Cuando llegaron a Cumberland, diez días después, el hartazgo de Úrsula por el viaje era solamente comparable al entusiasmo de Celia. Ninguna de ellas imaginó en qué mundo tan distinto se internarían gradualmente después de cruzar el río Trent. Los páramos cubiertos de arbustos rojizos, los helechos color púrpura y ahora las montañas rocosas y flamígeras, las llenaron de asombro. Pero Úrsula tenía solamente conciencia de la soledad que las rodeaba, luego de haber andado kilómetros y kilómetros sin ver ningún ser humano ni siquiera la choza de un pastor. Las pocas casas que vieron eran grises y poco tentadoras.
Se habían acabado las posadas lujosas, y todo lo que se podía conseguir era un cuarto en el altillo de una granja y pagándolo a precio de oro. El idioma se volvió ininteligible, la comida diferente. El pan había sido reemplazado por unas galletas secas, y la carne por entrañas y vísceras; en lugar de cerveza tenían que contentarse con beber agua o un líquido blanco tan fuerte que les quemaba la garganta.
Úrsula se sintió más deprimida aún cuando llegaron a Ullswater y divisó las montañas áridas y sombrías y el oscuro y sinuoso lago marrón. Eran pocos los sureños a los que podía gustarle un paraje tan austero. Era demasiado primitivo, demasiado grotesca, y sus sentidos no descubrieron ninguna belleza romántica en ese paisaje agreste.
—Creo que no deberíamos haber venido… —dijo Úrsula expresando por primera vez su disgusto.
—¡Yo no pienso así, tía! —exclamó Celia—. ¡Nunca imaginé que existiera un lugar semejante! Misterioso, vasto… Se puede respirar bien hondo… —y así lo hizo y con gran entusiasmo, aunque no lograba entender una sensación de alegría mezclada con temor que embargaba su corazón, como si tratara de estar a la par de las montañas oscuras, de los escarpados peñascos grises y las manchas anaranjadas de los helechos.
Úrsula suspiró. Su plan para escapar le parecía ahora tan estúpido como sus razones. Cowdray y el monje benedictino se habían encogido con la distancia. Qué mujer tonta soy, pensó mirando el lago y luego el cielo que estaba cubierto por unas espesas nubes.
Siguieron avanzando entre las montañas áridas, atravesando infinidad de arroyos, costeando precipicios, pasando por lugares inhóspitos y sufriendo penurias por el frío y las lluvias a los que se agregaba una alimentación deficiente.
Las pocas personas con las que se encontraron se mostraron decididamente hostiles, rehusando indicarles el camino y les negaron alojamiento.
Finalmente, después de varios días de angustia, llegaron a Brampton, una ciudad edificada con unas piedras tan coloradas como el toro que adornaba el estandarte de los Dacre y que ondeaba sobre el ayuntamiento.
Dos kilómetros después de Brampton divisaron por fin el castillo de Naworth, rodeado de un tupido bosque junto a las márgenes del río Irthing.
—No es más que una típica fortaleza de la frontera —dijo Wat despreciativamente, contemplando el castillo que parecía más chico que otros que habían visto durante el viaje.
Úrsula sintió que el alma se le iba a los pies. Pensó en la lujosa elegancia de Cowdray, su infinidad de ventanas relucientes, sus molduras, sus rincones confortables y su propia habitación con su alfombra turca y la mullida cama. Le dolían los huesos y comenzó a tiritar, mientras esperaba que Wat golpeara a la puerta cerrada con grandes trancas. Y qué pasará si no nos quieren dejar entrar, pensó Úrsula.
Celia miró ansiosamente a su tía que estaba castañeteando los dientes y sus pensamientos volaron también a Cowdray. Parecía tan distante y alejado. Pero no se permitió recordar a Saint Annʼs Hill y su pasado.
Wat se acercó a ellas sonriendo. Detrás de él se aproximaba una muchacha alta vestida con un traje rústico, que agitaba los brazos mientras se acercaba a ellas.
—Bienvenidas, bienvenidas, mis queridas amigas. ¡Qué viaje terrible!
Era Magdalen. Echó un vistazo al lastimoso grupo, le dio un beso a Celia y ayudó a desmontar a Lady Úrsula.
Lady Dacre salió también a recibirlos.
Durante las horas siguientes, las enérgicas representantes del sexo femenino de la familia Dacre se hicieron cargo de las agotadas viajeras. Úrsula fue obligada a meterse en cama previa ingestión de un reconfortante whisky. Celia se ubicó en un banquito junto a la chimenea del salón. Wat y Simkin desaparecieron en el sector destinado a los sirvientes. Los caballos fueron llevados a las caballerizas de piedra contiguas a la vivienda. Esos establos estaban vacíos por el momento, les explicó Magdalen, pues sus caballos estaban en la frontera luchando contra los escoceses. Todos sus hermanos, agregó Magdalen, formaban parte de la expedición, pero no así su padre Lord William, que además de sufrir de gota, era el castellano de las Western Marches, además de ser el gobernador de Carlisle, por lo que juzgaba conveniente quedarse en sus dominios momentáneamente.
—Pero mis hermanos volverán mañana o pasado —dijo Magdalen riendo—. Leonard estará muy contento de verte otra vez, querida —besó nuevamente a Celia y agregó—: Todos lo estamos, no lo dudes. ¡Pero Leonard más que cualquier otro!