Capítulo diecisiete

Celia llegó al pueblo de Ightham en el condado de Kent el primero de agosto. Habían pasado cuatro meses desde que huyó de Cowdray, cuatro meses borrosos.

Había vivido prácticamente en el limbo desde que tomó esa drástica decisión cuando el Maestro Julian se negó a ayudarla.

Al salir de Cowdray se dirigió instintivamente a Londres, pero el dinero se le acabó al llegar a Surrey. No le quedó más remedio entonces que dormir al sereno, con su yegua por toda compañía. Pero un alguacil la detuvo acusándola de vagancia, invasión de propiedad ajen y robo de forraje. La amenazó con ponerla en el cepo, pero luego la soltó a cambio de la yegua. Celia no objetó. No tenía con qué alimentarla, por lo tanto se despidió del animal dándole un beso en el hocico y caminó hacia Southwark, sin detenerse ni siquiera para echar un vistazo a la abadía. Se dirigió hacia la única taberna que conocía: Kingʼs Head en la calle Fenchurch, donde los había invitado Emma Allen la noche del desfile de la reina Mary.

Solicitó trabajo y la tomaron. Volvió a realizar una vez más las mismas tareas de su niñez, servir cerveza, atender a los clientes y soportarlos, sin tener ninguna clase de esperanza ni ningún tipo de proyecto. Se despertaba a menudo con una sensación de pánico que le oprimía el pecho y por las mañanas se sentía generalmente mareada y con náuseas. Pero todos sus malestares desaparecían al llegar el mediodía y ejecutaba su trabajo indiferentemente. Esa rutina duró hasta el último sábado de julio, tres días antes de que llegara a Ightham.

Kingʼs Head estaba lleno de borrachos pendencieros. Celia despertó la lujuria y luego la ira de un regidor que la tomó de la cintura cuando subía de la bodega trayendo una botella de vino. El hombre la besó y cuando ella percibió su aliento fuerte, su boca ardiente y áspera barba, sintió tal indignación que le golpeó con la botella en la entrepierna y le rasguñó la cara. El regidor cayó al suelo y cuando se puso de pie, la sangre chorreaba por los cuatro salvajes arañazos con que le había atravesado la cara; se dirigió entonces hacia donde estaba el propietario de la taberna protestando enfurecido contra Celia. El regidor era un hombre influyente y el mejor cliente del negocio. Llevaba a sus amigos a la posada y diariamente gastaba allí unas cuantas coronas. Amenazó al dueño con mudarse a otro lugar con sus amigos y éste despidió a Celia sin más trámite. No le sería difícil conseguir otra muchacha de mejor carácter, y si bien ésta cumplía con su trabajo, no era muy popular con los otros sirvientes.

Era demasiado bonita, su modo de hablar era demasiado refinado y muy distante. Y además había algo misterioso en ella. Y los misterios eran peligrosos.

Celia aceptó su despido en silencio. Había ganado unos cuantos peniques además de haber tenido techo y comida y el ataque del regidor fue la llave que le abrió el paso a un deseo avasallador. Hizo un atado con sus pocas pertenencias y partió rumbo a Kent.

El pueblo de Ightham estaba lleno de visitantes. Era el día en que se pagaban los tributos. Granjeros, agricultores y pastores estaban reunidos en la posada de George y el dragón.

Los campesinos comían ese pan especial que se preparaba exclusivamente para la festividad del primero de agosto. Un grupo de saltimbanquis realizaban sus piruetas en la plaza del pueblo. El cálido sol de agosto desparramaba un perfume delicado que provenía de barriles con cerezas y damascos.

Nadie advirtió a Celia, que estaba vestida con un traje sencillo que se había fabricado antes de salir de Cowdray, reformando uno viejo suyo y otro que había sido de Úrsula. Tenía corselete anudado, falda un poco corta y se había atado un pañuelo en la cabeza. Sus pies desnudos estaban cubiertos de tierra, pero no lo suficientemente curtidos. Decidió no usar sus zapatos de cuero y guardarlos para una ignota oportunidad. De su cuello colgaba una pequeña bolsita que contenía su anillo de casamiento. Entró a la taberna mezclándose con los clientes más humildes y pidió un poco de cerveza y una rebanada de pan.

—Toma lo que quieras —le dijo la camarera—, la cerveza cuesta medio penique pero el pan de hoy es gratis. Siempre nos mandan panes desde el castillo.

—Ah-h —dijo Celia—. ¿Se refiere usted a los Allen de Ightham Mote?

La camarera asintió.

Sir Christopher mantiene las viejas costumbres, aunque se rumorea que no se avienen a nuestra nueva reina Elizabeth. ¿Qué haces en este lugar? ¿Has venido para trabajar en la cosecha?

Celia se alegró al encontrarse con esa simple demostración de amistad, tan distinta a lo que había visto en Londres. Le sonrió afectuosamente a la rubicunda camarera y su sonrisa, con el clásico hoyuelo, a pesar de no haber sido muy frecuente durante los últimos tiempos, dejó boquiabierta a la otra joven.

—Pero querida —le dijo—, serías linda como un pimpollo si no estuvieras tan flaca. ¿No tienes ningún joven apuesto que se ocupe de ti? Tu aspecto no es el de una trabajadora.

—No tengo ningún muchacho —respondió Celia—, y soy una trabajadora. Trabajaré en la cosecha, si ello fuera necesario, pero preferiría un trabajo estable. ¿No sabes de nadie que precise una persona para cubrir cualquier tipo de trabajo por aquí?

—Pensaré un poco —dijo la camarera—. Me llamo Nancy. Espera en la cocina mientras llevo las bandejas. Los clientes deben estar furiosos —salió al jardín donde se habían dispuesto numerosas mesas para recibir a los visitantes.

Celia se acurrucó en un banquito junto al fuego. Bebió la cerveza y comió una rebanada de pan. Eso alivió su cansancio y su languidez. Encontró un repasador, lo mojó con el agua caliente de la pava, se limpió con él una lastimadura del pie y se puso a esperar.

Nancy no se olvidó de ella y volvió al cabo de un rato.

—Acabo de enterarme de algo que puede ser que te interese —le dijo—. En esa mesa estaban reunidos varios jóvenes que se ocupan de las caballerizas de Ightham Mote. Creo que podrás encontrar trabajo allí como ayudanta de cocina. Lady Allen acaba de despedir a la que tenía y le dio una buena paliza además. Descubrió que estaba embarazada de varios meses pero que no sabía quién era el padre de la criatura. Esa señora es muy severa, según dicen es muy dura cuando está algo tomada, lo que sucede con frecuencia.

Celia no mosqueó.

—¿Los dueños del castillo son una familia numerosa? —preguntó—. ¿Es un trabajo pesado?

—No estoy segura de ello —respondió Nancy—. Pero puedes probar y ver qué tal te va.

—Lo que quiero decir —dijo Celia cuidadosamente—, es si deberé atender a muchas personas. ¿Chicos, grandes… el mayordomo… el capellán, por ejemplo?

—El único niño es el pequeño Charles, el heredero de la casa; el mayordomo es un hombre modesto. Will Larkin no será muy severo contigo y he oído decir que tienen un nuevo capellán que se ocupa de la educación del joven Charles, pero no lo hemos visto en el pueblo todavía.

—Me gustaría conseguir ese trabajo —dijo Celia—. Nancy querida ¿Cómo podría hacer para solicitarlo?

—Pues es bien fácil —dijo Nancy sonriendo—. Will Larkin está en la plaza viendo a los saltimbanquis. Acabo de verlo y no pasará mucho tiempo antes que venga aquí a beber cerveza. Puedes preguntarle cuando llegue.

—No tengo recomendaciones —dijo Celia llenando de consternación a Nancy. Al ver la sorpresa de la camarera, se apresuró a explicarle que venía de una casa de Sussex pero que no había trabajado allí como sirvienta; le contó que se casó y que enviudó mientras vivía en Lincolnshire. Mencionó superficialmente el episodio de la taberna londinense.

—Si lo sabré —dijo Nancy meneando la cabeza—. La primera lección que debe aprender una camarera es no perder la paciencia. ¡No es aconsejable golpear a los clientes en las partes sensibles! —dijo lanzando una carcajada—. Varias veces tuve ganas de darles un rodillazo a unos cuantos, pero no serviría de nada. Y ahora, mi querida… ¿Cómo te llamas?

—Cissy… —dijo Celia luego de una breve pausa—. Cissy Boone.

—Pues bien Cissy, me parece que hablas como una dama… a menos que ése sea el dialecto de Sussex. Supongo que sabrás escribir. Pues entonces escribe tu recomendación.

—Trataré —dijo Celia en voz baja.

En el salón hay una pluma y tinta —dijo Nancy—. Yo debo continuar con mi trabajo.

Celia se dirigió al salón, que en esos momentos estaba vacío, y comenzó a escribir una nota en la mejor forma que podía.

—Cissy Boone —rezaba la recomendación— es una sirvienta de confianza. Trabajó durante un año en Lincolnshire bajo mi supervisión. Lady Hutchinson.

Nancy, que ni siquiera sabía el alfabeto, se quedó encantada cuando Celia le leyó el resultado de sus esfuerzos.

El resto fue muy sencillo. Larkin no era un tipo muy instruido y la nota le impresionó. Como así también Celia a la que vio algo borrosa debido a sus cartas. Era además un poco sordo y no advirtió su modo de hablar, que tanto le llamó la atención a Nancy. Lady Allen le había encargado que consiguiera una ayudanta de cocina a prueba, un albañil y un deshollinador. Larkin consiguió los otros dos luego de contratar a Celia y cuando terminaron los festejos del día, los transportó a todos al castillo en una carreta.

La distancia del pueblo de Ightham al castillo era de casi tres kilómetros y los pesados bueyes se demoraron casi una hora en llegar. Pero Celia estaba tan contenta de no tener que seguir caminando y tan nerviosa por la decisión que había tomado, que estaba feliz de que el tiempo pasara lentamente.

El camino pasaba en medio de los sembrados listos para cosechar, entre hornos para lúpulo y huertas fragantes. A pesar de ser un día de fiesta, se veían unos cuantos hombres trabajando en el campo, pues el cielo se mostraba algo amenazador. El carro bajó una pendiente y repentinamente tuvieron frente a sus ojos el castillo, ubicado en una hondonada.

Celia, que estaba acostumbrada a Cowdray, encontró que Ightham Mote era una mansión pequeña y poco impresionante. La típica residencia fortificada de antaño igual a muchas otras que había visto. El foso que la rodeaba denotaba también su antigüedad. Miró otra vez y súbitamente tuvo la impresión que no era anticuada sino siniestra, semejante a una fiera agazapada en su madriguera. Celia paseó su mirada por la hilera de ventanas que tenía frente a ella, y vio una cara de mujer en una esquina del piso superior, una cara blanca, ligeramente luminosa.

—¿Y ésa quién es? —preguntó Celia involuntariamente—. Parece una loca.

El mayordomo se dio vuelta y dijo:

—¿Eh…? ¿Qué dices, querida?

—¡Eso! —exclamó Celia señalando—. ¡Esa mujer, está sacudiendo algo por la ventana, algo que parece el pañal de un niño!

—Oh, ella —dijo el mayordomo—. Ésa es Isabel. Suele pasearse a veces por las tardes. Yo no puedo verla. Dicen que llora un bebé que fue muerto en esas habitaciones cuando los de Haut vivían aquí, hace como doscientos años.

—Jesús… —dijo Celia espantada. Miró otra vez pero la cara había desaparecido.

—Hay muchos fantasmas en Ightham —dijo el mayordomo alegremente—. Pero lo único que a mí me gusta es el «cuarto frío» —dijo señalando el cuarto ubicado justo encima del portón de la torre de entrada. Cuando entro allí inmediatamente empiezo a tiritar.

—¿Qué pasó en ese cuarto? —dijo Celia que se vio obligada a repetir la pregunta en voz alta.

—No tengo la menor idea —dijo el mayordomo—. Un crimen sin duda. Estos viejos castillos han sido escenario de muchos crímenes. No es agradable vivir en ellos.

Impartió una orden a la yunta de bueyes y la carreta avanzó pesadamente hacia un grupo de casas formado por los establos, la cervecería, la lechería y la herrería, separados de la casa principal por una extensión cubierta de pasto. Todos se bajaron del carro al llegar allí. Larkin dejó al albañil y al deshollinador en manos del herrero, pero sabía que él era el encargado de presentar la nueva ayudanta de cocina a Lady Allen. Era muy exigente respecto a la servidumbre de su casa.

Celia sintió que el corazón le latía apresuradamente cuando cruzó el foso por el puente, entró a la torre y salió al patio.

La luz era suficiente todavía como para permitirle observar que el patio no era muy grande y que estaba cubierto de adoquines, que le hacían doler los pies a pesar que se había puesto zapatos mientras estaba en la carreta.

—Si están en el salón —le dijo Larkin—, tendrás que esperar. A milady no le gusta que la interrumpan durante la comida y no se te ocurra jamás poner un pie fuera de los cuartos de servicio.

—Sí, señor… —dijo Celia débilmente. Se quedó parada en el umbral, inclinando la cabeza cubierta por un pañuelo, sintiendo que cada fibra de su cuerpo vibraba ante la proximidad de Stephen.

Emma estaba de buen humor esa noche. Habían descorchado la cerveza nueva y resultó excelente. Su esposo seguía siendo el mismo personaje débil y bondadoso y el pequeño Charles acababa de hacerlos reír a todos con una canción que le había enseñado el hermano Stephen. La sabiduría de Charles iba en aumento día a día gracias a las lecciones que le impartía el hermano Stephen. Y Emma resplandecía día a día también, pero sin percatarse de ello. Se alegraba de tener quién celebrara isa y escuchara sus confesiones y su placer se veía aumentado al pensar que podían mantener su antigua religión a pesar de la nueva reina. Estaba feliz, además, pues habían sido invitados por el nuevo Lord Cocham a visitarlo en su castillo el mes próximo. Se habían sentido bastante desilusionados por la indiferencia de sus vecinos ante el nuevo título de caballero que ahora ostentaba Christopher.

Escuchó de buen grado el informe de su mayordomo.

—Bien, bien ¿Has oído, esposo? Larkin contrató tres personas de servicio en el día de hoy.

Sir Christopher asintió y repitió las palabras de su mujer.

—Bien, bien. Mañana por la mañana hablaré con el albañil. La chimenea del saloncito de arriba necesita arreglarse y si demuestra ser un buen albañil quizás le encargue la construcción de un nuevo horno para lúpulo en Wilmot Hill.

—Y además yo quiero construir una alacena en el salón —dijo Emma—. La caja de seguridad que tanto necesitamos, eso será lo primero que haga. ¿Dónde está la nueva sirvienta? —agregó dirigiéndose a Larkin—. La veré en la cocina.

Celia se mantuvo lo más silenciosa que pudo durante la entrevista.

Emma echó un vistazo a las recomendaciones y las juzgó aceptables. Advirtió que estaban firmadas por una Lady. Pero el aspecto delgado y cariacontecido de Celia no le permitió asociarla con la joven resplandeciente, vestida de amarillo y colorado que había visto durante el desfile de la reina Mary. Los «sí milady» y «no milady» con que Celia respondía a sus preguntas le hicieron pensar solamente que era una sirvienta bien adiestrada.

—Entonces ya está arreglado —dijo Emma—, casa y comida y un chelín los días de pago cuatrimestrales. Irás a misa todas las mañanas —miró inquisitivamente a Celia y agregó—. ¿Dijiste que te educaron en la religión católica, verdad?

—Sí, milady.

—Parece realmente milagroso considerando que vienes de Lincolnshire —dijo Emma—. ¡Y nada de tonterías con los hombres! —agregó, pensando con satisfacción que este ejemplar tan flaco y deslucido no era un bocado tentador—. Dormirás en el altillo con las otras sirvientas y no espero volver a verte hasta el día de mi cumpleaños.

—Sí, milady —dijo Celia.

Antes de retirarse miró una vez más a su nueva patrona. Lady Allen seguía siendo una mujer atractiva a pesar de sus cuarenta y tres años. Los pómulos rojizos resaltaban en su cara maciza, si bien la luz de la cocina no le permitía ver la cantidad de venitas sobresalientes. Su pelo negro y brillante estaba parcialmente oculto por un gorrito de terciopelo verde. Los ojos negros y oblicuos resplandecían bajo sus pestañas tupidas y no habían perdido su belleza. Fui una tonta en tener miedo de ella, pensó Celia. Creo que debe ser algo estúpida, a pesar de parecer tan dominante.

Celia compartió esa noche la comida con los demás sirvientes de Ightham Mote y luego durmió pacíficamente en el altillo. Había llegado adonde se había propuesto. Stephen dormía bajo el mismo techo y al pensar en ello clamor que sentía por él y que había permanecido oculto durante tanto tiempo, la invadió en cálidas oleadas.

Durante los dos días siguientes cumplió exactamente con las órdenes recibidas y no salió del sector reservado a los sirvientes, salvo para asistir a misa. Tenía mucho que hacer… llenar baldes con agua del pozo, lavar una cantidad de cacerolas, jarros, vasijas, platos y cubiertos amontonados en la mesada de piedra. Debía hacer mandados tamicen para el cocinero, un hombre maduro que no hacía sino quejarse de la humedad del lugar, de la cocina y de la calidad de la comida que debía cocinar.

El personal de la casa era bastante reducido, pues Emma era bastante tacaña. Se las arreglaba con tres sirvientas y un sirviente para servir la mesa. Se llamaba Dickon Coxe y era hijo de uno de los principales plantadores de lúpulo. Dickon había pensado que si trabajaba en el castillo podría progresar un poco más, pero como además de servir la mesa tenía que hacer de sirviente y asistente de Sir Christopher, se consideraba malbaratado.

Al cabo de dos días de trabajo Celia advirtió que el castillo estaba muy mal dirigido. Emma Allen realizaba esporádicamente sus tareas como ama de casa, pero criticaba severamente cualquier cosa que la incomodara. Si se le ocurría comer un pastel de pichones pretendía verlo aparecer durante la comida, aunque no le había dicho a nadie que debía ir a buscarlos al palomar. Las llaves de la despensa colgaban en su cinturón, pero nunca se acordaba de usarlas.

Dormía hasta tarde, despertándose justo a tiempo para llegar a la misa de diez. El personal asistía a misa a las seis de la mañana.

Los oficios se realizaban en lo que todavía se llamaba la capilla nueva, a pesar que había sido construida cuarenta años atrás. La capilla vieja, que había sido utilizada por los señores de la casa durante cuatro siglos, había sido desconsagrada y convertida en un pasadizo y cuarto de depósito.

La capilla nueva, a la que Celia entró con gran agitación, tenía las paredes cubiertas por madera finamente talladas como así también los bancos de estilo gótico. La madera, a pesar de haber sido lustrada muchas veces con cera de abeja, conservaba el color claro que recién el curso de los años se encargaría de oscurecer.

Los cristales de color de origen flamenco representaban figuras de santos.

Celia se puso el pañuelo de uniforma que ocultaba parcialmente su cara y se ubicó en el último banco entre una joven que trabajaba en la posada y el nuevo albañil. Se le cortó la respiración cuando vio aparecer a Stephen frente al altar, vestido con una lujosa casulla verde y dorada. Le pareció que su amor era tan notorio que él tendría que percatarse de su presencia, pero nunca miró hacia donde ella estaba. Se quedó acurrucada en su asiento como muchos otros que no se habían confesado y por lo tanto no podían recibir la comunión.

Una vez acabada la misa, Stephen se retiró al cuarto destinado al sacerdote detrás del altar. Celia volvió a las dependencias de servicio donde la esperaban una cantidad de ollas y cacerolas.

—Ése es un trabajo para hombres —dijo Dickon que pasó por la cocina al dirigirse a la bodega para buscarla cerveza de Sir Christopher—. Si tuviera un poco de tiempo te daría una mano, Cissy. Pareces muy delicada para esas tareas.

—Ya me las arreglaré… —dijo Celia a pesar que la espalda le dolía de levantar esas ollas tan pesadas y que sus manos estaban llagadas por la arena que utilizaba para limpiarlas.

—Antes teníamos un pinche —dijo Dickon—, pero ella descubrió que le salía más económico tener una sirvienta. Te daré un consejo. Si alguna vez precisas algo, no se lo pidas al mayordomo, él tiene miedo de su sombra y para qué hablar de la de milady. Prueba con Sir Christopher, si es que alguna vez consigues encontrarlo a solas. A veces ella le hace caso.

—Gracias, Dickon —dijo Celia despacio—. Así lo haré —le pareció que Dickon, que era un hombre pequeño con pelo colorado, nariz larga y mentón puntiagudo, se parecía bastante a un zorro y su instinto le decía que no debía confiar en él. Quizás en ese momento había sentido compasión por esa pobre y bonita ayudanta de cocina, pero no haría nada que no redundara en su propio beneficio. Y su impresión se vio confirmada por una repentina mirada maliciosa.

—Existen ciertas tretas para poder pasarlo bien en esta casa si eres suficientemente viva.

—¿Ah, sí? —dijo Celia agarrando otra fuente de metal.

—Cuando te mandan a buscar algo a la despensa, no te será difícil esconder unos terrones de azúcar o alguna nuez moscada en una bolsita debajo de tu falda. Si me lo das a mí, yo puedo venderlo en Ightham y luego dividiremos la ganancia.

—Comprendo —dijo Celia.

—No temas que no te pescarán —prosiguió diciendo Dickon—. El cocinero no se dará cuenta y la patrona tampoco, pues está siempre borracha por lo general, pero eso sí, cuídate de su furia si la encuentra atravesada. Por poco le rompe la espalda a la última fregona que tuvimos. Y el mes pasado mató a uno de los cachorros.

—Mató a un cachorro… —susurró Celia mirando a Dickon boquiabierta—. ¿Y por qué?

—Porque tropezó con él cuando se dirigía a la cama. Le retorció el pescuezo. Ah, se convierte en un demonio cuando le dan esos ataques.

Celia se estremeció. Pensó con nostalgia en su perrito, pero nada podía desviarla ahora de su rumbo.

—¿Qué tal es el capellán nuevo? —preguntó volcando el agua sucia en el desagüe.

Dickon se encogió de hombros.

—Ella se muere por él. Se sienta junto a él durante las comidas, le toca el brazo mientras conversan y no hace sino decir «¿Le parece bien esto, hermano Stephen? ¿O le parece mejor aquello?» —dijo Dickon imitando una voz femenina—. «Por favor, no se sirva tan poco, exagera demasiado con sus ayunos» y para decir la verdad, creo que tiene razón. Nunca había visto un monje… y éste usa un cilicio debajo de su hábito. Lo vi una vez que ella me encargó que llevara un mensaje a su cuarto. Cómo debe picar toda la camiseta cubierta con crin de caballo recortada.

—Oh —dijo Celia. No albergaba la menor duda sobre cuál era el motivo por el que usaba ese castigo y al pensar en ello se indignó. ¿Por qué se empeñaba en repudiar el momento más feliz de su vida y de la de ella? ¿Por qué tendría que castigarse por ello como la había castigado abandonándola? ¿Sería posible que un Dios que era puro amor y su bondadosa madre exigieran semejante cosa a un ser humano? La Biblia decía que un padre no debía darle una piedra su hijo cuando éste le pidiera un pedazo de pan. Y no pienso aceptar ahora una piedra, pensó Celia. Pelearé por la vida nueva que llevo en mis entrañas como no lo hice por la mía. Apretó los labios y secó la última fuente.

Una campanilla sonó en un tablero ubicado en el corredor que conducía a la cocina. Celia levantó la cabeza.

—¿Será para ti, Dickon?

—No —respondió él—. Es para la niñera del niño Charles. Sería muy tonta si recomenzó sus jugueteos con el cocinero. Ella se enterará tarde o temprano.

Celia rió débilmente.

—Me parece que tienes miedo de Lady Allen.

Dickon irguió la cabeza.

—Es mejor obedecerle. Vive llorando miserias pero tiene una cantidad de monedas de oro guardadas en un cofre, y yo aspiro a conseguir algunas.

—¿Cómo podrás lograrlo? —inquirió Celia.

—Manteniendo mi boca cerrada respecto a las prácticas religiosas de la casa. Al alguacil del condado le interesaría saber que aquí se reza la misa en latín, que hay crucifijos, velas y como si eso fuera poco, un monje negro como capellán.

—Ah… comprendo… —dijo Celia frunciendo el ceño—. No se le había ocurrido pensar que con el reinado de Elizabeth, Stephen volvía a correr peligro, que podría repetirse nuevamente lo sucedido en Cowdray durante la visita del rey Eduardo.

—¿Y no te sería más fácil robar unas cuantas del cofre? —le preguntó con un tono tan casual que engañó por completo a Dickon. Pensó que la nueva sirvienta era bastante viva y acababa de darse cuenta que era muy atrayente además. Él se sentía orgulloso por su viveza y nada le resultaba más agradable que poder darse aires ante una interlocutora tan bonita.

—Veo que eres una muchacha de las que a mí me gustan —dio con una breve risita—. El cofre es demasiado fuerte para mí, y ella tiene la llave colgando de su cuello. Y además piensa construir en el salón un armario para guardar allí sus monedas. Puedes estar segura que tendrá toda clase de trancas. No, debe haber una forma menos complicada de conseguir el oro.

Salió silbando y trotando hacia la bodega.

Esa tarde, justo antes del crepúsculo y después que terminó de comer con los otros sirvientes, Celia quebró las reglas de la casa y se apartó de las dependencias de servicio.

Fue en primer lugar al jardín de flores y revisó las distintas plantas hasta que descubrió un grupo de claveles. Sacó dos flores de color rosa.

Subió luego por una escalera ubicada en la parte posterior de la mansión y llegó a un cuarto llamado el «solar», que había sido usado durante el siglo catorce como cuarto de estar. Tenía una pequeña ventana que daba a la capilla desde la cual los inválidos podían ver el altar. El «solar» tenía además otra pequeña ventana que daba al salón del piso bajo. Celia se acercó a la reja para mirar.

Emma y Christopher Allen estaban sentados uno al lado del otro, en dos sillones ubicados en la cabecera de la mesa; el pequeño Charles estaba sentado al lado de su padre; Stephen ocupaba un banquito al lado de Emma y Larkin, el mayordomo, estaba totalmente separado, hacia el otro extremo de la mesa.

Y si bien Stephen no había advertido a Celia en la capilla cuando todos sus pensamientos estaban concentrados en la celebración de la misa, la mirada penetrante de la joven pareció perturbarlo en esa ocasión. Ella lo oyó decir a Emma:

—Tengo la extraña sensación de que alguien está mirándonos.

—Qué tontería —exclamó Emma lanzando una carcajada—. Jamás hubiera pensado que usted podría ser propenso a tales ideas, hermano Stephen —le dio un ligero golpe en las costillas y le dirigió una mirada que sólo podría describirse como lánguida Stephen se apartó y cambió el tema.

—Veo que el albañil ha realizado grandes adelantos en la construcción del nicho para guardar su cofre —dijo señalando un lugar justo debajo de la ventanita por la que Celia estaba mirándolos.

—Así es —dijo Emma—, pero la vieja pared tiene casi un metro de espesor y él trabaja con una lentitud espantosa. A demás es tan estúpido como una oveja. Larkin, tendrás que conseguir algo mejor que este jornalero —dio Emma dirigiéndose súbitamente a su mayordomo, que cuando se le pasó el atoro consiguió decirle:

—Por supuesto, señora, el lunes buscaré un maestro albañil.

El pequeño Charles cuyo pelo era tan renegrido como el de su madre, dejó entrever entonces un violento deseo por más dulces, pues se le habían terminado los que su padre le había traído de Londres. No era posible satisfacer su pedido, por lo que casi rompió los tímpanos de los allí presentes con sus alaridos.

—Le hace falta una buena paliza, señor —dijo Stephen—. Si no se le aplica un castigo le hará daño al niño.

Pero los Allen menearon la cabeza. Aunque sus opiniones diferían en muchos otros asuntos, estaban totalmente de acuerdo en malcriar a su heredero.

Celia se apartó de la ventana y pasó a otro cuarto que tenía un mirador. Luego de una cuidadosa inspección, su profundo estudio de la topografía del castillo se vio recompensado. Abrió otras puertas y entró en un cuarto que tenía que ser indefectiblemente el dormitorio de Stephen. Había un catre de madera con sábanas de lienzo color crudo. Sobre la cómoda estaba su misal. Y de la pared colgaba el cuadro de la virgen, tan bonita y tan pacífica, iluminado por una vela.

Celia se detuvo frente a la imagen.

—¿Qué sabes tú de amor? —dijo en voz alta. La cara inexpresiva y desprovista de toda pasión la miraba con una sonrisa protectora—. Yo lo conseguiré… —dijo Celia—. ¡Y entonces me reiré de ti! —oyó un poco alarmada su voz enfurecida. Había dicho una gran blasfemia, y el diablo estaba siempre al acecho de las blasfemias. Tenía en su mano dos claveles cuyo perfume inundaba el pequeño cuarto del sacerdote.

Celia se arrancó un mechón de pelo y lo enroscó alrededor de las flores, haciendo un moño con las puntas. Depositó luego el ramito sobre la almohada de Stephen. Salió apresuradamente del cuarto y volvió a las dependencias de servicio. ¿Adivinaría quién había estado allí? No estaba segura, pero se sentía tranquila y de muy buen ánimo. Ya había dado los primeros pasos.

No se preocupó en lo más mínimo cuando Emma Allen entró un poco más tarde a la cocina, hecha una furia y golpeó al cocinero con un cucharón de hierro, porque se le habían quemado los pastelitos. Y su furia empeoró cuando descubrió que la niñera de Charles había estado sentada en la faldas del cocinero.

—¡Traficante de blancas! —exclamó Emma—. ¡Fornicador! Y tú, pequeña sinvergüenza… vete de aquí. Mañana por la mañana te haré poner en el cepo.

Celia pudo observar desde su rincón, que Emma estaba lívida de ira; su cara era grotesca; se inclinaba hacia adelante y se tambaleaba mientras profería toda clase de insultos. Evidentemente estaba borracha y sus gesticulaciones no impresionaron más a Celia de lo que lo habría hecho la representación de un actor.

Stephen se sintió algo perturbado cuando encontró esa noche el ramito de claveles atado con un mechón de pelo rubio. No se le ocurría quién podría haberlos colocado allí, aunque de la primera persona que sospechó fue de Emma Allen.

Tuvo que reconocer, muy a pesar suyo, que la mujer estaba enamorada de él. Lo tocaba a menudo. Cuando se arrodillaba en el confesionario, se reclinaba contra su rodilla y los pecados que confesaba eran tan intrascendentes que él tenía que hacer un esfuerzo para no sonreír. Parecía ignorar totalmente sus pecados graves, y sus discretas sugestiones tenían como único resultado unas sonrisas e inclinaciones de cabeza y una mirada de soslayo de sus ojos negros en la que se reflejaba todo su deseo. Se lamentó de no haber acompañado a España a Sir Anthony, sin embargo en esa oportunidad lo único que le pareció una penitencia adecuada al terrible pecado de St. Annʼs Hill, era cumplir una tarea desagradable y una total obediencia. Stephen agarró los claveles atados con el pelo rubio y los miró otra vez atentamente. No había nadie en Ightham Mote que tuviera ese color de pelo, amarillo como el oro. No es posible… pensó. Ella se casó con Edwin Ratcliffe y ya debe haberse olvidado de mí como corresponde. Levantó su mirada al cuadro de la virgen y con gran fervor rezó:

Salve regina, mater misericordiae, vita, dulcido et spes nostra.

La imagen conservaba su expresión tranquila y distante. Stephen se quitó el cilicio antes de acostarse. La piel de su vientre y su espalda tenía un color rojo violento y estaba salpicada por pequeñas pústulas. El abad, su confesor, le dio que usara el cilicio nada más que tres meses. Ya habían pasado cuatro, durante los cuales se había azotado diariamente con el cordel que usaba como cinturón. Pero mucho peor que esos castigos había sido la desilusión del abad Feckenham.

—Nunca esperé esto de ti, hijo mío, nunca pensé que cometerías los bajos pecados de la carne, siempre te consideré tan casto, tan correcto, que pensé que serías inmune a las tentaciones del demonio.

—Ah, padre… no soy tan fuerte como pensaba —eso fue lo que le contestó y se esforzó por olvidar esa noche, pero su recuerdo se hizo presente en sueños que lo llenaban de vergüenza.

Sus manos temblaban al sujetar los claveles. Quería arrojarlos al foso desde su ventana, pero no podía hacerlo. El perfume lo perturbaba y finamente los guardó dentro de su cofre. Se sentía rodeado de sensaciones misteriosas que lo impulsaban hacia un precipicio que sabía que no existía.

Se sentó en el catre y se puso a pensar intensamente en recuerdos agradables.

En la semana que pasó en Medfield junto a Tom y su familia. Lo recibieron con todo cariño y Stephen sintió una gran alegría al ver el grado de prosperidad alcanzado por su hermano. Tom se había convertido en prácticamente el señor de Medfield y Nan le seguía el tren, vistiéndose con un traje de terciopelo los domingos y luciendo una vajilla de plata en su mesa. Lo único que Nan tenía en común con su hermano era el colorido; era una mujer dulce y tranquila. Había tenido otros dos hijos además del pequeño Tom, que era un niño de cinco años, vivo, sensible y un poco tímido con su tío vestido con un hábito negro. Tom Marsdon, su padre, que era un poderoso terrateniente se sentía orgulloso de su linaje y una tarde le mostró a Stephen un libro muy grande, encuadernado en pergamino, en el que quería que su ilustrado hermano escribiera los nombres, fecha de nacimiento y muerte de todos los Marsdon que ambos podían recordar.

—Sabes, Stephen —dijo Tom riendo levemente—, nosotros, los Marsdon, tenemos un emblema, por lo menos en el viejo copón de plata que perteneció a nuestro abuelo, he descubierto un grabado que representa una serpiente con alas y una inscripción.

Stephen se interesaba en cualquier cosa que le impidiera pensar en la pecaminosa pero deliciosa noche de St. Annʼs Hill. Examinó cuidadosamente el copón, a pesar de haberlo visto muchas veces en su niñez, cuando se los usaba para Navidad u otras ocasiones semejantes.

—Por supuesto, Tom —dijo—, ese animal es un basilisco y las palabras grabadas debajo —agregó mirando la letras gastadas—, creo que están en francés… «en garde», lo que equivale a decir «Atención». En efecto, Tom, no me parece un mal lema, debemos estar atentos para no caer en las tentaciones y en el orgullo —agregó de repente, con una gran sonrisa.

—Pues yo estoy orgulloso —dijo Tom sonriendo a su vez—, orgulloso de la familia Marsdon que ha vivido en Medfield durante cientos de años sin que jamás se haya podido decir nada en contra de ellos. Orgullos de que mi pequeño Tom será más adelante el dueño de una propiedad mucho más grande, con muchas más cabeza de ganado y una casa mucho mejor que la que me dejó mi padre. ¿Pero, te animas a escribir esta crónica?

Stephen accedió. Luego de inspeccionar las tumbas del cementerio junto a la iglesia de Medfield, no consiguieron remontarse más lejos que su abuelo, que había nacido en mil cuatrocientos treinta.

Stephen anotó la fechas y prosiguió con La Crónica hasta el nacimiento del pequeño Tom y sus hermanas.

Nan lo observaba mientras escribía y contemplaba en silencio y con gran admiración su elegante caligrafía. Se sonrojó de placer al ver escrito su nombre:

—Thomas Marsdon se casó con Anne Saxby el doce de noviembre del año del señor, mil quinientos cincuenta.

—Y ése, Nan, será el último casamiento que se inscriba en el libro —dijo él sonriendo—, hasta que crezcan tus hijos.

Nan lo miró con ojos tristes.

—Oh, cuanto me gustaría que no fueras un monje, Stephen —dijo llena de pesar—. Sé que no está bien decirlo, pero estoy segura que serías un marido excelente y un buen padre, ahora que todos parecen abandonar nuevamente la vieja religión.

—Lo que no es razón suficiente para que lo hagamos tú y yo —dijo Stephen gravemente.

Nan suspiró.

—Ya sé que tienes razón. Pero hay tanta confusión en estos momentos. Cuando yo era niña se rezaba una sola clase de mis, luego apareció el rey Edward y entonces se prohibieron las misas. Cuando la reina Mary subió al trono, volvimos al sistema de antes, que me gustaba mucho porque sabía lo que hacía. Pero ahora con la reina Elizabeth no se sabe en qué creer. Han desnudado nuevamente la iglesia de Medfield. Está vacía como la cáscara de un huevo, no hay velas ni siquiera cánticos.

—Ya lo sé, Nan —dijo Stephen suspirando a la par de ella—. Pero Dios triunfará. La verdadera fe vencerá.

—Así lo espero —dijo ella algo titubeante—, pero preferiría que no fueras como capellán a casa de Emma…

—¿Y por qué? —preguntó Stephen.

Nan frunció el ceño ya garró pensativamente una hebra suelta del tapiz turco que cubría la mesa.

—Emma es mi propia hermana… y yo no debería… pero siempre fue un poco rara, un poco… extraña. Yo le tenía miedo… cuando la mandaron de vuelta del convento de Easebourne después de la disolución, yo era entonces una niña… hacía trampas para cazar pajaritos, zorzales, calandrias… y después de atraparlos les retorcía el pescuezo y los conservaba muertos en su cuarto durante muchos días, sin importarle el olor… sin embargo. Pero esto es una tontería, se casó felizmente con el viejo Kit… Sir Christopher… y sé quejes muy devota y que no se ha apartado de la verdadera fe.

Stephen no había vuelto a pensar en esa confidencia de Nan, pero desde que llegó al castillo de Ightham había advertido varios incidentes desagradables. La muerte del cachorrito y la paliza a la fregona. Había esperado advertir cierto arrepentimiento, alguna mención de esos sucesos en sus confesiones. Pero no fue así y sus preguntas sólo tenían como resultado unas confusas lagunas. Stephen había sacado en conclusión que Emma no recordaba absolutamente nada de lo que había hecho durante sus borracheras. Esa situación era nueva para él. Había oído numerosas confesiones de borrachos y bebedores, pero en una sociedad en la que todo el mundo bebía licores fermentados, inclusive sus hermanos benedictinos, una borrachera de vez en cuando no era considerada un pecado mortal.

Stephen decidió redoblar sus esfuerzos para regular la conducta espiritual de los habitantes de la casa que ahora tenía a su cargo, y después de rezar sus habituales oraciones, se metió finalmente en cama. Sus pensamientos eran agradables, ya que había cumplido con su penitencia y confiaba en alcanzar el perdón divino. Su mente disciplinada se negó a seguir pensando en los claveles atados con el mechón de pelo rubio, sin embargo le resultaba agradable la idea de que estuvieran guardados en su cofre.

Celia se despertó presa de gran agitación a la mañana siguiente, se levantó de un salto de la cama que compartía con las otras sirvientas y corrió hacia la pequeña ventana del altillo.

—¿Qué sucede? —preguntó la niñera bostezando.

—Nada —dijo Celia—. Estoy viendo salir un sol maravilloso por encima de la niebla.

—¿Y de qué te servirá el sol, muchachita, encerrada todo el día en la cocina?

—Voy a caminar un poco —dijo Celia—. Después de misa. No quiero que llueva. ¿Alice, crees que la señora te pondrá en el cepo?

La muchacha refunfuñó.

—No temas. El pequeño Charles me quiere mucho. Y además, ella no recordará lo que sucedió anoche.

—Es lo que pensaba —dijo Celia sonriendo.

Llevó un balde lleno de agua de lluvia hasta su cuarto y Alice la miraba con gran interés mientras Celia se lavaba el pelo.

—Qué lindo te ha quedado —dijo—. Amarillo como un narciso y tan largo. Nunca lo imaginé, como siempre lo llevas cubierto por un pañuelo.

Celia se lavó el resto de su cuerpo y luego se pasó perfume de claveles por su piel. Se puso una enagua limpia y se cambió de falda. Se ató el corselete negro, esperando que la mirada perspicaz de su compañera no advirtiera que la cinta estaba más floja que de costumbre en la cintura.

Alice dejó escapar súbitamente una risita.

—¿Quién es él, Cissy querida? —le preguntó—. Espero que valga la pena todo el trabajo que te estás tomando.

—Oh, pero… por supuesto que sí —dijo Celia riendo alegremente—. Es un muchacho fuerte, alegre como un grillo, trabaja con el arado en Ivy Hatch y planeamos casarnos el próximo invierno.

—Qué me cuentas, mosquita muerta —dijo Alice riendo—. Yo pensé que eras una extraña en estos parajes. ¿Dónde lo conociste? Deben haber pasado ya unos cuantos meses, pues me parece que estás embarazada.

Celia se sonrojó.

—¡No! —exclamó con una convincente indignación—. Siempre he tenido un vientre prominente, desde chiquita, y mi madre se quejaba amargamente por ello.

Alice no pareció muy convencida, pero se limitó a agregar:

—Ten cuidado, Cissy. Sabes lo que ella le hizo a la última ayudanta de cocina.

—Ya lo sé —dijo Celia—. Por favor, dile al cocinero que no me siento bien, pero que bajaré a tiempo para lavar los platos del desayuno.

Alice asintió de buena gana y ocultó nuevamente su cabeza en la almohada.

Celia había averiguado durante esos últimos días, las costumbres diarias de Stephen. Después de rezar la primera misa para los sirvientes, realizaba una pequeña caminata hacia la colina que se levantaba detrás del foso, y donde crecían unos magníficos abedules. Celia no fue a misa esa mañana y se encaminó hacia donde lo había visto dirigirse desde la ventana de la cocina. No tenía la menor idea de hasta dónde se alejaba, de modo que decidió esperarlo en el primer claro cubierto de musgo, recostada contra uno de los suaves troncos grises, escuchando el crujido de las hojas y el martilleo de un pájaro carpintero, observando las pequeñas mariposas azules y una curiosa mariposa colorada.

Sintió que se le humedecían las palmas de las manos cuando vio la alta silueta de Stephen trepando por la colina cubierta de pasto.

Corrió a esconderse detrás de un abedul un poco más alejado para poder observarlo. Su cara parecía la de un muchacho, joven, llena de vida, pensativa.

Lo vio inclinarse súbitamente para recoger una malva colorada y acariciar los pétalos con su dedo.

Celia respiró profundamente y salió de atrás del árbol.

—¿Quieres darme la malva, Stephen —le preguntó suavemente—, a cambio de los claveles?

Él levantó la cabeza de golpe. Se quedó inmóvil como si se hubiera convertido en una estatua de mármol negro, sin poder apartar su mirada de la cara de Celia enmarcada por una cascada de pelo dorado.

—¿Quieres darme la flor, mi querido? —le dijo ella acercándose y quitándosela de la mano—. Y ahora que hemos intercambiado prendas de amor, deberíamos hacer otro intercambio.

Ella acercó su cara a la de Stephen. Él la atrajo hacia sí lanzando un sonido inarticulado… y se besaron.

Él no estaba preparado para eso, estaba totalmente indefenso. Se dejó consumir por el fuego que ella había encendido y nada en el mundo habría podido impedir su imperiosa necesidad de unirse.

El cuerno de un pastor los llamó a la realidad mientras yacían uno junto al otro sobre el musgo verde, bajo la sombra de los susurrantes abedules.

Stephen se estremeció.

—¿Cómo es posible que estés ahora aquí? —le preguntó con una voz somnolienta—. Debías haberte casado con Edwin Ratcliffe.

—¿Cómo pudiste creer semejante cosa? —respondió ella cubriéndole la cara de pequeños besos y recostándose nuevamente contra su hombro—. Nunca amé a ningún hombre excepto a ti, Stephen.

—Ni yo a ninguna otra mujer… —dijo y recién se dio cuenta de la realidad el asunto al pronunciar esas palabras—. ¿Cómo hiciste para llegar aquí?

Ella le contó la historia de su huida.

—¿Dejaste todo, abandonaste Cowdray y tu casamiento… por mí?

—Sí, Stephen, sólo por ti. Y más aún… —se levantó la falda y le colocó la mano sobre su vientre—. Y aquí adentro tengo a tu hijo.

Él dejó escapar un gemido y retiró la mano.

—Dios me perdone —susurró—. Que Dios nos perdone a los dos.

Sus ojos, que hasta ese momento estaban llenos de amor, se volvieron duros otra vez. Se puso de pie.

—Virgen santísima… —dijo—. ¿Qué podremos hacer?

Ella le dijo tranquilamente.

—Podrías llevarme a mí y al bebé al continente. A Alemania, quizás. Podríamos… —se interrumpió asustada al ver su expresión—. Los sacerdotes pueden casarse en Alemania, Stephen. Martin Luther era un monje… un sacerdote.

—¡Martin Luther! ¡Serías capaz de obligarme a cometer una herejía semejante!

—No te lo estoy pidiendo… —dijo ella con una débil voz—. Pero si me amas…

—Te amo… —dijo él en voz baja—, por sobre todos los seres vivientes, pero eso no interesa…

Ella permaneció sentada sobre el pasto, sin moverse en absoluto, mirándolo con ojos tristes.

—Tengo que pensar… tengo que rezar… —dijo Stephen—. Le rezaré un rosario a nuestra señora. Y Celia, ten paciencia… Dios nos concederá una respuesta.

—¿Crees que lo hará? —dijo Celia—. ¿O tal vez tu santísima virgen? Dudo que existan. Y si realmente existen no creo que se preocupen por nosotros. Tú y yo somos los que debemos decidir este asunto, olvídate de ellos.

Stephen abrió la boca y luego la cerró. La miró con una pena mezclada con horror y una nueva sensación de culpa.

—De modo que debo agregar a mis pecados la pérdida de tu fe. Oh, mi pobre niña por lo menos haz esto por mí, Celia, ve a la capilla y rézale a nuestra señora. Reza todos los días, como yo también lo haré. ¿Recuerdas que yo fui quien te enseñó a rezar el avemaría? ¿Tienes todavía tu rosario? Úsalo entonces.

Celia inclinó la cabeza. Súbitamente lo miró.

—Tengo miedo, mucho miedo, va a suceder algo horrible. Lo siento. ¿No podríamos irnos ahora? ¿Hoy mismo?

—No —dijo él—. Debemos esperar. Le escribiré al abad pidiéndole consejo. Y posiblemente no estés embarazada. Sé que las mujeres se equivocan muchas veces. La reina Mary se equivocó dos veces.

—¡Ay de mí! —meneó la cabeza y se quedó un rato en silencio—. Stephen… he oído hablar de una partera que vive en Ightham. A veces ella puede… puede… eliminar a los bebés. Los saca… los saca del vientre. ¿Quieres que vaya a verla?

Stephen se quedó mirándola. Sus palabras serenas y secas no le decían nada. No podía comprender que dentro de ese cuerpo tan bonito hubiera una vida de la que él era responsable. La idea le resultaba tan repugnante que le parecía absurda.

—No sé qué es lo que quieres decir… —dijo—. No se puede asesinar a un bebé, su vida pertenece dios… pero estoy seguro que no existe bebé alguno.

—¿Quieres que pruebe? —repitió ella imperturbable—. No es aconsejable traer al mundo el bastardo de un sacerdote.

Lo miró fijamente con sus ojos azules. La boca amplia y rosada se había convertido en una línea delgada.

—No… no puedo creerlo, no sé nada de esas cosas… a menos que sea un castigo por… por nuestro lamentable amor.

—Lamentable amor —repitió ella—. Pobre Stephen ¿Te resulta tan lamentable, tan odioso? ¿Te parece tan desagradable esto…?

Alzó los brazos y rodeó su cuello con ellos, besándolo en la boca. Una oleada de pasión lo envolvió de arriba abajo, como el estallido de un trueno, el fogonazo de un relámpago, sin darle tiempo para pensar ni razonar. El deseo contenido durante tanto tiempo quebró todas sus defensas y el mundo se detuvo en un momento de éxtasis.

Nuevamente yacían inmóviles sobre la hierba, contemplando las hojas ovaladas de los abedules.

—Mi amor… susurró él dándose vuelta hacia ella.

—Ah… —dijo Celia al cabo de un momento. ¿Y este amor no te parece más próximo a tu persona que el otro… que el de ella, en tu cuadro? ¿No puedo ser yo la primera?

Él se apartó, resentido por la pregunta. ¿Qué derecho tenía para hacerle esa pregunta? ¿Por qué tenía que hablar?

—No puedo contestarte —dijo finalmente—. Déjame ir, Celia debe ser tarde. Debo llegar para la próxima misa, aunque no soy digno de celebrarla. Que Dios me perdone… el sol está alto, llegaré tarde… tengo que pensar y rezar… mi deber… mi orden me envió a servir a los Allen…

Celia lo miró enojadla verlo levantarse y arreglarse la ropa. Lo observó mientras se ajustaba el cordón alrededor de la cintura, el rosario estaba enredado y lo colocó otra vez en su lugar.

—No puedo pensar —repitió él—. Dios mío… llegaré tarde para decir misa, por qué habrás venido aquí esta mañana. Yo creí que ya todo había acabado. Pensaba que estabas casada y feliz.

Salió de la arboleda y corrió barranca abajo.

Celia sintió un nudo en la garganta. Recogió la malva colorada que a la fecha estaba marchita. Su furia se convirtió en pena. Por primera vez empezó a comprender a su amante y a darse cuenta del terrible dilema en que se encontraba.

Iré a ver a la partera, pensó, veré qué se puede hacer. Me iré de aquí. Y luego en un destello de lucidez comprendió que si lo obligaba irse a Alemania y quebrar sus votos para casarse con ella, lo único que conseguiría sería que la odiara de veras más adelante. El Maestro Julian me dijo que yo no comprendía a Stephen, de modo que huiré, pero dentro de un tiempo. Puedo quedarme cerca de él unos cuantos días más. Después me iré. ¿Pero cuándo…? Una voz interrumpió su angustia, una voz firme y clara como si alguien hubiera hablado en voz alta entre la arboleda. La voz dijo:

—El ocho de agosto.

Ella miró a su alrededor asustada. Pero no vio a nadie entre los abedules. La voz provenía de su cabeza, no parecía real como las otras voces que había creído oír y decía simplemente:

—El ocho de agosto.

No, tan pronto no, pensó, sólo faltan tres días. Y además no tengo dinero. Stephen tampoco tiene, los benedictinos no pueden tener dinero. Tocó con su mano la pequeña bolsita que colgaba de su cuello. Podría vender el anillo de casamiento en Londres o quizá en Ightham; podría encontrar al o mejor un trabajo en otro lugar… pero y el bebé… la partera exigiría algo en pago.

Stephen le dijo que debía rezar… Ave María, gratia plena… lo único que obtuvo como respuesta fue la cara de Úrsula, pero no como estaba durante los últimos días de su enfermedad, sino una cara firme, severa y distante.

Celia se alejó de los abedules, caminó lentamente hacia la casa, atravesó el foso y entró por la puerta de servicio.

Antes de llegar a la cocina se encontró con Dickon que estaba allí haraganeando.

—¿Estuviste paseando? —le preguntó guiñándole el ojo—. Pareces cansada. Por lo visto tu candidato es muy exigente —evidentemente Alice había estado haciendo cuentas.

—Así es —dijo Celia con una risita forzada. La mesada estaba cubierta ya por pila de cacerolas y platos sucios.

—No necesita ir tan lejos —dijo Dickon sonriendo irónicamente—. Soy tan eficiente como tu amiguito y no tendría ningún inconveniente en complacerte.

—Te lo agradezco —dijo Celia arremangándose—, pero no me interesa. Le he prometido fidelidad.

—Bah…, tonterías —dijo Dickon tomándola por la cintura y metiendo su otra mano por el escote.

Celia sintió una indignación tan grande que le impidió reaccionar en la forma que lo había hecho en la taberna de Kingʼs Head. Todo lo que pudo hacer fue expresar su furia incontenible con palabras llenas de veneno.

—No te atrevas a tocarme, asqueroso enano ladrón, me das asco, me haces sentir ganas de vomitar.

Dickon frunció los ojos y dio un paso atrás.

—Gracias por esas palabras, milady. No las olvidaré. Puedes estar segura que no las olvidaré —y se dirigió al salón llevando una bandeja llena de picheles. La familia estaba desayunando después de haber asistido a misa.

Celia se percató vagamente que se había ganado un enemigo. Mientras refregaba y enjuagaba los platos su mente no cesaba de dar vueltas y vueltas como un viejo caballo de noria. Giraba y giraba y no había forma de hacerla detener. Vete ahora, vete ahora… no puedo irme ahora, no puedo irme ahora; tengo que verlo. Reza como te dijo él que lo hiciera. No puedo rezar. Hasta que finalmente una niebla espesa oscureció su ente y dejo de pensar.

El domingo seis de agosto era un día de fiesta para Ightham Mote. El calendario católico indicaba ese día la festividad de la transfiguración de nuestro señor en el monte tabor. Y además Emma Allen celebraba el cuadragésimo cuarto aniversario de su natalicio, por lo tanto todos los integrantes de la comunidad del castillo estaban invitados a una pequeña fiesta.

Cuando Emma se acercó al confesionario el sábado por la tarde, Stephen se dio cuenta que ella consideraba esa coincidencia como un signo especial con que el señor se había dignado favorecerla y si él hubiera tenido una conciencia tranquila, habría encontrado muy graciosa semejante presunción.

Pero después de oír su confesión, que fue hecha con gran apuro y que consistió en puras trivialidades (que no había sido suficientemente severa con el pequeño Charles cuando éste se portó mal, que se había olvidado de rezar el último padrenuestro de la penitencia anterior, que posiblemente había pecado de gula al comer otra tarteleta de cerezas durante la comida…), Emma recibió su rápida absolución y se levantó apresuradamente y se sentó en el otro banquito.

—Tenemos que conversar un momento, hermano —dijo sonriéndole en una forma que lo hizo olvidar sus preocupaciones.

El confesionario era pequeño, estaba ubicado detrás de la capilla y como casi todos los de las casas particulares, no tenía tabique de separación entre el confesor y el penitente. Stephen advirtió que Emma estaba tan cerca de él, que sus rodillas se apoyaban contra las suyas. Su labio superior estaba ligeramente húmedo, sus mejillas coloradas y olía a vino. Él había bebido también un poco de vino que acostumbraban a servir durante la comida, pero este olor era diferente y de repente lo identificó como el aliento de un monje que estaba en Marmoutier que bebía un ardiente licor de color blanco proveniente de Cognac, y que terminó escapando del convento totalmente loco. Stephen apartó sus rodillas pero su conciencia le obligó a interrogar a esta alma que estaba aún a su cargo.

—Lady Allen —le preguntó en voz baja—, ¿será posible que… este… que usted beba alguna bebida muy fuerte que pueda poner en peligro su salud?

—Oh, no, por supuesto que no… —respondió ella mirándolo afectuosamente—. Pero me parece muy amable de su parte interesarse por mi salud. Usted sabe… —dijo poniendo su mano sobre la de él—, yo creo que usted se parece a él. La víspera de la fiesta de la transfiguración suelo tener visiones. Veo cosas con gran claridad. Vestiduras blancas como la nieve sobre la cima del monte… mañana leerá usted esas palabras en la capilla, yo lo miraré entonces y pensaré en él.

Stephen retiró violentamente su mano que estaba debajo de la de Emma y levantó el mentón.

—No me parezco en absoluto a él, Lady Allen… y dentro de muy poco tendré que irme de Ightham Mote. Le escribiré al abad. Él le enviará otro capellán.

Emma sonrió y sus dientes puntiagudos quedaron al descubierto.

—No querido —le dijo—. Feckenham ya no está en Inglaterra. Quizá se haya ido a Francia. La reina lo echó de Westminster el mes pasado. Ahora yo soy su único director. Quiero que se quede aquí y aquí se quedará.

Sus ojos miraban incesantemente hacia uno y otro lado… estiró lentamente sus manos anchas y musculosas adornadas con anillos y las cerró con fuerza. Luego las abrió y se quedó mirándolas como si fueran objetos extraños. Lanzó una carcajada y con una voz ronca, dulce y amenazadora a la vez le dijo:

—¡Usted es un miembro de mi familia, Stephen! Mañana es mi cumpleaños y la fiesta de la transfiguración del señor. Lo saludaremos juntos, Stephen, sus vestiduras negras se volverán blancas como la nieve, puras, puras como pequeños copos de nieve, usted y yo… san… santificados… usted y yo.

Stephen se levantó bruscamente.

—Bien, Lady Allen. Suficiente conversación por esta noche. Debe descansar para poder celebrar su día. Hay muchos otros en la capilla que están esperando para confesarse. Benedicite!

Habló con tanta autoridad que se levantó y se fue, a pesar de haber titubeado durante un momento y de haber estirado el labio inferior en un gesto de enojo Borracha… pensó Stephen, no debe ser otra cosa. No está loca ni posesa, sin embargo durante ese instante en que ella se quedó mirándose las manos él sintió otra presencia en el confesionario además de Emma Allen, algo «distinto» y muy maligno… mi gran pecado me ha vuelto susceptible a semejantes fantasías… misericorde… lo único que le pasa es que está borracha…

Se sacudió y se inclinó formalmente cuando el carpintero del castillo entró al confesionario, se arrodilló y le dijo:

—Perdóneme, padre, porque he pecado.

Stephen escuchó una tras otra las confesiones de los sirvientes y de varios campesinos. Stephen impartió penitencia y distribuyo absoluciones hasta la medianoche. Pero durante todo ese tiempo, y en un recóndito lugar de su ser, soñaba desesperadamente con Celia.

Ightham Mote celebró el día de fiesta con un alegría inusitada. Emma, que por lo general escatimaba el dinero para la mayoría de la fiestas, inclusive para Navidad, ese día le dio rienda Suelta a su marido, dejándole impartir generosas órdenes a Larkin, que se tradujeron en faena de un buen que fue asado en una gran fogata más allá del foso yen la repartición de una docena de barriles de cerveza entre sus súbditos.

Emma presidió elegantemente la mesa tendida en el patio. Su belleza se veía realzada por el nuevo vestido de raso colorado que se había mandado hacer en Londres. Su tocado terminaba con una franja adornada con perlas de agua dulce.

Un gaitero y dos violinistas dejaban oír sus melodías desde un extremo del patio. El día era espléndido, caluroso sin ser sofocante y a pesar de ser un día perfecto para cosechar las mieses, el trabajo de los campos fue suspendido en honor al afortunado natalicio de Lady Allen.

Esa mañana temprano, cuando Stephen recitaba el evangelio durante la misa, al llegar a la parte en que hablaba de los «vestidos blancos como la nieve» miró temerosamente a Emma, que estaba sentada junto con Sir Christopher y Charles en los sillones de respaldos altos reservados para los señores del castillo. Pero su cara permaneció impasible, casi indiferente. Cuando se acercó al altar y se arrodilló sobre el almohadón de terciopelo para recibir la comunión, tuvo la impresión de que ella levantaba la vista hacia él, pero no estaba seguro y mantuvo la suya fija en los bancos del fondo de la capilla.

Celia no había asistido a ninguna de las dos misas. Mañana, pensó Stephen. Mañana hablaré con ella. Después que termine todo esto. Pero su ansiedad iba en aumento hasta que durante los festejos alcanzó a divisarla durante un instante, cuando le entregaba a Dickon una bandeja llena de jarros de cerveza. Se levantó en un primer impulso, pero se volvió a sentar. Sir Christopher se disponía a incidir los brindis por su esposa.

Emma respondió a los elogios y aplausos con pequeños movimientos de su cabeza, sonriendo ampliamente y poniendo en evidencia sus dientes puntiagudos que por lo general trataba de ocultar. Pero sus vivaces ojos negros no perdían detalle alguno. Súbitamente le hizo una seña a Larkin.

—¿Dónde está la nueva ayudanta de cocina… Cissy? No la veo junto con las otras sirvientas.

—Iré a ver, milady —dijo el mayordomo inclinándose y desapareciendo.

Encontró finalmente a Celia en la húmeda y fría despensa, impregnada por el olor del agua del foso que bañaba sus muros externos. Estaba parada junto a la pequeña ventana enrejada examinando su anillo de casamiento, pero la débil vista del mayordomo no le permitió verlo que sujetaba en su mano y estaba demasiado aturdido para advertir que no se había dado el trabajo de sujetarse el pelo que caía sobre su hombros.

—¿Cissy…? —balbuceó—. Ah, sí, ya te reconozco. Milady quiere que vayas al patio con los otros. Apúrate…

Celia guardó el anillo en la bolsita.

—No me siento con ánimos para diversiones.

—Vamos, ven conmigo… —dijo Larkin que no había oído bien lo que dijo y que pensó que no quería ir por pura timidez—. Lo único que deberá hacer es una pequeña reverencia y decirle que le deseas mucha salud, una larga vida o algo por el estilo… y después podrás bailar ¡Pues hoy es el gran día de Ightham Mote!

—¿Ah, sí…? —dijo Celia—. Echó la cabeza hacia atrás y lanzó una gran carcajada mientras el mayordomo la tironeaba impacientemente del brazo.

—Pues bien, vamos entonces —dijo. Sacudió a cabeza, se alisó el pelo y siguió a Larkin por los intrincados corredores hasta llegar al patio.

Úrsula, John Hutchinson o el mismo Sir Anthony habrían advertido el desafío de su mirada y la transformación de una humilde ayudanta de cocina en un ser etéreo y provocador. Julian hubiera dicho:

—Ah… el verdadero géminis… el otro mellizo se impone.

Pero ninguno de los presentes en el castillo y Stephen menos que cualquiera, estaban prevenidos, si bien él recordó no sin cierta pena, su comportamiento durante la noche que Sir Thomas Wyatt había cantado «Celia, la rubia y casquivana Celia».

Pasó de largo junto a todos los ocupantes de las mesas y se detuvo frente a Sir Christopher, inclinándose en una rebuscada reverencia que casi podría considerarse insolente y repitiendo la misma operación frente a Stephen y a Emma Allen.

—Hubiera venido antes, milady —dijo—, pero creí que no podía alejarme de las dependencias de servicio. ¡Qué disfrute muchas veces más de estos festejos en su honor!

Emma la miró fijamente. ¿Por qué le resultaba algo familiar esta joven con esa indecente profusión de pelo rubio, esos enormes ojos azules como el mar, enmarcados por oscuras pestañas?

¿Qué le hacía recordar…? ¿Y el tono de su voz clara y casi irónica sería posible que ése fuera el acento de Lincolnshire? Emma frunció las cejas y le dijo fríamente:

—Gracias, muchacha, puedes pedirle al mayordomo que te dé algo de comer —cuando Celia inclinó la cabeza y se dirigió hacia la torre de entrada meneando las caderas, Emma le dijo a Stephen—: Tendré que librarme de ella, su aspecto y la forma en que se comporta pueden ocasionar problemas. Me parece que debe ser una mala mujer. ¿Qué opina usted, hermano Stephen?

Él no pudo contestar, pues tenía un nudo en la garganta, en parte por deseo y en parte por temor.

Christopher dio benévolamente.

—Es de una belleza poco común, pero no me parece que era lasciva, no lo creo…

Emma dirigió una mirada reprobadora a su marido que fue suficiente para hacerlo guardar silencio, y durante el resto de la fiesta, inclusive durante los bailes en los que ella consintió en ser guiada primero por Sir Christopher y luego por Larkin, no le perdió pisada a Celia. La chispa estaba encendida, pero ninguna de las dos lo sabía.

Celia bailó con el carpintero y con dos palafreneros. Dickon no se le acercó. Comió y bebió vorazmente. Esa noche, a diferencia de los días anteriores, tenía mucho apetito. Cuando el reloj del castillo dio las ocho, se escabulló y aprovechó para pasar al lado de Stephen que estaba parado en silencio junto al puente y mirándolo a los ojos le susurró:

—Mi amor… iré a tu cuarto esta noche. Deja la puerta abierta.

Él se sonrojó, quiso decirle algo, aunque no sabía bien qué, pero ella ya se había alejado corriendo por el patio.

Celia estaba aparentemente dormida cuando Alice y la otra sirvienta subieron a acostarse. Según parece, Lady Allen les ordenó repentinamente alrededor de las nueve que se retiraran y las dos mujeres estaban muy enojadas.

—El año pasado nos dejó quedarnos hasta medianoche —dijo la sirvienta— y yo que justamente estaba por bailar con el herrero.

—Mala suerte —dijo Alice que no había estado el año pasado en el castillo— pero por lo menos comimos bastante y nadie puede saber qué es capaz de hacer ella. Oí decir que tal vez en Penshurst conseguiría trabajo. Tengo ganas de ir allí a ver qué pasa —bostezó, tiró su vestido en un rincón y se metió en la cama.

Celia creyó aconsejable moverse y refunfuñar un poco.

—Quédate quieta… estoy cansada.

Alice rió.

—No parecías muy cansada mientras bailabas… todos los muchachos tenían fijos sus ojos en ti, pero por supuesto como tu novio no estaba allí, pobrecita, perdiste todas tus energías.

—Así es… —dijo Celia dándose vuelta hacia un lado. Se quedó bien quieta mientras las otras dos daban vueltas sobre el ruidoso colchón de paja. Al cabo de un momento ambas roncaban al unísono y Celia aprovechó la ocasión para deslizarse silenciosamente fuera de la cama.

A través de la ventana se veía la luna menguante, finita y anaranjada y las siluetas ondulantes de las colinas que rodeaban al castillo.

No se había quitado la enagua, la mejor que tenía, heredada de Úrsula. Estaba confeccionada con una tela de hilo importada y ya estaba tan vieja y gastada, que era suave como una gasa. Se colocó encima de la enagua la capa colorada que le llegaba hasta las pantorrillas y se cubrió la cabeza con el capuchón. Las sirvientas ni siquiera se movieron cuando Celia salió del cuarto y comenzó a bajar la escalera de madera tanteando cuidadosamente casa escalón para evitar que crujiera. Bajó hasta el segundo piso y se dirigió al cuarto llamado el «solar».

Sus ojos jóvenes se acostumbraron rápidamente a la oscuridad y cuando vio el vago perfil de la ventana angosta que miraba a la capilla, comprendió que la puerta del cuarto que tenía el mirador debía estar a su izquierda. Esperó escuchando atentamente.

Lo único que se oía era el ladrido de un perro en las caballerizas. Pero durante un breve momento le pareció oír un murmullo y luego una voz de mujer, clara y animada.

—Y ahora —decía— pasaremos al cuarto del sacerdote y luego a la capilla de estilo Tudor. La capilla es una verdadera joya… fue construida en mil quinientos veintiuno durante el reinado de Enrique VIII…

Celia estiró el brazo para apoyarse contra la pared. El contacto de su mano con la madera le resultó agradable y tranquilizador. Se quedó así durante un rato, espirando agitadamente. No oyó ningún otro ruido en el solar, ni en ningún otro cuarto de esa ala de la vieja mansión, salvo las corridas de una laucha detrás de los paneles de madera.

Era una laucha, seguramente… a no ser que quizás fuera un fantasma, pensó. La pobre Isabel que se paseaba por los cuartos de los niños, no le haría ningún daño y esta parte de la casa estaba muy separada también del cuarto frío que había mencionado Larkin. Celia tuvo miedo durante un breve momento, pero su amor y su determinación le devolvieron el coraje que había pedido.

Pasó del solar al cuarto del mirador, y cuando llegó al fondo de esa larga habitación se detuvo frente a la puerta. Estaba entreabierta, como lo había supuesto. Entró y la cerró suavemente.

Stephen estaba parado junto a su catre. Ninguno de los dos habló. Ella se arrojó en sus brazos abiertos.