Un anciano en la entrada de una capilla, no lejos de las murallas de Varena. Hubo un tiempo en que habría estado absorto en el examen del color de aquellas paredes, a medio camino entre el miel y el ocre, pensando en maneras de usar el vidrio, la piedra y la luz para obtener esa tonalidad tal como aparecía bajo aquel sol de última hora de la tarde primaveral. Ya no. Ahora se conforma simplemente con disfrutar del día, de la tarde. Es consciente, de la manera en que les ocurre gradualmente a algunas personas de edad, de que nada garantiza que haya otra primavera.
Está prácticamente solo aquí, sólo hay unos cuantos hombres por los alrededores, en algún lugar del patio o en la vieja capilla abandonada adyacente al santuario expandido. El santuario tampoco se utiliza, aunque hay un rey enterrado allí. Desde que hubo un intento de asesinato en otoño, los clérigos se han negado a celebrar servicios o a permanecer en su dormitorio siquiera, a pesar de la intensa presión de quienes actualmente gobiernan en palacio. El hombre de la entrada tiene sus propias opiniones al respecto, pero de momento se limita a disfrutar del silencio mientras espera a que llegue alguien. Ya lleva varios días viniendo allí, sintiéndose más impaciente de lo que debería un anciano, se dice, si las lecciones de una larga vida han sido adecuadamente asimiladas.
Inclina el taburete en que está sentado, apoya la espalda contra la madera del quicio (un viejo hábito), y echa hacia adelante su informe sombrero. Siente un cariño irracional por ese sombrero, y soporta con ecuanimidad las burlas y bromas que provoca. Para empezar, ese cubrecabezas —absurdo incluso cuando era nuevo— le salvó la vida hace casi quince años cuando un aprendiz, temeroso en una capilla llena de sombras al anochecer, pensó que era un ladrón que se aproximaba. El golpe de un cayado que el muchacho (de anchos hombros, incluso entonces) tenía intención de descargar sobre la cabeza del intruso fue desviado en el último instante cuando el sombrero fue visto y reconocido.
Martinian de Varena, a sus anchas bajo la luz primaveral, lanza una última mirada camino abajo antes de permitir que el sueño se apodere de él.
Vio venir a ese mismo aprendiz. O, para ser más exactos, todos esos largos años había visto a su antiguo aprendiz, ahora su colega, socio y aguardado amigo, Caius Crispus, viniendo por el sendero que llevaba a la puerta de madera por la que se cruzaba el cercado que circunda el patio del santuario y sus tumbas.
—Así te pudras, Crispin —dijo afablemente—. Justo cuando iba a echar un sueñecito.
Inclinando rápidamente el taburete hacia adelante al tiempo que se daba cuenta de lo deprisa que le latía el corazón, sintió asombro, expectación y una inmensa felicidad.
Mirando desde las sombras de la entrada, vio a Crispin —el cabello y la barba más cortos que cuando se había ido— levantar el gancho que servía de pestillo a la puerta y entrar en el patio. Martinian llamó a los otros hombres que esperaban. No eran aprendices o artesanos, ya que no se estaba haciendo trabajo alguno allí. Dos hombres doblaron rápidamente la esquina del edificio, y Martinian señaló la puerta.
—Ahí está. Por fin. No sé si estará de malhumor, pero es más prudente suponer que sí.
Los dos hombres maldijeron, de una forma muy parecida a como lo había hecho él aunque con un apasionamiento más real, y echaron a andar. Llevaban casi dos semanas en Varena, esperando con creciente irritación. Martinian había dicho que seguramente el viajero, cuando llegara, haría un alto en la capilla cerca de las murallas. Le complació haber acertado, aunque prefirió no pensar en lo que el recién llegado encontraría allí.
Desde su portal, vio avanzar a dos extranjeros, los primeros en saludar a un viajero que volvía de muy lejos. Ambos eran orientales, irónicamente. Uno era un correo imperial, el otro un oficial del ejército de Sarantium. El ejército que se suponía debía haberlos invadido esta primavera, y que no lo estaba haciendo.
Un rato más tarde, después de que los dos sarantinos hubieran entregado los mensajes que debían entregar y se hubieran marchado, junto con los soldados que habían montado guardia allí, Martinian decidió que Crispin ya llevaba el tiempo suficiente sentado solo junto a la puerta, cualesquiera que hubieran sido las noticias. Se levantó lentamente y fue hacia allí, cuidando de no agravar el habitual dolor en su cadera.
Crispin le daba la espalda y parecía absorto en los documentos que le habían entregado. Martinian siempre había creído que no estaba bien sorprender a un hombre, así que lo llamó por su nombre cuando todavía se encontraba a cierta distancia.
—Vi tu sombrero —dijo Crispin sin levantar los ojos—. He venido a casa únicamente para quemarlo, compréndelo.
Martinian se acercó.
Crispin, sentado en el gran peñasco cubierto de musgo que siempre le había gustado, lo miró. Sus ojos eran tan brillantes como los recordaba su amigo.
—Hola —dijo—. No pensaba encontrarte aquí.
Martinian también había tenido intención de decir algo gracioso, pero fue incapaz de pensar en nada. Se limitó a inclinarse sin decir palabra y besar al recién llegado en la frente, en señal de bendición. Crispin se levantó, lo rodeó con los brazos y ambos se abrazaron.
—¿Mi madre? —preguntó Crispin cuando se separaron. Su voz sonaba ronca y seca.
—Se encuentra bien. Esperándote.
—¿Cómo os habéis…? Oh. El correo. Así que sabíais que venía hacia aquí, ¿no?
Martinian asintió.
—Llegaron hace algún tiempo.
—Mi barco era más lento. He venido andando desde Mylasia.
—¿Sigues odiando los caballos?
Crispin titubeó.
—Montarlos sí. —Miró a Martinian.
Sus cejas se juntaron cuando frunció el ceño, algo de lo que Martinian aún se acordaba. El anciano intentaba determinar qué más estaba viendo en el rostro del viajero. Diferencias, pero difíciles de precisar.
—¿Han traído las noticias de Sarantium? —preguntó Crispin—. ¿Sobre los cambios?
Martinian asintió.
—¿Me contarás algo más?
—Lo que sé.
—¿Estás… bien? —Una pregunta ridícula, pero en algunos aspectos la única que importaba.
Crispin volvió a titubear.
—Mayormente sí. Han ocurrido muchas cosas.
—Claro. ¿Tu trabajo… fue bien?
Otra pausa. Como si estuvieran avanzando a tientas hacia la franqueza.
—Fue muy bien, pero… —Volvió a sentarse en la roca—. Va a ser arrancado. Junto con otros, en todas partes.
—¿Qué?
—El nuevo emperador tiene… ciertas opiniones sobre las representaciones de Jad.
—Imposible. Tienes que estar equivocado. Eso…
—Ojalá lo estuviera —dijo Crispin—. Sospecho que los trabajos que hemos hecho aquí también serán arrancados. Si todo va como desea el emperador, quedaremos sometidos a los edictos sarantinos.
La emperatriz. Ellos ya lo sabían. Algunos ya habían dicho que era un milagro del dios. Martinian pensaba que podía haber explicaciones más terrenales.
—¿Gisel?
—Gisel. ¿Te has enterado?
—Los otros correos del mismo barco hablaron de ello.
Martinian se sentó en la roca de enfrente. Se habían sentado juntos tantas veces allí, o en los tocones del otro lado de la puerta. Crispin contempló el santuario por encima del hombro.
—Vamos a perder esto. Lo que hicimos aquí.
Martinian se aclaró la garganta.
—Una parte ya se ha perdido.
—¿Tan pronto? Pensaba que no…
—No por esa razón. Ellos… rasparon a Heladikos en la primavera.
Crispin no dijo nada. Martinian recordaba aquella expresión, no obstante.
—Con la amenaza de la invasión y todo lo demás, Eudric trataba de obtener el apoyo del Patriarca de Rhodias. Quería distanciarse de la herejía de los antae.
Heladikos y su antorcha habían sido lo último que hizo Crispin antes de irse. No movió ni un músculo. Martinian estaba intentando leer en él, ver qué había cambiado y qué no. Le resultaba extraño no entender a Crispin intuitivamente, después de tantos años. Las personas se iban lejos y cambiaban, y eso siempre era duro para los que se quedaban.
Más pena y más vida, pensó Martinian. Ambas cosas. Las manazas de Crispin seguían apretando los documentos del correo.
—¿Y dio resultado? —preguntó—. ¿Me refiero al… distanciamiento?
Martinian meneó la cabeza.
—No. Habían derramado sangre en una capilla donde había enviados del Patriarca cuyas vidas corrieron peligro. Eudric tiene mucho camino que recorrer antes de ser visto con buenos ojos allí. Y en Varena hubo mucha indignación cuando arrancaron nuestras tesserae. Los antae lo consideraron una falta de respeto a Hildric. Saquear su capilla, en cierta manera.
Crispin rio suavemente. Martinian intentó recordar la última vez que había oído reír a su amigo en el año anterior a su partida.
—Pobre Eudric. El círculo se ha cerrado, ¿verdad? Los antae protestando por la destrucción llevada a cabo en un lugar sagrado de Batiara.
Martinian sonrió levemente.
—Yo también dije eso. —Su turno de titubear. Había esperado una reacción más iracunda, y decidió cambiar de terreno—. Y ahora parece como si no fuera a haber ningún ataque. ¿Es así?
Crispin asintió.
—No este año, al menos. El ejército ha ido al norte y al este, contra Bassania. Si las negociaciones llegan a buen término, nos convertiremos en una provincia de Sarantium.
Martinian meneó la cabeza lentamente. Se quitó el sombrero, lo miró y volvió a ponerlo sobre su calva cabeza. No habría ataque.
Cada hombre que podía andar había pasado el invierno reforzando las murallas de Varena. Habían estado fabricando armas, entrenándose con ellas, almacenando comida (no mucha comida después de una cosecha pobre) y agua.
Temió echarse a llorar.
—Pensaba que no llegaría a vivir tanto.
Crispin lo miró.
—¿Qué tal estás?
Un intento de encogerse de hombros.
—No mal del todo. Mis manos. Mi cadera, a veces. Ahora bebo agua con un poco de vino.
Crispin hizo una mueca.
—Yo también. ¿Carissa?
—Está muy bien. Impaciente por verte. Probablemente ahora esté con tu madre.
—Entonces deberíamos ir. He pasado por aquí para… ver el trabajo terminado. Aunque ahora ya no tiene mucho sentido.
—No —dijo Martinian. Miró los papeles—. ¿Qué…? ¿Qué te han traído?
Crispin volvió a titubear. Parecía medir sus palabras y sus pensamientos más que antes, pensó Martinian. ¿Enseñaban eso en Oriente?
Sin decir nada, Crispin se limitó a tenderle el grueso fajo de documentos. Martinian los tomó. Había sentido bastante curiosidad: algunos hombres habían esperado allí mucho tiempo para entregar aquellos papeles.
Enseguida vio lo que eran. El rostro se le demudó conforme iba volviendo cada título y documento de propiedad firmado y sellado. Volvió atrás y los contó. Cinco, seis, siete. Después la enumeración de otros artículos y una relación de dónde podían ser encontrados y reclamados. Se quedó estupefacto.
—Parece que somos ricos —dijo Crispin.
Martinian lo miró. Crispin estaba contemplando el bosque, los ojos vueltos hacia el este. Lo que acababa de decir, aun siendo verdad, se quedaba bastante corto. Y el «somos» era una gran cortesía.
Los papeles entregados por el correo imperial correspondían a tierras esparcidas por toda Batiara, sumas de dinero y bienes muebles que habían pasado a pertenecer a Caius Crispus, artesano, de Varena.
La última página era una nota personal. Martinian levantó la vista pidiendo permiso. Crispin, que había vuelto a mirarlo, asintió. Era breve. Estaba escrita en sarantino. Decía: «Prometimos ciertas cosas en caso de que tu viaje nos fuera fructífero. Nuestro querido padre nos enseñó a hacer honor a las promesas reales y el dios nos manda hacerlo. Los cambios acontecidos a lo largo del camino no cambian la verdad de las cosas. Nada de esto es un regalo, pues todo ha sido debidamente ganado. Hay otro artículo, uno del que hablamos en Varena como recordarás. No está incluido entre los demás, quedando en tus manos el escoger por ti mismo y reclamarlo, o el no hacerlo. Lo que acompaña a este mensaje es, confiamos, otra muestra de nuestro agradecimiento».
La nota estaba firmada por Gisel, emperatriz de Sarantium.
—¡Por los ojos, la sangre y los huesos de Jad, Crispin! ¿Qué fue lo que hiciste allí?
—Ella piensa que la hice emperatriz —dijo Crispin.
Martinian lo miró boquiabierto. Crispin lo había dicho en un tono extrañamente distante. Y de pronto Martinian se dio cuenta de que necesitaría mucho tiempo para entender qué le había ocurrido a su amigo en Oriente. Realmente había cambios allí. Uno no iba a Sarantium y salía indemne, pensó. Sintió un escalofrío.
—¿Cuál es el… artículo no incluido del que habla?
—Una esposa —dijo Crispin con voz inexpresiva. Un tono helado y lúgubre, recordado del año anterior.
Martinian se aclaró la garganta.
—Ya veo. ¿Y lo que «acompaña a este mensaje»?
Crispin levantó los ojos. Pareció hacer un esfuerzo para salir de su estupor.
—No lo sé. Aquí dentro hay un montón de llaves. —Alzó una pesada bolsa de cuero—. El soldado dijo que tenían órdenes de permanecer de guardia hasta mi llegada, y que a partir de entonces yo tendría que ser mi propio centinela.
—Oh. Los arcones de la vieja capilla, entonces. Habrá al menos veinte.
Fueron a ver.
¿Un tesoro?, se preguntó Martinian. ¿Monedas de oro y piedras preciosas?
No se trataba de eso. Conforme Crispin hacía girar llaves numeradas en cerraduras numeradas, una tras otra, y levantaba tapas de arcones a la suave luz de la vieja y apenas usada capilla adyacente al santuario expandido, Martinian de Varena, que nunca había ido a Sarantium y ni siquiera había salido de su amada península, se encontró echándose a llorar y se avergonzó de la debilidad de un viejo.
Pero aquellas eran unas tesserae como nunca había visto o siquiera soñado ver en todos sus días. Una vida entera de trabajar con imitaciones veteadas o enturbiadas de los brillantes colores imaginados por la mente lo había condicionado lentamente a aceptar las limitaciones de lo que era posible allí, en la Batiara caída. Las deficiencias del mundo mortal, las restricciones impuestas al logro.
Ahora, después de haber dejado muy atrás el momento en que hubiera podido emprender algún proyecto cuya grandeza estuviese a la altura de aquellos deslumbrantes e impecables trozos de vidrio, habían llegado.
Tarde. Demasiado tarde.
Había otra nota, en el primer arcón. Crispin la miró y después se la tendió. Martinian se secó los ojos y leyó. La misma mano, otra lengua —esta vez el rhodiano—, el estilo personal, no real: «Tengo un encargo del emperador. Una promesa que se me ha hecho. No harás el dios, ni a Heladikos. Cualquier otra cosa que te parezca apropiado representar en el santuario donde descansa mi padre quedará a salvo de edictos y pronunciamientos y de cualquier daño decretado, en la medida en que yo pueda hacerlo. Esto, como pequeña compensación por un mosaico en Sarantium, hecho con materiales adecuados, y que te fue arrebatado».
La firma también era distinta, esta vez nada más que su nombre. Martinian dejó la nota. Introdujo la mano en aquel primer y pesado arcón, entre las tesserae que se veían de color oro pálido, un tono cálido y similar al de la miel.
—Con cuidado. Estarán muy afiladas —dijo Crispin.
—Cachorrito —dijo Martinian de Varena—. Yo ya me destrozaba las manos con estas piezas antes de que tú nacieras.
—Lo sé —dijo Crispin—. Precisamente por eso. —Cogió la nota. Y sonrió.
—Podemos rehacer la cúpula en el santuario —dijo Martinian—. Ni Jad ni Heladikos, dice ella. Podemos encontrar una nueva forma de hacer capillas. ¿Consultar con los clérigos, quizá? ¿Aquí y en Rhodias? ¿En Sarantium, incluso?
La voz de Martinian temblaba de anhelo. El corazón le palpitaba. Sentía una abrumadora necesidad de continuar tocando aquellas tesserae, de hundir sus manos en ellas.
Era tarde, pero no demasiado tarde.
Crispin volvió a sonreír mientras contemplaba la estancia silenciosa y llena de polvo. Estaban solos. Dos hombres y veinte enormes arcones repletos, nada más. Ya nadie acudía aquí.
Tendrían que contratar guardias, pensó Martinian.
—La reharás —dijo Crispin con dulzura—. La cúpula. —Sus labios se fruncieron levemente—. Con quienquiera que aún siga dispuesto a trabajar para nosotros y al que no hayas hecho huir con tu tirana naturaleza.
Martinian pasó por alto ese último comentario. Estaba recuperando la dulzura, algo perdido durante mucho tiempo.
—¿Y tú? —preguntó. Acababa de pensar que Crispin quizá no quisiera trabajar. Parecía haber reaccionado casi con indiferencia a la noticia de lo que le habían hecho a su Heladikos. Martinian creyó entenderlo. ¿Cómo iba a poder afectarle eso, después de lo que había ocurrido en Oriente?
En sus cartas Crispin le había contado algunas cosas sobre aquella cúpula en Sarantium y lo que estaba intentando conseguir allí, algo que estuviera a la altura del entorno. Y la joven, la hija de Zoticus, lo había mencionado en una de las cartas que intercambiaron. «Una gloria de la tierra», lo había llamado. Tanto la cúpula como lo que su amigo estaba haciendo en ella.
Y el mosaico iba a ser arrancado. Martinian podía verlo. Soldados y trabajadores. Contera de lanza, pomo de hacha y espada, útiles empleados para raspar desgarrando la superficie y haciéndola pedazos. Tesserae cayendo y cayendo.
¿Cómo iba a querer volver a trabajar, después de eso?
Martinian sacó las manos del arcón y se mordió el labio. «Una gloria de la tierra». Su amigo aún estaba de luto, comprendió finalmente, y allí estaba él, exultante como un niño con un juguete nuevo. Pero se equivocaba. O, comprendió más tarde, no estaba del todo en lo cierto.
Crispin se había apartado y estaba contemplando pensativamente los rugosos muros que se alzaban sobre las crujientes puertas a cada extremo. Aquella pequeña capilla había sido construida según el diseño más antiguo conocido: dos entradas, un altar central debajo de una cúpula plana de escasa altura, miradores curvados al este y el oeste para la oración privada y la reflexión, hileras de cirios en cada uno de ellos. Suelo de piedra y muros de piedra, ni bancos ni grada. Ahora ni siquiera había un altar o un disco solar. La capilla tendría al menos cuatrocientos años, datando de aquellos lejanos tiempos en que empezó a estar permitido rendir culto a Jad en Rhodias. La luz que entraba, tenue y suave, fluía sobre la piedra con la delicadeza de un vino muy claro.
Martinian, viendo que la mirada de su colega pasaba de una superficie a otra, siguiendo el descenso de los rayos de sol a través de los ventanales manchados y rotos que había arriba (los ventanales podían ser limpiados, los paneles de cristal reemplazados), también empezó a mirar en torno. Y pasado un rato, en un silencio que aspiraba a la simple felicidad, se conformó con mirar a Crispin mientras este daba vueltas y más vueltas.
Y por fin, la mirada de Crispin volvió a ir del norte al sur para terminar posándose en el arco semicircular de los muros directamente encima de cada puerta. Martinian sabía que estaba viendo imágenes aún no presentes en el mundo.
Él mismo lo había hecho con frecuencia. Era la forma en que empezabas.
—Haré algo aquí —dijo Crispin.
La muy antigua capilla de Jad Extramuros de Varena no había sido usada para propósitos sagrados desde la construcción del santuario más espacioso junto a ella, unos doscientos años después. Posteriormente el complejo había sido expandido en dos ocasiones, adquiriendo un dormitorio, refectorio, cocina, una tahona, una destilería y una pequeña enfermería con un herbario detrás de ella, dejando la capilla original reducida durante un tiempo a las funciones de almacén y luego ni eso siquiera, llenándose de polvo y desatendida, hogar para roedores y otras criaturas durante el invierno.
Había adquirido una pátina de edad, un aura de paz incluso en aquel estado de abandono, y las piedras eran muy hermosas y acogían la luz del sol con gran serenidad. Hacía mucho tiempo que en la capilla no se encendían lámparas suficientes para determinar qué aspecto podía tener iluminada por la noche.
Era un lugar inesperado para dos paneles de mosaicos, pero se podía considerar que la ausencia de altar o disco legitimaba la naturaleza secular de la nueva obra, que estaba siendo hecha —algo poco habitual en los mosaicos— por un solo hombre.
Los paneles eran de modestas dimensiones, uno encima de cada doble puerta.
«No el dios, o Heladikos. Cualquier otra cosa que creas adecuado representar».
Contaba con una promesa. El padre de ella le había enseñado a cumplir las promesas. Antes había sido un lugar sagrado, pero ya llevaba siglos sin serlo. Una tranquila gracia seguía presente en el espacio, las piedras, el aire bajo el descenso sesgado de la luz de la mañana o la tarde. Pero ya no era sagrado, así que incluso si se proscribía representar figuras humanas en aquellos lugares, seguramente aquel estaría exento de ellas, por encima y más allá de la promesa.
Confiaba en ello aun consciente de que a esas alturas ya hubiese debido aprender a no confiar en nada, pues aquello que un hombre podía crear, otro podía deshacerlo mediante la espada, el fuego o el decreto.
Pero tenía la promesa por escrito, enviada por una emperatriz.
Y la luz de allí —antes no se había dado cuenta siquiera— ofrecía otra clase de promesa. Así fue como había llegado a pasar un año entero trabajando allí, verano, otoño, a lo largo del invierno, que había sido frío. Lo había hecho todo él mismo, siendo eso una parte más de su labor tal como la había concebido desde el primer momento, de pie junto a Martinian el día en que regresó a casa. Todo: limpiar la capilla, barrer, fregar de rodillas, reemplazar los ventanales rotos, quitar la mugre de los que habían resistido el paso del tiempo. Preparar la lechada en los hornos exteriores, rascar las superficies para que aceptaran la capa de asentamiento, incluso montar sus dos andamios y escaleras con martillos y clavos. No tenían que ser muy altos, y podían permanecer fijos en el mismo sitio. Sólo iba a trabajar en dos muros, no en una cúpula.
En el santuario adyacente, Martinian y los empleados y aprendices estaban rehaciendo la cúpula. Después de haber consultado con Sybard de Varena y otros clérigos allí y en Rhodias, decidieron representar un paisaje en las alturas: la progresión del bosque al campo, la granja, la cosecha… una evocación de la progresión de los antae, de hecho. Ninguna figura sagrada, ninguna figura humana. El Patriarca de Rhodias, como parte de las complejas negociaciones que seguían desarrollándose en Sarantium y Varena, había accedido a reconsagrar el santuario cuando la obra estuviera terminada.
Era, después de todo, el lugar donde se hallaba enterrado Hildric y ahora su hija era emperatriz de Sarantium, cuyo Imperio había pasado a incluir Mihrbor y gran parte del norte de Bassania, sometida lo que pudiera llegar a estipular el tratado de paz, que también estaba siendo negociado. Allí en Varena, aquella capilla que ya no se utilizaba no formaba parte de discusión alguna. Era un lugar carente de importancia. Hasta se podía decir que lo que se hiciera allí, fuera lo que fuese, era una pérdida de tiempo que nunca llegaría a ser vista por muchas personas.
Y eso estaba bien, pensaba Crispin. Lo había pensado durante todo el año, sintiéndose más en paz consigo mismo de lo que recordaba haber estado nunca.
Pero hoy no se sentía en paz consigo mismo. El final de un largo período de tiempo pasado en privado le hacía sentirse raro. Los demás lo habían dejado casi a solas durante el trabajo. Martinian venía de vez en cuando al final del día y miraba en silencio durante unos momentos, pero nunca dijo nada y Crispin nunca le pidió que lo hiciera.
Aquella obra era única y exclusivamente suya, algo de lo que no tenía que responder ante mortal alguno. Ningún patrono había aprobado los esbozos, ninguna arquitectura deslumbrante o ambición mundana tenía que ser igualada, entendida o armonizada. En cierta manera, durante todo aquel año Crispin había tenido la sensación de que les hablaba a los que aún no habían nacido, no a los vivos, a generaciones que quizá pudieran entrar por esas puertas y encontrar dos mosaicos, centenares de años o más en el futuro, y mirar arriba y ver en ellos… lo que quisieran ver.
En Sarantium había formado pane de algo colosal, una visión a la mayor escala posible que aspiraba a lo más-que-humano… pero que nunca llegaría a hacerse realidad. Su parte en aquello ya habría sido destruida.
Allí, su meta era igual de ambiciosa (él lo sabía; Martinian, guardando silencio cada vez que miraba, también lo sabría), pero era entera, profunda, resueltamente mortal en su escala.
Y debido a eso, quizá, podría perdurar.
No lo sabía. (¿Cómo podía saberlo un hombre?) Pero allí, bajo aquella luz suave y bondadosa, Crispin había dispuesto piedras y vidrios durante un año y un poco más (otra vez verano, las hojas verde oscuro fuera, abejas en las flores silvestres y los matorrales) para dejar algo detrás de él cuando muriera. Algo que pudiera decir a quienes vinieran después que un tal Caius Crispus de Varena, hijo de Horius Crispus el albañil, vivió, estuvo allí sobre la tierra del dios por el tiempo que le fue concedido y conoció una pequeña parte de la naturaleza humana y del arte.
Absorto en aquello, había pasado un año. Y ahora ya no quedaba nada por hacer. Acababa de terminar lo último que faltaba, algo que nadie había hecho nunca en un mosaico anteriormente.
Aún estaba en los peldaños de una escalera debajo del muro del norte, el que acababa de hacer. Se tiró de la barba, que volvía a estar larga, al igual que su cabello, y ni mucho menos tan pulcra como debería estarlo en un hombre rico y distinguido, pero él había estado muy ocupado. Se volvió, una mano entre dos peldaños para mantener el equilibrio, y dirigió la mirada hacia las puertas del sur y el arco del muro encima de ellas, allí donde había hecho el primero de sus dos paneles.
No Jad. No Heladikos. Nada que aspirase a la santidad o la fe. Pero allí, en rielante esplendor encima del muro, en el ángulo de la luz cuidadosamente estimado a través de las estaciones y los días (había ganchos que había colgado él mismo, para poner linternas durante la noche), estaba el emperador Valerius III, que había sido Leontes el Dorado, y su emperatriz Gisel, que le había enviado los materiales (tesserae como gemas) y la promesa que había liberado a Crispin.
Estaban flanqueados por su corte, pero la obra había sido hecha de tal manera que sólo las dos figuras centrales se hallaban representadas individualmente, animadas con una vívida existencia dorada (y ambas eran doradas, sus cabellos, sus ornamentos, el oro en sus túnicas). Los cortesanos, hombres y mujeres, eran hieráticos, uniformes, hechos siguiendo el viejo estilo, los rasgos individuales difuminándose con sólo sutiles diferencias en el calzado y el atuendo, la postura y el color del cabello para ofrecer una sensación de movimiento a la mirada, que era nuevamente atraída, siempre, hacia las dos figuras en el centro. Leontes y Gisel, altos, jóvenes y magníficos, en la gloria del día de su coronación (que él no había visto, pero eso no tenía importancia), preservados allí (a los que se había dado vida allí) hasta que las piedras y el vidrio cayeran o el edificio ardiera o se terminara el mundo. El Señor de los Emperadores podía venir, vendría, y los envejecería, llevándoselos a ambos, pero aquello quizá aún siguiese allí.
Aquel panel estaba terminado. Lo hizo en primer lugar. Era como él había querido que fuese.
Entonces bajó y cruzó el centro de la pequeña capilla, allí donde se había alzado el altar del dios hacía mucho tiempo, para ir al otro lado y subir por la escalera de aquel extremo, unos pasos por encima del suelo, y darse la vuelta y volver la mirada hacia el muro norte desde la misma perspectiva.
Otro emperador, otra emperatriz, su corte. Los mismos colores, casi exactamente. Pero una obra totalmente distinta, afirmando algo (para aquellos que podían ver) separado por mundos de distancia, con amor.
Valerius II, que había sido Petrus de Trakesia en su juventud, estaba centrado en ella, igual que Leontes lo estaba en el muro opuesto, no alto, no dorado, no joven. El rostro redondo, el nacimiento del cabello empezando a retroceder, los sabios ojos grises llenos de buen humor contemplando Batiara, donde había empezado el Imperio, el Imperio que él había soñado con recobrar.
Junto a él estaba su bailarina.
Y a través de artificios de la línea, la luz, el vidrio y el oficio la mirada del observador terminaría posándose en Alixiana, todavía más que en el emperador a su lado, y encontraría difícil abandonarla. Existe la belleza, podría pensarse, y existe esto, que es algo más. Sin embargo, la mirada seguiría adelante (y volvería), porque alrededor de aquellos dos estaban los hombres y las mujeres de su corte, y allí Crispin había trabajado de otra manera.
Esta vez cada figura del panel era única en su representación. Porte, gesto, ojos, boca. Un vistazo apresurado lanzado al entrar podía ver las dos obras como idénticas. Un momento de reflexión demostraría que no era así. Aquí el emperador y la emperatriz eran joyas dentro de una corona formada por otros, pues a cada uno se le había dado su propia brillantez o su propia sombra.
Y Crispin —su creador, su señor— había escrito sus nombres, en sarantino, en los pliegues y curvas de su ropaje, para que quienes vinieran después pudieran conocerlos, pues el dar nombre, y con ello el recordar, era el motivo principal por el que había hecho todo aquello.
Gesius, el anciano canciller, pálido como el pergamino, cortante como el filo de un cuchillo; Leontes el estratega (allí, también, y tan presente en cada muro); el Patriarca Oriental Zakarios, blancos sus cabellos y su barba, un disco solar en sus largos dedos. Junto al hombre santo (no por casualidad, pues allí no había casualidades), una figura oscura, musculosa y no muy alta con un casco de plata, una túnica azul y un látigo en una mano. Una figura todavía más pequeña, sorprendentemente descalza entre los cortesanos, tenía los ojos muy abiertos y el cabello castaño cómicamente despeinado, y su nombre era «Artibasos».
Al lado de Leontes había un robusto soldado de negros cabellos y rostro rubicundo, no tan alto como él pero de constitución más corpulenta, luciendo no atuendo de cortesano sino los colores de la caballería sauradí, un casco de hierro debajo de un brazo. Junto a él había un hombre pálido y delgado (todavía más delgado y pálido gracias al efecto técnico de aquella proximidad), de rasgos marcados, larga nariz y expresión atenta y vigilante. Un rostro inquietante, amargura en su mirada mientras volvía los ojos hacia la pareja del centro. Su nombre estaba escrito en el pergamino enrollado que sostenía.
Al otro lado estaban las mujeres.
La más cercana a la emperatriz, un poco por detrás de ella, era una dama todavía más alta que Gisel en el muro dé enfrente, igual de dorada y todavía más hermosa, al menos vista por aquel que las había representado a ambas. Arrogante en el porte y el ángulo de la cabeza, un intenso azul en su mirada. Un único y pequeño rubí alrededor del cuello. Un atisbo de fuego en él, pero curioso por su modestia, dado el resto de sus joyas y la deslumbrante exhibición de gemas y oro del resto de damas.
Una de las cuales estaba representada junto a aquella figura dorada, menos alta, cabello oscuro visible bajo un bonete verde, ataviada con una túnica verde y un cinturón enjoyado. Uno podía ver risa allí, y gracia en la forma en que una mano se curvaba hacia arriba y hacia fuera en un gesto teatral. Otra bailarina, podías deducir, incluso antes de leer su nombre.
En el límite de la escena, extrañamente situado en el lado de la composición reservado a las mujeres, había otro hombre, un poco apartado de la dama de la corte más próxima a él. Si la precisión del diseño no hubiera sido tan nítida en aquella figura, se la habría podido considerar una ocurrencia de último momento.
En vez de eso, se la podía considerar fuera de lugar. Pero presente.
Estaba allí. Un hombre alto y robusto, vestido de manera impecablemente apropiada, aunque la seda no se adaptaba demasiado bien a su silueta. La ira visible en su expresión quizá pudiera deberse a ello.
Tenía el cabello rojo y era la única figura con una barba, aparte de Zakarios, pero no era un hombre santo.
Estaba vuelto hacia el interior, dirigiendo la mirada al centro como un escriba, contemplando al emperador y la emperatriz (costaba precisar a cuál de los dos). De hecho, una vez estudiados los elementos allí presentes, se advertía que la trayectoria de la mirada del hombre era una línea equilibradora, pues se contraponía a la del hombre delgado y de flaco rostro del otro extremo del panel, y esa quizá era la razón de que se hallaba allí.
Aquella figura pelirroja también llevaba un ornamento colgando del cuello. (Sólo él y la mujer alta y rubia los lucían.) Un medallón de oro, con la letra C inscrita dentro de él dos veces, entrelazándose. Fuera lo que fuese lo que significara.
Y aquella segunda obra, también, estaba terminada salvo por una pequeña área cerca del fondo, debajo del emperador, donde la lisa mezcla blanco grisácea de la lechada acababa de recibir sus tesserae, que ya se estaban secando.
Crispin se quedó inmóvil, suspendido un poco por encima del suelo, y contempló su trabajo durante un rato, suspendido también en un momento difícil de determinar: la vaga convicción de que en cuanto bajara de aquella escalera ya no tendría nada más que ver con aquello, que todo habría terminado para siempre. Tenía la sensación de estar flotando en un vacío intemporal y aquella labor y su logro se desplazaran hacia el pasado o hacia el futuro, sin que nunca volvieran a ser el ahora.
Se sentía muy cansado. Pensó en siglos de trabajadores de los mosaicos —allí en Varena, en Sarantium, en Rhodias, o muy lejos al sur en tierras al otro lado del mar, ciudades en costas más allá de Candaria, o hacia el este en la antigua Trakesia, o en Sauradia (hombres santos con sus dones, trayendo a Jad a una capilla de allí, sus nombres perdidos en el silencio)—, todos los creadores desconocidos, esfumados, amortajados en el tiempo esfumado, muertos.
Sus obras (las que sobrevivían), una gloria de la tierra del dios y su don de la luz; los creadores, más tenues y oscuros que sombras. Miró aquel lugar cerca del fondo donde acababan de ser colocadas las tesserae, que todavía estaban asentándose, y vio la C doblada de sus iniciales, haciendo juego con el medallón que había puesto en el panel. Pensando en ellos, en todos ellos, perdidos o vivos o todavía por venir, Crispin había firmado su obra encima de aquella pared.
Oyó un ruido cuando la puerta se abrió suavemente a sus espaldas. El final del día, el final del último día. Martinian, sabiendo lo cerca que estaba de terminar, venía a ver. No le había hablado a su amigo, su maestro, de lo de firmar con su nombre, las iniciales. Era una especie de regalo, quizá, uno abrumador para un hombre tan emotivo que sabría —mejor que nadie vivo— los pensamientos que había detrás de esas dos letras entrelazadas.
Crispin inspiró profundamente. Ya iba siendo hora de bajar.
Pero en vez de hacerlo no se movió. Porque con aquella inspiración advirtió que no era Martinian quien había entrado. Cerró los ojos y sintió un temblor en la mano y el brazo que lo sostenían en la escalera.
Un perfume que nunca podría ser confundido con otro. Dos mujeres lo habían llevado al mismo tiempo en Sarantium. A nadie más le estaba permitido. A una por ser suyo, a la otra como un regalo, por su arte, que era el mismo que había ejercido la primera, efímero como un sueño, como la vida. ¿Qué era la bailarina cuando la danza había llegado a su fin?
Muerta. Esfumada como se habían esfumado los nombres de los artesanos. Quizá perdurando, para otros, después, en la imagen hecha allí. Pero no moviéndose y viva sobre la tierra de Jad. Aquel era el mundo de los hombres y las mujeres mortales, donde ciertas cosas no ocurrían nunca, ni siquiera con zubirs, almas-pájaro de alquimista, el otro mundo al acecho, el amor.
Y Crispin supo que volvería a vivir en aquel mundo, después de todo, que incluso podría abrazarlo en los años que le quedaban antes de que él también fuera llamado lejos de él. Había dones, gracias, compensaciones, profundas y muy reales. Uno incluso podía sonreír en señal de gratitud.
Sin volverse, todavía inmóvil en la escalera, dijo:
—Hola, Shirin, querida mía. ¿Te ha dicho Martinian cuándo podías entrar?
Y desde detrás de él, mientras el mundo cambiaba, oyó decir a Alixiana:
—Oh, vaya. Así que no soy bienvenida después de todo.
No era bienvenida.
Uno puede olvidarse de respirar, puede llorar, por no merecérselo. Y volverse, demasiado deprisa, casi cayendo, un grito escapando del corazón, y volver a contemplar su rostro en vida, algo soñado en la larga oscuridad y que ya no se creía posible de nuevo.
Ella lo estaba mirando, y él vio que ella (siendo lo que es) ya había leído en sus ojos, su grito carente de palabras, como si no lo hubiera sabido ya por la imagen de ella en la pared del fondo.
Él la miró y ella le devolvió la mirada, y después los ojos de ella fueron más allá y se posaron en lo que él había hecho encima de las puertas al norte, y luego volvieron allí donde él está de pie en la escalera, y estaba viva y aquí, y él se había equivocado, una vez más, acerca de lo que puede ocurrir en el mundo.
—Pensaba que habíais muerto —dijo él.
—Lo sé.
Ella volvió a contemplar la pared donde él la había puesto en el centro de todas las miradas, en el corazón de la luz. Después lo miró y, con un temblor inesperado en la voz, dijo:
—Me has hecho… más alta de lo que soy.
Él la estaba mirando a los ojos. Oyó, por debajo de esas simples palabras, qué más le está diciendo, a un año y a medio mundo de la vida de él.
—No, no lo he hecho —dijo. Le costaba hablar. Aún temblaba.
Ella había cambiado, y ahora nunca podría ser tomada por una emperatriz. Una manera de sobrevivir, por supuesto, de cruzar la tierra o el mar. De venir aquí, donde él estaba. Y detenerse debajo de él para alzar la mirada. Su cabello oscuro era más corto. Llevaba una túnica de viaje de buena confección, marrón oscuro, con cinturón y una gran capucha, echada hacia atrás. No se había maquillado los labios, los ojos a las mejillas, y no llevaba ninguna joya.
A duras penas pudo imaginarse lo que había sido ese año para ella.
Tragó saliva penosamente.
—Mi señora…
—No —dijo ella levantando una mano—. No soy eso. Aquí no. —Sonrió tenuemente—. Ahí fuera creen que soy un ser impío y despreciable.
—No me sorprende —consiguió decir él.
—Venida a tentaros con la decadencia oriental.
Esta vez él no respondió. La miró.
—En la isla dije que… confiaba en ti —murmuró ella.
Él asintió.
—Lo recuerdo. No supe por qué.
—Ya sé que no lo sabías. Era la segunda vez que venía por ti.
—Lo sé. Cuando vine por primera vez. ¿Por qué? Entonces, quiero decir.
Ella meneó la cabeza.
—No habría podido decirlo. Por ninguna razón en particular. Esperaba que terminarías el trabajo y nos dejarías.
El puso cara de sarcasmo. Podía hacerlo. Ya había pasado el tiempo suficiente.
—Y en vez de eso, terminé mi trabajo y os dejé.
Ella se puso muy seria.
—Me apartaron de ti. A veces la mitad es todo lo que se nos permite. Todo lo que tenemos puede sernos arrebatado. Siempre lo supe. Pero a veces… las personas pueden ser seguidas. ¿Para hacer que vuelvan a bajar?
Él aún estaba temblando.
—¿Tres veces? No soy digno de ello.
Ella sacudió la cabeza.
—¿Quién lo es alguna vez?
—¿Vos?
Ella sonrió levemente. Volvió a menear la cabeza.
—Te pregunté cómo hiciste para seguir viviendo. Después.
En la isla, en la playa. En sus sueños.
—Ni siquiera pude responder. No lo sabía. Sigo sin saberlo. Pero sólo estaba vivo a medias. Demasiada amargura. Empezó a cambiar en Sarantium. Pero incluso entonces intentaba… mantenerme alejado de todo, vivir únicamente conmigo mismo. Ahí arriba.
Esta vez ella asintió.
—Hasta que una mujer decadente te hizo bajar.
Él la miró. A Alixiana. De pie allí.
La vio pensar, sopesando los matices y jugando con ellos.
—¿Te… crearé problemas? —preguntó ella. Todavía esa vacilación.
—No me cabe duda —dijo él, e intentó sonreír.
Ella volvió a menear la cabeza con expresión preocupada. Gestos dirigidos hacia la pared del fondo.
—No; quiero decir que la gente me reconocerá, viendo esto.
Él inspiró profundamente y exhaló. Comprendió, por fin, que estaba en sus manos poner fin a aquella vacilación.
—Entonces iremos a un sitio donde no lo hagan —se oyó decir.
Ella se mordió el labio.
—¿Harías eso?
Y él dijo, bruscamente devuelto a la veloz corriente del tiempo y el mundo:
—Os costaría encontrar algo que no estuviera dispuesto a hacer por vos. —Se agarró a la escalera—. ¿Será… suficiente?
La expresión de ella cambió. Volvió a morderse el labio, pero ahora significaba otra cosa. Él lo sabía, ya había visto esa mirada antes.
—Bueno, sigo queriendo delfines —dijo ella, con la voz que él nunca había dejado de oír.
Él asintió, casi juiciosamente. Su corazón estaba lleno de luz.
—¿Y un niño? —añadió ella tras una breve pausa.
Él tomó aliento y bajó del andamio. Ella sonrió.