

—¡Desgracias son las que nos suceden ahora! Quiero decir que comprendo que mi hijita ya ha pasado el peor momento y confío en que usted tenga razón. Pero Richard…

Akananda depositó la taza sobre el plato. Frunció el ceño y agregó:

—Sí, todavía nos queda Sir Richard, y su karma es mucho más difícil de comprender y expiar. Iré verlo mañana después de descansar un poco y recuperar mis fuerzas con la ayuda de Dios.

—Gracias —dijo Lily—. Pero no entiendo. No entiendo tampoco qué es lo que lo impulsa a ayudarnos, excepto que usted es un médico y que los médicos ayudan a la gente.

—Generalmente —dijo Akananda en un tono más liviano—. Todos prometen hacerlo. Las promesas son muy importantes, señora Taylor. Y yo quebré una que hice cuatrocientos años atrás, y mi falla fue peor aún porque sabía que no debía hacerlo. La ignorancia puede disculparse a veces. Sabe usted que yo tenía un único deseo cuando estaba por morir. Ver el sol, sentir calor… y por cierto que lo conseguí. Nací hace sesenta y dos años en madrás —landó una triste carcajada.

—¿Ah, sí…? —dijo Lily estúpidamente. Estaba demasiado preocupada para esforzarse en comprender lo que decía. Pegó un salto al advertir un movimiento en la cama y ver que Celia estiraba su mano. La tomó entre la suya y sintió los dedos que se aferraban con fuerza. Lily apoyó su mejilla sobre la pequeña mano y comenzó a llorar suavemente.

—Y tampoco fue esa vez durante la época Tudor en Inglaterra, la primera vez que les fallé a ustedes dos —dijo Akananda, pero Lily no lo oyó. Miró tiernamente a las dos mujeres y se dirigió hacia la puerta—. Le enviaré una enfermera con una pastilla que quiero que tome usted, señora Taylor. Puede quedarse con Celia un rato, pero por favor, no le hable. Déjela descansar —agregó con voz alta.

Lily asintió sin pronunciar palabra alguna.

La visita de Akananda a Medfield al día siguiente, se atrasó considerablemente. Fue primero al sanatorio para ver cómo seguía su enferma y la encontró sentada en la cama tomando una taza de caldo, luciendo una bata de cama de raso rosa que le había llevado su madre. La enfermera Kelly estaba junto a la cama y recibió a Akananda con una gran sonrisa.

—¡Oh, doctor, nos sentimos mucho mejor! Esta tarde nos sentaremos en el borde de la cama y quizás mañana demos uno o dos pasitos ¿No es verdad?

Celia asintió con un pequeño movimiento de cabeza y esbozó una débil sonrisa.

—Todavía estoy un poco confundida y tuve además unos sueños extraños. Usted figuraba en ellos, doctor, pero creo que tenía una barbita —arrugó la frente y sus ojos grises parecieron algo confusos—. Había pasado algo, algo horrible…

—Bah —dijo la enfermera rápidamente—. Todo el mundo tiene pesadillas. Termine el caldo, señora, y después comerá un flan muy rico.

Celia bebió el caldo obedientemente mientras Akananda la observaba.

Le habían quitado prácticamente toda la grasa de los electrodos de su pelo, que enmarcaba su cara como un pequeño gorro oscuro.

Podía advertirse un color saludable debajo de su piel bastante cetrina, pero todavía se apreciaban signos de fatiga en los músculos que rodeaban sus ojos grises, y los pómulos estaban demasiado prominentes, como era lógico después de un prolongado ayuno. Una carita agradable, pero que no tenía el atractivo tono rosado y el magnífico pelo dorado de Celia de Bohun, cuya cara recordaba claramente. Esta cara no enloquecería a los hombres, ni llevaría a su propietaria al libertinaje y la destrucción.

Recordó la noche que comieron en Medfield.

—¿Será posible Dios mío que solamente hayan pasado cuatro días desde entonces? —cuando esta Celia se fusionó súbitamente con la otra, la chispa salvaje que la animaba, su temeraria incursión al jardín en compañía de Harry, su desafío. Harry Jones costaba creer que hubiera sido una vez Anthony Browne, Lord Montagu, sin embargo eso era lo que pensaba Akananda. Pero si la ley del karma pudiera explicarse claramente, se preguntaba qué le habría pasado a Lord Montagu durante el resto de su vida para que su alma eligiera en esta oportunidad el cuerpo de un hombre bastante común, dedicado a las mujeres y que solamente demostraba cierta elocuencia cuando hablaba de sus hazañas durante la guerra. En su caso particular, la religión, su catolicismo no habían perdurado, posiblemente porque sus convicciones no eran suficientemente profundas. Y la duquesa no parecía ser muy diferente de su antigua personalidad como Lady Magdalen, excepto su belleza y sofisticación, productos ambos del siglo actual. Había sido una gran señora, una aristócrata de entonces y lo seguía siendo. Había nacido nuevamente en un castillo de Cumberland; se había trasladado al sur al casarse, igual que antes; y posiblemente su vida se repetiría de acuerdo al mismo patrón, ya que hasta el presente momento no habían surgido motivos para cambiarla. Sin embargo, se había producido un cambio. Durante su afanosa búsqueda en los archivos del museo británico, Akananda encontró un pequeño libro del siglo diecisiete en el que figuraba la biografía de Lady Montagu. Al hojearlo rápidamente se quedó impresionado por la intolerancia y exagerados remilgos demostrados por Magdalen Dacre durante los últimos años de su vida. Lo que es ahora, su personalidad no se caracterizaba por una remilgada intolerancia.

Celia estaba dormida, y Akananda se quedó junto a ella durante un momento esperando que volviera la enfermera que había salido a cumplir con una diligencia. Reconsideró brevemente la vívida y penosa experiencia por la que había pasado durante estos últimos días. No era como si se hubiera sentado a ver una película cinematográfica sino más bien como leer una novela absorbente en la que el autor penetra cuando se le da la gana en la mente de cada personaje. La diferencia estribaba en el propósito perseguido… el de Akananda y el del ser iluminado que lo guiaba.

Indudablemente la mayoría de los personajes principales habían sido reunidos para pasar el fin de semana en casa de los Marsdon para poder tener una oportunidad de resolver una antigua tragedia que seguía ocasionando nuevas tragedias.

Sin embargo Sue Blake no había figurado en la época Tudor. Y por otra parte no existía en la actualidad ninguna personificación de Wat Farrier o de los tres reyes Tudor de esos días.

Por lo menos, pensó Akananda, hoy en día no se tolera ya semejantes crueldades. Tenemos algunas terribles persecuciones religiosas, pero en Inglaterra no se condena a nadie a morir quemado en una hoguera por su principios religiosos, ni tampoco se tortura o mata a la gente cumpliendo los caprichos de un déspota.

Hemos adquirido en cambio, una vaga tolerancia en general, menos excitante, pero un escalón más arriba en la espiral.

Sus consideraciones se vieron interrumpidas por Celia:

—¿Dónde está Richard? —preguntó súbitamente con voz quejumbrosa—. ¿Acaso no debería estar aquí? Quiero verlo.

Akananda se sobresaltó. Los fascinantes misterios del pasado que perduraban todavía no eran lo más importante. Todavía subsistía el dilema central.

Sir Richard no demorará en venir —dijo Akananda—. Él también ha estado enfermo.

—Oh, pobrecito —dijo Celia—. ¿Tiene dolor de espalda? O quizás esté con gripe. Parecía algo febril antes que… —frunció el ceño tratando de recordar—… ¡La reunión del fin de semana, cuando me enfermé!

—Estará bien dentro de poco —dio Akananda tratando de transmitirle una seguridad que él no sentía—. Perfectamente bien.

La enfermera Kelly entró al cuarto en el preciso momento en que Celia asentía con la cabeza.

—Estoy deseando verlo —se interrumpió y miró su mano izquierda—. ¿Dónde está mi anillo… el anillo de los Marsdon?… lo tenía junto con la alianza. ¡Alguien me lo ha quitado!

—Calma, señora, calma —dijo la enfermera rápidamente—. No debe agitarse… ¿Es éste? —sacó el anillo de amatista del cajón de la mesa de noche—. Estaba en el lavatorio, lo encontramos cuando la lavamos.

Celia agarró el anillo y sonrió. Lo colocó en su dedo.

—Es claro. Por lo visto he olvidado un montón de cosas, pero supongo que no importa. ¿Tuve una caída, verdad? ¿O fue un accidente? Alguien hablaba de un accidente automovilístico en la ruta veintisiete y que precisaban camas… ¿Richard no está herido, verdad? —sus pupilas se dilataron y se mordió los labios.

—No… —dijo Akananda con tal convicción que Celia se tranquilizó—. Sir Richard no está herido. Y ahora me gustaría que no hablara más, que comiera lo que le trae la enfermera y que después durmiera pacíficamente durante tres horas —levantó la mano morena, la movió lentamente haciendo círculos y luego le acarició la frente—. Coma y duerma, Celia. Se despertará como nueva. Y esta noche también. Coma y duerma. Se despertará como nueva.

Había hipnotizado a muchos pacientes y con diversos resultados pero nunca había visto un ser más receptivo. Esperó hasta que terminara el pequeño flan, vio que se le cerraban los párpados y entonces se acercó a la enfermera y le dijo:

—Hoy no deben molestarla. Nada de hacerla sentar al borde de la cama y mucho menos caminar. Yo arreglaré eso con Sir Arthur —la enfermera asintió.

—Tengo fe en usted, doctor, Dios lo bendiga… y que la jefa de enfermeras piense lo que le dé la gana —agregó para sus adentros.

Akananda salió del cuarto de Celia y se dirigió a la planta baja. Cuando pasaba frente a la sala de espera, un hombre de pelo gris se le acercó corriendo y lo tomó del brazo.

—Doctor… por favor… —dijo con un quejido ahogado—. ¡Hace una hora que estoy aquí y nadie quiere decirme nada!

Akananda, cuya mente estaba totalmente concentrada en el problema que le esperaba, no lograba reconocer esa cara contorsionada, los ojos fruncidos y enrojecidos por el llanto.

—¿Y qué es lo que quiere saber? —le preguntó.

—Usted me conoce, doctor. Soy George Simpson. Nos conocimos en Medfield. ¿Cómo está Lady Marsdon?

—Está mejorando —dijo Akananda sorprendido aunque percibía una señal en su interior—. No hay razón para desesperar —los recuerdos de esa vida pasada que había revivido en el cuarto de Celia comenzaban a desvanecerse y con lo único que podía asociar a George Simpson era con ineficacia y terror, de los que ya había tenido bastante, y aparte de eso casi no recordaba al pobre hombre—. No debe alarmarse tanto por Lady Marsdon… —repitió fríamente.

—Bueno, pues verá… —George Simpson mordisqueó su bigotito gris—. Se trata de Edna, anoche tuvo un accidente, un accidente muy grave. Está en el hospital, en una sala a la que no me dejan entrar. Pero la única cosa quedito antes que el dolor se hiciera insoportable fue Celia y como ése es el nombre de Lady Marsdon y sé que está muy enferma, pensé venir aquí a preguntar cómo seguía.

—Ah-h… —dijo Akananda. Concentró toda su atención en George Simpson y lo condujo a su consultorio privado—. Siéntese, señor. Cuénteme qué fue lo que le pasó a la señora Simpson.

El pequeño hombre hizo un esfuerzo. Buscó su pipa, trató de llenarla, pero renunció al desparramar el tabaco sobre sus rodillas.

—Se quemó —dijo sofocando un sollozo—. Cuando llegué a casa después del trabajo, ya habían olido el humo y habían entrado… la oyeron gritar… los vecinos del departamento de al lado. Lo apagaron… no era un incendio de proporciones, pero se le prendió fuego el kimono y Edna estaba envuelta en llamas, la enroscaron en la alfombra —George hizo un ruido seco y se cubrió los ojos con la mano—. Es horrible —murmuró—. No creen que sobreviva, tiene quemaduras de quinto grado, su piel quedó carbonizada, su cara…

Akananda guardó silencio durante un momento y luego apoyó su mano sobre el hombro de Simpson.

—Lo siento mucho. ¿Podría contarme cómo sucedió? Se sentirá mejor si habla un poco.

—Debe haber sido el calentador de alcohol —dijo George lentamente—, debe haberlo encendido para preparar un poco de té… ella… le gustaba ahorrar gas. Y además… a lo mejor no estaba muy lúcida. Tenía un… un tónico que le preparaba el farmacéutico. Y cuando tomaba demasiado… no estaba muy lúcida.

—Entiendo… —dijo Akananda después de una breve pausa—. Un lamentable accidente. Lo siento mucho por usted, señor Simpson —su voz reflejaba compasión pero en su interior sentía un gran alivio. La ley de karma se había cumplido finalmente, aunque no en la medida esperada para compensar el crimen y suicidio provocados por Emma Allen, pero con una terrible agonía y purificada por un fuego aparentemente accidental. Pero había una relación que solamente él podía advertir. El accidente de Edna Simpson había ocurrido la noche anterior, probablemente durante el preciso momento en que Celia revivía su propia muerte en Ightham Mote.

—¿Quiere que llame al hospital y pregunte cómo se encuentra la señora Simpson? —preguntó—. Posiblemente yo consiga averiguar más que usted.

George asintió y le dio el número.

Akananda agarró el teléfono y luego de una breve conversación, colgó el tubo lentamente.

George levantó el mentón y fijó su mirada en el rostro del médico hindú.

—Ha muerto… —dijo.

Akananda inclinó lentamente la cabeza.

—Debería tener alguien que lo acompañara ¿Tiene hijos? ¿Parientes?

—Ella siempre se lamentó de que no hubiéramos tenido hijos… tengo un hermano, John Simpson, trabaja en el centro. Oh, doctor, no puedo creerlo… ella… ella era a menudo muy difícil, muchas persona son la querían y últimamente había cambiado mucho, estaba tan susceptible y descontenta, pero yo la quería… y oh, Dios mío, qué muerte tan horrible… no puedo creerlo… una muerte tan cruel… cuándo pienso en que estaba sola en el departamento, pidiendo socorro a los gritos…

Akananda suspiró.

—Con el tiempo lo olvidará —dijo—. Dígame por favor cuál es el número de su hermano.

Jiddu Akananda y Lily Taylor llegaron a Medfield Place esa misma tarde en un auto guiado por un chofer que Lily había alquilado en Londres…

Hablaron muy poco durante el trayecto y las terrible sospechas que tenía Lily se desvanecieron gradualmente con la tranquila presencia del hindú. Sentía una fuerza que emanaba de su persona y se refugió en ella. Una última revisión demostró grandes mejorías en Celia además de una nueva serenidad Si bien estaba muy débil todavía, habían desaparecido totalmente esa puerilidad y confusión que demostraba cuando recién se despertó de su trance.

No mencionó para nada su enfermedad ni tampoco a Richard. Conversó un poco con la enfermera Kelly sobre Irlanda y Norteamérica, donde la enfermera tenía muchos parientes. Justo cuando Lily estaba por irse, Celia pidió que trajeran una Biblia.

—Un antojo muy sano, mamá —dijo sonriendo al ver la cara preocupada de Lily—. No te asustes. Recuerda que tú me enviabas a las lecciones de catecismo en Lake Forest. Quiero leer algunos versículos. Qué gracioso, detestaba las clases en que nos hacían leer la Biblia, sin embargo se me han quedado grabadas algunas cosas.

Encontraron una Biblia y cuando Lily se fue, Celia estaba hojeando sus páginas tranquilamente, deteniéndose de vez en cuando para leer algún párrafo.

—¿No le parece algo raro? —le preguntó Lily a Akananda con gran preocupación mientras caminaban por el corredor del sanatorio—. Lo que quiero decir es que es tan poco de ella pedir una Biblia, siempre fue bastante agnóstica.

—No creo que sea nada anormal —dijo Akananda—, y creo que se encontrará con que Celia ha cambiado en muchos aspectos. Mi querida señora, posiblemente sus propios sondeos y ensayos, así como la esencial espiritualidad que la caracteriza a usted, hayan sido las cosas que hicieron rebelar se contra todo eso a su hija; lo que es muy natural pero no definitivo.

El auto avanzaba hacia Sussex a la luz del crepúsculo, pero recién cuando llegaron a Alfriston, Lily se despertó del sopor en que había caído y suspirando dijo:

Sir Richard se niega nuevamente a dejarme entrar supongo que tendremos que dormir en el Star. El teléfono de Medfield Place no funciona, Richard cortó los cables. ¿No sería mejor reservar un par de habitaciones?

—Sería prudente —dijo el hindú—. En realidad ya lo hice antes de que saliéramos de Londres —rió con una risita leve, casi infantil—. Por lo visto estoy mejorando en mi previsión y preocupación por su comodidad —falta hacía…

Lily giró rápidamente la cabeza en medio de la oscuridad del asiento trasero.

—Qué tontería —dijo con una risa titubeante—. Se ha portado usted maravillosamente bien durante todo este… todo este lío espantoso. Y… —se detuvo buscando la palabra correcta, algo incómoda—. Usted es un profesional, ha permanecido todo el tiempo junto a nosotras, ha perdido muchísimo tiempo… y afortunadamente yo puedo.

—¿Recompensarme con una suma generosa? —dijo Akananda—. Lo sé, mi querida, lo sé, pero en esta vida el dinero no representa una recompensa para mí. Más adelante… quizás… podremos hablar de formas específicas en las que podría ayudar a otras personas.

Súbitamente puso su mano sobre la de ella. Ella se sobresaltó con la grata sorpresa y luego aflojó totalmente su mano al sentir ese tibio cosquilleo.

—¿Qué es lo que ve? —le preguntó él en voz muy baja.

Ella miró asombrada el campo verde, la pesada flecha de la iglesia de Alfriston ubicada sobre una loma y cuya silueta se recortaba contra los árboles oscuros y los techos con aleros de los viejos edificios.

—Veo Alfriston —dijo ella—. ¿Qué más?

—¿Qué siente, entonces? —preguntó él apretando con fuerza la mano.

—Pues… —dijo Lily lentamente—. Parece una tontería, pero súbitamente tuve la impresión de ver unas columna blancas, como las de un templo, contra un cielo muy azul, sentí amor, abandono, pena… un hombre que me había abandonado… a mí y a nuestra pequeña hijita… con gran pena.

—Así es —dijo Akananda.

No hablaron más durante un rato, mientras el auto avanzaba por la ruta flanqueada por cercos silvestres y por la silueta verde oscura y misteriosa de las colinas hacia la derecha.

Akananda rompió nuevamente el silencio con una voz baja y cariñosa.

—Mi amor por usted sigue existiendo, aunque en una forma más elevada. Ahora puede confiar en él.

Lily se estremeció. Contuvo la respiración como si fuera una niña. Si esas palabras hubieran sido dichas por cualquier otro hombre, había pensado que se estaba tirando un lance; había recibido muchas propuestas de esa índole desde que enviudó, como era normal tratándose de una mujer bonita y rica. Pero sabía que proviniendo de Akananda no podía ser algo tan crudo y que el derretimiento y alivio que sentía no eran materialistas.

Él habló nuevamente cuando pasaron frente a la iglesia de un pueblo:

—Cuando Celia estaba en grave peligro, usted fue a rezar a la catedral de Southwark. ¿Sabe por qué se sintió atraída hacia ese lugar?

—No… —respondió ella luego de una breve pausa—, y no me sirvió de mucho. Me quedé sentada allí durante una hora, como usted me dijo, pero no podía tranquilizarme. Tenía permanentemente la sensación de que había algo detrás de la iglesia, edificios, unos edificios muy lúgubres… pero cuando salí a mirar, no encontré más que unos cuantos depósitos. Tomé un taxi y volví al Claridge.

—Usted pasó unos momentos muy tristes hace muchos años en donde se alzan hoy esos depósitos —dijo Akananda—, allí estaba la abadía de Lord Montagu cuatrocientos años atrás.

—¿Y yo vivía allí? —preguntó Lily con un susurro—. ¿Usted sabe que yo vivía allí?

—Sí —dijo él—. Pero no vale la pena que se preocupe pensando en ello. Fue pura curiosidad de parte mía ¡Mire! —agregó con voz más animada—. ¿No es ése el portón de Medfield Place? Está cerrado, espero que no le hayan echado llave. ¿Por qué no le dice al chofer que se fije?

Lily golpeó en el panel de vidrio que separaba el asiento delantero del ocupado por ellos y transmitió el mensaje con una voz ahogada. El chofer asintió, se llevó la mano a su gorra y no se demoró mucho en abrir el portón para permitir el paso del auto.

Los rododendros y el laurel que bordeaban el camino de entrada estaban cubiertos de flores, grupos de estrellas y sus débiles destellos podían apreciarse en el cielo oscuro del atardecer. A pesar de que ya era más de las nueve, el misterioso brillo de una tarde de junio bañaba la extensa mansión y sus diferentes estilos arquitectónicos.

Akananda recordaba ligeramente cómo era el lugar cuando él, bajo la personalidad de Julian, se detuvo brevemente allí, antes de dirigirse a Ightham Mote en compañía de Tom Marsdon. Era mucho más chica, no tenía por supuesto el ala victoriana e inclusive algunos de los cuartos de estilo Tudor que seguramente Tom debía haber agregado posteriormente. Pero el palomar y el granero no parecían haber sido modificados. Lo que confirmaba, pensó él, que un alma, igual que una casa, puede sufrir muchos cambios exteriores sin que por ello se vea afectada su esencia.

El auto se detuvo frente a la escalinata de entrada, el chofer descendió y abrió la puerta de atrás.

—Parece que no hay nadie señora —le dijo a Lily—. ¿Quiere que llame?

—Sí, por favor —dijo ella mientras permanecía sentada muy tiesa sujetando su cartera de gamuza y con la mirada fija en el casa oscura y silenciosa.

El chofer tocó el timbre y esperó. No obtuvo respuesta. Tocó otra vez y luego de una breve espera, se acercó al auto.

—¿Hay personal de servicio, señora? Podría probar por la entrada de atrás. Traté de abrir la puerta del frente pero está cerrada con llave.

—Había gente de servicio… —dijo Lily tristemente—, por lo menos la señora Cameron estaba aquí el miércoles cuando vine a ver a Richard, aunque se comportó en una forma muy extraña, parecía asustada, entreabrió apenas la puerta y se limitó a decirme que Richard había dado orden de no dejar entrar a nadie, y especialmente a mí —Lily apretó el pañuelo de encaje contra su boca—. ¿Oh, doctor, qué es lo que pasa aquí?

Akananda no le contestó. Se bajó del auto y dio la vuelta al jardín que estaba impregnado por el perfume de las rosas, alelíes y claveles. Las luciérnagas brillaban entre el follaje y sobre la piscina. Miró hacia la piscina. Unos cuantos pétalos marrones flotaban sobre el rectángulo de agua rodeado de baldosas azules. Parecía imposible que hubiera transcurrido solamente una semana desde que ese despreocupado grupo estuvo reunido junto al agua, exponiendo a los rayos del sol sus cuerpos bronceados. La conversación, las banalidades. Y la audaz y elegante zambullida de Richard…

Akananda se acercó a la piscina y miró al agua ligeramente turbia con cierta aprensión. Pero se tranquilizó inmediatamente. No. Sabía que Richard estaba vivo, y si bien la guía no era perfecta, o tal vez la falta estaba en su receptividad, había obtenido una serie de evidencias. Richard estaba vivo en algún lugar de esa casa oscura y cerrada, pero no podía prever el próximo desenlace. Akananda hizo un esfuerzo para reunir las fuerzas dorada en su cuerpo, en su mente, como se lo habían enseñado, tratando de luchar contra una debilidad, un inmenso deseo de verse libre de presiones, de poder descansar nuevamente en sus tranquilos y aislados cuartos de Londres, lejos del bochinche, de la miseria, de los esfuerzos.

Sentía inclusive cierta impaciencia respecto a Lily que estaba esperándolo en el auto. Qué todos se las arreglen como puedan, pensó, Celia ya está a salvo.

Y a pesar de los pocos ortodoxos métodos de que se había valido para lograrlo, de lo que había sufrido con ella, él tendría que seguir expiando su culpa. Sentía una opresión en el pecho y unas puntadas en su brazo izquierdo desde que terminó con su experimento en la clínica londinense, y sabía muy bien lo que eso significaba. Había tenido que sacrificar su magnífica salud física y el cuerpo había quedado deteriorado.

Qué tontería perder el tiempo golpeando esta puerta, pensó. En Alfriston nos esperan unos confortabilísimos cuartos y allí podré llamar a la farmacia y pedir que me manden un poco de digital, por lo menos. Pero quiero estar solo. Se lo diré a Lily Taylor y ella hará cualquier cosa que le pida. Y en realidad no podremos hacer nada esta noche. Arthur creería que estoy loco… tal vez esto sea una alucinación, una autohipnosis. Cuando trabajaba en el hospital todos me creían loco de remate.

—Y ahora, señor Akananda, tendría usted la gentileza de disecar la glándula pineal, donde usted dice que está el alma… que estaba… o estuvo… pero debo manifestarle que este cuerpo está más muerto que un fósil —y las risas adulonas y burlonas.

Akananda se apartó rápidamente de la piscina; había oído unos débiles compases musicales provenientes de la casa. Se quedó escuchando durante un instante y luego se dirigió hacia la parte correspondiente al período Isabelino. Eran indudablemente unos cánticos… voces masculinas… la cadencia… las melodías gregorianas, armoniosas y fluctuantes, loores a la virgen y a dios… idénticas a las que había oído en esa misma casa la semana pasada, e idénticas a las que había oído cuatrocientos años antes.

Suspiró, inclinó la cabeza y estiró sus brazos hacia delante con las palmas de las manos dadas vuelta hacia arriba, en señal de entrega y hastío. Música extraña, voces extrañas, pero apremiantes y significativas.

Caminó hasta la puerta que daba al jardín y la encontró abierta. Siguió los acordes con paso decidido y resignado. Subió la escalera del frente, atravesó pasillos y corredores, dio vuelta a un recodo, subió otro pequeño tramo de escaleras y llegó al viejo cuarto de estudio. El volumen de las voces masculinas que propalaban los parlantes era realmente ensordecedor. La puerta estaba totalmente abierta y pudo ver a Richard arrodillado en la pequeña capilla provisoria con la cabeza apoyada sobre sus manos entrelazadas. Pegó un salto cuando vio al hindú parado a su lado.

—¡Salga de aquí! —exclamó—. ¡Cómo se atreve a espiarme! ¿Y cómo demonios hizo para entrar?

Akananda inspiró profundamente mientras el joven noble, ojeroso y sin afeitar se inclinaba sobre él. Los ojos marrones tenían una mirada salvaje, parecían los de un criminal acorralado y peligroso. Paranoia, pensó Akananda. Había visto frecuentemente esa misma mirada.

Akananda señaló al equipo estereofónico.

—Está un poco fuerte —dijo suavemente—, pero qué bonita es… esa vieja música religiosa. Me gustaría escucharla junto a usted, pero bajemos un poco el volumen.

Richard lanzó una mirada fulminante al delgado y ya maduro médico vestido con un elegante traje marrón.

—Usted estaba aquí cuando murió Celia —exclamó—. Lo recuerdo muy bien. ¡Váyase inmediatamente, espía! Eché a los sirvientes y cerré las puertas con llave.

—En efecto —dio Akananda sonriendo—, no dudo de sus palabras, pero se olvidó de cerrar la puerta que da al jardín, a menos que esa cerradura no funcione bien —se acercó al tocadiscos y bajó el volumen hasta que sólo se oyó un murmullo tranquilizador—. Mi latín deja algo que desear —dijo—. ¿Qué es lo que cantan?

—Un Salve Regina… —respondió Richard cautelosamente después de un m omento. Sus ojos no tenían ya esa expresión peligrosa, parecían más bien asustados y confundidos—. No comprendo qué es lo que ha venido a hacer aquí.

—Siéntese por favor —dijo Akananda—. ¿No cree que es muy incómodo escuchar música parado? —se sentó en uno de los viejos pupitres y esperó, observando a Richard con gran calma, hasta que éste se sentó también.

—Siempre quise saber un poco más sobre la música religiosa de occidente —dijo Akananda como al pasar—. Tuve oportunidad de escuchar algunas obras cuando estudiaba en Oxford, pero no logré comprenderlas; me crié entre instrumentos muy distintos, como el sitar por ejemplo, pero las canciones hindúes siempre me parecieron, inclusive cuando era un niño, algo nasales. Mucho me temo que no tengo buen oído.

—¿Ah, sí? —Richard seguía mirándolo azorado pero sus manos se habían aflojado. Tragó una o dos veces.

—Y a propósito —dijo Akananda— su mujer, Celia, no está muerta… vine para informarle que está en un clínica en Londres y que ha reaccionado favorablemente.

Richard hizo una mueca y pegó un salto.

—Está equivocado… por supuesto que está muerta. Yo la maté, yo y esa gorda Simpson. Ambos la matamos, sabe, y le aseguro que Celia lo merecía. Celia, la rubia y casquivana Celia.

—Edna Simpson ha muerto —dijo Akananda, sintiendo que su corazón latía apresuradamente. ¿Hasta dónde y a qué ritmo podría proseguir?— tuvo un accidente, se quemó al prenderse fuego un calentador de alcohol. Está muerta, pero Celia vive —repitió con voz pausada y cadenciosa—. Y ahora Sir Richard, me gustaría que usted se acostara y descansara. Podemos oír los demás cantos gregorianos mañana por la mañana —advirtió otra vez síntomas de tensión y un chispazo de furia en sus ojos—. ¿Todavía está aquí la señora Cameron? —preguntó Akananda afablemente—. ¿O la despachó también a ella?

Richard pareció sorprendido.

—¿Nanny? No lo sé. No hacía más que fastidiarme. Creo… que le dije que se fuera.

Akananda asintió.

—A nadie le gusta que lo fastidien, pero supongo que no debe haber ido muy lejos. ¿Qué le parece si echamos un vistazo? Tengo entendido que siempre tuvo un gran cariño por usted.

—Cariño… —repitió Richard. Se quedó pensando en esa palabra y se estremeció—. No existe cariño —dijo—. Siempre lo traicionan… tarde o temprano, pero nos traicionan… ¡Y usted también! —se dio vuelta hacia Akananda, mirándolo con los ojos entrecerrados y la boca abierta como la fauces de un tigre.

A pesar de toda su experiencia, Akananda sintió un estremecimiento producido por un miedo innato. Tenía que sacar a este hombre de ese cuarto, y tenía que dominarlo valiéndose solamente de su voluntad, no tendría ninguna otra clase de ayuda, no recibiría ayuda física.

—¡Ponga la mano sobre el crucifijo, Stephen Marsdon! —exclamó Akananda con una voz tan fuerte y penetrante que Richard pegó un respingo. Sacudió la cabeza como un toro herido—. ¡Qué es lo que se propone! —miró de soslayo el altar.

—Haga lo que le ordeno, hermano Stephen —dijo Akananda—. Usted juró obedecer a su superior. ¡Yo soy su superior!

Richard obedeció lentamente bajo la fuerza oculta en la mirada del médico, semejante a un fuerte rayo luminoso. Él pasó la lengua por los labios y respirando dificultosamente manoteó su cinturón de cuero marrón.

—No, el rosario que cuelga de su cintura no —dijo Akananda—. Ponga su mano sobre el crucifijo que está en el altar.

Richard se arrastró prácticamente, hasta el altar, y puso su mano sobre la cruz de madera, justo debajo de los pies de plata.

Ecce agnus dei, ecce qui tollit peccata mundi… —dijo Akananda mientras las voces de los monjes murmuraban su súplica desde el otro rincón donde estaban los parlantes.

Richard se quedó paralizado en el lugar, apoyando su mano sobre el crucifijo.

Domine non dum dignad ut intres sub tectum meum —dio con una voz ahogada como un niño asustado. Y comenzó a temblar.

Akananda dio tres pasos rápidamente y tomó a Richard por la otra mano.

—Vamos —le dijo—. Buscaremos a la señora Cameron. Ella nos preparará un poco de té y unas tostadas. Así lo espero. Me gustan mucho las tostadas con manteca.

Richard siguió obedientemente la mano que lo guiaba, y abandonaron el viejo cuarto de estudio.

Más o menos un ahora después, Akananda hizo entrar a Lily a Medfield Place. Estaba parado en el umbral de la puerta, esbozando una débil sonrisa, pero ella pudo apreciar gracias a la luz del vestíbulo, que estaba muy cansado.

—¿Es algo grave? —susurró—. ¿Consiguió encontrarlo, verdad?

Él asintió.

—Creo que se recuperará. Le administré un sedante que había traído por las dudas. Está dormido. La señora Cameron está acompañándolo. Durante unos momentos la situación fue muy seria —Akananda rió sarcásticamente.

No pensaba contarle a Lily lo terrible que había sido, a pesar de que Richard permitió que Akananda le inyectara un sedante cuando salieron del cuarto de estudio. Afortunadamente había comenzado a surtir efecto antes que Richard viera que el cuadro de Celia que colgaba en la escalera estaba hecho trizas.

—¡Vio… le dije que había muerto y que yo la había matado! —exclamó indignado dirigiéndose al médico—. ¡Ella me traicionó!

Akananda miró las tiras de tela pintada que colgaban del marco, y no dijo nada.

Prosiguió avanzando con su paciente, mientras su ansiedad iba en aumento. ¿Qué le había sucedido a la pequeña niñera escocesa? No se animaba a dejar que Richard realizara la búsqueda por su propia cuenta. Al cabo de un rato ya habían recorrido la mayor parte de la vieja casona y Akananda había gritado en repetidas ocasiones.

—¿Señora Cameron, dónde está? —repitiendo su llamado a lo largo de los intrincados corredores e inclusive en la azotea. Se dio cuenta queso paciente estaba flaqueando y que debía hacerlo descansar, pero estaba seguro que Jeanne Cameron se encontraba muy cerca de ellos, tan seguro como cuando un poco más temprano había intuido la proximidad de Richard. Su intuición se acentuó cuando bajaron a la cocina. Debía haberlo adivinado, gracias a todo lo que sabía del pasado, que en la mente de Richard estaba groseramente mezclado con el presente.

—¿Encerró a Nanny en la bodega? —le preguntó manteniendo su tono casual. Richard lo miró estúpidamente. Se le cerraban los párpados. Bostezó groseramente. Akananda lo hizo sentar en una de las sillas de la cocina y consideró durante unos momentos la posibilidad de llamar al chofer que esperaba afuera, para que lo ayudara, probablemente el paciente ya no estaba en condiciones de tener ningún rapto criminal, pero no era aconsejable la presencia de un nuevo estímulo.

—¡Siéntese allí! —repitió—. ¡No se mueva! ¡Es una orden!

Akananda bajó a la bodega que estaba atestada de bolsas de carbón, barriles de vino y mercaderías en depósito. Encendió la luz y vio que en el otro extremo había un pequeño recoveco con una puerta de madera que estaba cerrada con una pesada tranca del lado externo.

Y esta vez su llamado recibió una débil respuesta. La señora Cameron estaba sentada en medio de la oscuridad, sobre una pila de herrumbrados utensilios caseros, arrojados allí hacía mucho tiempo e ignorados por los Marsdon del siglo veinte. Esa pequeña y valiente mujer recibió a Akananda con un débil sollozo y luego dijo:

—Loado sea el señor. He rezado continuamente, oraciones que aprendí en mi infancia. ¿Cómo está el señor Richard? Ah, me dio tal susto, doctor. Me parece que se ha vuelto loco.

Akananda no perdió el tiempo con palabras.

—¿Cuánto tiempo hace que está aquí?

—Desde anoche —dijo ella—. Tengo un poco de sed ¿Pero cómo está él?

—Está en la cocina ¡Apurémonos!

La señora Cameron salió de la bodega con asombrosa agilidad y trepó la escalera delante de él. Cuando vio a Richard derrumbado sobre una silla, se abalanzó sobre él y lo rodeó con sus brazos.

—Eres un muchacho muy travieso —le dijo—, no debes hacerle estas jugarretas a tu vieja niñera.

Richard la miró ligeramente aturdido y luego apoyó su cabeza contra el pecho de la señora Cameron.

—Tengo sueño… —le dijo.

A Akananda se le ocurrió pensar cuál había sido el origen de ese cariño. No existía nadie del período Tudor, según sus conocimientos, que pudiera haber sido la señora Cameron, pero eso no era importante. Habían existido otras vidas, o quizás esa relación recién se originaba en esta vida.

Entre los dos consiguieron meter a Richard en cama.

Los ojos azules de Lily miraban ansiosamente al hindú.

—Parece estar agotado —le dijo suavemente—. ¿Qué le parecería si comiéramos algo? Tengo entendido que todo el personal de servicio se ha ido. Pero la heladera debe tener unas cuantas provisiones. Le prepararé unos huevos revueltos, y me parece que le diré al chofer que puede volver a Alfriston. No sé si me equivoco, pero creo que no lo vamos a precisar por el momento.

Akananda dijo:

—No, creo que no, pero me gustaría que me trajera mi maletín pues tengo allí otra dosis de sedante. Aunque me parece que no va a ser necesaria. Este intervalo psicótico ha pasado y no era en realidad un caso típico.

A la mañana siguiente Richard dormía profundamente mientras Medfield recuperaba su aspecto normal.

Lily, descansada y con su acostumbrada eficiencia, había conseguido, gracias a una generosa propina, que el chofer hiciera numerosos llamados telefónicos en el pueblo y consiguiera una casera suplente hasta que le enviaran un personal nuevo desde Londres. Entre ella y Akananda hicieron desaparecer todos los rastros de la fuerzas destructivas engendradas durante esa semana de violencia y angustia, antes que llegara la nueva ayudanta.

Descolgaron el cuadro de Celia y como no tenía arreglo, tiraron los fragmentos a la basura. Quedaban solamente dos fotografías de Celia sin destruir, pero como tenían el vidrio roto, Lily la guardó en el cajón del escritorio hasta que fueran enmarcadas otra vez.

Un empleado de la compañía de teléfonos se encargó de arreglar lo cables cortados, sin demostrar ninguna curiosidad por el accidente. Cuando el aparato estuvo en condiciones de funcionar, llamaron inmediatamente al sanatorio de Londres donde les informaron que Celia estaba muy bien, que había pasado muy buena noche y que acababa de tomar un opíparo desayuno.

—¿Y qué haremos con el cuarto de estudio? —preguntó Lily—. ¿No sería conveniente hacer algunos cambios allí también? Parece haber sido una sala de tortura para él durante todos estos días, pobre hombre.

Akananda frunció el ceño y dijo:

—Vayamos a echarle un vistazo.

La diáfana luz de esa mañana de junio no reflejó nada anormal en el modesto cuarto con su chimenea, los pupitres rotos, los taburetes y la alfombra manchada de tinta.

—¡Dios mío! —exclamó Lily—. ¡Qué sucio está! No cabe la menor duda que este cuarto necesita una buena limpieza. ¿Y qué es eso que veo en ese hueco? ¿Un altar?

—Así es —dio Akananda—. La capilla de Sir Richard.

Lily miró atentamente el crucifijo y las velas.

—¡Pero él no es católico! Siempre tuve la impresión de que se mofaba de la religión. De cualquier religión.

—Lo que no impide que haya sido profundamente religioso en otros tiempos, y los objetos que adornan ese pequeño altar fueron los que lo salvaron anoche.

Lily se estremeció, parte de asombro y parte de alegría, desviando su mirada de la de Akananda al deslucido crucifijo.

—La oración… —dijo en voz baja—. ¿La luz redentora…?

Él sonrió.

—Usted comprende muy bien, mi querida. Pero me parece que no debemos tocar este cuarto momentáneamente. Dejemos que Sir Richard decida lo que quiera hacer con él cuando esté en condiciones de hacerlo.

Ella asintió.

—Sabe una cosa, es algo curioso, pero recuerdo que cuando Celia vino a Medfield por primera vez, alguien dijo que la vieja capilla de los Marsdon, la que tenían hace muchos años, mucho antes que tuvieran un título nobiliario, había sido construido en esta parte de la casa ¿Cree usted que habrá sido justamente aquí?

—Posiblemente. Los Marsdon conservan con el pasado lazos más fuertes que la generalidad de la gente, y en especial Sir Richard, si bien él no ha tenido conciencia de ello.

—Usted sí puede recordar ¿Verdad? —dijo ansiosamente—. Oh, cómo me gustaría poder recordar.

Akananda meneó la cabeza.

—Los recuerdos pueden producir grandes sufrimientos. Recuerdos imperfectos, incomprensibles fueron los que casi produjeron la muerte de Celia y Sir Richard, aunque la fuerza de la ley que castigó a Edna Simpson fue algo distinto y lógico.

Lily lanzó un profundo suspiro.

—No entiendo muy bien —dijo mientras miraba hacia el jardín y el viejo palomar a través de los pequeños cristales romboidales.

—Hace muchos años aprendí un poema, no recuerdo bien quién lo escribió, creo que se llamaba Phillips… —hizo una pausa y con voz balbuceante agregó:

Fue ese momento profundo

En el que tenemos conciencia del secreto amanecer

Entre esa verde oscuridad.

Me parece haber visto tu rostro en otro mundo,

Murieron por su causa, aunque no sé cuándo

Cantaron en su honor, aunque no recuerdo dónde…

Se interrumpió sonrojándose levemente.

—Muy romántico —dijo con una sonrisa irónica—. Pero cómo no iba a ser romántica a los catorce años, yo sentía, yo tenía la impresión que había algo de verdad en todo eso. Recién acabo de recordarlo.

Akananda se acercó también a la ventana. Pasó su brazo alrededor de los hombros de Lily y la besó en la mejilla.

—Hay algo de verdad en todo eso, mi querida, y por lo menos usted siempre abrigaba la esperanza de un secreto amanecer —se dio vuelta súbitamente y agregó—, tengo que investigar cómo sigue Sir Richard. Si está despierto, será necesario llevarle algo de comida: el pobre hombre ha pasado varios días sin probar bocado.