Capítulo dieciocho

Emma Allen dejó de disfrutar de su fiesta después de la aparición de Celia con sus reverencias e insolente belleza. Su mirada no se apartó ni un minuto de la muchacha y fue así como observó claramente que Celia se detenía junto al hermano Stephen y le decía algo. Emma estaba demasiado lejos para poder ver la expresión de la cara del monje, pero sabía que era totalmente distinta de las que ella conocía. Y la forma en que se había inclinado cariñosamente hacia ella… esa sospecha era demasiado monstruosa, sin embargo la intranquilidad de Emma fue en aumento hasta que en un momento dado no pudo tolerar más el rasguido de los violines y el ruido de los pies de los bailarines. Impartió entonces la orden que puso término a ese día de fiesta, ignorando las protestas de Sir Christopher, que no comprendía lo que le pasaba.

—Pero si todavía es muy temprano, mi querida… siempre nos hemos quedado hasta más tarde… ni siquiera han terminado la cerveza… el año entero se lo pasaron esperando esta fiesta…

—Ya ha sido suficiente —dijo Emma ordenándole a Larkin que despachara a toda la gente de vuelta a sus casas— siento necesidad de rezar —dijo Emma—, y te agradecerías que me dejaras tranquila.

—Como quieras —respondió su marido—. ¿No te sentirás mal, por casualidad querida? —le preguntó preocupado.

Nunca lograba comprender los diferentes estados de ánimo de su mujer, y no se daba cuenta que durante los últimos años cada vez eran más raros y menos previsibles. Sentía cariño por ella y estaba orgulloso por el hijo que le había dado. Era en realidad un hombre feliz. Había tenido una gran satisfacción al recibir el título de caballero y sabía que se lo debía pura y exclusivamente a la tenacidad de Emma.

Disfrutaba con su propiedad, adquirida por su padre, un tendero londinense que había realizado muy buenos negocios. Sir Christopher quería conservar las tradiciones de los señores feudales y se esforzaba por hacerlo, pero lo que más le interesaba era vagar por su establecimiento. Sus exitosas plantaciones de lúpulo, la construcción de nuevos galpones y posadas, la repesa que había construido debajo del estanque de los peces, ésas eran las cosas de las que se ocupaba durante el día. Por la noche dormía como un lirón. Era un hombre sano, flaco pero fuerte, que ya había pasado la cincuentena y si alguna vez se sorprendía por las divagaciones de su mujer, pensaba entonces cariñosamente en su juventud y la terrible forma en que había sido desalojada del convento de Easebourne a pesar de tener una auténtica vocación, como se lo había contado repetidas veces y de los escrúpulos religiosos que tuvo en consecuencia.

Sir Christopher se metió tranquilamente en cama cuando la música terminó y el castillo recobró su calma habitual.

Pero Emma no hizo lo mismo. Dio unas cuantas vueltas por el patio durante un rato y luego subió a la capilla, que por supuesto estaba vacía, las dos velas gruesas del altar irradiaban una luz bastante fuerte. La luz de la lámpara del santuario parecía un pequeño ojo colorado ubicado arriba del crucifijo.

Emma se arrodilló, pero sus oídos que permanecían atentos, no tardaron en percibir un pequeño movimiento, unos pasos a corta distancia de donde estaba, en el cuarto del sacerdote, justo detrás del altar. Esperó unos minutos más y luego se levantó despacito. Entró sin hacer ruido al locutorio de Stephen y se quedó escuchando junto a la puerta de su dormitorio. Le pareció oír un murmullo. Abrió apenas la puerta y oyó la voz de Stephen que decía:

—Mi amor, nos iremos de aquí y huiremos a Francia.

El cuarto de Stephen estaba iluminado por la débil luz de la lámpara votiva colocada debajo del retrato del virgen. Emma vio unas piernas desnudas entrelazadas en la cama.

Vio también unos largos mechones de pelo rubio que caían hasta el piso cubierto de paja. Retrocedió silenciosamente.

Celia levantó su cabeza que estaba apoyada contra el hombro de Stephen.

—La puerta está abierta —susurró—. Vi una cara.

—No, querida —dijo él estrechándola contra su cuerpo—. Esa puerta nunca queda bien cerrada a menos que se corra el pasador. No hay nadie allí.

—Tengo miedo… —dijo ella acurrucándose contra su pecho.

—No tienes por qué… —dijo él—. Todos duermen. Mañana nos iremos. A Londres. Dentro de pocos días debe zarpar un barco rumbo a Francia… a lo mejor el Maestro Julian puede ayudarnos… o si no pensaré en alguna otra persona…

—Tenemos mi anillo… —dijo ella—. El anillo del pobre Sir John, pero él me lo regaló y ahora es mío. ¡Póntelo Stephen! Será una especie de casamiento, antes de que nos veamos obligados a venderlo.

Le colocó el anillo en el dedo con cierta dificultad.

—¿Y qué puedo darte yo a ti, mi amor…? —su voz se hizo más ronca y se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Me has dado el bebé que llevo en mi interior. ¿Te has convencido finalmente que es vedad?

—Ah… —susurró—. Mi hijo… mi pobre hijo. Dios todopoderoso, cómo me gustaría ser Tom… el señor de todas esas hectáreas… de Medfield… pero yo creí tener vocación religiosa… la tuve de veras…

La vela votiva vaciló y Celia se incorporó.

—¿Tendremos siempre eso entre nosotros, Stephen? ¿No puedes cambiar de modo de ser… por mí? Y pensar que te hice beber la poción que me dio la bruja del mar. El Maestro Julian me dijo que había hecho mal en dártela. Que no debías haber sido tú el destinatario.

—Sh-h… —dijo él—. No digas pavadas —acaricio con su mano el muslo tibio y suave de Celia. La besó y ella se apartó.

—Seremos castigados en alguna forma —dijo Celia con una voz muy débil.

—Tonterías yo soy el que debería decir esas cosas, pero ahora no me siento inspirado —le cubrió de besos los pechos y agregó—: Cállate, mi pequeña tontita. Mañana… después de la primera misa. Cuando me dirija hacia el monte de abedules, sígueme. Pronto llegaremos a Londres y allí no podrán encontrarnos, por más que nos busquen.

—Sí —dijo ella—, lo sé —se inclinó y lo besó suavemente en la boca. Lanzó luego un prolongado suspiro y le susurró—: Adiós.

Él no se movió cuando ella salió del cuarto; se quedó dormitando hasta que se apagó la vela que iluminaba el retrato de la virgen. Miró brevemente el pequeño rectángulo apenas visible y luego se dio vuelta hacia un lado. Como ya había decidido cuál sería su camino y estaba cansado no tardó mucho en dormirse.

Celia atravesó el cuarto del mirador abandonando toda clase de sigilo. No experimentó sorpresa alguna al ver una luz en el otro cuarto llamado el «solar» y tres personas paradas frente a ella. Se detuvo y se enroscó en su capa. Una de ellas era Emma Allen y sus dos acompañantes eran Larkin y Dickon.

—¡Ahí tienen a la amante del cura! —exclamó Emma triunfalmente—. ¡Ya saben lo que hacer con ella!

Los dos hombres estaban atónitos. El mayordomo dejó escapar un leve gemido. Dickon se relamió y dijo:

—Ah-h… —pero ninguno de los dos se movió.

—¡Cinco monedas para cada uno! —dijo Emma.

Pero a pesar del ofrecimiento ninguno se movió y siguieron mirando a Celia que permanecía parada tranquilamente junto a la puerta.

—Ya verán cobardes —exclamó Emma. Miró primero a la derecha y luego hacia la izquierda, emitió un sonido salvaje con su garganta y se abalanzó.

Sus manos se aferraron al cuello de Celia, retorciéndolo brutalmente.

Al día siguiente Stephen se dirigió al monte de abedules después de celebrar la primera misa y se quedó esperando allí hasta la hora en que debía decir la misa para la familia. Sentía una gran pena y al mismo tiempo cierto alivio de que Celia no hubiera aparecido. Bajo la luz fría y gris de esa mañana húmeda, resultaba obvia la impracticabilidad de su plan. Le parecía mejor esperar un poco más. Lo correcto era pedirle consejo al abad y estaba seguro de poder encontrar a Feckenham en alguna de las familias católicas más importantes. Alguno de sus miembros debía haber concedido asilo al pobre viejo.

Le parecía que tenía que consultar con su superior antes de dar un paso tan drástico… pero que no era precisamente una novedad. Feckenham tendría un serio disgusto, pero estaba al tanto del clima de reformas que se vivía en esos momentos en Inglaterra y era además un hombre justo. Stephen pensó que también el Maestro Julian podría darles un buen consejo. El médico posiblemente no estuviera ya en Cowdray, pues se había enterado que Lady Magdalen había dado a luz con toda felicidad un robusto niño, bautizado con el nombre de Felipe, en recuerdo del rey anterior. Stephen miró durante un largo rato el anillo de amatista que Celia le había colocado en el dedo meñique y comprendió que su valor real no sería suficiente como para pagar los pasajes de ambos para Francia y poder vivir durante un tiempo con el resto. Debían encontrar otros medios.

Esa mañana cumplió con sus deberes sacerdotales con calma y precisión. No le sorprendió que Lady Allen no asistiera a la misa. Sir Christopher, que estaba presente, le dio a entender que su esposa se sentía muy cansada y algo indispuesta por los festejos del día anterior y que había decidido quedarse en cama. No apareció por lo tanto a la hora del almuerzo ni a la hora de la comida. Como tampoco lo hizo su mayordomo. Stephen tuvo la impresión de que Dickon le dirigió varias miradas de soslayo mientras estaban comiendo, peor no le dio mucha importancia. En toda la casa reinaba un gran desorden como resultado de las diversiones del día anterior. Comieron los restos de la carne y pan viejo.

Pero la apatía de Stephen se desvaneció a medida que avanzaba la tarde. No pensaba ya que Celia se estaba comportando con moderación y tino y comenzó a sentir unas terribles ganas de verla. A las nueve de la noche su desesperación era tal, que sin tomarse el trabajo de inventar una excusa, se dirigió a las dependencias de servicio donde se encontró con Alice la niñera, que lavaba cacerolas indignada.

—¿Qué puedo hacer por usted, padre? —dijo inclinándose.

—Buscaba… este, quería saber… —no recordaba el nuevo nombre adoptado por Celia—. ¿Dónde está la nueva ayudanta de cocina? No la vi en misa, esta mañana.

—Oh, ella —dijo Alice—. Sospecho se ha mandado mudar. Tiene un amante en Ivy Hatch que la tiene trastornada. Parece ser una muchacha buena, aunque algo atolondrada. Nos ha dejado recargados de trabajo, por eso es que estoy aquí fregando platos.

—Comprendo… —dijo Stephen. Sintió de repente un dolor agudo—. ¿Dices que tiene un amante en Ivy Hatch? —Alice se sintió fastidiada por la forma en que fruncía el ceño y porque consideraba que estaban exagerando un poco la nota respecto a los coqueteos femeninos.

—¿Y por qué no habría de tenerlo? —le respondió golpeando una fuente contra la pileta de piedra—. Es joven y bonita, es lo más lógico. Y yo me iré de esta casa dentro de poco. Buscaré un lugar más agradable… donde no tendré miedo. Después de la fiesta de San Miguel vence mi contrato.

—Me imagino… —dijo Stephen—. ¿Estás segura que… que la ayudanta se fue? A lo mejor estaba cansada y se retiró a descansar.

Alice echó la cabeza hacia atrás y su cara rubicunda se volvió totalmente inexpresiva. No le gustaban los entrometidos, por más que vistieran hábitos sacerdotales.

—Puede que sí y puede que no —dijo—, y sin duda alguna se enterará de todo lo sucedido cuando vaya a confesarse… si es que lo hace.

Stephen salió de la cocina y se dirigió al pequeño patio de servicio. Cruzó el foso por el puente ubicado en la parte de atrás del castillo. Recorrió sin saber adónde iba, el sendero que conducía al monte de abedules.

El cielo estaba despejado después de tanta lluvia. Alzó su mirada hacia las estrellas y hacia la luna plateada, pequeña y distante. Un silencio profundo reinaba en el bosque húmedo y oscuro. Mañana, pensó él, mañana vendrá aquí. No existe el tal amante de Ivy Hatch, eso lo inventó ella para tranquilizar a la otra muchacha. Debe estar durmiendo o preparando sus cosas como convinimos.

Pero mientras estaba allí parado debajo de los frondosos árboles y cerca del musgo verde donde habían gozado de su amor, sintió de repente una terrible duda que golpeó y resonó en lo más recóndito de su ser con un estrépito digno de címbalos y timbales y que trajo a su memoria un recuerdo de sus primeros años en la abadía de Battle. Un jueves santo, mucho tiempo atrás… el oficio de las tinieblas, en el que se apagaban las velas una a una y los monjes, tan puros y desprovistos de pasiones, recitaban los cánticos, la oraciones fúnebres, hasta que finalmente la iglesia quedaba totalmente a oscuras. Stephen, que ya pertenecía a la orden, acongojado por el duelo de ese día, había derramado lágrimas por la soledad, la traición y la muerte de nuestro señor.

Traición.

—Yo he traicionado… —murmuró en voz alta, pero no pudo acallar la angustia contenida en su próximo pensamiento. ¿Lo habría traicionado Celia? ¿Qué había querido significar cuando dijo esa desaprensiva frase: te di la poción de la bruja del mar? ¿Estaría poseído por un arte de magia? Levantó el crucifijo hasta sus labios pero luego lo dejó caer. ¿Un amante en Ivy Hatch? Imposible. Y sin embargo recordaba muy bien el porte seductor que tenía mientras escuchaba la canción que le había dedicado Thomas Wyatt; y estaba fresca su imagen de la noche anterior durante los festejos: provocativa, riendo y bailando de la mano con todos esos patanes. ¿Sería alguno de ellos el amante de Ivy Hatch? ¿Cuántas veces lo habían prevenido los monjes contra la lujuria tentadora? No. ¿Sería posible que una mujer pudiera fingir el amor que ella le había demostrado?

Es mi hijo… lo es a menos que ella mienta y sé que ha mentido otras veces. Enloquecido por unos celos cuya existencia ignoraba, comenzó a caminar de untado a otro entre los árboles impávidos. Su hábito se enganchó en una rama de muérdago, agarró con furia las hojas llenas de espinas, deleitándose con el dolor, contemplando las pequeñas gotas de sangre que rodaban por la palma de su mano y que dejaban una marca oscura a su paso.

Era pasada la medianoche cuando Stephen volvió al castillo, ese ocho de agosto. La puerta de la cocina que daba al foso estaba abierta todavía, lo que no debería haber sucedido si el mayordomo hubiera realizado su ronda nocturna. Stephen avanzó por los pasillos oscuros, decidido a subir a los cuartos de servicio y comprobar si Celia estaba en el altillo, aunque la puerta abierta podía querer decir que ella se había encargado de dejarla así para facilitar su entrada clandestina. En la misma forma en que apareció subrepticiamente en mi cuarto, pensó, puede presentarse en el cuarto de cualquier otro ¿Por qué no vino verme esta mañana?

Se detuvo al pie de la escalera de servicio sorprendido por su pena furibunda. Oyó un ruido extraño en el salón, un golpe rítmico, áspero, miró en esa dirección y advirtió que se filtraba un rayo de luz por la hendija de la puerta. Stephen contuvo la respiración. No debería haber ningún ruido en el salón a esta hora, y no recordaba haber oído nunca un ruido semejante. Abrió la puerta y se encontró con Emma Allen sentada en un extremo de la mesa con el mentón apoyado sobre las manos, la mirada fija en su dirección.

Oyó un sonido burbujeante como el de una risa contenida.

Stephen se quedó parado en el umbral. La luz de las velas le permitió discernir claramente la presencia de otros hombres en el salón. Larkin, el mayordomo estaba acurrucado junto a la chimenea. Dickon esgrimía en su mano una pala de albañil y producía ese ruido semejante al de una bofetada, al cubrir con una mezcla de cemente cada ladrillo que colocaba en el nicho.

—¿Qué es esto? —dijo Stephen con una voz no muy firme—. ¡Qué hora extraña Lady Allen, para cerrar su caja fuerte!

Emma dejó de reír. Su cara maciza adquirió una expresión cautelosa al fijar lentamente su vista en Stephen.

—¿Y no es acaso una hora extraña para que mi capellán salga a pasear o habrá salido en busca de su amante, por casualidad?

Su arenga fue bastante clara, si bien hubieron varias pausas entre algunas palabra.

—Está casi terminado Dickon —dijo ella—. Faltan dos o tres ladrillos no más.

Dickon miró a Stephen aterrorizado y tiró la pala.

El mayordomo comenzó a gimotear.

—Yo no tuve nada que ver, señor… y la pobrecita estaba prácticamente muerta. Yo no sabía que contenía el bulto envuelto en trapos que subimos de la mazmorra. Juro por Dios y la virgen santísima que no lo sabía…

Emma se dio vuelta y le dirigió una sonrisa indulgente a su mayordomo.

—Por supuesto que lo sabías, como también lo sabía Dickon. Ambos sabían que Cristo vestido con sus blancas vestiduras les pedía que tapiaran a la amante del cura. Es lo que se hace siempre. En Easebourne, por lo menos, habían tapiado a una monja en el claustro hace muchos años. Tal vez en tiempo del rey Ricardo… y ahora ya no sufrirás más tentaciones, mi querido —agregó dirigiéndose a Stephen—. Viviremos en esta casa juntos y tranquilos.

Stephen se quedó mirándolo durante un segundo y luego se abalanzó contra el nicho, arrancando ladrillos y el cemento húmedo, hasta que consiguió hacer un agujero grande y vio lo que había en el interior, acurrucado contra el piso, envuelto en arpillera.

—¡Deténganlo…! —exclamó Emma—. ¡Está casi muerta, no debe tocarla! —mientras profería esas palabras dio unos pasos hacia delante, recogió la pala y golpeó a Stephen en la cabeza con tal fuerza que éste cayó largo a largo sobre la paja que cubría el piso.

—Llévenselo de aquí —les dijo Emma a sus sirvientes—. Arriba a su cuarto, átenlo a la cama con las sábanas, y después vuelve aquí, Dickon, debes terminar el trabajo —levantó una bolsita llena de moneda de oro y la hizo tintinear—. Recuerda esto, mi querido, podrás vivir como un gran señor, ya lo verás.

Dickon miró al sacerdote tirado en el suelo y se encogió de hombros.

—Como usted diga, señora… vamos, viejo veleta, dame una mano.

El mayordomo se estremeció, resopló y tragó con fuerza.

—¿Qué dirá el señor? ¿Qué dirá cuando se encuentre con que la alacena ya está cerrada?

Emma parpadeó y pareció ligeramente sorprendida. Estiró la mano y agarró la copa que estaba junto a su brazo y vació su contenido de un trago.

—No se dará cuenta, él… él creerá cualquier cosa que le diga. Él… él no… no… —se interrumpió y miró como atontada el agujero de la pared—. ¡Hay que llenar ese hueco! —exclamó con tono de sorpresa—. Allí no hay más que una fregona, una lasciva fregona… —agarró la pala, colocó un ladrillo y emprendió la tarea de terminar la pared por su cuenta.

A la mañana siguiente Stephen no se presentó para celebrar la misa de los sirvientes. Alice lo encontró un poco más tarde colgado del cordón que usaba como cinturón y que había estado atado a una viga ubicada sobre la chimenea, cerca del confesionario.

El veintinueve de septiembre la festividad de San Miguel, fue conmemorada en el castillo de Cowdray con gran regocijo pues Sir Anthony había vuelto de España y su nuevo hijo, Felipe, iba a ser bautizado ese día. Todas las puertas estaban adornadas con guirnaldas de rosas y margaritas. Una bandera de raso blanco con bordados dorados flameaba en el mástil encima del estandarte con la cabeza de ciervo.

El delicioso aroma de centenares de gansos asados se mezclaba con el de las tartas de manzana y el del pasto fresco que cubría todos los pisos. Además del castillo, el pueblo de Easebourne y la ciudad de Midhurst estaban engalonados como en ninguna otra ocasión. Los que no se habían tomado el trabajo de fabricar guirnaldas, habían colocado ramas de muérdago en los llamadores de sus puertas.

Alegres compases de una música ininterrumpida se oían en el Spread Eagle y en el ángel. Se cantaba y se bailaba en las calles. Los campaneros contribuían al alegre bullicio con sus campanas de mano y con las de las iglesias y si bien no faltaba quien se preguntara si semejante algazara no le resultaría molesta a la reina protestante. Sir Anthony, que la conocía algo mejor ahora y que había cumplido con éxito su misión en España, no abrigaba ninguna clase de temor. Elizabeth no se oponía a ese tipo de diversiones, y además le había enviado un jarrito dorado al pequeño Felipe como regalo de bautismo.

El obispo se trasladó desde Chichester para celebrar la ceremonia y mismo el joven Anthony que estaba celoso de toda esa pompa y movimiento tuviera como centro su pequeño hermano, olvidó su malhumor y se dedicó a jugar a la gallina ciega con los hijos de los huéspedes más aristocráticos.

Julian era el único de los huéspedes de Cowdray que no compartía el regocijo general. Todos los días, desde el nacimiento del niño había comenzado a planear su regreso a Italia. Y todos los días los hacía a un lado. Fue generosamente recompensado por la atención que le brindó a Lady Magdalen, pero él sabía muy bien queso presencia había sido innecesaria. Ella había dado a luz con la misma rapidez y facilidad que una oveja de las colinas del sur. Había sido invitado a quedarse hasta que se realizara el bautismo, y para aliviar su conciencia de vez en cuando curaba una quemadura o cosía las heridas de alguno de los habitantes del castillo. Pero dejaba que el médico de Midhurst se ocupara de las sangrías de rutina. Se sentía casa vez más aburrido y deprimido. Le aterraba la idea de pasar otro invierno en Inglaterra, sin embargo no tenía fuerzas suficientes para irse. Calmaba sus frecuentes dolores en las articulaciones con jugo de amapolas.

El siete de agosto tuvo un sueño totalmente distinto de las fantasías que soñaba después de tomar su remedio. Fue una angustiosa pesadilla en la que se encontraba dentro de un oscuro agujero junto a Celia, luchando para salir de ahí y escuchando la voz ahogada de la joven que murmuraba su nombre. Al horror de la pesadilla se sumaba una sensación de culpa que perduró durante un rato después que se despertó.

Se quedó pensando unos minutos en la insensatez de los sueños. No había vuelto a pensar en Celia desde el día en que ésta se escapó, posiblemente en pos de su monje, aunque según había oído decir, el hermano Stephen estaba en Ightham Mote con los Allen.

¿Por qué al soñar con Celia sentía ese angustioso remordimiento, como si él le hubiera causado intencionalmente algún daño? Celia, pensó —ragazza testaruda—, muchacha porfiada que había despreciado un buen casamiento, buenos amigos y que inclusive había reconocido practicar brujerías con el fin de satisfacer un obsesionante y vergonzoso deseo. Aunque existía también la posibilidad de que hubiera encontrado un protector en Londres y se hubiera embarcado en lo que parecía ser su inevitable carrera como cortesana. Buena suerte, pensó, riendo secamente. En Italia tendría muchas posibilidades de alcanzar éxito en esa carrera, pues allí podría conservar a su lado a ese bendito monje y convertirse inclusive en el amante de un cardenal, ¡eso sí que le gustaría! Julian se enfureció al pensar que Celia había sido la causante de esa pesadilla tan desagradable. No obstante locuaz, cuando finalmente se levantó, atravesó el patio en dirección a la cocina y mandó a buscar al pequeño paje llamado Robin. Cuando el muchacho apareció, Julian le preguntó.

—¿Te preocupas de cuidar debidamente al ridículo perrito de Lady Hutchinson?

—Sí señor —dijo Robin sorprendido, agregando luego con gran agitación—: ¿Milady piensa volver? ¿Han tenido alguna noticia de ella?

Julian meneó la cabeza.

—Tú la querías mucho, verdad.

El muchacho se sonrojó.

—Sí señor, y el perrito la extraña mucho también. A noche aulló en tal forma que el palafrenero principal quiso darle una paliza. Pero yo no lo dejé. No permitiría que le tocara ni un pelo el mismísimo señor Farrier.

Julian palmeó a Robin en el hombro.

—Ah… tienes un buen corazón —dijo suspirando—. El mío está marchito y reseco.

Robin lo miraba sin comprender; Julian dio media vuelta y se alejó súbitamente.

Julian no tuvo más pesadillas después de ese día y tampoco volvió a preguntar por el perro. Su malhumor aumentaba diariamente y miraba con mala cara los festejos del día a pesar que para variar, el tiempo era bueno y templado. No bien terminó el bautismo, salió de la capilla en busca de un banco para poder disfrutar del sol en un lugar tranquilo. Pero ese día no había ningún lugar tranquilo. La gente había invadido todos los jardines del castillo, las canchas de bochas, la palestra, hasta la huerta de verduras.

Los mendigos se amontonaban del otro lado del portón, algunos habían venido desde Southampton y Chichester para participar de las generosas dádivas que repartían los limosneros de Lord Montagu y que consistían en carne, pan, cerveza y las típicas monedas.

Julian se sintió asqueado por el olor de los mendigos, a pesar de haber cuidado a infinidad de mortales malolientes. Le asqueaba también la idea del banquete que tendría lugar dentro de un rato en el gran salón de los ciervos. Todos esos lords y ladies, esos caballeros y poderosos terratenientes, las sedas, rasos, terciopelos y encajes… lo ahogaban y mareaban. Olían un poco mejor que la horda de mendigos, pero tampoco sentía ninguna afinidad con ellos.

Llevaba consigo el cayado, sobre el que se apoyaba pesadamente mientras recorría la venida de robles en dirección a la casa. Se dirigía hacia un banco ubicado cerca de la torre de agua que a esta hora recibía el sol de lleno, esperando que estuviera desocupado ya que quedaba algo alejado del castillo. Mientras avanzaba rengueando, tuvo que hacerse a un lado para dejar pasar a un grupo de jinetes y cuál no sería su asombro al ver que uno de ellos tiraba las riendas de su caballo y lo saludaba.

—¡Hola, Maestro Julian!, muy buenos días tenga usted.

Julian levantó la vista y reconoció los pequeños ojos centelleantes de Wat Farrier. Wat estaba un poco alegre. Había estado celebrando en el Spread Eagle, en Midhurst.

—Buenos días, Wat —dijo Julian prosiguiendo dificultosamente su camino.

Pero Wat se bajó del caballo y se acercó al médico.

—¡Y ahora que pienso en ello, usted es justamente el hombre que necesito! Tengo que ocuparme de organizar el torneo de esta tarde, como me lo pidió milord, y no me gustaría molestarlo en un día así, de ningún modo. Pero usted puede elegir el momento apropiado.

—¿Qué es lo que dice? —inquirió Julian refunfuñando—. Yo quiero instalarme al sol, mientras dure, sin nadie que me moleste.

—Es claro, señor, por supuesto —Wat prefería no discutir con excéntricos—. Es un asunto de poca monta, aunque tal vez milord tenga un disgusto, considerando el cariño que le tenía. Si inclusive, cuando estábamos en España, lo oí mencionar al monje unas cuantas veces —Wat había acompañado a su amo durante la breve visita que realizó a la corte española.

—¿El monje? ¿Qué monje? —Julian estaba exasperado—. Estás desvariando. Ve a ocuparte del torneo.

Wat asintió bonachonamente.

—Así lo haré. El hermano Stephen es el monje al que me refería, por supuesto. Ha muerto. Dios lo tenga en su santa gloria —Wat se persignó—. Su hermano, el señor Marsdon está en el Spread Eagle y quiere que milord le dé un consejo. Vino cabalgando desde Sussex. Y por supuesto, no estuvo enterado del bautismo.

Julian sujetó con fuerza el cayado al sentir que se le aflojaban las rodillas. Había visto infinidad de muertes, esperaba la suya dentro de poco ¿Por qué entonces se había impresionado tanto al enterarse de la muerte de Stephen y porqué había vuelto a sentir la misma sensación de asfixia que experimentó en la pesadilla de Celia?

—¿Cuándo murió? —preguntó Julian.

—No lo sé. Supongo que el mes pasado. El señor Marsdon no dijo mucho, pero tengo la impresión de que hay algo raro en ese asunto. Por lo menos parece que fue repentinamente —Julian apretó los labios y sus rodillas dejaron de temblar—. Será mejor que vea a Marsdon —dijo dirigiendo una triste mirada al banco bañado por el sol—. ¿Podrías prestarme tu caballo?

—Por supuesto —dijo Wat—. Me parece una buena idea. Es manso y está cansado de galopar. Lo ayudaré a subir… ¡Ahí está! —Wat se dirigió a grandes pasos hacia el castillo.

Julian cabalgó hasta Midhurst, sorprendiéndose por su repentino impulso y enojado consigo mismo.

Encontró un muchacho que lo ayudó a desmontar en la caballeriza del Spread Eagle, que antes le había sido tan familiar. Preguntó en primer término por el dueño, el viejo Potts y luego localizó a Tom Marsdon en el salón de bebida, sentado solo en un rincón, mirando con cara larga a un jarro de cerveza que no había ni siquiera probado todavía.

Julian le aclaró el motivo de su presencia y Thomas le dijo:

—He oído hablar de usted a mi pobre hermano cuando vino a Medfield durante la última primavera. ¿Cuándo le parece aconsejable que sea Lord Montagu?

—¿Para qué? —le preguntó Julian afectuosamente—. Si el hermano Stephen ha muerto, lo siento muchísimo, debe estar enterrado hace tiempo ya.

—De eso se trata justamente —dijo Tom—. No está enterrado en Medfield junto con los demás Marsdon, su ataúd sigue estando en Ightham Mote y mi cuñada, Emma Allen, se niega a entregármelo. Lo conserva en la capilla. Yo fui hasta allí cuando Sir Christopher nos participó la dolorosa noticia, había alquilado inclusive un carro fúnebre para transportarlo, pero no accedieron a mi pedido. Emma se negó a verme y el viejo Kit no quiso molestarla. Dijo que estaba enferma y que no debía contrariársela.

—Creo que no puedo hacer valer la ley para actuar contra ellos, pero no estoy muy seguro de ello ya que su propiedad no pertenece a este condado. Pensé que quizás Lord Montagu podría escribirle unas líneas a Lord Cobham que es el gobernador de Kent.

—Comprendo… —dijo Julian pausadamente—. ¿De qué murió su hermano?

Una gran preocupación se reflejó en la cara de Tom y sus ojos se entristecieron.

—Creo que Sir Christopher no lo sabe. Lo único que dijo fue que había sido algo inesperado… pero tuve oportunidad de conversar con la niñera del pequeño Charles mientras el niño estaba entretenido pesando ranas en el foso. Cuando le pregunté, la mujer lanzó un grito, se puso blanca como una sábana y tuvo un ataque de histeria. Ella sabe que hay algo raro y yo también. Siento una opresión en mi corazón, Nan, mi esposa llora continuamente y no hay forma de consolarla. Ella tenía miedo de que Stephen se convirtiera en el capellán de su hermana. Pero no obstante —agregó Tom esbozando una sonrisa—. No hay que dar demasiado crédito a las fantasías de las mujeres. Nan está embarazada además. Pero yo olfateo algo raro en todo estoy además quiero que mi hermano esté enterrado como se debe, junto a sus antepasados.

—Eso sería lo correcto —dijo Julian. La intuición, que tanto le había servido para sus diagnósticos, se filtró a través de su muro de defensa. Estaba seguro que en Ightham Mote ocurría algo más que la estúpida negativa de una mujer menopáusica de separarse de un ataúd.

—¿No mencionaron por casualidad una muchacha llamada Celia, nunca oyó usted a su hermano hablar de ella? —preguntó Julian suavemente.

Tom parpadeó y frunció el ceño.

—No, nunca oí ese nombre. ¿Qué relación podía tener ese nombre con Stephen? Era un monje muy correcto, nosotros estábamos orgullosos de él. No ha habido ninguna mujer en su vida… y ¡Por la sangre de Jesucristo, yo sería capaz de matar al que dijera semejante cosa! —Su cara huesuda se enrojeció y su mano se dirigió a la empuñadura de su daga.

—Calma, calma —dijo Julian con una débil sonrisa, dando un paso atrás—. No me haga picadillo, amigo mío, sólo hice una pregunta.

Tom se tranquilizó y miró tímidamente al médico flaco y circunspecto, con su barbita gris y manos retorcidas.

—Fue un arrebato —dijo a guisa de disculpa—. Los Marsdon tenemos el orgullo de no haber tenido jamás un escándalo en la familia desde sus orígenes que se remontan a bastante antes de la invasión normanda.

Julian inclinó su cabeza solemnemente.

—Comprendo muy bien, señor Marsdon y mañana sin falta hablaré con Lord Montagu de parte suya.

Acusó recibo silenciosamente del agradecimiento de Tom y volvió a Cowdray.

La mañana siguiente esperó hasta que Anthony se recuperara de los festejos del día anterior y lo interceptó en su saloncito privado, en el preciso momento en que se disponía a salir a cazar ciervos en compañía de algunos invitados.

—¿Podría dedicarme unos momentos, milord?

Anthony no disimuló su impaciencia. Los batidores le habían informado que cuatro ciervos grandes acababan de cruzar por el parque, los perros estaban reunidos en el patio, los caballos estaban preparados y las cornetas llamaban a los cazadores. Se había olvidado por completo que el Maestro Julian estaba todavía en Cowdray, pues hacía dos días que no lo veía.

—¿Qué le pasa? —dijo cubriendo sus hombros anchos con el nuevo traje de montar de terciopelo azul y encasquetándose firmemente el gorro con plumas. Además de la caza del ciervo estaba interesado en otro tipo de deporte. Los Fitz Allan habían venido acompañados por una joven prima de singular belleza y que participaría en la cacería. Anthony había intercambiado unos cuantos besos con ella la noche anterior, cuando Magdalen subió a echarle un vistazo a su niño.

—Es por el hermano Stephen, milord… ha muerto.

Anthony, que estaba haciéndole señas a un paje que para que le trajera el carcaj con sus flechas de madera de tejo, dejó caer la mano y después de un momento se santiguó.

—¿Qué… qué le pasó?

Julian le relató brevemente su conversación con Tom Marsdon.

—Terrible… —dijo Anthony—. Verdaderamente lamentable. Debe haber sido la plaga lo que los hizo comportarse de ese modo. Le pediré al doctor que celebre una misa por su alma.

Magdalen salió del dormitorio.

—¿Has dicho plaga? —susurró en voz baja con ojos bien abiertos—. ¿Dónde? —estaba vestida con un salto de cama, no le gustaba la caza… su grueso pelo rojizo estaba sujeto en una trenza y su traje tenía manchas de leche, por su insistencia en alimentar ella a su bebé a pesar de haber contratado a un ama—. ¿Espero que no sea en Cowdray? —sus mejillas redondas empalidecieron Julian la tranquilizó.

—No creo que se trate de plaga, milady.

—Bueno, entonces… —dijo aceptando el jarro de cerveza que le ofrecía un sirviente—. Es una triste noticia. No debió haber dejado a mi esposo cuando le rogó que se quedara aquí.

—En efecto —dijo Anthony dando unos pequeños golpes en el suelo con sus botas al oír el insistente llamado de las cornetas—. Me habría sido de gran utilidad en España, pero conseguí otros hombres que me atendieron… oh —agregó al advertir la mirada reprobadora de Julian—, dígale a mi secretario que le escriba unas líneas a Cobham. Usted sabrá qué conviene decirle; entrégueselo después al otro Marsdon y dígale que rezaremos aquí una misa de réquiem por su hermano no bien se hayan ido los invitados —salió del saloncito dando grandes trancos.

Sí, excellenzia, como vuole —dio Julian en voz baja. Magdalen no comprendió el significado de las palabras, pero advirtió el tono amargo y sarcástico con que fueron pronunciadas y la expresión reflejada en la mirada del médico Italiano.

—Le agradeceré que no refunfuñe —dijo fríamente—. Mi marido acaba de acceder a su petición y si usted no está contento en Cowdray… ah-h… cómo ha cambiado usted doctor. La semana pasada le pedí que le revisara el pie a la pequeña Mary… ni siquiera se dignó acercarse a ella y según tengo entendido hace mucho tiempo que no asiste a misa —el acento norteño de Magdalen se hacía más evidente cuando se enojaba, y en esos momentos no hacía ningún esfuerzo por disimular su cólera. Julian había traído una noticia fúnebre a la casa; y parecía reprocharle algo a Anthony. Se mostraba descontento y perezoso a pesar de que había sido recompensado generosamente por sus pingues servicios.

Y más difícil le resultaba comprender a Magdalen su disgusto por la presencia de Julian durante la época en que Celia se comportó tan mal, huyendo y dejando en esa vergonzosa situación al pobre Edwin Ratcliffe, y también las sospechas que había tenido respecto a Anthony y Celia.

Julian se mordió los labios y cerró los ojos durante un instante.

—No se verá obligada a soportar mi presencia durante más tiempo, milady —dijo—. Lo siento… lo siento… —pero su frase quedó trunca.

Magdalen se quedó mirándolo mientras salía del cuarto. Su espalda se veía ligeramente encorvada bajo sus ropas doctorales. Advirtió su renguera. Estaba viejo. Una momentánea sensación de lástima dio paso a cierto alivio. Nunca le había gustado mucho ese médico. Fue al cuarto de los niños para echarle un vistazo a su bebé y darle de mamar.

Una semana más tarde, Julian y Tom Marsdon bajaban la pendiente que conducía al dominio de Ightham Mote. Tom tenía en su poder una orden de Lord Cobham, y el coche fúnebre, que había alquilado por segunda vez, avanzaba a los tumbos detrás de los dos.

Todos se detuvieron frente al puente del foso. El guardián de la entrada se acercó para averiguar quiénes eran y qué querían. Tom esperaba ser recibido con la misma hostilidad con que se encontró durante su primera visita, pero los hicieron entrar sin poner inconvenientes.

Sir Christopher y Lady Allen estaban comiendo, pero recibirían encantados a cualquier persona enviada por Lord Cobham.

A pesar de estar algo envarado después de pasar tantos días arriba de un caballo, Julian se sentía mucho mejor que durante los últimos meses, y Tom se alegraba de que lo acompañara para cumplir con su siniestra misión.

Atravesaron el patio y entraron al salón, donde estaban solamente los Allen y un sirviente joven y lánguido contratado en el pueblo de Wrotham por el propio Sir Christopher. Dickon había desaparecido desde hacía varias semanas; la nueva fregona, que había entrado a trabajar el primero de agosto, había desaparecido también. Con toda seguridad los dos huyeron juntos, afirmaba Emma. Y como si eso fuera poco al viejo Larkin, el mayordomo, le había dado por hablar entre dientes, llorar y hacerse encima sus necesidades, cuando no estaba durmiendo la mona.

Tuvo que ser expulsado a una casita de los alrededores, donde lo cuidaba una de las muchachas que trabajaba en las posadas.

Emma se metió en cama, después de la inexplicable muerte del hermano Stephen y se negó a levantarse y a hablar durante días y días, excepto para pedir que le subieran de la bodega una botella de un alcohol fortísimo y Sir Christopher se vio obligado a tomar las riendas de la casa. Estaba buscando ahora un nuevo mayordomo y esperaba que le enviaran uno de Londres dentro de unos pocos días.

Recibió encantado a los visitantes y se sintió muy contento de que Emma ya se hubiera mejorado.

—Bienvenidos, qué alegría de verte otra vez, hermano Tom —le dio a Marsdon al ver entrar a los dos hombres—. ¿Y, doctor…? Lo recuerdo muy bien… en el Kingʼs Head durante la procesión de la reina Mary y antes de ello en Midhurst. Emma querida ¿Recuerdas al Maestro Julian, el eminente médico?

—Claro que lo recuerdo… —dijo Emma, vestida de terciopelo negro y cubierta de alhajas. Estaba comiendo avellanas y debía masticarlas cuidadosamente pues le hacían doler sus dientes puntiagudos y flojos—. Siéntense, por favor —dijo y dirigiéndose al sirviente agregó—: Traiga vino.

—Me alegro que estés mejor, Emma —dijo Tom algo titubeante—. Mucho me temo que he vuelto para cumplir con una tarea no muy agradable. Tengo un coche fúnebre esperando junto al puente… vengo a llevarme el ataúd de Stephen… tengo… tengo una orden de Lord Cobham.

Christopher miró ansiosamente a su mujer, pero ella se limitó a sonreír afablemente como cuando había visto entrar a los dos hombres.

—¡Qué triste! —dijo—. Pero es claro que sí. No deberías haber molestado a Lord Cobham. Me parece muy natural que quiera enterrar al pobre sacerdote en Medfield. ¿Cómo están Nan y los niños?

Tom se tranquilizó inmediatamente al oír su comentario tan razonable, pero Julian miró a Emma y advirtió un ligero estremecimiento en sus manos cuadradas y fuertes mientras partía una avellana con una pinza de plata. Vio cómo se dilataban las pupilas de sus ojos extraños. Y percibió una irradiación maligna, que no provenía totalmente de su persona, si bien podía sentir que ella era su foco.

El salón no difería del de la mayoría de las residencias inglesas, el fuego encendido en la chimenea, la mesa de roble tallada, los bancos, dos sillas idénticas con respaldo alto, el aparador, tapices de colores brillantes colgando de las paredes, un lebrel dormido sobre la paja del piso junto al fuego, platos de metal, botellones sobre la mesa y el bol de plata con la sal.

¿Por qué sentía él algo extraño? Su mirada se desvió entonces hacia el extremo sur del salón, cerca de la entrada. Sobre la pared podía verse un gran rectángulo de argamasa más oscura que el resto. Frunció el ceño al verlo, preguntándose para sus adentros qué podía ser. Sir Christopher, que se sentía más animoso por la inesperada compañía y deseos de comportarse como un buen anfitrión, observó la mirada del médico.

—Allí es donde mi señora guarda la caja fuerte —le explicó—. Acaban de rellenar el hueco y estropea el aspecto del salón, pero ya he encargado una tapicería flamenca para cubrirlo. Debe llegar cualquiera de estos días, pero usted sabe qué lentos son para entregar los encargos que se hacen en Londres.

—Yo no quiero taparlo —dijo Emma—. Ya te dije Kit, que quiero tenerlo descubierto para poder vigilarlo.

—Pero mi querida —interpuso su marido—, dijiste que sería un buen lugar para guardar la herencia de Charles. Tomaría horas hacer un agujero en esa pared, ningún ladrón trataría de hacerlo. Es un buen invento, pero el salón quedaría mucho mejor con una tapicería en ese lugar.

Emma miró a Tom y luego a Julian.

—Como quieras —dijo dirigiéndose a su marido y tomando otra avellana.

Reanudaron la comida, pero los manjares presentados dejaban mucho que desear. Christopher se disculpó por ello y Julian, desconcertado e incómodo no encontraba explicación a la confusa sospecha que estaba cobrando forma en su mente. Finalmente trajeron el vino y Julian permitió que esa bebida dulce y fuerte brindara nuevas calorías a su estómago. Los invitaron a pasar la noche y Tom, sociable por naturaleza, y que había comenzado a pensar que había exagerado demasiado al recurrir a Lord Montagu primero y Lord Cobham después, recuperó su cordialidad habitual.

Se mostró encantado cuando su cuñado le dijo:

—¿Sabes que ese muchacho de cara larga que contraté en Wrotham toca el violín? ¿Qué les parece si le pedimos que toque algo alegre?

—¿Y por qué no? —dijo Emma—, aunque me parece que no sería correcto que fuera demasiado alegre considerando que nuestro pobre hermano yace todavía en la capilla. Desaparecer así, en la flor de su juventud… como si hubiera sufrido un ataque. ¿Los Marsdon son propensos a los ataques, querido? —le preguntó a Tom.

—Que yo sepa, no —Tom se dio vuelta hacia Julian y le preguntó con gran preocupación—. ¿Es hereditario, doctor?

—Rara vez —respondió Julian lentamente—. Esos ataques pueden ser producidos por una alteración de los humores o inclusive por una nefasta conjunción de las estrellas, si Saturno es favorable a Marte… —se detuvo. En ese preciso momento en que trataba de encontrar una explicación razonable por la repentina muerte de Stephen, cuando estaba por creer que Tom tenía razón al decir que la imaginación y la desconfianza los habían impulsado a exagerar su preocupaciones, tuvo la certeza de que algo había sucedido allí. La muerte rondaba en ese salón, se había cometido un asesinato. Y esa mujer que estaba allí sentada tan contenta, tan convincente, estaba engañándolos a todos.

—Cantemos la vieja canción de la adivinanza —dijo Emma escupiendo un trozo de cáscara de avellana—. Todos la conocemos y a mí me gusta mucho. Busca tu violín —le dio al sirviente. Cuando éste regresó, ella dirigió el canto con su voz ronca y áspera—. Le di a mi amor una cereza sin carozo, le di a mi amor un pollo sin huesos…

Julian no se unió al canto. Sentía que el peso de una tragedia lo envolvía con su espeso manto y comprendía también la inutilidad de tratar de entender que es lo que le pasaba. Fuera lo que fuere lo que allí había sucedido, ya no tenía solución y nunca se descubriría. La mujer prosiguió cantando la tonta canción, retorciendo sus manos en las que relucían las piedras de sus anillos. Era mala y no sería castigada. El diablo triunfaba con bastante frecuencia, por más que les costara creerlo a los cristianos de verdad. Julian miró otra vez hacia la pared que tenía una mancha rectangular más oscura en el revoque. De allí emanaba una sombra mucho más oscura que la mancha de ladrillos y cemento y mientras tenía u vista fija en ese lugar, en el centro de la mancha resplandeció una luz amarilla y suave. En el medio apareció la cara de Nanak. La cara fea semejante a la de un batracio del hombre que había conocido personalmente muchos años atrás en Padua.

Julian distinguió los ojos color azafrán protegidos por unos pesados párpados. Una mezcla de compasión y reproche se reflejaba en la mirada del hombre.

¡Lascia! Le dijo mentalmente Julián. ¡Déjame en paz! Estoy cansado de este ajetreo, cansado de esta persecución, cansado de tanta preocupaciones. ¿Qué quieres que haga?

La alucinación se desvaneció. Debe ser efecto del jugo de amapola, del vino y de la larga cabalgata. Esta personas no significan nada para mí. Tengo frío. Y en efecto comenzó a temblar con un fuerte chucho. Debe ser la humedad, pensó, esa fría humedad de este desgraciado país.

Emma y los dos hombres terminaron su canción y entonces Tom no se pudo contener.

—Conozco otra canción mucho más divertida, no tenemos por qué estar tan tristes, ésta siempre la hace reír a Nan.

Y con su alegre voz de barítono comenzó a cantar.

¿Qué será un fraile sin un pelo en la cabeza? ¿Una verga dejar muerto a un cornudo?

¿Qué será un arma que apunta sin vacilaciones y hace blanco entre las piernas de una doncella?

Emma empujó la silla hacia atrás y se puso de pie.

—¡Suficiente, Tom! ¡No tolero esa clase de groserías en mi casa, te estás extralimitando!

Tom se calló inmediatamente. Musitó una disculpa que Emma recibió fríamente. La reunión se deshizo y Tom, muy sumiso, se dirigió a la capilla para rezar una oración frente al ataúd de Stephen que tenía cuatro cirios encendidos a su alrededor.

Emma fue a la capilla mucho más tarde, cuando todos los demás se habían retirado a dormir. Recorrió los corredores muñida de un candelero cuya llama oscilaba, amenazando con apagarse, debiendo protegerla de las numerosas corrientes de aire con su mano temblequeante. La luz de la vela iluminaba su cara cuadrada y de expresión decidida a pesar que su boca con las comisuras caídas, hacía pensar en una máscara trágica.

Cuando llegó a la capilla se acercó al catafalco y golpeó con su mano la tapa del ataúd.

—Bien… —dijo dirigiéndose al cajón—. Con que ahora me has puesto en peligro, monje falso. No te bastó con abandonarme de ese modo. Mi casa se ve ahora amenazada por tu culpa.

Depositó cuidadosamente el candelero sobre el atril y siguió golpeando la tapa del cajón hasta que finalmente sonrió y sus mejillas recuperaron el color.

—Maldito seas… —dijo suavemente y suspiró aliviada. Sus maldiciones eran totalmente innecesarias, su alma inconfesa pagaría por su crimen, no encontraría reposo. Un leve olor a podrido salía del ataúd.

—Puej —dijo ella—. Ahora apestas y ya no quiero tener nada que ver contigo. Será como si nunca te hubiera visto —dio media vuelta y agarró el candelero—. Pero seguiré vigilando a tu amante —agregó—. Ella no se escapará.

Emma recorrió nuevamente los pasillos hasta volver a su cuarto. Se quitó cuidadosamente el vestido de terciopelo negro.

—No usaré más luto —musitó mientras se ponía el camisón y se metía en cama junto a su esposo, profundamente dormido.

El grupo de Medfield partió rumbo a Sussex a la mañana temprano. Emma no bajó a despedirlos, pero mientras los hombres colocaban el ataúd en el coche fúnebre, Christopher le dio a Tom:

—Emma me pidió que te entregara ese anillo. Parece que Stephen lo tenía en el dedo meñique y ella dice que tú debes guardarlo.

Era una amatista en forma de corazón y sujeta por dos manos de oro. Tom, totalmente tranquilizado y muy aliviado por haber cumplido tan fácilmente con su misión, aceptó el anillo con emocionada gratitud. Estaba deseando estar en su casa junto con su familia, y ocupándose de su propiedad que podría convertirse en poco tiempo en un establecimiento tan importante como Ightham Mote.

—Mire, doctor —dijo mostrándole el anillo a Julian—, es una piedra muy buena, me preguntó cómo llegó a manos de Stephen, él no era muy afecto a esas cosas. Creo que lo llevaré al joyero de Lewes para que la grabe nuestro escudo y nuestro lema. A Nan le encantará usarlo, le gustan mucho las alhajas bonitas y además será un recuerdo de nuestro desdichado hermano.

Julian miró el anillo que Tom tenía en la rugosa palma de su mano. Lo reconoció en seguida… era el anillo de casamiento de Celia, el que Sir John Hutchinson le puso en el dedo en la abadía de Southwark hacía cinco años. El que usaba en Cowdray seis meses atrás.

—Estoy seguro que la señora Marsdon se va a poner muy contenta —dijo Julian e inmediatamente emprendió la difícil maniobra de subirse a su caballo.

Tenía la certeza de haberse enfermado, le dolían todos los huesos además de su habitual dolor en las articulaciones. No estaba en condiciones de montar a caballo, pero por nada del mundo se habría quedado otra noche más en Ightham Mote, por lo que trató de disimular su estado precario. Cuando llegaron al camino real, él se dirigía hacia el este por sus propios medios, debía haber una posada en Seven Cake. Tendría que aguantar hasta llegar allí. Y descansar… descansar… olvidar…

Sir Christopher los despidió ceremoniosamente en el puente del foso, con la mano sobre el pecho y la cabeza inclinada reverentemente ante el carro fúnebre y su carga. El cortejo arrancó por el camino mientras los habitantes del castillo que no estaban trabajando en esos momentos, se alinearon a lo largo del trayecto, murmurando en voz baja y mirando con temor reverente a los cuatro caballos negros y las ajadas plumas de avestruz sujetas a sus cabezadas. Se persignaron azorados al pasar el coche frente a ellos y se oyeron unos cuantos Dios guarde su alma, pero muchas caras reflejaban una gran curiosidad. Alice, la niñera, que era la que había encontrado muerto al sacerdote, se negaba a hablar del asunto, pero había algo en su comportamiento que daba margen a diversas conjeturas. La muchacha se había quedado asustada, intimidada el resto del tiempo que permaneció en el castillo.

Cuando llegaron al portón, cerca del estanque, doblaron por el sendero que se dirigía a Ivy Hatch, desde donde tomarían el camino real. Un anciano que estaba sentado sobre un viejo tronco comiendo una rebanada de pan untada en miel se acercó a Tom ágilmente y le tironeó del pie.

—¿La llevan ahí dentro? —dijo señalando con un dedo huesudo el coche fúnebre—. ¿De modo que sacaron de la pared a la pobre joven?

Tom miró hacia abajo y vio un pelo gris enmarañado y unos ojos vidriosos fijos en él.

—No, no, pobre viejo —dijo de buen modo pero enérgicamente—. Lo que llevamos allí es el cuerpo de mi hermano Stephen Marsdon para enterrarlo junto al resto de su familia.

—Yo no lo hice —dijo el viejo con vehemencia—. Fue milady, yo juré no hablar nunca más de ello y no lo he hecho. No sabía qué era lo que subíamos de esa vieja mazmorra y de todos modos prácticamente no respiraba, milady la estranguló bien fuerte.

Tom lanzó un gemido y Julian, que estaba detrás de él, se ferró a la montura.

—Suelta la rienda, viejo —dijo Tom, pues el hombre acababa de agarrarla—. Vuelve a tu asiento que nosotros estamos apurados.

El viejo meneó su cabeza y sujetó la rienda con fuerza.

—Yo soy Larkin el mayordomo —dijo con un dejo de enojo—. Y como han venido para llevarla a su casa quiero que sepan que yo no lo hice. Jamás lo hubiera hecho aunque fuera de veras la amante del monje.

Tom dio un respingo. Julian vio que se sonrojaba hasta el pescuezo.

—Estás chocheando —refunfuñó Tom—. El que se ocupa de ti debería estar aquí —él dio una suave patada en el pecho—. ¡Suelta la rienda o te patearé con ganas!

—Y además estaba embarazada —dijo Larkin aflojando la mano—. Milady dijo que esa perversidad debería ser castigada. Pero le aseguro que yo no lo hice, no tenía la menor idea de lo que subimos esa noche del sótano y tapiamos con una pared. Pero me alegro que reciba finalmente sepultura cristiana para que así su alma descanse en paz. Me alegré mucho cuando vi el coche fúnebre que se detenía en la casa para buscarla.

—¡Dios mío, tus sesos están más mezclados que unos huevos revueltos, viejo tonto! —Tom espoleó el caballo y partió al galope. Julian prosiguió con la procesión que avanzaba a un paso tan lento como el de los bueyes.

Al cabo de un rato se reunió con Tom que estaba esperándolo en la cima de la colina. Los dos hombres se miraron a los ojos. Julian se encogió de hombros tristemente y no dijo nada.

—¿Escuchó lo quedito ese viejo, ese loco? —exclamó Tom cuya cara seguía colorada como un tomate—. Dijo cosas espantosas.

Julian se encogió nuevamente de hombros.

—Lo oí, señor Marsdon. Y usted puede pensar lo que más le guste… —hizo una breve pausa y agregó—: Después de todo, me parece que el pobre hombre es senil —se dio cuenta que Tom no había comprendido sus palabras y trató de simplificarlas—. Que está lelo, chocho. Le aconsejo que no dé mucho crédito a su historia.

Tom miró durante un momento al médico italiano por el que sentía ahora cierto respeto.

—Es claro, por supuesto —dijo—. Chochera… lelerías… eso es todo —dirigió una mirada al castillo, reluciente y tranquilo, rodeado por su foso.

Sacudió las riendas contra el pescuezo del caballo.

—Debe haber una taberna en Ivy Hatch. ¿Qué le parece si nos detenemos allí un momento para alegrarnos un poco?

—Como usted quiera —dijo Julian—. Tenemos un largo viaje por delante, un camino muy largo —miró hacia el coche fúnebre que también se había detenido mientras los caballos adornados con las plumas negras resoplaban y resollaban en la punta de la colina.

—Pero de todos modos —agregó en voz baja—, creo que algo de verdad hay en lo que dijo el mayordomo.

Tom lo oyó, pero cerró las compuertas de su mente, como si fueran persianas que se cierran tras las ventanas exteriores para aislarnos del frío y la terrible oscuridad.

—Ese lúpulo —dijo señalando un campo cubierto de plantas que ya habían sido desprovistas de sus semillas por los campesinos— crece muy bien en esta zona. Tengo ganas de plantar un poco en Medfield, el suelo no es muy diferente de éste. Apuesto a que ganaría un platal…

Da vero —dijo Julian—, todos deberíamos hacer planes para nuestro futuro bienestar y no permitir que el desasosiego invada nuestras vidas.