Capítulo doce

Sir Anthony Browne llegó a Southwark acompañado por su familia y treinta servidores, el veintiocho de septiembre, el mismo día en que Mary bajaría por el Thames hasta la torre de Londres y de allí se dirigiría hacia la abadía de Westminster para ser coronada como correspondía a una reina de Inglaterra.

La mansión de Sir Anthony, la vieja abadía de St. Mary Overies, había sido transformada. Un ejército de albañiles había reacondicionado todas las habitaciones y las celdas agrupadas junto a los claustros. Después de desalojar a varios vagabundos, los establos de los monjes quedaron tan limpios como los de Cowdray. Anthony había traído varios muebles de Sussex, en su visita anterior había encargado varias sillas y mesas a un reconocido artesano de Lonbard Street, y tapices nuevos colgaban de las paredes.

Anthony escucho satisfecho las exclamaciones de asombro de las mujeres, pero no tuvo mucho tiempo para dedicarles pues el duque de Norfolk, que había estado encerrado durante seis años en la torre, lo había mandado llamar a Whitehall.

—Vamos, Stephen —dijo Anthony dirigiéndose al monje—, quiero que me acompañe y vea un poco el mundo. Más aún, necesito que me ayude con su inteligencia. Todavía quedan muchos complots por descubrir.

Stephen titubeó. Miró por la ventana hacia la iglesia de St. Saviour. Había tanto que restaurar en la iglesia; no pudo dar crédito a sus ojos cuando la inspeccionó apresuradamente a su llegada. Estaba prácticamente desmantelada, los nichos estaban vacíos, el altar mayor había desaparecido y por todas partes se veían excrementos de animales.

—¡Oh! —exclamó Anthony alegremente comprendiendo los pensamientos de Stephen—, eso puede esperar. Ahora que el obispo Gardiner ha salido de la cárcel y está nuevamente en su palacio, seguramente podrás conseguir algún otro sacerdote que te ayude a arreglar ese caos. Ven conmigo y echa un vistazo al mundo real.

Celia observaba este intercambio sentada junto a Mabel en el extremo del salón de la abadía. No se animó a expresar en alta voz sus sentimientos, porque sabía que el miedo que sentía no era razonable.

No era asunto de su incumbencia el que Stephen acompañara a Sir Anthony a recorrer Londres o se quedara allí ocupándose de restaurar la iglesia. Sin embargo mientras duró la indecisión de Stephen no pudo evitar sentir miedo.

—¿Qué te pasa, Celia? —le preguntó Mabel con cierta curiosidad—. ¿Por qué pegaste semejante respingo? ¿Alguien pasó sobre tu tumba?

La muchacha dejó escapar una risita y comió otro confite.

—Anthony —exclamó—. ¿No te encontrarás por casualidad con Lord Gerald en casa del duque de Norfolk? Dile que ya le hice el bolso que le prometí.

—¿Oh-h? —dijo Anthony dirigiendo una mirada de soslayo a su hermana mientras se colocaba la espada. Había advertido un ligero festejo entre Mabel y el joven irlandés el verano pasado—. Con toda seguridad no me encontraré con Fitzgerald en Whitehall, y mejor será que apuntes hacia otro candidato, mi querida niña. Fitzgerald firmó la modificación del testamento de Edward. ¿O no estás enterada de ello? —Anthony dejó escapar una exclamación. No esperaba encontrar comprensión en las mujeres en general y no se hacía grandes ilusiones respecto a la inteligencia de Mabel— ya te encontraré un marido conveniente, ahora que el horizonte está despejado —agregó impacientemente—, pero no será precisamente mañana. ¡Vamos de una vez, Stephen!

Los hombres salieron. Celia se asomó por la ventana y los vio montar en sus caballos en el patio del claustro. Cuando Stephen subió a su caballo, la capucha se deslizó hacia atrás, dejando al descubierto su pelo tupido y oscuro, que adquirió reflejos dorados con la luz del sol. Parecía tan buen mozo y arrogante como su amo, y pudo oír su risa, tan poco frecuente, en respuesta a un comentario de Sir Anthony. Confiaba en que se le ocurriera mirar hacia la ventana y se asomó más sobre el alfeizar. Pero Stephen o alzó la vista. Salió del edificio en compañía de Sir Anthony. Celia dio media vuelta y regresó lentamente al salón, donde Mabel estaba sentada enfurruñada y Úrsula impartía órdenes a la colección de sirvientas que había contratado el mayordomo de Anthony.

Dos días después, Wat Farrier acompañó a Úrsula, Celia y Mabel a unos lugares reservados para ellas en Grace Church Street, en plena ciudad. Gradas de madera que se apoyaban contra las casas habían sido construidas todo a lo largo del recorrido de la procesión de la reina Mary desde la torre, y Anthony había elegido un lugar espléndido para las mujeres de su familia.

Estaban ubicadas justo debajo del arco triunfal que había construido un grupo de banqueros florentinos y que había sido hecho con ramos de lirios, rosas y heliotropos mezclados. Encima del arco había un ángel de más de cuatro metros de alto con un lienzo verde y que sujetaba una trompeta en su mano.

El perfume de las flores era delicioso y mitigaba el menos agradable olor de la gente… y especialmente el olor a vómito, pues desde el mediodía un clarete ordinario corría gratuitamente por los vertederos de Cornhill y Chepside.

A pesar de que la espera fue larga y que las mujeres no se animaban a abandonar sus lugares en las gradas, Celia estaba tan agitada que le pareció que el tiempo pasaba volando. Esa mañana cuando se puso el vestido de terciopelo amarillo y brocado rojo, recordó el comentario de Simkin y al mirarse en el espejo de Úrsula, tuvo que pellizcarse con fuerza las mejillas para que tuvieran un poco de color, pero una vez allí, los colores de su vestido se mezclaban alegremente con los rojos, verdes y dorados de las banderas y estandartes que colgaban en las ventana de todas las casa.

Úrsula y Mabel no se sentían tan felices. El duro banco de madera no les resultaba cómodo a Úrsula a pesar de su falda nueva de un grueso terciopelo negro. Le dolía la espalda y no iba a tener más remedio que hacer sus necesidades en la mitad de la calle como la gente común. Las preocupaciones de Mabel eran de otro origen pero igualmente molestas. Su elegante corsé de acero y su miriñaque estaban demasiado ajustados, sudaba copiosamente por las axilas, manchando su vestido color lila. Y estaba empacada además por un sermón que le había dirigido Anthony antes de ir hacia la torre para integrar la procesión, explicándole que era mejor que se olvidara de Fitzgerald pues éste había huido a Irlanda junto con su hermana y Lord Clinton. Pero Mabel encontraba muy difícil poder olvidar al único hombre que la había besado y que le había dicho frases bonitas y con el que se consideraba prácticamente comprometida.

A las dos y media de la tarde se levantó un viento fuerte que desvió la fragancia de las flotes hacia el norte, trayendo en cambio el desagradable olor a excrementos de pollo y gallinas de los galpones ubicados algo más abajo en Grace Church Street.

—Parece algo disgustada a pesar de esta jornada tan alegre, señora —dio una voz detrás de Úrsula haciéndole dar un respingo. Dio media vuelta y se encontró con el Maestro Julian sentado en una grada un poco más atrás.

—¡Jesús bendito! —exclamó olvidando al punto sus incomodidades—. ¿Qué está haciendo aquí?

Lucía nuevos ropajes doctorales bordeados con piel de ardilla colorada y tenía bien encajado su bonete cuadrangular para que no se volara con el viento; su barba ondeada estaba recortada prolijamente, sus ojos grises refulgían y Úrsula se quedó pensando en lo apuesto que era.

—Lady Wouthwell, mi presencia aquí se debe a que ayudé a mis compatriotas florentinos a dibujar los planos para la construcción del arco —dijo sonriendo—. Dentro de poco podremos ver cómo se mueve el ángel. Traté de recordar el mecanismo idea por el señor Leonardo da Vinci para una fiesta de los Medici. Buenos días Celia, y señorita Mabel —agregó cuando las dos jóvenes se dieron vuelta.

La cara de Celia se iluminó al verlo. Admiraba al médico a pesar de lo frío que había sido su último encuentro, y durante este último tiempo había tenido ocasión de enterarse de los terribles peligros que los amenazaban a todos, incluyéndolo a él.

—Oh, señor —dijo Celia—, usted estuvo con la reina en Franlingham ¿Verdad? Wat nos contó toda la historia. ¿Consiguió usted que lo nombrar su médico particular?

—Durante un tiempo su majestad me benefició con sus favores —dio tocando una cadena de oro que colgaba de su pecho y de la que pendía otra vez el circón anaranjado. Tuvo oportunidad de atender a una de sus camareras y luego a la misma reina por uno de sus habituales dolores de cabeza. El remedio que le recomendó resultó tan eficaz que la soberana lo premió con una moneda de oro. Pero la importancia de los acontecimientos que se desarrollaban en esos momentos hizo que Mary se olvidara de Julian. La moneda de oro le sirvió para comprarse su nueva y elegante vestimenta en Londres, donde decidió golpear resueltamente a las puertas de un compatriota florentino solicitándole que lo alojara durante la coronación en méritos a su común nacionalidad. Hasta entonces nunca había querido tener nada que ver con los florentinos que vivían en Londres a los que consideraba de baja estirpe y avaros, pero había pagado su hospedaje ayudando a su anfitrión a fabricar los planos del arco de triunfo y el mecanismo del ángel.

—¡Escuchen! ¡Son las campanas de St. Sepulchre! —digo girando su cabeza hacia el sur—. La procesión debe haber salido de la torre.

Transcurrió otra media hora hasta que aparecieron por fin los servidores y heraldos del corte despejando la calle y arrojando pasto fresco y hierbas fragantes, preparando el paso de los representantes de la nobleza que avanzaban montados en sus caballos. En primer término pasaron los miembros de la cancillería, del sello privado y del consejo a los que seguían otros caballeros de menor alcurnia y finalmente los caballeros de la orden del baño. Celia fue la primera en descubrir entre éstos a Sir Anthony que se dio vuelta hacia ellos agitando su mano.

La imponente procesión prosiguió desfilando. Jueces y magistrados, los caballeros de la orden de la jarretera, los oficiales de la guardia de Mary y entre ellos, de a dos en fondo, y en medio de rebuscados toques de trompeta, los nobles leales. Los barones, obispos, vizcondes, duques y por último el Lord mayor.

Pero Celia esperaba ansiosa ver pasar al eje de todo este alboroto. La multitud quedó en silencio al ver aparecer la magnífica carroza de Mary tirada por seis caballos blancos. Mary resplandecía vestida de terciopelo azul bordado en plata, forrado de armiño. Llevaba en su cabeza una corona de oro adornada de perlas y brillantes, pero tan pesada que tenía que enderezar el cuello constantemente, sujetándola a ratos con pequeños movimientos nerviosos. Sus sonrisas eran forzadas y era visible el esfuerzo que estaba realizando. Parecía mayor que los treinta y siete que tenía. No tiene pasta, pensó Julian con tristeza, no durará mucho tiempo… ¿Y entonces qué?

La posible respuesta a su interrogante avanzaba en una carroza tapizada de terciopelo colorado, justo detrás de la reina. Era una joven de veinte años, castamente vestida de blanco con bordados de plata, de pelo enrulado y rojizo, cuya sonrisa enigmática y suave recato no se alteraron cuando el público prorrumpió en exclamaciones al reconocer a la princesa Elizabeth.

—¡Es la verdadera hija del rey Enrique! —exclamaban—. ¡Miren que porte! ¡Inglesa de punta a rabo! La pobre Ana Bolena era inglesa. ¡Dios bendiga a la hija de Ana Bolena!

—¡Observen bien ahora! —exclamó Julian.

La reina había llegado a menos de cien metros del arco cubierto de flores. El anfitrión florentino de Julian avanzó presurosamente, se inclinó en una profunda reverencia y pronunció unas breves palabras elogiosas. La reina se detuvo y pareció algo sorprendida mientras se oía el ruido del mecanismo de relojería y el resoplido de unos fuelle sen el interior del ángel. Julian contuvo su respiración. Los enormes brazos verdes se agitaron y alzaron lentamente la trompeta. No llegó justo hasta la boca del ángel, ero seis estruendosos toques semejantes a los de una trompeta salieron de los labios de lienzo. Resonaron mucho más fuerte que lo que cualquier pulmón humano podría haberlo hecho y su sonido podía interpretarse como si exclamaran: Ma-ri-a Re-gi-na.

Los caballos se encabritaron. Mary se encogió asustada al principio pero luego rió entusiasmada. Las personas que estaban en las ventanas y los que llenaban la calle prorrumpieron en sonoros aplausos.

Mary, igual que todos los Tudor, tenía marcada predilección por las novedades estruendosas, agradeció entusiasmada al florentino y miró luego hacia el estrado donde estaba Julian, que sonrió y se inclinó en una profunda reverencia.

—Un método seguro para ganar el favor de los príncipes —dijo citando a Maquiavelo— es combinar la diversión con la adulación.

La procesión desapareció de la vista al dar vuelta hacia la izquierda por Cornhill.

Julian ayudó a Úrsula ya las muchachas a bajar las gradas. Úrsula murmuró una excusa y desapareció por un callejón. Cuando volvió encontró que Julian y las jóvenes estaban parados junto al arco conversando con una pareja de edad madura que llevaban a un niño de la mano. Experimentó una leve sorpresa ya que no conocían a nadie en Londres y le llamó la atención la expresión cautelosa de Celia.

—Ah —dijo Julian al acercarse Úrsula—, nos hemos encontrado por casualidad con estos conocidos. Lady Wouthwell, éstos son el señor y la señora Allen, terratenientes de Kent, y éste es su hijo Charles.

Úrsula inclinó cortésmente la cabeza y Emma Allen hizo una reverencia. El marido se quitó el sombrero y sacudió nerviosamente la cabeza.

—Nos conocimos en Cowdray —dijo Emma con su marcado acento de Kent—, cuando fuimos allí el verano pasado para ver al hermano Stephen, nuestro pariente.

Úrsula miró más atentamente a la mujer. Era bonita pero un poco exuberante. Sus ojos negros oblicuos eran algo raros. Pero parecía ser la típica matrona provinciana, venida del campo para presenciar la coronación.

—¿Les gustaría comer con nosotros? —inquirió Emma cordialmente—. Kingʼs Head queda en Frenchurch, no muy lejos de aquí. Hoy deben servir seguramente su mejor cerveza. Y es probable que encontremos algunos funcionarios. Le padre de mi marido fue Lord mayor veinte años atrás. Era tiempo ya que volviéramos a Londres. No nos habíamos acercado a este antro de herejías desde la coronación de Edward.

—Sus elevados sentimientos no hacen más que honrarla, señora —dijo Julian sonriendo. Qué estará tratando de conseguir, pensó, recordando su tenacidad en Cowdray y cuando le manifestó en el Spread Eagle que cuando se proponía conseguir algo, más valía darlo por hecho, pues Dios siempre oía sus imprecaciones. Sintió otra vez las misma sensación de desagrado que experimentó en Sussex y se dio cuenta que también Celia se había apartado y estaba contemplando abstraídamente las flores del arco de triunfo.

—¿Estas jóvenes son sus hijas, milady? —inquirió Emma dirigiéndole una sonrisa lisonjera a Úrsula—. ¡Qué niñas tan bonitas!

Úrsula se dio cuenta que la mujer no tenía la menor idea de con quién estaba hablando, se había limitado a oír su título y cuando Úrsula le explicó su situación, sus ojos negros perdieron su luminosidad. La señora Allen creyó, sin lugar a dudas que había tropezado con alguien más importante, pero reiteró su invitación aunque con menos entusiasmo.

—Bueno, pero debe traer a estas niñas a beber a la salud de la reina con nosotros y de paso contarme qué sabe de mi cuñado, el capellán de Cowdray.

—Si se refiere al hermano Stephen —dijo Úrsula—, sepa usted que está aquí mismo en Londres, en calidad de secretario de Sir Anthony. Su invitación es muy amable…

Úrsula, que había decidido aceptarla pensando que sería un nuevo motivo de diversión para las muchachas, se vio interrumpida por Celia.

—Tengo un fuerte dolor de cabeza, tía Úrsula —dijo repentinamente… me parece que Wat está allí. Él me acompañará hasta la abadía.

—Oh, mi querida —exclamó inmediatamente Úrsula algo alarmada—, volveremos todos contigo.

—No —exclamó Mabel atropelladamente—. Yo no tengo ganas de que me lleven a ese sofocante encierro de Southmark —sus ojos se llenaron con lágrimas de ira.

—Si usted me permite Lady Wouthwell —dijo Julian algo divertido con la escena—, yo acompañaré a la señorita Mabel y la llevaré de vuelta a una hora conveniente.

Úrsula asintió inmediatamente y miró a Julian con tal gratitud en sus ojos que él se sitió avergonzado al pensar en la trivialidad que había tenido como origen. Esta mujer es realmente buena, pensó y se asombró nuevamente por la sensación de protección que Úrsula y Celia despertaban a veces en él. Y otra vez tuvo la sensación de que todo eso ya había ocurrido anteriormente, como le había pasado en Midhurst.

Sentía como si ya se hubiera encontrado antes con la terrible personalidad de Emma Allen y disfrutado de la encantadora dulzura de la tía y su sobrina, en Grecia… qué ridiculez, pensó súbitamente y se concentró en su real interés. La señora Allen no es la única persona que puede aspirar a ascender de categoría. No dudaba ni por un momento que lo que estaba tratando de conseguir era el título de caballero para su marido.

Seguramente se encontrarían con algunos personajes con influencia en el actual gobierno, pero era muy difícil saber con quién convenía quedar bien. Después de la coronación iré a ver a Norfolk, pensó Julian, le haré recordar la «rueda de la fortuna» que le fabriqué durante mi estadía en Kenninghall. La rueda parece haber adquirido un nuevo movimiento y yo giro con ella. La flecha apunta hacia la fama y riqueza. Pero debo proceder con cautela poco a poco.

Úrsula se sintió algo preocupada al rato de llenar a la abadía de Southwark. Celia estaba sumamente pálida. Inmediatamente acudieron a su mente los relatos de pestes, plagas y enfermedades que se presentaban en un abrir y cerrar de ojos. Decidió entonces enviar a un sirviente a buscar un poco de alcanfor y vinagre aromático para preparar unas compresas y ponérselas sobre la frente.

Le hizo beber mientras tanto una buena medida de hidromiel que siempre tenía para casos de apuro. Celia recuperó un poco de color después de beber el fuerte brebaje y rompió el silencio en que había estado sumida desde que salieron de Grace Church.

—Me parece que no estoy realmente enferma, tía Úrsula… —susurró—. Lo que sentí fue mucho miedo.

—¿Miedo? —dijo Úrsula cariñosamente—. ¿Miedo de qué, mi querida?

—De esa mujer… —respondió Celia con una voz imperceptible.

Úrsula frunció el ceño. Le pareció que lo que decía la muchacha era uno de esos típicos disparates que muchas veces acompañaban a temperatura altas.

—¿No te referirás a la señora Allen?

Celia se estremeció y asintió.

—El año pasado encontré una serpiente cerca del pequeño puente sobre el río Rother. Tenía los mismos ojos. Salí corriendo.

—Mi querida niña —dijo Úrsula rápidamente—. Qué tontería… ¿Seguro que te sientes bien?

Celia meneó la cabeza.

—Presiento un peligro —dio resueltamente, llevándose la mano a la garganta—. Me falta el aire… el Maestro Julian me está hablando; dice: «¡Despierta, Celia! ¡Celia, vuelve!».

Úrsula tragó y sintió un escalofrío por la espalda. Miró el jarrito de plata.

—Te he dado una medida demasiado grande —dijo—. El Maestro Julian está en Kingʼs Head con Mabel y los Allen ¿No lo recuerdas?

La joven suspiró y dejó caer la mano con que se agarraba la garganta con un pequeño ademán de impotencia. De repente abrió los ojos y dirigió una mirada suplicante a Úrsula.

—¿Es preciso que suceda, mamá? —susurró con voz lastimera—. ¿No podemos impedirlo? ¡Te das cuenta que yo quiero a Stephen! Pero tengo tanto miedo. Haz que el doctor… el doctor… el doctor me comprende.

Úrsula se estremeció sintiendo que el pánico se apoderaba de ella. Pero la niña cerró los ojos y comenzó a respirar lenta y profundamente.

—Santísima virgen María… —Úrsula sacó su rosario y sujetó fuertemente el crucifijo en su mano—. ¡Wat! —gritó—, ¡Wat! ¡Ven aquí!

Wat acababa de instalarse a jugar una partida de dados con el mayordomo, pero advirtió que algo raro pasaba por el miedo que reflejaba la voz de Úrsula. Corrió presuroso hasta el dormitorio.

—¿Sí, milady?

—La señorita Celia está muy enferma, ve a buscar al Maestro Julian, está en Kingʼs Head en Fenchurch. ¡Apúrate!

Wat miró a la muchacha y pensó que su aspecto era completamente normal, pero obedeció. Partió al galope atravesando el puente de Londres hasta llegar a Kingʼs Head, una posada de lujo para gente de categoría. Encontró a Julian conversando animadamente con un hombre más joven vestido con el típico atuendo de un médico, mientras Mabel estaba sentada sola y abatida, haciendo dibujos en la mesa con su dedo mojado en cerveza.

Los Allen formaban parte de un ruidoso grupo en el otro extremo del salón.

—Lo precisan en casa, maestro… —dijo Wat tocando a Julian en el hombro.

Julian levantó la cabeza, molesto por la interrupción. Estaba conversando con un eminente alquimista y astrólogo que conoció en casa de John Cheke.

Julian escuchó las explicaciones de Wat.

—¡Dice usted que la muchacha duerme tranquilamente, bah! Debe tratarse de una jaqueca, y nada más. Lady Úrsula se preocupa demasiado por esa niña. Y ahora que está aquí, Wat, acompaña de vuelta a casa a la señorita Mabel. Tengo que conversar de temas muy importantes.

Wat asintió totalmente de acuerdo. Qué pesadas podían ponerse las mujeres con sus pánicos repentinos.

—Vamos señorita —le dijo a Mabel que lloriqueaba de desilusión. Había numerosos jóvenes en la taberna pero ninguno había reparado en ella. Cuando llegaron de vuelta a la abadía, se encontraron con que Celia dormía tranquilamente pero Lady Úrsula se puso furiosa por la negativa del Maestro Julian.

—¿Cómo te atreviste a volver sin él? —exclamó indignada—. ¡Por lo visto no fuiste capaz de explicarle que Celia está muy enferma y que no hacía más que llamarlo en su delirio!

Wat arqueó una ceja y se escabulló rápidamente para proseguir con su partida de dados, pero Mabel se lanzó a llorar.

—¿Y qué significan ahora esos sollozo? ¡A ti no te pasa nada! ¡Seguro que fuiste tú la que le dijiste al Maestro Julian que no valía la pena que viniera!

Mabel dejó de sollozar al oír semejante injusticia y mirando indignada a Úrsula le dijo:

—¿Cómo se atreve a hablarme en semejante forma? ¡Recuerde que usted está aquí gracias a mi caritativo hermano! ¡Usted y su quejumbrosa sobrina tienen tanto derecho a estar aquí como una laucha cualquiera!

Úrsula se puso tiesa y luego le dio una bofetada. Las dos se quedaron estupefactas, mirándose mutuamente.

Mabel estaba acostumbrada a los malos tratos de su madrastra, y consideraba las reprimendas verbales de Úrsula como una muestra de debilidad. Los mayores tenían todo el derecho de pellizcar, abofetear y dar palizas, y esta bofetada tan inesperada sirvió para hacerla reaccionar de su aplastamiento. Alzó ligeramente la cabeza, se dirigió hacia la mesa donde había una fuente llena de manzanas confitadas. Tomó una y la comió golosamente.

Pero Úrsula reaccionó de otro modo. Comenzó a temblar y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Perdóname, Mabel… —dijo al cabo de un rato—. Tienes razón en decir que todo lo que tenemos se lo debemos a Sir Anthony —miró hacia la cama donde Celia seguía durmiendo. Era imposible tratar de explicarle el terror que la había invadido al escuchas las incomprensible divagaciones de Celia, en especial la siniestra referencia a Stephen; era inútil tratar de hacerle comprender que la negativa del Maestro Julian le había dolido y que la había apabullado tanto como para provocarle ese arranque de ira.

Este día todo ha salido al revés, pensó, mientras recuperaba su sentido común. Se sentó en un banquito y bebió unos tragos de hidromiel. El licor dulzón reanimó su cuerpo fatigado. Estiró su brazo y apoyó su mano sobre el brazo de la muchacha dormida. Su piel era tibia y suave. Me llamó mamá, pensó Úrsula sintiendo una oleada de cariño que trató de transmitir a la muchacha a través del contacto de su mano.

Úrsula se quedó un rato muy largo sentada en el banquito, emperrándose en sentir arrepentimiento y contrición para contrarrestas las misteriosas palabras pronunciadas por Celia en su inconsciencia.

—¿Es preciso que suceda? ¿No podemos impedirlo?

—¿Impedir qué? —susurró Úrsula, pero luego trató de serenarse pensando que sólo eran devaneos de la muchacha producidos por la emoción y la excitación de ese día. Se levantó y se acercó al pequeño nicho donde habían colocado nuevamente el reclinatorio y el crucifijo.

Se arrodilló en el reclinatorio e inclinó la cabeza. Pero no conseguía rezar ninguna de las oraciones, ningún pater, ningún avemaría… sólo podía articular una plegaria que más que eso era una angustiosa súplica. Trató con todas sus fuerzas de conseguir algún alivio, un poco de tranquilidad. Fijó su mirada en la pequeña figura de plata clavada en la cruz hasta que pareció desvanecerse.

Estando así arrodillada oyó las campanas de St. Saviour llamando para las completas.

Mañana iré a la misa de seis, pensó Úrsula, allí encontraré consuelo; pero inmediatamente este pensamiento tranquilizador fue borrado por el temor. El hermano Stephen celebraría la misa. Así se lo había oído decir a Sir Anthony, ya que el propio obispo de Winchester había requerido la presencia de Stephen en la abadía para la coronación.

¡Estoy volviéndome loca, pensó Úrsula, estoy reblandecida! Se levantó del reclinatorio y comenzó a desvestirse. Había asistido a cientos de misas celebradas por el hermano Stephen en Cowdray. El hecho de que ahora estuviera empezando a mezclarse con la gente importante y se viera favorecido por el obispo Gardiner, disminuía el peligro que corría Celia. No existía ningún peligro. Era malo e inclusive pecaminoso pensar en semejante cosa. Úrsula se desvistió sin llamar a la camarera y se acostó al lado de Celia.

Durante el primer mes que siguió a la coronación de la reina Mary los habitantes de la antigua abadía de Southwark se divirtieron en grande. Anthony volvía todas las noches después de haber pasado el día en la corte, acompañado generalmente por otras personas. Se tocaba música y se bailaba, y las comidas eran casi tan fastuosas como las de Cowdray. Úrsula y las dos muchachas se deleitaban en medio de una alegría que jamás habían conocido. Celia se recuperó totalmente el ataque que tuvo el día de la procesión y ni siquiera lo recordaba. Los alegres coqueteos parecían sentarle pues estaba cada día más bonita. No había hombre que llegara a la abadía que no se fijara en ella y era siempre la primera que buscaban como compañera de baile, pero sabía eludir lances groseros por su anterior experiencia cuando trabajaba en la posada.

Mabel podría haberse sentido celosa, pero su estrella brilló nuevamente. El día de la fiesta de todos los santos, Anthony llegó acompañado por un grupo de invitados nuevos.

Entre ellos estaba Gerald Fitzgerald. Anthony tuvo la condescendencia de prevenirle a Úrsula antes de su llegada que le advirtiera a Mabel que se vistiera con sus mejores galas y no pusiera cara de empacada, pues había invitado a Fitzgerald que había sido perdonado.

—¡Qué sorpresa! —exclamó Úrsula—. Yo creía que estaba en Irlanda.

—Así es —replicó Anthony encogiéndose de hombros, pero nuestra graciosa reina está perdonando a casi todos. Especialmente a los católicos.

—¿De modo que usted ya no se opone a las aspiraciones de Mabel?

Anthony rió.

—No me opongo a sus aspiraciones, pero dudo que Fitzgerald caiga en la trampa. Si se tratara de Celia… quizás. Qué pena que la muchacha no sea mejor nacida.

Úrsula se sonrojó. Ambos miraron en dirección a la joven que estaba sentada junto a la ventana tratando de tocar el laúd, tarea en la que la ayudaba Sir Thomas Wyatt.

—¿No puede traer alguna vez a un hombre que no esté casado? —preguntó Úrsula fastidiada al advertir la forma en que Sir Anthony miraba al a joven. No cabe la menor duda que Celia es toda una belleza y su carácter apacible y su linaje como descendiente de los Bohun la convierten en un partido conveniente para algún caballero.

—Así es, así es… —respondió Anthony rápidamente—. Me ocuparé del asunto. No he olvidado mi promesa, estoy seguro que debe haber muchos candidatos ¿Pero no hay tanto apuro, verdad?

Celia advirtió que la estaba mirando. Levantó el mentón y les sonrió dejando al descubierto sus dientes blancos y pequeños y agitó luego su mano que ya no era más áspera ni rojiza, sino suave como terciopelo.

Anthony tragó.

—Está cada día más bonita —dijo con una voz ronca que atemperó con una risita incómoda.

Úrsula lo miró de soslayo. ¿Será posible?, pensó. Viudo hace cuatro meses… sin ninguna esposa en perspectivas… por lo menos que ella hubiera oído mencionar y durante sus fiestas no había aparecido ninguna posible candidata. La actitud de Anthony, la forma en que había mirado a la joven, con toda seguridad que había algo de amor en ella… y se habían visto casamientos más curiosos. Después de todo Anthony no era innoble y ahora había recuperado sus riquezas de modo que podía hacer caso omiso de una dote.

Los pensamientos de Úrsula se reflejaron en su cara; a pesar de no haber pronunciado ni una sola palabra, Anthony adivinó sus esperanzas sintiéndose al mismo tiempo emocionado y molesto por la ingenuidad de la dama. Se quitó los guantes bordados de oro y se arregló la hebilla de piedras que sujetaba su espada.

—La reina me ha prometido un título nobiliario —dijo con seriedad—, que me será conferido con motivo de su casamiento. El título de vizconde, para el que elegiré el nombre de Montagu en deferencia a la familia de mi abuela paterna. Por lo tanto meditaré cuidadosamente cuando tenga que elegir una esposa digna de ser la vizcondesa de Montagu, señora de Cowdray y madre de mis hijos.

Úrsula comprendió que la habían reprendido, pero toda la perorata de Sir Anthony era tan sorprendente que no captó bien su significado.

—Es claro, debí haberlo supuesto —agregó rápidamente—, el Maestro Julian dijo que su majestad lo recompensaría a usted, señor y bien que lo merece, pero… ese matrimonio… el de la reina… ¿Con quién se va a casar? ¿Está ya decidido?

El rostro de Anthony se ensombreció y agachó su cabeza para que su sirviente le acomodara el sombrero de terciopelo negro adornado con una pluma negra también en señal de duelo.

—Ya ha sido decidido —dio— aunque todavía no se ha dado a conocer públicamente —Dios mío, qué alboroto se va a armar, pensó para sus adentros. Saludó con una inclinación de cabeza a la azorada Úrsula y se dirigió a la escalera para recibir a sus invitados.

El antiguo refectorio de los monjes estaba esa noche atestado de invitados. Había contratado a nuevos músicos ya un exbufón de la corte de Enrique VIII.

Sir Thomas Wyatt permaneció junto a Celia mientras llegaban los invitados. Había bebido ya bastante y estaba algo achispado. Tomó el laúd y comenzó a cantar madrigales compuestos por su padre.

—La venganza recaerá sobre tu desdén, lo único que conseguirás será una pena permanente —cantó tratando de agarrar a Celia por la cintura. Pero como la tenía bien protegida por una armazón de ballenas, se limitó a reír de él. Era un hombre de treinta años y a ella le parecía bastante viejo, sobre todo debido a que su elegante sombrero de terciopelo rojo no podía disimular su incipiente calvicie.

Ella tenía una remota idea de que era casado y queso mujer estaba en Kent, apreciaba sus cumplidos, pero no perdía de vista a su tía que estaba haciendo el papel de dueña de casa, colaborando con Sir Anthony en la tarea de recibir a sus invitados, y haciéndole una pequeña inclinación con la cabeza para indicarle que los recién llegados eran invitados importantes y que debía ponerse de pie y hacer una reverencia.

—¡Ah, muchacha cruel! —dijo Wyatt acariciándole el brazo—. No quieres escuchar mis canciones… pero conozco otra que parece hecha especialmente para ti —apretó una clavija y comenzó a entonar con una voz de tenor—: Oh Celia, la bonita y casquivana Celia… no necesita preocuparse, pues se ha valido de malas artes para atraer el dardo del amor… —se interrumpió al percatarse que Celia se ponía tiesa. Comprobó con cierta mortificación que la poca atención que le había prestado hasta ese momento se había desvanecido. Miró hacia la puerta del salón donde se había producido un alboroto y vio un joven alto con pelo rubio y ondulado cubierto parcialmente por un gorro de raso violeta que tenía un bordado con perlas en forma de corona.

—Ah, con razón —dijo Wyatt dejando su laúd—. Su «majestad» nos honra con su presencia. Debemos rendirle pleitesía.

Pero Celia no miraba a Edward Courtenay, conde de Devon; sus ojos se fijaron en el monje benedictino que acababa de aparecer y que la contemplaba enigmáticamente, aunque su mirada podría describirse con más exactitud como sombría y penetrante, dando la impresión de que nunca antes la hubiera visto.

Wyatt abandonó a Celia para ir a saludar al conde. Ella rió nerviosamente al ver que Stephen se acercaba.

—¿Celia… la bonita y casquivana Celia? —dijo con voz áspera—. ¿El blanco complaciente de los adúlteros dardos musicales de Thomas Wyatt? Estás poniéndote muy rápidamente al día, mi querida. Dentro de poco tiempo te pintarás la boca de colorado y te pondrás polvos en tus pezones como lo hacen las otras damas distinguidas.

Celia apretó los labios y sus pupilas se dilataron.

—Da la impresión de que usted me odia, hermano Stephen… —añadió con una mezcla de súplica y resentimiento.

Stephen reaccionó pero siguió frunciendo el ceño.

—Lady Úrsula te precisa —dijo con frialdad—. Te está llamando. Hay muchos invitados importantes esta noche y te divertirás con la fiesta mucho más que los otros.

—Ah, usted los conoce a todos ahora… a los personajes importantes —dijo Celia enojada—. Ha alternado con ellos diariamente desde nuestra llegada. Usted también ha cambiado, hermano Stephen. Ahora sus pensamientos no se concentran solamente en los oficios y la salud espiritual de sus feligreses. Estoy admirando su nuevo crucifijo de oro. Es muy bonito.

Stephen tragó, y tuvo que hacer un esfuerzo para no abofetearla.

—El obispo de Winchester me lo regaló —dio secamente señalando el crucifijo—. Y me ha enseñado también sistemas muy prácticos para hacer conocer la verdadera fe en este mundo.

—No lo dudo —dijo Celia afablemente. Dio media vuelta y se aproximó a Úrsula que estaba saludando a Gerald Fitzgerald, mientras trataba de disimular el evidente entusiasmo de Mabel. Mabel estaba casi bonita y Gerald, con su sonrisa traviesa, parecía encantado de verla. Durante la opípara cena, que consistió en variados y deliciosos platos presentados en una lujosa vajilla y los mejores vinos servidos en finísimos cristales, Celia estuvo sentada entre Sir John Hutchinson, un caballero ya maduro procedente de Lincolnshire y el segundo hijo del duque de Norfolk, un muchacho de trece años.

El conde de Devon presidía la mesa. Celia no entendía muy bien por qué el joven ocupaba el sitio principal y así se lo preguntó a su vecino.

—¿Qué dices? —dijo Sir John—. ¡Oh, te refieres a él! Acaba de salir de la torre… tiene sangre real y me he enterado que se va a casar con la reina. Una elección bastante lógica. Ella tiene que casarse con un miembro de la realeza de Inglaterra.

Celia perdió interés en el asunto ya que no le interesaba mucho el casamiento de esa pequeña mujer de edad madura que conoció en Hunsdon y que vio luego durante el desfile. Miró hacia la otra punta de la mesa donde estaba sentado Stephen en compañía de otros dos monjes Sir John se dio vuelta hacia Celia y siguió la mirada de la joven.

—¡Tres cuervos negros comiendo las migajas! Como siempre lo han hecho —dio haciendo su vaso a un lado y mirando hacia el otro extremo de la mesa—. Siento mucho volver a verlos en circulación otra vez. No me gusta nada la bambolla de roma. La Biblia y una buena oración anglicana son suficientes para mí. Y no me importa que lo sepas.

—¿Es usted protestante, señor? —exclamó Celia tan asombrada que dejó caer su cuchillo. Nunca había conocido a un protestante, excepto la señora Pott—. ¡Pero si son unos herejes malvados!

—Tonterías —dijo Sir John y al percatarse de la expresión horrorizada de Celia sonrió ampliamente—. ¿Qué le parece señor? —dijo dirigiéndose a Henry Howard—. Usted fue educado en la religión protestante, su tutor fue John Foxe. ¿Le enseñó muchas cosas malas?

Howard se sobresaltó y se sonrojó.

—Aprecio mucho al maestro Foxe —dijo cautelosamente—. Pero parece haber estado equivocado en muchas cosas.

John Hutchinson lanzó un resoplido y se concentró en la comida, que encontraba por cierto deliciosa. Acababa de darse cuenta además, que la muchacha sentada a su izquierda era de una singular belleza. Fresca y lozana como una flor, pensó sintiendo una oleada de romanticismo como no había experimentado en años.

John Hutchinson tenía cincuenta y nueve años y era viudo. Se había casado con una prima lejana de Lord Clinton, mejorando por tanto Durango. Esta relación había contribuido al progreso de su carrera que empezó como comerciante de géneros en Boston, convirtiéndose luego en propietario de varios barcos y ocupado un sitio en el parlamento. Tenía frecuentes ataques de gota e indigestiones y sabía que sus días estaban contados. Había concentrado todos sus esfuerzos en pro de la recuperación de la anterior importancia del puerto de Boston. Sabía que sus convicciones religiosas no serían bien vistas por el régimen actual, pero no estaba en su carácter el disimularlas.

—¿Estás emparentada con Sir Anthony? —le preguntó a Celia.

—No —respondió ella mirándolo tristemente—. Soy una Bohun, pero vivo en Cowdray. Esa propiedad perteneció antes a los antepasados de mi padre y Sir Anthony ha tenido la amabilidad de ampararnos a ti Úrsula y a mí.

—Ah, comprendo —dio Sir John asintiendo. Pensionistas, pensó, dependientes. Pobre niña. Diversos pensamientos atravesaron fugazmente su mente—. ¿Y tu madre?

Celia lo miró sorprendida. Nadie mencionaba jamás a su madre.

—Nació en Londres… —dijo Celia lentamente—. Creo que su padre era el dueño del Golden Fleece. Nunca me contó mucho sobre su pasado, ni era muy conversadora tampoco —recordaba tan pocas cosas de su madre. Dudo que me haya querido mucho, pensó Celia. Qué diferencia con tía Úrsula que me besa y me mima, y que a pesar de sus retos siempre deja entrever un gran cariño.

Mientras John Hutchinson observaba los distintos cambios de expresión de la muchacha se enamoró de ella perdidamente. Solamente una vez en su vida se había enamorado de veras, muchos años atrás, y su padre lo había mandado a Lincoln; nunca más había vuelto a pensar en ello hasta ese momento, en el salón de la abadía de Sir Anthony, cuando su corazón volvió a enfrentarse nuevamente con todas esas violentas emociones.

—¿Cómo te llamas, querida?

—Celia, señor —respondió con su acostumbrada desfachatez y divertida por la mirada tierna de su vecino. Sin embargo en los ojos agudos del caballero se reflejaba algo más que lujuria. Reflejaban cariño, protección. No hizo tampoco ningún intento por tocarla. Sonrió amablemente y se limitó a decir—: Un nombre muy bonito… Celia… y muy caro para mí desde ahora —se dio vuelta e hizo a un lado su vaso de vino.

Celia lo miró más atentamente. Una cara tosca parecía recién afeitada, el pelo oscuro adelante y gris en los costados estaba bien cuidado. Su boca grande no se había deformado pues tenía la suerte de conservar todos sus dientes. Su traje de terciopelo marrón y negro era lujoso pero sobrio y los volados de encaje que rodeaban el cuello estaban inmaculados. Las manos de dedos largos estaban limpias, lo mismo que las uñas prolijamente recortadas. Lucía en su dedo pulgar un anillo con un gran rubí. Una gruesa cadena de oro de la que colgaba una oveja de oro también (el emblema de su gremio) descansaba sobre su vientre prominente.

¿Sería así mi padre?, pensó Celia. Lo único que sabía de él era que había muerto en un riña en una taberna, pero supuso que no debía haber tenido este aspecto de solidez y abundancia.

Los músicos dejaron de tocar y mientras duró el intervalo pudo oírse claramente la alegre risa de Courtenay. Todos los comensales centraron en él sus miradas.

Sir John ignoraba igual que Celia, lo hábilmente que había sido planeada esta velada para investigar las reacciones de los invitados respecto a los futuros planes de la reina.

Anthony se recostó contra el respaldo de su silla tratando de disimular lo ansioso que estaba por saber qué resultado daría la jugarreta que había planeado junto con Stephen y John Heywood.

Su mirada pasó de Henry Sydney el gran amigo del desgraciado rey Edward cuya fidelidad a la reina no era muy segura, a Gerald Fitzgerald. Éste en cambio podía considerarse partidario de la nueva soberana, si bien los Clinton se habían negado a asistir al a comida. Sir Anthony siguió recorriendo la mesa con su mirada, que se detuvo en Sir Thomas Wyatt, al que consideraba como muy dudoso, dado que era famoso el odio que sentía por los españoles de resultas de una estadía en España donde había sido juzgado como hereje por la inquisición. Tampoco era muy segura la posición de todos esos grandes señores provincianos como Sir John Hutchinson, por ejemplo, sin embargo se inclinaba a pensar que seguirían siendo fieles a las decisiones de la corona. Estaban presentes además el embajador francés, De Noailles y el embajador de Carlos quinto, Renard.

Y a mi derecha, pensó Anthony con tristeza mientras miraba a Courtenay, el candidato favorito del pueblo inglés, del cual quieran Dios y la virgen librarnos. Todos sus intentos por entablar una conversación con él fueron inútiles. Si bien mucho se le podía disculpar teniendo en cuenta que había estado quince años encerrado en la torre de Londres, Anthony lo consideraba como un joven sumamente antipático.

John Heywood se acercó y le murmuró unas palabras en voz baja a Sir Anthony. Éste se puso de pie, impartió rápidamente unas órdenes a sus servidores y dirigiéndose a sus invitados les anunció que a continuación había preparado un entretenimiento que era una gran novedad, pero que debían molestarse hacia la otra punta del salón donde ya estaban colocando varios bancos.

Cuando el público se instaló en ellos John Heywood desapareció detrás de una gran caja de madera que tenía una pequeña ventana cubierta con una cortina en el frente. Anthony intercambió una mirada con Stephen. Eran los únicos que sabían lo que había planeado Heywood, y que resultó ser una función de títeres, pero cuyos personajes, de gran actualidad, deberían suscitar distintas reacciones entre los espectadores.

Rieron alborozados cuando al correrse la cortina vieron una figurita de madera que avanzaba a saltitos por el pequeño escenario.

Ninguno de los ingleses había visto antes una función de títeres y se demoraron un rato en darse cuenta que la que caminaba por el escenario y se sentaba en uno de los dos tronos era la reina, la que al cabo de un momento se levantaba de su tono y se arrojaba sobre el otro abriendo los brazos en un gesto suplicante.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó Courtenay cuando se corrieron las cortinas—. Yo creí que íbamos a ver una representación de autores reales. Eso parece un juguete de niños.

—Un poco de paciencia, milord —dijo Anthony— tal vez la próxima escena le resulte más interesante.

En la siguiente escena estaba representado sobre un lienzo azul un mar con olas en el que navegaba un galeón de madera con velas de pergamino que ostentaban un escudo de exageradas proporciones que nadie del público reconoció salvo dos excepciones. Una de ellas era el embajador de España, que sonrió complacido. La otra, el embajador francés, que pegó un respingo y se puso rojo de ira.

El barco se movió de uno a otro extremo del escenario hasta que todo el público advirtió la pequeña figura masculina parada en la proa y que tenía un gran sombrero negro adornado con un león dorado.

—Eso fue un poco más divertido —dio Courtenay al caer el telón. Aunque en realidad no hay mucha acción. Me gustaría ver alguna lucha o quizás una escena de amor.

Las cortinas volvieron a abrirse y otra vez aparecieron los dos tronos, uno de los cuales estaba ocupado por la reina que tenía la cabeza inclinada tristemente. La proa del barco se veía aparecer apenas por un costado. La figurita del sombrero negro saltó del barco y se acercó hacia la reina, inclinándose en una reverencia. La reina se irguió súbitamente y bajó rápidamente del estrado estirando los brazos. Las dos figuras se abrazaban y luego subieron al estrado tomadas de la mano. La figura masculina se sentó en el otro trono y en ese momento apareció en la parte de atrás del escenario un gran cartel en el que estaban pintado el escudo de Inglaterra y el del otro país, unidos entre sí por cinta y cupidos. Encima de los escudos podían verse una «m» y una «f» pintadas en dorado.

Las cortinas cayeron lentamente por última vez e inmediatamente Thomas Wyatt pegó un alto y desenvainó a medias su espada.

—¡Por dios! —exclamó—, ¡qué clase de porquería es ésta! ¡Browne, usted debe estar loco! —agregó mirando furioso a Sir Anthony.

—Calma, calma amigo —dijo el embajador francés dirigiéndose a Wyatt—, es tan sólo una pequeña comedia que nuestro anfitrión inventó para divertirnos ¿Verdad, milord?

Courtenay miró al embajador.

—Me pareció bastante aburrida —dijo—. ¿Y a quién se supone que representa ese personaje del sombrero negro? ¿Se trata de una broma?

—¡Grandísimo tonto! —exclamó Wyatt mirando a Courtenay—. ¡El hombre del sombrero negro es el príncipe Felipe de España!

La furia de Wyatt y sus últimas palabras produjeron una gran conmoción entre los espectadores.

—¿Ese muñeco era Felipe de España? —inquirió Courtenay frunciendo el ceño—. ¿Usa un sombrero así? Me pareció algo cómico.

Al mismo tiempo, Sir John que tenía dolor de estómago y estaba tratando de ver en qué momento podía levantarse sin pasar como un mal educado, dijo:

—Todos los españoles son algo cómicos, milord. Y según tengo entendido un poco depravados, también. Si a algún español se le ocurre golpear a las puertas de mi casa, le diré al guardián que le eche los perros encima. Ya hay demasiados extranjeros en Inglaterra. Holandeses, flamencos, florentinos… quitándole el pan de la boca a nuestros honestos compatriotas.

Lo demás caballeros murmuraron su asentimiento.

Anthony y Stephen intercambiaron una mirada. Más valía no insistir, era algo prematuro todavía.

—Y ahora que la representación del señor Heywood ha terminado ¿Qué les parece si bailamos? —se inclinó hacia el conde de Devon y agregó—: Mis músicos saben tocar los últimos bailes, estoy seguro que usted debe ser un gran bailarín.

El rostro del conde se animó. No comprendía el arranque de ira de Wyatt ni por qué De Noailles había enmudecido en esa forma. Le habían asegurado que se casaría con la reina, lo que no le entusiasmaba demasiado, pero De Noailles lo tranquilizó explicándole que un príncipe consorte podía consolarse con otras personas.

—Me parece una excelente idea —dio buscando entre la concurrencia una buena pareja. Acababa de descubrir a Celia cuando Wyatt le tironeó de la manga y le dijo enojado:

—Milord, no me parece correcto que se quede en una casa donde lo han insultado a usted y a todos los ingleses de verdad.

—¿Insultado? ¿Usted se refiere a esa representación?

—Me refiero a la advertencia que hemos recibido de nuestro anfitrión. ¿Usted cree que va a ser rey, verdad? Pues parecería ser que nuestra reina se inclina hacia otro candidato.

El conde se quedó boquiabierto. Empezó a comprender lo que le quería explicar Wyatt.

—Pero… pero… —miró inquisitivamente hacia De Noailles con gran consternación en su cara—. ¡Ya está todo arreglado! —exclamó—. La gente me aclama cuando paso por la calle.

De Noailles recuperó entonces el habla y acercándose a Courtenay le dijo:

—Yo no veo ningún insulto en la representación ofrecida por Sir Anthony. Ignórelo, milord… más tarde hablaremos. Tal vez la elección de Lord Devon no se restrinja a un solo pretendiente al trono… —dijo esto en voz tan baja que pareció no ser importante. Pero Renard levantó la cabeza hijita y Anthony entendieron la amenaza implícita en esas palabras. Si no se casaba con la reina… estaba Elizabeth, la joven y enigmática princesa y segunda pretendiente al trono.

Anthony hizo una seña a los músicos y en el salón resonaron inmediatamente los compases de una alegre melodía. Sir John apoyó la cabeza sobre un banco y se quedó dormido. Al cabo de un rato se oyeron numerosos ronquidos de otros invitados.

Anthony se acercó a John Heywood y le dijo:

—Nuestro truco fue muy exitoso. Sabemos que debe vigilarse a Thomas Wyatt. Y a De Noailles, por supuesto. ¿Cree usted que la princesa Elizabeth puede representar una real amenaza para nuestra causa? ¿Será capaz de traicionar a la reina?

—No lo sé —respondió Heywood—. Pero los ingleses no quieren tener nada que ver con los españoles. La mayoría no quiere obedecer al papa. Pero la reina no se da cuenta de ello. Ella sigue contemplando diariamente el retrato de Felipe. ¿Pero qué se puede hacer con una virgen de treinta y siete años?

—Quizás nos estamos preocupando inútilmente —dijo Anthony a Stephen cuando se fueron todos los invitados—. La reina tiene gran fe y nosotros debemos tenerla también.

—Así es —respondió Stephen pausadamente; estaba por dirigirse a una de las viejas celdas de la abadía que no había sido reformada por Anthony.

Stephen había incorporado a ese modesto cuarto, una cama de madera con un colchón de lana, bastante más cómoda que el jergón de paja que tenía en la cabaña de St. Annʼs Hill. Colocó unas cuantas perchas de madera en el pasillo para colgar el hábito nuevo que le regaló Anthony, además de varias casullas y mudas de ropa que guardaba en su cofre. Colocó su crucifijo y dos candelabros en el nicho y colgó en la pared que enfrentaba la cama, su tan querido retrato de la virgen, para poder saludarla cuando se despertaba. Los sirvientes desparramaban paja fresca sobre el piso de piedra como si fuera lo más natural y él gozaba con su aroma. Le llevaban además una jarra de agua caliente para lavarse, que depositaba sobre una repisa junto a una palangana y su navaja.

Tenía también un brasero que permanecí prendido durante toda la noche. Stephen no objetaba los lujos que convertían su celda de Southwark en un cuarto mucho más confortable que la cabaña de Midhurst llena de chiflones.

Stephen entró a su celda lentamente. Se arrodilló frente al crucifijo y rezó mecánicamente un padrenuestro.

Fiat voluntas tua —repitió y se estremeció de satisfacción—. ¡He cumplido con tu voluntad lo mejor que he podido!