El día lunes veinticinco de junio del año de nuestro señor mil quinientos cincuenta y dos, el gran salón de los ciervos del castillo de Cowdray estaba engalanado y decorado como nunca lo había estado hasta entonces durante los cinco años que transcurrieron desde que el viejo Sir Anthony Browne terminó de embellecerlo con el agregado de la inmensa ventana saliente con sesenta paneles de vidrio esmaltado de extravagantes colores y —en un alarde de vanidad— la estatuas de tamaño natural talladas en madera de once ciervos, apoyadas sobre ménsulas bien altas, representativas del emblema de los Browne. Guirnaldas de flores colgaban de las cornamentas, y coronas de rosas rodeaban sus cuellos. Una deliciosa fragancia se desparramaba por todo el salón porque el día anterior habían barrido la paja vieja, apilándola en un nauseabundo montón detrás del galpón de las vacas, y los tablones de roble que formaban el piso estaban cubiertos ahora por una alfombra de paja verde entremezclada con lavanda y tomillo. Su perfume era tan fresco que contrarrestaba los habituales olores a sudor y almizcle que emanaban de los largos y pesados ropajes de gala usados por los huéspedes y miembros de la casa reunidos por el joven Sir Anthony para dar la bienvenida al rey.
Celia Bohun resplandecía dentro de un vestido nuevo hecho amorosamente por su tía, Lady Úrsula Wouthwell, con los retazos guardados celosamente durante muchos años, de un brocado tornasolado y un raso color crema. Tenía inclusive un pequeño volado de encaje en el cuello y una modesta toca en forma de corazón que enmarcaba las suaves ondas de su pelo rubio. El vestido nuevo era una de las tantas demostraciones de generosidad de Úrsula con la pequeña huérfana que compartía su sangre como así también su irregular situación en el castillo.
Úrsula y Celia eran ambas de Bohun. Su familia había vivido allí durante casi cuatro centurias. Los espléndidos Browne, haciendo a un lado su indiferente generosidad, eran unos advenedizos, usurpadores de Cowdray.
Es verdad que la simpatía y lealtad de los hombres de la familia Browne se había visto recompensada por el rey Enrique en la persona del viejo Sir Anthony, que había sido un fiel emisario y gobernador de las caballerizas, a pesar de su acendrado catolicismo. Es verdad también que los Browne habían contrarrestado sus oscuros orígenes con una serie de astutos casamientos con las hijas menores de familias nobles, como el actual casamiento de Sir Anthony con Lady Jane Radcliffe.
Pero ninguno de esos parentescos mitigaba la oculta pena de Úrsula ante el desalojo de su sólido y aristocrático linaje de su ancestral mansión. Hacía tiempo ya que Úrsula había enviudado y no le faltaba mucho para cumplir sesenta años. Había aprendido a esconder sus sentimientos, excepto a Celia, y aceptó con genuino agradecimiento una pequeña habitación en lo alto del castillo y una ubicación bastante honorable en la larga mesa de comedor montada sobre caballetes. Cuando los empobrecidos de Bohun se vieron obligados a vender todas sus propiedades a la familia Browne, lo lógico era suponer que Úrsula entraría a algún convento, que constituía el habitual refugio para las mujeres superfluas. Dos factores se interpusieron: la falta de una dote y su propia falta de interés en una disciplina monástica. Y luego, un poco después, apareció Celia, la desamparada hija de su hermano Jack.
Los músicos estaban ensayando nerviosamente en la galería especialmente preparada para ellos, un nuevo madrigal francés, esperando la llegada del niño-rey. Edward desaprobaba la música en general, como tampoco veía con buenos ojos los bailes o cualquier otra diversión. El rey de catorce años tenía serios prejuicios, rayanos en el puritanismo. Era menester tener cuidado de no escandalizarlo.
Celia estaba parada con su tía Úrsula junto al biombo que disimulaba la entrada de la despensa, en el gran salón de los ciervos, deleitándose entusiastamente con el espectáculo de toda la nobleza reunida. Un ligero rubor iluminaba sus mejillas y sus grandes ojos verde-azulados resplandecían de entusiasmo. Lady Úrsula no tenía ningún espejo, pero la muchacha sabía que el vestido de brocado tornasolado era muy tentador. Advirtió las miradas sorprendidas de dos pajes del castillo que habían parecido ignorarla durante sus anteriores visitas a Cowdray. Pero le esperaba un saludo mucho más halagador.
Sir Anthony y su esposa, Lady Jane Radcliffe, hija del conde de Sussex, estaban dando la vuelta al salón para saludar a los huéspedes importantes y hacer un último giro de inspección. Ambos estaban vestidos de terciopelo carmesí bordado con hilos de oro y perlas. El lujoso atuendo le sentaba a Anthony, que era alto, bien fornido considerando sus veinticinco años y tenía el porte de un jinete innato, además de la seguridad que da el dinero.
Lady Jane era pequeña y encogida; tenía una triste cara de ratón y sus ojos enrojecidos por el llanto. Tres días atrás su pequeño bebé había muerto durante una convulsión. El pequeño ataúd, cubierto por un paño mortuorio de raso blanco, no estaba en la capilla como correspondía, sino en una habitación adyacente al dormitorio de los padres. No se rezaba ninguna misa por la pequeña alma y no debía mencionarse en absoluto la tragedia, para no empañar la visita del rey.
—¡Fabricaremos nuevos niños, señora! —le había dicho Anthony con su entusiasta optimismo—. Es una tarea fácil y agradable.
Lady Jane no compartía esa opinión. Había tenido un parto dolorosísimo del que todavía no se había recuperado. Pero nunca contradecía a su esposo.
Sir Anthony dio por terminada la inspección del salón y pasó junto a Lady Úrsula al dirigirse hacia los biombos para salir al patio.
Saludó a Úrsula con un pequeño movimiento de la cabeza y vio entonces a Celia.
—¡Hola! —exclamó observando con su mirada audaz a Celia—. ¿Y quién es esta niña?
—Celia Bohun, Sir Anthony —dijo Úrsula sonrojándose levemente—. Mi sobrina. Espero no haberlo ofendido al haberla traído hoy aquí en este glorioso día para Cowdray. Tiene muy pocas diversiones.
Anthony meneó la cabeza cordialmente, desinteresándose por el parentesco o por Úrsula, que estaba a su cargo desde que murió su padre y a la que veía poco. La muchacha debe pertenecer a esa rama bastarda de los Bohun, pensó mirando fijo a Celia. Se había enterado que algunos vivían en los alrededores de Midhurst.
—Una joven tan bonita es siempre bienvenida —dijo—. ¿Cuántos años tienes, preciosa?
—Catorce, señor —respondió Celia en seguida—. Los cumplí el mes pasado, el día de St. Anthony, el mismo día de su santo, señor —hizo una reverencia.
Anthony lanzó una risita ahogada, olvidándose momentáneamente de las preocupaciones pertinentes a la llegada del rey, las distintas facciones involucradas, los peligros. La rápida y atrevida respuesta de Celia rehizo gracia, y advirtió también la inocente y provocativa blancura de la cavidad entre sus generosos pechos, su rojo y ligeramente prominente labio inferior y su mentón cuadrado y saliente.
—Este fruto delicioso está madurando rápidamente ¿Verdad señora? —le dijo a Úrsula—. ¿Dónde la ha mantenido oculta? Tendremos que buscarle un marido. Un vigoroso campesino que le guste o tal vez un hacendado, si puedo obsequiarle unas cuantas monedas para su dote, aunque mucho lo dudo después de esta visita real.
Miró a su esposa, cuyos tristes ojos estaban fijos pacientemente sobre la tapicería que colgaba de la pared.
Úrsula habló sin perder un minuto, sabiendo que su amo podría olvidarse rápidamente de la existencia de Celia.
—La muchacha es tan inteligente como bonita. Le he enseñado labores domésticas y también a leer y escribir, y el hermano Stephen se ha encargado de su instrucción religiosa.
—¡Qué! —exclamó Anthony. Sus ojos relampaguearon—. ¡No debe mencionársele, señora! Por lo menos mientras el rey esté aquí. Usted y toda la casa lo saben, señora. ¡Fueron debidamente advertidas!
Úrsula, cuya cara larga era algo caballuna, se enrojeció hasta la raíz de sus cabellos grises acerados.
—Ay, señor, mil perdones —dijo—, fue un desliz.
—No deben haber deslices —dijo Sir Anthony que a pesar de su juventud, podía ser tan formidable como lo había sido su padre en su esfuerzo por conservar la precaria buena voluntad que le brindaba el rey Enrique. Tarea más simple, pensó Anthony, que tratar de agradar a su hijo, el serio, intolerante y autocrático vástago que día a día estaba más influenciado por el verdadero enemigo. El peligro real. Northumberland, hambrientos de poder, escurridizo como un hurón, cruel como un lobo y virtual rey de Inglaterra. Alabado sea el señor y su bendita madre por mantener a Northumberland en esos momentos en la frontera escocesa.
Pero sus espías estaban diseminados por todas partes por donde anduviera Edward.
—No debe haber ningún desliz —repitió Anthony con voz más suave—. Y se que los miembros de mi casa son leales. Vamos, señora —apoyó su mano sobre el brazo de Jane.
Úrsula hizo una reverencia mientras la pareja se alejaba; luego se dio vuelta hacia Celia y le dijo.
—Subamos a mi cuarto y esperemos allí. Desde mi ventana podremos ver llegar a los heraldos. Está un poco cerrado aquí y estoy preocupada por el disgusto que le ocasioné a Sir Anthony.
Celia siguió obedientemente a su tía y subieron por una escalera circular de piedra hasta llegar a un pequeño y confortable cuarto en el tercer piso. Quedaba cerca de la terraza de los sirvientes y en invierno tenía solamente un brasero para calentarlo, pero contenía los únicos tesoros de Úrsula: una cama de baldaquino de roble oscuro tapizada con un desteñido género colorado, que había compartido años atrás con su marido, al pie de la cama el cofre de talla acanalada que contenía su dote y una silla Italiana en forma de equis. Una tira de un fino tapiz turco cubría la sencilla mesa cuadrada y colgando de la pared de piedra y cerca de la ventana, el único recuerdo de su difunto esposo, Sir Robert Wouthwell: la espada con su vaina dorada. El crucifijo de Úrsula, de madera de ébano, colgaba en la pared junto a la cama. Aparte de estas cosas había otros inesperados objetos sobre una repisa; unas pequeñas tablas astronómicas para calcular la posición diaria de las estrellas, y un prolijo rolo de horóscopos atado con una cinta dorada. Úrsula era aficionada a la astrología; veinte años atrás había recibido lecciones del astrólogo Italiano que vivía con el duque de Norfolk, durante una visita que hicieron ella y su marido a los Norfolk en su residencia de Kenninghall. Casi todas la grandes familias consultaban a los astrólogos; y también existían astrólogos oficiales para la realeza. Cowdray no tenía ninguno. Sir Anthony era un hombre práctico y se sentía muy capaz de controlar su futuro.
Probablemente se habría reído o encogido de hombros de haberse enterado del pasatiempo de Úrsula. Pero lo ignoraba como también ignoraba muchas otras cosas sobre ella.
Celia corrió hasta el asiento junto a la ventana y espió por los cristales romboidales para ver aparecer la procesión real por el camino a Basebourne.
Pero por el momento no se veía nada y volvió sobre sus pasos frunciendo el ceño.
—Tía Úrsula ¿Por qué tiene que esconderse el hermano Stephen? Me dijo tan poco.
La muchacha no se percató que su voz se hacía más suave y pausada cuando mencionaba el nombre del joven monje, pero Úrsula sintió un culpable remordimiento. Suspiró y se sentó.
—He hecho mal en no decírtelo, Celia. Me he comportado como una doncella atolondrada en mi entusiasmo al vestirte y poder presentarte por fin en una forma digna de una Bohun. ¡Escucha! Hace tres días, cuando Sir Anthony tuvo la certeza de que el rey, que estaba en Petworth iba a venir aquí, nos reunió a todos en el salón, todos inclusive el más humilde mozo. Él se ubicó en la galería de los músicos y nos hizo conocer sus órdenes. Dijo que no cabía duda alguna de que todos éramos católicos, que éramos una de las familias más devotas de la verdadera fe que podían encontrarse en Inglaterra. No obstante ello, le debíamos obediencia temporal a nuestro rey, y debíamos respetar sus principios heréticos. Que no habrían misas durante la visita real, aunque podría leerse un servicio religioso inglés extraído del nuevo libro del arzobispo Cranmer. Que nadie debía hacer genuflexiones o santiguarse o mencionar a los santos. Que se quitarían todas las imágenes de nuestra capilla ¡Inclusive el crucifijo! Eso se cumplió esa misma noche y no sabes mi querida lo terriblemente triste que está nuestra capilla. Vacía, desierta.
Celia reflexionó.
—Qué extraño —dijo luego—. Con toda seguridad un señor tan poderoso como Sir Anthony debería poder hacer lo que le plazca.
—Evidentemente no —respondió categóricamente Úrsula—. ¿No sabes, niña, que durante el mes de marzo del año anterior Sir Anthony fue encerrado en la prisión como un criminal cualquiera?
La muchacha abrió bien grandes los ojos.
—¿Prisión? —dijo—. ¿Por qué?
—Por escuchar misa en su mansión de Southwardk. Está prohibido. Oh, se quedó en la prisión solamente seis semanas. Tiene amigos poderosos y el rey lo aprecia como también su padre apreciaba al padre de Sir Anthony.
—Pero él permitía que se dijeran misas aquí hasta ahora —argumentó Celia.
—Así es —dijo Úrsula—, y continuará haciéndolo. Él es el amo en su dominio, que queda bastante lejos de Londres. Ni el rey ni sus consejeros necesitan enterarse de ello durante su breve visita.
—Oh —repitió Celia—. Qué extraño —y pensó con renovado temor en Stephen. Tenía un vago conocimiento de las contiendas religiosas y drásticos cambios que habían sacudido a Inglaterra aún antes que ella naciera, pero hasta el último mes de septiembre, su infancia había sido monótona, aislada y triste.
Apenas podía recordar a su padre. Fue muerto a puñaladas durante una riña en una taberna defendiendo el nombre de los Bohun, cuando ella sólo tenía tres años. Celia vivió después en un altillo de la posada del Spread Eagle en Midhurst junto con su madre que trabajaba como camarera. Celia hacía mandados, lavaba los picheles, desparramaba arena por el piso e inclusive daba vueltas al asador hasta que su suave y bonita madre comenzó a quejarse de agudos dolores en su vientre, que se le hinchó como si estuviera embarazada. Celia se enteró bien pronto que eso era lo que pensaban los otros sirvientes de la posada; escuchó muchos chistes groseros cuyo significado comprendía a medias y comentarios vulgares sobre la supuesta paternidad. Alice toleraba esos infundios con un paciente silencio.
Pero si bien la joven mujer engordó tanto como si fuera a tener mellizos, éstos no se manifestaron. Y durante la fiesta de San Miguel, cuando en la posada se asaba el consabido ganso y la campana de la parroquia repicaba con el toque de descanso, Alice lanzó repentinamente un grito y cayó al piso de su cuarto en el altillo. Al cabo de pocos minutos su corazón dejó de latir y cuando la aterrorizada Celia consiguió ayuda, Alice había muerto.
Los dueños de la posada, el señor y la señora Potts fueron muy buenos con Celia. La instalaron detrás del mostrador para servir cerveza en lugar de su madre, pero ella estaba aturdida y perdida. Derramaba el contenido de los picheles, confundía los pedidos y lloraba mucho por las noches. No tenía a nadie a quien dirigirse. Su madre no había hecho relaciones en Midhurst.
Alice había nacido en Londres y era hija única de un respetable tabernero, dueño del Golden Fleece que era famoso por su clientela de alcurnia. Allí fue que se alojó Jack Bohun durante su única visita a Londres durante el año mil quinientos treinta y siete y este temperamental e iracundo solterón de cuarenta años se enamoró perdidamente de Alice.
Jack Bohun no era ni caballero ni gentilhombre; sin embargo rara vez hablaba de ello, era un Bohun bastardo. Pero hasta que su padre se vio obligado a vender sus propiedades, siempre lo trató como su heredero legítimo. Fue educado junto con sus medias hermanas Mary y Úrsula en St. Annʼs Hill. Jack Bohun, hombre de fuertes pasiones y orgulloso de su origen, se peleó con Úrsula cuando ésta aceptó la hospitalidad de los advenedizos Browne, que eran los dueños actuales de sus antiguas propiedades.
Úrsula aceptó esta ruptura con su típica filosofía realista. Pero de tanto en tanto se preocupaba por el estado de la viuda de su medio hermano. Se enteró rápidamente por intermedio de los sirvientes de Cowdray de la muerte de Alice, y de las tristes condiciones en que quedaba la pequeña Celia, sobrina carnal suya.
Un día del mes de octubre, Úrsula cabalgó desde Cowdray hasta el pueblo y allí se dirigió a la posada del Spread Eagle donde inquirió por la joven Bohun La condujeron a una pequeña habitación con vigas oscuras detrás del bar, esperó allí sintiendo tan sólo una caritativa curiosidad hasta que apareció una muchacha esbelta con un pelo rubio enmarañado y ojos asustados.
—¿Me mandó llamar, señora? —preguntó la joven con una voz jadeante y apagada.
—Si es que tú eres Celia de Bohun —dijo Úrsula. Su voz tembló. Al echarle el primer vistazo a esa cara compungida, sintió una oleada de una inexplicable simpatía, de satisfacción como si fuera la hija que había perdido mucho tiempo atrás, a pesar de que Úrsula nunca tuvo hijos.
—Siéntate por favor, querida —le dijo.
—Soy realmente Celia de Bohun… —la chiquilla retorcía sus manos agrietadas por el trabajo y se inclinó en una reverencia, se paró luego en el medio del piso cubierto de arena, con un aire ligeramente hostil, casi sin ver a la señora mayor cuyo nombre nunca había oído y que venía desde el castillo con Dios sabe qué intenciones, aunque posiblemente significaría otra mala jugada del destino.
Úrsula miró nuevamente a la niña y calculó que tendría trece años, pues habían transcurrido catorce años desde que Jack fue a Londres, se casó y tuvieron luego esa agria disputa. Advirtió que después de un buen lavado, ese pelo enmarañado tendría un precioso color rubio, que esa bata de lana ordinaria disimulaba la forma de sus pechos.
Que si bien tenía las manos agrietadas, éstas eran finas, que la pequeña cara tenía una belleza incipiente, con sus labios carnosos, los grandes ojos turquesa y las largas y oscuras pestañas. Se adivinaba una figura de gracia y donaire como nunca había tenido Úrsula.
—Celia —dijo suavemente—, tú eres mi sobrina y como ahora no tienes ningún allegado, y yo tampoco, es tiempo ya que nos conozcamos mutuamente.
Celia levantó la mano y se quedó mirándola, tratando de poner sus pensamientos en orden, temerosa de encontrarse con una nueva y estúpida broma, de las que tanto abundaban en este mundo.
—Señora, yo soy una Bohun —dijo desafiante— y el patrón dijo que usted era Lady Wouthwell, pero yo no tengo nada que ver con Cowdray.
—Ya lo sé querida —dijo Úrsula cariñosamente—. Pero yo también soy una Bohun, y tu padre era hermano mío.
Celia observó entonces más atentamente a Lady Wouthwell, estudió su gastada capa de terciopelo negro, la característica toca de gasa blanca de las viudas que cubría parcialmente el pelo canoso y su cara huesuda y bondadosa; nunca había visto tan de cerca de una señora, solamente una vez, desde la ventana de la posada cuando una cabalgata que se dirigía al castillo se detenía allí para hacer averiguaciones.
—Mamá… —la voz de Celia se quebró y se mordió el labio—. Mi madre —prosiguió cuidadosamente— nunca me dijo que teníamos parientes en Cowdray. Ella dijo que todos los Bohun se habían muerto. Y de todos modos, mi padre era un bastardo y se peleó con el resto de la familia antes que yo naciera.
—Así es —dio Úrsula suspirando—. La pura verdad y una vieja historia del pasado. Pero yo soy tía tuya y quisiera ser tu amiga.
—Úrsula le tendió la mano, que la muchacha tomó algo titubeante, pero sintiendo al primer contacto una sensación de amparo como no había experimentado en semanas o quizás años; pues si bien su madre era muy cariñosa, no hablaba mucho ni demostraba tampoco sus sentimientos.
Así empezó su unión. Y muy después y gracias a los ambiciosos planes de Úrsula, comenzó una unión con un amor distinto y trágico por alguien que se convertiría en una hija bien amada.
Úrsula no poseía bienes propios y su orgullo le impedía solicitar a Sir Anthony que se hiciera cargo de otra persona, como tampoco quería presentar a Celia en Cowdray en calidad de sirvienta; más adelante y luego de una debida preparación, tal vez encontrara la forma adecuada de introducir a la muchacha en el altillo en calidad de acompañante.
Celia debía continuar mientras tanto cumpliendo con sus tareas en el Spread Eagle.
—Y no olvides nunca, querida —dijo Úrsula—, que esta posada era nuestra en otra época, y que el águila con las alas desplegadas es el emblema de los Bohun, por lo tanto tienes ciertos derechos aquí. Yo me ocuparé de hablar con tu patrón.
El señor Potts no pareció mayormente impresionado con esta lógica, pero tanto él como su esposa eran personas bondadosas y sentían lástima por la niña a la que habían conocido desde su más tierna infancia.
Por lo tanto Celia vivía en la posada, ocupándose de servir cerveza y comidas a los parroquianos como antes, pero visitando a Úrsula muy a menudo. Su tía descubrió muy pronto que la niña era inteligente, que tenía grandes ansias por aprender y que carecía totalmente de educación. Úrsula no se sorprendió de que Celia no supiera leer o escribir y trató de solucionarlo lo mejor posible dentro de sus posibilidades. Celia pasaba muchas horas estudiando y a mediados de enero podía leer frases enteras que Úrsula escribía con caracteres de imprenta. Pero las ambiciones de Úrsula para la niña crecían proporcionadamente con el amor que sentía por ella; empezó a sospechar que esta piedra sin tallar era capaz de tener grandes reflejos. Se dio cuenta también que debía solucionarse la ausencia de educación religiosa y qué mejor maestro para ello que el sacerdote de la mansión de los Browne, el hermano Stephen.
El día de la fiesta de la candelaria, el dos de febrero último, Úrsula se quedó esperando afuera de la capilla privada después que terminó la misa, y condujo al monje hasta el locutorio contiguo al salón de los ciervos.
—Hermano Stephen —dio Úrsula—, no parece usted estar recargado de trabajo. Me gustaría saber si podría ayudarme en cierto asunto.
—Con el mayor gusto, siempre que pueda hacerlo, señora —Stephen sonrió, inclinándose ligeramente y esperó. Era un hombre joven y alto y su hábito negro de benedictino lo hacía parecer más alto. Cumplía puntillosa y diligentemente con su tarea de cuidar de la salud espiritual de las doscientas almas que vivían en Cowdray. Celebraba las mismas, administraba los sacramentos, bautismos, casamientos, entierros cuando era necesario, y durante su tiempo libre no alternaba con nadie y vivía, por propia preferencia, en una cabaña desmantelada contigua a las ruinas de la capilla de St. Ann en la cima de una colina que había sido antes una plaza fuerte de los Bohun. Guardaba unos cuantos libros en su celda y se lo consideraba un erudito, pero no tenía amistades.
Úrsula le explicó sus intenciones y la situación.
—Comprendo —dijo Stephen al cabo de un momento—. Y creo que su sobrina debería recibir instrucción religiosa, pero me parece algo exagerado pretender que aprenda aritmética y latín. ¿Para qué necesita saber esas cosas una simple mujer? ¿De qué beneficio le será en la posición en que Dios la ha colocado?
Le habló amablemente, como de costumbre, y no dejó entrever la gracia que le había hecho la tierna fantasía de la vieja señora. Comprendió que Lady Úrsula se sentía sola y que había encontrado un objeto sobre el cual volcar su encendido cariño. Le gustaba esa mujer y escuchaba con simpatía sus inocentes confesiones, sintiendo cierta solidaridad con quien se rebelaba ocasionalmente contra el patronazgo y cuyo orgullo había sido herido a menudo. Sabía que las dos virtudes cristianas que más falta le hacían a él eran la humildad y la obediencia. Los otros votos que formulaban los benedictinos, pobreza y castidad, nunca lo habían molestado.
—No espero, buen hermano, que Celia permanezca en el presente estado —dio Úrsula, con un nuevo brillo en sus ojos apagados—. He preparado su horóscopo; Júpiter y Venus se presentan en una faz benigna y lo mismo sucede con muchas estrellas favorables.
Stephen rió.
—Ah, había olvidado que usted era aficionada a la astrología —dijo indulgentemente—. No se lo considera un pecado y si le brinda satisfacción… no obstante, solamente la voluntad de Dios es la que dispone de nosotros.
—Por supuesto —asintió Úrsula mirando al monje—, pero la voluntad de Dios gobierna también a los cuerpos celestes.
Se dio cuenta en ese momento que Stephen era un hombre buen mozo, de rasgos agradables, que el pelo que crecía alrededor de la tonsura era oscuro y ondeado, y que su persona era muy atrayente. Pero uno no piensa en un monje como en un hombre verdadero. Y además, éste tenía una dignidad y una indiferencia que lo hacían parecer mayor de los veintisiete años que alguien dijo que tenía.
—Quisiera que viera a la niña por lo menos —agregó Úrsula suavemente—. Es prácticamente una pagana. Ignora en absoluto todo lo referente a la pasión de nuestro señor y a la Trinidad, apenas sabe el nombre de la virgen bendita.
—¡Lamentable! —exclamó Stephen escandalizado—. No debe caer en las execrables herejías que nos rodean. Dígale que venga a verme mañana al mediodía a St. Annʼs Hill. Estaré esperándola —luego de decirle «Benedicite» salió del castillo, atravesó el río Rother y trepó la colina hasta llegar a su habitación.
El castillo medieval de los Bohun estaba en ruinas, ya que la mayoría de sus piedras habían sido acarreadas hacia el terreno llano cuando Sir David Owen se casó con Mary de Bohun y emprendió la construcción de una confortable casa de estilo Tudor en medio de un bosquecillo de avellanos, bautizándola con el nombre francés normando de «La Coudraie».
Los esfuerzos arquitectónicos de Sir David se vieron entorpecidos por una falta de fondos. Pero esto no pareció ocurrir con sus nuevos propietarios. El conde de Southampton y más adelante su cuñado, Anthony Browne, convirtieron a Cowdray en un verdadero palacio.
A Stephen no le gustaba el lugar, no sólo por su magnificencia sino por los corrompidos ricos que lo habían edificado. Dinero robado. Dinero que pertenecía a Dios. Stephen había luchado angustiosamente con su conciencia respecto a su posición, como capellán de los Browne, a pesar de que era el resultado de su obediencia y humillación.
Los pensamientos de Stephen reanudaron al lucha mientras trepaba por el sendero de barro escarchado que conducía a la cima de St. Annʼs Hill. Entró a su cabaña, atizó las brasas y giró hacia el suelo el soporte del que colgaba la olla con su guiso de cordero.
Su hogar era espartano pero confortable. Estaba hecho con madera y piedras de la pared oriental del muro que rodeaba la fortaleza. Tenía un prolijo techo de paja y piso de tablones. La pequeña capilla de St. Ann la protegía de los vientos del norte y era usada por Stephen para sus devociones privadas.
La cama de madera tenía un colchón de paja fresca que él se encargaba de cambiar frecuentemente, pues era limpio por naturaleza y tenía horror de las alimañas y pulgas. Cuando se alejó de las dos abadías en las que había sido educado y de la compañía de sus hermanos religiosos, el superior francés lo autorizó a aflojar un poco la regla sobre posesiones privadas.
Poseía por lo tanto unos cuantos libros encuadernados en pergamino y además de su crucifijo negro con el Cristo de plata, junto a una ventana colgaba una curiosa imagen de la virgen, ingenua y deliciosa. Tenía pelo rubio y estaba sentada en un prado florido sonriendo misteriosamente. Este brillante esbozo de un pintor Italiano —posiblemente Botticelli— le fue enviado a Stephen cuando se ordenó en Francia.
El abate francés de Marmoutier era un hombre razonable y cuando se despidió sentidamente de Stephen agregó:
—Hijo mío, tu situación en ese país bárbaro y herético va a ser bastante difícil de por sí como para que te prives además de llevar tus inocentes posesiones. Conozco tu verdadero carácter no sufrirás tentaciones que te harán transgredir nuestras reglas. Has formulado los votos sagrados y estoy seguro que harás honor a ellos más que cualquier monje que haya estado bajo mi tutela.
Stephen se sintió profundamente emocionado cuando se arrodilló para besar el anillo y oyó semejante ponderación del generalmente taciturno abad. Volvió a Inglaterra, su país natal, embriagado de entusiasmo y apasionada dedicación. No imaginaba las rebeliones, resentimientos y desprecios que iba a tener que soportar.
Stephen Marsdon nació en Medfield, cerca de Alfriston en Sussex. Por ser el hijo menor, fue destinado a la iglesia desde su infancia. Desde los tiempos de Guillermo el conquistador, el hijo menor había sido entregado a la iglesia y Stephen aceptó su destino sin protestar. Su padre lo llevó cuando cumplió nueve años, a la abadía de Battle, donde hizo ingresar a Stephen como prenovicio y alumno. El niño tuvo una niñez feliz. Era sano y descollaba en los deportes autorizados para los pupilos, carreras, juegos de pelota, luchas y otros. No desperdició tampoco las otras habilidades que se les enseñaban a los caballeros elegantes, ya que él nunca había tenido oportunidad de conocerlas, conocer torneos de lidia, aprender a tocar el laúd y a bailar.
Era estudioso además y aprendió latín con gran facilidad, como así también todos los clásicos a los que pudo echar mano. Era popular asimismo con los otros chicos. Sabía que los monjes encargados de la enseñanza lo miraban con buenos ojos y un día oyó que el abad de Battle, John Hammond le decía al maestro de novicios:
—No pierda de vista a Stephen Marsdon, por nuestra santísima madre, le aseguro que preveo un brillante futuro para él en la iglesia. Recuerde lo que le digo, él también será un abad.
Esta predicción llenó de júbilo a Stephen que era un líder innato y que sin embargo tenía un lado místico al que le encantaban las cantos de los monjes, las festividades de la iglesia, los rituales, velas e incienso.
Cuando cumplió once años, en mil quinientos treinta y seis, ocurrieron en toda Inglaterra unas espectaculares catástrofes. Los sucesos que las provocaban no llegaron a oídos de los muchachos recluidos en Battle. Dos años más tarde, el último golpe sorprendió en tal forma a Stephen y sus compañeros, que al principio creyeron que se trataba de una broma.
El veintisiete de mayo de mil quinientos treinta y ocho el abad Hammond reunió a su comunidad y pronunció una alocución desde el púlpito durante la cual su voz temblaba, lágrimas de ira caían por sus mejillas hundidas y sus manos finas y blancas sacudían el atril con una furia impotente.
El abad dijo que un decreto real de su graciosa majestad, el rey Enrique VIII, defensor de la fe, ordenaba la disolución de todos los monasterios, y que este monstruoso decreto afectaba ahora también a Battle. Ya habían comenzado las intercesiones y oraciones perennes; era increíble pensar que la abadía de Battle, que había sido fundada como una sagrada acción de gracias por Guillermo el conquistador en este exacto y milagroso lugar, fuera disuelta como otras órdenes menores, que San martín y la virgen santísima jamás permitirían semejante maldad. Tras lo cual el abad dirigió una mirada fulminante a Richard Layton, el comisionado del rey, que permanecía sentado imperturbable en la iglesia.
Los muchachos discutieron entre ellos este extraordinario anuncio cuando subieron al dormitorio común. Al principio hablaban en nerviosos susurros, a pesar de que el monje que generalmente los vigilaba estaba ausente, rezando con sus hermanos.
Uno de los muchachos pertenecía a la famosa familia Sackville de Kent y pasaba más tiempo en su casa que los demás y por lo tanto estaba más interiorizado de los acontecimientos externos que sus compañeros. Se llamaba Hugh y jamás había tenido intención de formalizar los votos sagrados. Se refirió entusiasmado al asunto y manifestó sentir gran admiración por el rey.
—Ése sí que es un hombre que sabe lo que quiere y lo consigue. Quería divorciarse para casarse con Ana Bolena, esa bruja de pelo negro. Quería un hijo varón y no permitió que el papa se lo negara. Pero ana no pudo ofrecerle más que una mujer, la princesa Isabel como todos ustedes lo saben. Entonces el rey Enrique le cortó la cabeza a Ana y se casó con nuestra última reina. Ahora tiene un hijo varón, pero también quiere algo más.
—¿Cómo qué? —inquirió Stephen que todavía no conseguía comprender lo que el abad les había dicho.
Hugo hizo sonar ruidosamente su índice y su pulgar.
—Oro, muchacho —respondió—. Riquezas, propiedades, como cualquier otro hombre. Ahora las tendrá.
—¿Qué quieres decir? —tartamudeó Stephen—. ¿Cómo hará para obtenerlo?
—Pues de los monasterios, tonto. Las abadías, los conventos ¿De qué otro lugar si no?
—Pero no puede hacerlo —exclamó Stephen—. No puede tomar para sí lo que pertenece a Dios.
—¿Con que no puede? —dijo Hugo riendo—. Pronto lo verás, pobre inocente.
Y Stephen lo vio muy pronto. La magnífica abadía de Battle fue inexorablemente disuelta, como todas las otras órdenes religiosas. Los monjes fueron expulsados. La iglesia, la sacristía, los aposentos del abad fueron metódicamente despojados. Vajilla de oro y plata, muebles, inclusive los mármoles del altar mayor, todo fue acarreado y enviado a otro lugar. Vaciaron las cocinas y bodegas. Los jamones y todas las botellas del aromático licor benedictino, que tan cuidadosamente destilaba año tras año el hermano Sebastián, encargado de la bodega, fueron a parar a los castillos reales de Greenwich, Windsor y Whitehall.
En el mes de noviembre, el rey Enrique adjudicó la abadía de Battle a Sir Anthony Browne, encargado de las caballerizas, miembro del consejo privado, caballero de la Orden de la Jarretera. Este generoso regalo era doblemente infame, porque Sir Anthony era un católico.
Stephen, como todos los otros niños, fue enviado a su casa cuando el monasterio fue disuelto; su padre compartía su atónita indignación pero no se animaba a demostrarlo. Se decapitaba a los nobles y caballeros y personas de menor cuantía eran ahorcados por criticar al rey.
Pero Robert Marsdon era comprensivo y autorizó a su hijo menor a seguir el único camino posible para un joven con verdadera vocación religiosa; Stephen comenzaría su noviciado en Francia. Eligieron la abadía benedictina de San martín en Marmoutier, cerca de Tours.
Quiso la casualidad que Stephen se dirigiera de regreso a Battle para despedirse de su viejo abad el mismo día en que Sir Anthony Browne iniciara una serie de festejos para celebrar su nueva propiedad. Stephen refrenó su caballo asombrado al ver que las puertas del noble edificio gótico estaban abiertas de par en par y que el patio estaba atestado de caballos y lacayos. Gritos ahogados, carcajadas estridentes y una música atronadora emergían del gran refectorio donde seis meses atrás sólo se oía la suave voz que leía las escrituras mientras los monjes comían en silencio. Estandartes rojos y dorados ostentando el emblema de los ciervos colgaban de varias ventanas. Y Stephen observó indignado cómo una joven muchacha salía corriendo de la cocina en dirección a los claustros y era detenida y violada a su paso por un lacayo, produciendo el regocijo de sus compañeros que gritaban y aplaudían entusiasmados.
Stephen no podía apartar la vista de esos muslos rosados y desnudos, a pesar que sintió un espasmo de disgusto en la garganta.
Cuando otro lacayo se arrojó sobre la muchacha al haber terminado su cometido el primero, Stephen tiró la rienda de su caballo y clavó las espuelas en sus flancos. El pobre animal partió al galope tendido por la carretera que conducía a Hastings. Después de haber galopado más o menos una milla, Stephen frenó su cabalgadura y vomitó. El corazón le latía con fuerza y su cuello estaba empapado de sudor. Todo su ser se sentía revuelto, pero no podía apartar su mente del lamentable espectáculo.
Se bajó del caballo y metió la cabeza en el arroyo que corría junto al camino, cabalgó luego juiciosamente, evitando pasar por la abadía y se detuvo en una taberna para averiguar dónde podía encontrar al viejo abad.
El anciano vivía en la próxima cuadra, no había querido abandonar la ciudad que tanto quería y donde había ejercido una suprema autoridad. Él mismo respondió a los golpes de Stephen en la puerta.
—¡Ah, hijo mío! —exclamó abrazando a Stephen—. ¡Benedicite! ¿Así que todavía hay alguien que tiene interés en verme?
—Oh, reverendo padre —exclamó Stephen—, he venido para que me dé su bendición porque la semana próxima parto para Francia. Santa madre de Dios —agregó, comenzando a temblar—. Lo que le ha hecho a nuestra abadía ese monstruo renegado, ese demonio… —Stephen se atragantó y continuó diciendo en un susurro—: Estaban fornicando en los claustros. Yo… yo lo vi.
—Ah… —dijo John Hammond suspirando. Sus ojos inteligentes examinaron al muchacho—. ¿Te quedaste mirando, hijo mío?
Un oscuro rubor subió hasta las raíces del pelo negro de Stephen.
—No podía apartar la vista. ¡Deme una penitencia, padre! ¡Una dura penitencia!
—¿Sentiste ganas de hacer lo mismo, hijo mío? Sentiste una presión en cierto lugar, pues no eres tan niño ya.
—Por las benditas llagas de nuestro señor… ¡No! —exclamó Stephen—. Me pareció bestial, asqueroso.
—Así es —dijo el abad asintiendo con la cabeza—, a menos que haya sido santificado por el matrimonio para la procreación de cristianos. ¿Por lo visto aún piensas formalizar tus votos?
—Sí —respondió Stephen—. Nací para ser monje y no deseo ninguna otra clase de vida que no sea la que usted y sus hermanos compartían en Battle. Pacífica, hermosa, todos los actos ejecutados para la mayor gloria de Dios.
Los ojos del anciano se humedecieron; la sinceridad del muchacho era la primera sensación de alivio que había experimentado en semanas. Pero no había llegado a su alto cargo sin adquirir un profundo conocimiento de la naturaleza humana, como de las cruces que debían llevar las almas más espirituales y le impartió una advertencia.
—Tendrás problemas, hijo mío… deberás pelear más de una vez con el tentador. Tal vez esas batallas no sean contra la castidad, pues creo que no tienes una naturaleza lasciva. Y con toda seguridad no serán por la pobreza; durante los años que pasaste aquí jamás recibí informe alguno sobre egoísmo de parte tuya o apego a posesiones personales. Pero… —hizo una pausa.
—Oh —dijo Stephen sacudiendo la cabeza—, nunca dejaré de obedecer a mis superiores, reverendo padre. Nunca.
El abad sonrió tristemente.
—La prueba puede manifestarse en una forma que te será más difícil soportar —hizo otra pausa—. Odias a Sir Anthony Browne, verdad.
—Pues por supuesto, padre. Lo detesto a él y a todo su linaje. Es un traidor a la iglesia, un traidor a Dios. Un anticristo. Un hereje servil y adulón, se llame como se llame.
—Palabras muy duras, hijo mío, me inclino a pensar. En realidad el día que tomó posesión de la abadía yo le hice una terrible profecía.
—¿Qué profecía; reverendo padre?
—Que su estirpe, su casa, todo su orgullo perecerían… que el agua y el fuego los destruirán. Lo vi en una visión.
—¡Pues que suceda mañana mismo! —exclamó Stephen—. ¿Qué dijo él?
—Se asustó, se puso pálido, su señora cayó de rodillas y lloró.
—Pues entonces deberían devolver la abadía —dijo Stephen severamente.
—Eso no es tan simple —dijo el anciano—. El rey se la dio. Y Sir Anthony es un siervo del rey. Pero también creo que ese caballero ha descubierto una forma para aliviar su conciencia.
—¡No puede haber ninguna! —pronunció Stephen—. ¡Ninguna salvo devolverla!
—Quizás algún día tengas que cambiar de opinión —dijo el abad con una leve sonrisa—, cuando se ponga a prueba tu voto de obediencia.
Mientras comía su guiso de cordero en la pequeña cabaña de St. Annʼs Hill, Stephen pensaba tristemente en ese día, catorce años atrás, en que fue a despedirse del abad. No sospechó entonces el significado de las palabras del anciano. Aunque más tarde, cuando estaba en Francia, se enteró que los Browne habían tomado como capellán a uno de los monjes expulsados y que habían conseguido ubicar en otros lugares a varios otros.
Hoy en día Stephen sabía que Sir Anthony había pensado en él mucho tiempo atrás para ocupar ese cargo, no bien se ordenara. Esa elección estaba basada en primer lugar en informes brindados por el desposeído abad inglés y luego por el abad de Marmoutier.
Sir Anthony miraba favorablemente a los oriundos de Sussex y sabía que los Marsdon, a diferencia de ellos, procedían de una antiquísima familia sajona. Sentía admiración por el linaje.
El viejo Sir Anthony murió en mil quinientos cuarenta y ocho, y su hijo heredó numerosas propiedades, entre las cuales se contaba ahora Cowdray.
El joven Anthony sentía gran respeto por su padre, que se las había arreglado para sobrevivir al imprevisible rey, e hizo todo lo posible para mantener la política de su progenitor.
Y así fue como por orden suya el horrorizado Stephen fue enviado a Cowdray el verano anterior, sintiendo una rebeldía semejante a la prevista por el abad Hammond. Se sentía feliz en los claustros en la compañía de sus hermanos, feliz con su reciente designación como miembro del coro, pues tenía una agradable voz de barítono y mucho oído.
Gozaba con las lujosas ceremonias del año eclesiástico, las distintas festividades, las emociones que suscitaban y sus diferentes colores: violeta para penitencia, rojo, blanco y dorado para festejos.
Cuando se ordenó, tres años atrás, experimentó un éxtasis místico. Y en el fondo de su corazón siempre había esperado cumplir con la profecía del viejo abad, avanzando progresivamente de posición en la escala religiosa, hasta llegar finalmente a dirigir una abadía en algún lugar. En Francia, quizás, pues ahora hablaba en francés perfecto. O quizás en Escocia, o a lo mejor, si las oraciones de toda la orden benedictina eran escuchadas, en una Inglaterra nuevamente católica.
Pero fue Cowdray, en cambio, una indiferente, condescendiente y casi totalmente frívola casa, donde debía ejercer su ministerio como capellán de una familia que se había enriquecido de tan mala manera, aprovechando la disolución de los monasterios.
Sería un pecado muy grave rezar para que se cumpliera la otra errónea profecía del abad Hammond, la destrucción de los Browne por el agua y el fuego, y Stephen no lo hizo, pero rezó en cambio para su liberación siempre y cuando fuera la voluntad de Dios. Trataba de no pensar que se sentía solo además de aburrido. Y a eso se agregaba una inesperada mortificación.
Antes de cumplir con su misión en Cowdray fue a Medfield a visitar a su familia.
Sus padres habían muerto y su hermano Tom se había casado con una encantadora y simpática prima de Kent y tenía un pequeño hijo, llamado Thomas.
Stephen había olvidado por completo su antiguo hogar y se sorprendió al descubrir cuánto lo quería. La mezcla de cuartos desordenados, el palomar repleto de pichones, el estanque de los patos, el panorama de las montañas, todo evocaba recuerdos nostálgicos. Celebró la misa, a la que concurrieron sus familiares y demás ocupantes de la casa, en la pequeña capilla privada y apenas podía a concentrarse en el milagro de la transustanciación por el intenso resplandor familiar que lo embargaba. Nunca había sido muy amigo de su hermano mayor, ni se sentía unido a él ahora. Le asombraba la falta de instrucción de su hermano, pero descubrió en él cierto agradable parecido con su padre; admiraba la hospitalidad cariñosa de Tom y su marcado interés por el más mínimo detalle de lo que ocurría en su propiedad. Tom era de cabo a rabo el hacendado incipiente, estricto pero bondadoso, fiel cumplidor de sus principios. Era muy cariñoso también con Nan, su joven esposa, y con su pequeño hijito.
Stephen experimentó una desagradable sensación una tarde cuando Nan se dispuso a amamantar a su bebé. Con toda naturalidad se desabrochó la bata de su vestido mientras estaban sentados en el salón después de comer, saboreando el delicioso licor que ella había preparado con la miel de Medfield. Stephen vio el voluminoso y blanco pecho terminado en un rosado pezón antes de que el niño lo cubriera con su boca hambrienta. Bajó rápidamente la vista a su vaso de metal y le hizo a Tom una intempestiva pregunta respecto a sus tierras. Tom cruzó las piernas y le dio una detallada respuesta.
—Qué injusto —dijo Stephen amargamente, aunque su mente luchaba contra esa vergonzosa fascinación. Había visto a numerosas campesinas amamantando a sus bebés cuando iban a la abadía a pedir limosna, y le había impresionado tan poco como cuando veía a cualquier miembro del reino animal alimentando a su cría.
¿Por qué entonces esta turbación con Nan? ¿Por qué el niño es de mi propia sangre, lo más próximo a un hijo mío?, pensó. Y como estaba acostumbrado a examinar su conciencia, con gran disgusto identificó la otra sensación como envidia. Tom no había sufrido súbitos arrincones en su vida, era el positivo dueño de Medfield Place, dueño de su serena belleza, confort y abundancia; un esposo feliz con una mujer bonita para animarlo y cuidarlo, y padre de un robusto niño que continuaría su obra.
—Pareces un poco triste, hermano —dijo Tom riendo—. Había olvidado que estás en camino de atender al mismo señor que te expulsó de la abadía de Battle. Debes considerarnos gente muy modesta después de todo lo que has visto durante tus numerosos viajes. Lo que es yo… con una escapada a Lewes los días de feria cada seis meses ya me doy por satisfecho. Medfield es lo que más me interesa.
—Ya lo sé —dijo Stephen suspirando.
Stephen partió de Medfield rumbo a Cowdray, dos días después, sabiendo que se sentían muy aliviados con su partida, a pesar que Nan, todas sonrisas, le entregó el niño para que lo sostuviera y bendijera. La presencia de este monje benedictino con su hábito largo y negro, su tonsura, una cuerda enroscada en la cintura y un crucifijo de madera en el pecho, les resultaba algo incómoda. No era a causa de los arrendatarios o la gente del pueblo, pues los Marsdon siempre habían hecho lo que les daba la gana y eran estimados por todos. Pero Stephen ponía una nota discordante en la armonía de Medfield.
Sentían un poco de miedo de él, de su cultura, sus viajes y su lenguaje esmerado. Tom era aficionado a las payasadas y chistes subidos de tono, pero le pareció que debía suprimirlos mientras durara la visita de su hermano. Nan sabía instintivamente que perturbaba a su cuñado en alguna forma. Dejó de amamantar al pequeño Tom en su presencia. Dejó de apoyarse sobre su hombro al inclinarse para alcanzarle el plato y suprimió los sonoros besos con que se recibía a los parientes, o inclusive a personas extrañas, en Inglaterra. Y como ambos esposos habían perdido la costumbre de oír misa todos los días desde su niñez, les parecía un poco pesada la insistencia de Stephen.
Stephen terminó su comida y como era la fiesta de la purificación de la virgen, untó con un poco de miel la tajada de pan blanco y bebió un vaso de cerveza. Sus alimentos eran traídos diariamente por un pinche desde la cocina de Cowdray. Stephen podría haber comido en el castillo si hubiera querido, pero rara vez lo hacía. Sabía que su presencia era algo turbante, como lo había sido en Medfield.
Todavía no estaba acostumbrado a la desfachatez y glotonería que lo rodeaba, ni tampoco a las borracheras, las pequeñas intrigas para lograr sitios preferenciales, ni las peleas que frecuentemente tenían lugar entre caballeros que venían de visita, ni la constante y sutil chismografía de la corte.
Sentía pena por la prohibición de realizar la tradicional procesión. El rey Edward así lo había decretado. Velas encendidas creaban un ambiente demasiado papista, y como el buen Sir Anthony era un fiel practicante, le pareció que no valía la pena incurrir en la desobediencia del rey por un ritual que no revestía mayor importancia.
Stephen la realizó a solas esa noche. Llevó la pequeña imagen de la virgen a la fría y derruida capilla vecina, la colocó sobre el desnudo altar de piedra y reverentemente encendió tres velas.
Se arrodilló para rezar las oraciones y la sonrisa de la imagen pareció agrandarse con la luz vacilante de las velas, le pareció ver un hoyuelo junto a la boca y tuvo la impresión que lo miraba cariñosamente. Cuando terminó la última avemaría, sintió un estallido de amor en su pecho, y un éxtasis piadoso como el que sintió durante su ordenación. Su descontento y soledad se disolvieron en un torrente de amorosa entrega y alegre sumisión.
Stephen estaba demasiado exaltado como para poder dormir esa noche y su alborozo subsistía cuando bajó la colina llevando un farol en su mano, pues todavía era noche cerrada, rumbo a Cowdray para celebrar la misa de las seis. No recordaba las advertencias del sabio abad de Marmoutier, según las cuales los momentos de éxtasis y comunión eran generalmente seguidos por pruebas rigurosas. Celebró gozoso la misa, que fue escuchada por toda la servidumbre y unas cuantas personas de alcurnia en la galería del señor. Cuatro damas ese día.
La pequeña Lady Jane Browne, que hacia un año que se había casado y que estaba embarazada de cinco meses, parecía enferma. Su cara desabrida y angustiada estaba demacrada y tenía grandes ojeras. Siempre se incluían oraciones para que tuviera un parto feliz. A demás de Lady Jane estaba la joven y altanera viuda del viejo Sir Anthony, por la que Stephen sintió un profundo desagrado desde el primer momento en que la vio; y también estaba Isabel, la joven hermana del actual Sir Anthony, una muchacha de dieciséis años, gorda y perezosa, cuyos continuos bufidos y risitas disimuladas no respetaban ni siquiera el confesionario.
Se sonaba cuando debía contestar las oraciones porque estaba resfriada, y no dejó de jugar durante toda la misa con una pulsera de esmeraldas nueva.
Entre los otros feligreses estaba Úrsula, que arrinconó nuevamente a Stephen cuando éste se retiraba, para recordarle que su sobrina iría a su cabaña a mediodía. Él lo había olvidado y le agradeció que se lo hubiera recordado. Al salir pasó frente a la puerta de la capilla y vio a la viuda del viejo Sir Anthony sentada en un banco y con una extraña expresión en su cara.
Normalmente Stephen habría seguido de largo, uno de los leñadores que estaba muriendo y había solicitado los últimos sacramentos.
Pero Geraldine Browne lo vio y exclamó imperiosamente:
—¡Venga aquí, hermano!
Stephen entró a la capilla y se acercó al banco.
—¿Sí, señora?
Geraldine lo miró con sus llamativos ojos azules, típicamente irlandeses, bordeados por pestañas negras y tupidas, pero duros y opacos, que examinaron a Stephen insolentemente.
—Quiero que entregue un mensaje de parte mía —dijo finalmente sacando una carta lacrada del bolsito de terciopelo que colgaba de su cinturón—. Parece ser más discreto que muchos de sus congéneres.
Stephen se sonrojó. La viuda del viejo Sir Anthony parecía tener entre veinte y treinta años. Se decía que sólo tenía dieciséis cuando se casó. Su pelo cobrizo estaba cuidadosamente peinado alrededor de su cofia de viuda. Se adivinaba una piel fina y muy blanca debajo de una capa de colorete y polvos. Muchos hombres la considerarían bonita. Su nombre de soltera era Elizabeth Fitzgerald, había nacido en Irlanda y era hija del conde de Kildare, pero había adoptado el nombre de «Geraldine». Su padre murió en la torre acusado de traición y su hermano Gerald se ocultaba en alguna de sus propiedades irlandesas, esperando ver qué actitud tomaría el rey Edward bajo la nueva influencia del duque de Northumberland.
Stephen había oído parcialmente esta historia, pero no había sentido interés ni simpatía por esta mujer, cuyas confesiones eran soberbias y superficiales.
—¿Entregar una carta? —preguntó cautelosamente—. ¿Y discretamente? Un pedido extraño, señora. Seguramente alguno de los pajes…
—No —dijo ella apretando los labios—. Los pajes hablan. Todo lo que le pido es que lleve esta carta a las nueve de la noche hasta Close Walke, donde estará esperándolo un mensajero.
El tono con que hablaba le fastidió. Le repelía ese pedido de un servil acto de complicidad en una intriga.
—Estoy aquí —dio Stephen— para cumplir con mis deberes en Cowdray. No creo que este mandato forme parte de ellos.
—¡Santo cielo! —exclamó Geraldine entre dientes—. ¿Usted piensa que mis órdenes no son importantes? Pronto cambiará de opinión. Por el momento soy la viuda… mi familia es ignorada y yo también. ¡Pero le juro por la cruz que esta situación cambiará!
—Puede ser —dijo Stephen encogiéndose de hombros—. Si es la voluntad de Dios.
—Sus modales dejan mucho que desear, hermano Stephen —dio subiendo el tono de su voz—. Detesto Cowdray, enterrado aquí en Sussex en medio de estos campesinos. Ya era bastante penoso mientras era la señora dueña de casa, y ahora… ¡Teniendo que dejar mi lugar a esa mojigata y carilarga de Jane! Pero no importa, veo soluciones. Y las pondré en práctica.
Stephen no tenía la menor idea de lo que quería decir y tampoco le importaba.
—Debo apurarme —dijo—. El viejo Peter Cobb, el leñador, se está muriendo —se inclinó levemente y se alejó con paso rápido, olvidándose en seguida de Lady Geraldine.
El tañido de la gran campana del castillo de Cowdray resonó por el valle del río Rother al repicar doce veces al mediodía, y junto con ella, pero con un tañido de retraso, sonó la campana de la parroquia de Midhurst. Stephen repitió mecánicamente en su cabaña el oficio de la hora y cuando terminó cortó un pedazo de pan y una tajada de queso.
Peter Cobb murió mientras recibía los últimos sacramentos y Stephen estaba pensando en la muerte, en su dignidad, su horror, cuando oyó un tímido golpe en la puerta de madera.
La abrió y se quedó mirando a la muchacha humilde vestida con un vestido de lana ordinaria y un chal tejido a mano. Tenía atado en la cabeza un pañuelo blanco que ocultaba parcialmente su pelo rubio que le caía hasta la cintura. Ella lo miró y él tuvo la extraña sensación de que la conocía, no su cara ni la tímida mirada de sus brillantes ojos azules, sino la persona que estaba detrás de ellos.
—Mi tía, Lady Wouthwell, me dijo que viniera —dijo algo nerviosa, retorciendo sus manos agrietadas viendo que él no hablaba—. Soy Celia Bohun.
—Así es —musitó Stephen reaccionando—. ¿Me parece haberla visto antes, verdad?
Ella meneó la cabeza.
—Yo lo he visto a usted una vez de lejos, cuando cruzaba el Rother rumbo a Cowdray. Nunca imaginé que algún día lo conocería, pero mi tía Úrsula me dijo que debía venir aquí hoy a mediodía.
La actitud de él la desconcertaba, parecía tan negro y odioso allí parado apoyando una mano en cada lado del marco de la puerta, como para impedirle que entrara y mirándola con el ceño fruncido.
—Puedo regresar —tartamudeó sonrojándose—, no quiero molestar, padre.
Soplaba un viento frío de las montañas y Stephen se dio cuenta que la muchacha estaba tiritando.
—No, no —dijo bruscamente—. Entra y siéntate junto al fuego. Le prometí a Lady Wouthwell que te vería. Y si bien es cierto Celia que soy un sacerdote, soy un monje además. Debes llamarme «hermano Stephen».
—Oh —dijo ella todavía algo confundida. Le parecía tan raro tener que llamar «hermano» a este dechado de dignidad y renuencia. Entró junto con él a la cabaña sintiéndose un poco molesta todavía. Él atizó el fuego y le señaló un banquito junto al hogar.
—Siéntate, niña, y comenzaremos averiguando el estado de tu alma ¿Puedes rezar el credo?
Celia se pasó la lengua por los labios, aterrada por su tono perentorio.
—No, no muy bien —balbuceó—. Mi madre solamente me llevaba a la iglesia el día de Navidad y para pascua, me olvidé…
Al ver que él esperaba sin pronunciar palabra, empezó a recitar vacilante:
—Creo en Dios padre, todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, y en todo lo visi… vis…
Stephen meneó la cabeza.
—¿En inglés? —dijo agudamente—. Sé que es la ley del país por el momento y que los curas párrocos la obedecen, pero eso está mal, Celia. Debes aprender a rezar en latín ¡De pie!
Juntó las manos e inclinándose hacia el crucifijo comenzó a recitar reverentemente:
—Credo un unum deum, patern omnipotentum, factores coeli et térrae…
Las sonoras palabras no tenían ningún significado para ella, pero escuchó con asombro y placer la hermosa voz que las pronunciaba y se unió a ella diciendo «amén» en un débil susurro. Él la miró y súbitamente sonrió. La sonrisa la sorprendió, el brillo de sus dientes blancos y regulares y la curva de sus labios trasformaron su cara triste.
Ella retribuyó tímidamente la sonrisa, mirándolo con una expresión de tristeza en sus ojos.
—Jamás podré aprender eso, hermano Stephen. Suena como la música del órgano que tenía la iglesia cuando yo era pequeña. Los soldados del rey rompieron los tubos.
—Ah… —Stephen suspiró y le hizo señas para que se sentara otra vez.
Ella nació justo antes de la disolución, cuando el rey Enrique concentraba su atención en los grandes monasterios, pero él no se había dedicado a suprimir la música, como lo hacía el actual y joven rey, que cada año se aferraba más a un fanático calvinismo.
—Ya verás Celia que tú puedes y vas a aprender el verdadero credo, el padre nuestro y el ave María; y te enseñaré también el catecismo. Tendremos lecciones durante el mediodía.
—Si usted quiere, señor —dio insegura. El programa le parecía formidable—. Por lo general a esta hora no me necesitan en la posada, porque es justo entre el desayuno y la comida.
—Muy bien —se sentó en el sillón—. Hoy veremos qué es lo que Lady Wouthwell te ha enseñado. ¡Repite el alfabeto! —Stephen pareció haber perdido la impresión de que conocía de antes a la niña y se dedicó a cumplir con un deber pero era un buen maestro y al poco rato logró que se sintiera cómoda. Sus sentimientos de rebelión desaparecieron y le contestaba con rapidez. El tiempo pasaba veloz. Stephen consultó su reloj de arena y se puso de pie.
—Por hoy basta. Eres bastante despierta para ser tan joven. Muy pronto le daremos una sorpresa a tu tía.
—Gracias, señor —dijo ella feliz—. Lo que más deseo es agradar a mi tía Úrsula que es tan buena conmigo.
Stephen inclinó la cabeza, pensando que tal vez estaban justificados los ambiciosos planes de Lady Wouthwell respecto a la niña, y que era muy agradable estar encargado de moldear una mente y conducir el espíritu hacia un estado de gracia.
Cuando Celia dio media vuelta para irse, echó un vistazo al rincón de la cabaña junto a la capilla y exclamó:
—Oh-h… —al ver el pequeño cuadro de la virgen. Corrió hacia allí y se quedó boquiabierta—. ¿Quién es? —preguntó—. Tan preciosa. Nunca vi una mujer más bonita. ¿Es un retrato de su amante, señor? ¿La quiere mucho?
Stephen se puso tieso y se sonrojó al oír la blasfema deducción. Celia lo miró confundida e intrigada, hasta que por fin él sonrió dándose cuenta de su inocencia total.
—La adoro —dijo suavemente—. Mi pobre niña, ésa es la bendita virgen María. La santa madre de Dios.
Celia se sonrojó al darse cuenta de que había dicho una tontería.
—Lo siento, hermano Stephen, supongo que usted no puede tener una amante, por supuesto, un sacerdote no puede… es lo que he oído decir. Pero no sabía que la madre de Dios era así.
—Nadie sabe cómo era durante su vida en la tierra, pero muchos pintores la han representado como piensan que debe ser ahora, como la reina del cielo.
Celia asintió y recapacitó.
—¿Este pintor creía que ella tenía pelo rubio como yo? ¿Y ojos como los míos? He visto mis ojos una sola vez, cuando entré a escondidas en el cuarto de terciopelo rojo en Cowdray y me miré en el espejo. Tía Úrsula me sacó corriendo.
—Bien hecho. ¡Nunca debes dejarte dominar por la vanidad! —Stephen habló severamente porque los grandes ojos de Celia se parecían bastante a los del retrato como así también el color de su pelo. Se paró frente al cuadro como si quisiera evitar que lo profanara—. Y ahora, vete —agregó.
Ella se envolvió en el chal.
—¿Quiere que vuelva mañana?
Estuvo por decirle que no, durante un momento deseó no volver a verla nunca más, pero su deber se lo impidió. Nunca en su vida había dejado de cumplir con su palabra.
—Al mediodía —dio, bendiciéndola a la ligera y dando media vuelta.
Así comenzaron seis meses atrás las visitas diarias de Celia a Stephen en la colina de St. Ann. Nunca quiso reconocer que las esperaba cada vez con más interés y que sentía una gran desilusión cuando se interrumpían ya fuera por sus deberes en Cowdray o el trabajo de ella en la posada.
No advirtió que ella floreció durante este tiempo, que su figura adquirió nuevas curvas y que su pequeña cara se hizo más bonita. Él se permitió regocijarse con la rapidez de sus adelantos espirituales. Aprendió a la perfección el credo en latín y otras oraciones que le enseñó de memoria al principio, repitiendo puntillosamente todas las palabras que él decía. Le enseñó luego a reconocer varias palabras latinas en sus misales encuadernados en pergamino, como así también unas básicas nociones de aritmética. Durante las clases gradualmente consiguió quitarle el acento de Sussex tanto en su modo de hablar como en la gramática. Tenía un oído muy bueno y nunca se le ocurrió pensar que tal vez esos progresos se debían a algo más que una innata habilidad o posiblemente su antigua estirpe. Celia tampoco sabía por qué tenía tanto interés en agradarle. Pero se daba cuenta que trabajaba mucho para lograr su poco frecuente sonrisa de beneplácito.
Y mientras ese veinticinco de julio estaba sentada en la ventana del cuarto de su tía, esperando ver llegar al rey, el entusiasmo que sentía no le impedía olvidar la actual humillación y el peligro que corría Stephen. Sir Anthony no quería correr ningún riesgo. No cabía la menor duda de que los espías de Northumberland o el rey se enfurecerían si descubrían que en Cowdray tenían un monje benedictino como capellán. Tampoco era muy seguro que Stephen se quedara en su cabaña. Todos los habitantes del pueblo sabían donde vivía y siempre había descontentos a los que se les soltaría la lengua por un poco de dinero.
Sir Anthony había ordenado a Stephen que fuera a un cuarto secreto que quedaba debajo de los sótanos y cerca del pozo negro en el ala sur. Un húmedo recoveco que ya había sido usado anteriormente como escondite de fugitivos que escapaban a las iras de la corona durante los últimos y agitados años.
Celia sabía muy bien lo indignado que se había sentido Stephen por este escondite y la consiguiente hipocresía. Ella adivinó por las pocas palabras que le oyó decir al respecto, que había rezado intensamente para que ello no ocurriera, y que finalmente consintió en hacerlo porque Sir Anthony, sonriente pero obstinado, le preguntó qué creía él que opinaría el abad de Marmoutier si lo consultaban.
Stephen sabía cuál sería la respuesta.
—Obedece, debes obedecer en lo temporal a tu amo terrenal si la causa católica no se beneficia con ese desafío.
Tras lo cual Stephen fue encerrado en la celda detrás del pozo negro y Celia sabía que estaba sufriendo.
De repente oyó el ruido de las trompetas, vio estandartes que se agitaban y caballos que avanzaban al trote por el camino de Easebourne. Los cañones de Cowdray, que habían sido preparados durante días, comenzaron a tronar.
—¡Aquí están, tía Úrsula! —exclamó Celia, apoyando la nariz contra el vidrio—. Ése que cabalga solo debe ser el rey. Qué sombrero raro tiene, parece una torta con plumas… ¡Pero si no es más que un joven muchacho! —agregó sorprendida.
Úrsula se acercó a la ventana.
—Por supuesto, mi niña, está en plena adolescencia, y casi se murió de sarampión y varicela la primavera pasada. Que Dios lo guarde y lo bendiga. Creo que se parece a los Seymour… —Úrsula frunció sus ojos—. Y sin embargo, tiene algo que me hace acordar a su padre, una fanfarronada o la forma de sentarse en su caballo.
El rey y su procesión desaparecieron de su vista cuando dieron vuelta y se internaron por la soberbia avenida de robles mientras la campana del castillo comenzó un desenfrenado repiqueteo.
—Bajemos ahora —dijo Úrsula enderezando su espalda huesuda—. Mantente erguida. Los Bohun tienen tanto derecho como cualquier de los de aquí de saludar al rey.