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Sintiéndose de un humor que no habría estado dispuesto a definir, Crispin había empezado a trabajar en las imágenes de sus hijas sobre la cúpula aquella mañana, cuando de pronto la emperatriz de Sarantium apareció y se lo llevó consigo para ver delfines entre las islas del estrecho.

Mirando hacia abajo desde el andamio cuando Pardos, que trabajaba junto a él, le tocó el brazo y señaló, Crispin percibió la explícita demanda de la presencia de Alixiana. Volvió la cabeza para mirar por un momento a Ilandra allí donde la había colocado sobre la cúpula —una parte más de aquel lugar sagrado y de sus imágenes—, y después contempló la superficie cercana en la que sus muchachas estaban aguardando su propia encarnación surgida de la memoria y el amor. Daría forma a sus hijas bajo otra apariencia, en luz y vidrio, de la misma manera en que Zoticus había dado forma corpórea a unas almas en los pájaros moldeados por su alquimia.

¿Qué era aquello sino otra clase de alquimia, o el intento de hacer que lo fuera?

Pardos miró nerviosamente hacia abajo, y después miró a Crispin y volvió a mirar abajo. Menos de dos semanas en la ciudad y su aprendiz —ahora su colaborador— era consciente de lo que significaba que una emperatriz te esperase debajo del andamio.

Crispin, junto con Artibasos el arquitecto, había recibido invitaciones para asistir a dos grandes banquetes en el Palacio Attenine a lo largo del invierno, pero no hablaba en privado con Alixiana desde el otoño. La emperatriz había ido allí en una ocasión anterior, deteniéndose cerca de donde se encontraba ahora, para ver qué se estaba cociendo en las alturas. Crispin recordaba haber bajado para reunirse con ella.

A Crispin se le aceleró el pulso. Se limpió las manos de yeso y cal lo mejor que pudo y se secó un dedo cortado —que sangraba ligeramente— con un paño. Después permitió que Pardos le sacudiera la túnica y se la alisara, aunque apartó al joven de un manotazo cuando este intentó arreglarle el cabello.

Mientras bajaba, no obstante, se mesó el pelo. No tenía ni idea de si eso mejoraba algo.

Evidentemente no lo mejoró. La emperatriz de Sarantium, sobriamente ataviada con una larga túnica azul ceñida de oro y una capa de pórfido que le llegaba hasta las rodillas, con anillos y pendientes por únicas joyas, sonrió divertida al verlo bajar. Extendió la mano hacia él mientras Crispin se arrodillaba ante ella y ordenó sus ya muy maltratados cabellos rojizos hasta que la satisficieron un poco.

—Claro que el viento del estrecho deshará mis esfuerzos —murmuró con su memorable voz.

—¿Qué estrecho? —preguntó Crispin.

Y así fue cómo supo que los delfines de los que le había hablado la primera noche en que fue al palacio hacía medio año, seguían presentes en sus pensamientos. Alixiana se volvió y pasó serenamente por delante de una veintena de artesanos y trabajadores todavía arrodillados. Crispin la siguió, sintiendo excitación y la presencia del peligro, como las había sentido desde el primer instante con aquella mujer.

Hombres de la Guardia Imperial esperaban fuera. Hasta había una capa para Crispin en la litera a la que subió con la emperatriz de Sarantium. Todo estaba ocurriendo muy deprisa. Alixiana, ahora que empezaban a moverse, seguía comportándose con una despreocupación enteramente pragmática: si Crispin iba a componer delfines saltando del mar para ella, antes debía verlos. Le sonrió dulcemente desde el otro extremo de la litera acortinada. Él intentó devolverle la sonrisa y fracasó. En aquella acolchada calidez no había manera de escapar a su perfume.

Un rato después Crispin se encontró a bordo de una larga y esbelta embarcación imperial que se abría paso a través del puerto atestado, dejando atrás una cacofonía de labores de construcción naval y la carga y descarga de barriles y cajas de mercancías, hasta un sitio donde el ruido fue diluyéndose y una límpida brisa hizo acto de presencia para hinchar las velas de color blanco y púrpura.

En cubierta, junto a la borda, Alixiana contemplaba el puerto. Sarantium se elevaba a lo lejos, brillante bajo el sol, las cúpulas y las torres y las casas de madera y piedra amontonadas unas sobre otras. Ahora podían oír otro sonido: hoy los carros corrían en el Hipódromo. Crispin alzó la mirada hacia el sol. Probablemente ya irían por la sexta o séptima carrera, con la pausa del mediodía a punto de llegar. La noche pasada Scortius de los Azules seguía en paradero desconocido. La ciudad hablaba de aquello tanto como de la guerra.

Se detuvo detrás de la emperatriz y esperó sin saber qué hacer. Las embarcaciones nunca le habían gustado demasiado, pero aquella se movía grácilmente a través del mar, expertamente conducida, y el viento aún no arreciaba. Vio que eran los únicos pasajeros. Hizo un esfuerzo para apartar su mente del andamio y de sus hijas.

—¿Has enviado algún mensaje a Varena para advertirles de lo que va a ocurrir? —preguntó Alixiana sin volver la cabeza—. ¿Has avisado a tus amigos, a tu familia?

Estaba claro que las exigencias de aquel día iban a ser muy distintas de las previstas.

Crispin recordaba aquello de antes: cuando lo creía conveniente, la emperatriz usaba la franqueza como un arma más.

Tragó saliva. Las excusas no servirían de nada.

—Escribí dos cartas, a mi madre y a mi más querido amigo… pero todavía no sé por qué. Allí todos saben que hay una amenaza.

—Por supuesto que lo saben. Por eso la joven y hermosa reina te envió aquí con un mensaje, y después siguió tus pasos. ¿Qué tiene que decir ella acerca de… todo esto?

La emperatriz señaló los navíos que abarrotaban el puerto detrás de ellos. Las gaviotas trazaban círculos en el cielo, atravesando la estela que iban dejando en las aguas.

—No tengo ni idea —dijo Crispin sinceramente—. Supongo que vos lo sabréis mejor que yo, tres veces ensalzada.

Entonces ella lo miró por encima del hombro y sonrió levemente.

—Lo verás mejor desde la barandilla, a menos que te maree mirar las olas. Tendría que habértelo pedido antes…

Él sacudió la cabeza y fue hacia ella con paso firme y decidido. El agua blanca se rajaba al paso de la embarcación. El sol estaba alto en el cielo, reluciendo sobre la espuma y creando un arco iris ante los ojos de Crispin. Oyó un chasquido y miró arriba para ver hincharse una vela. Estaban empezando a ganar velocidad. Crispin apoyó las manos en la barandilla.

—Entonces daré por sentado que los advertiste, ¿no? —murmuró Alixiana—. En las dos cartas, quiero decir.

—¿Por qué debería importar eso? —dijo Crispin, dejándose llevar por la amargura—. ¿Qué puede importar que yo haya enviado advertencias? Emperatriz, ¿qué podrían hacer las personas corrientes si llegara una invasión? No estamos hablando de personas que tengan poder o capacidad alguna para influir sobre el mundo. Hablamos de mi madre y mi más querido amigo.

Ella volvió a mirarle sin decir nada. Se había cubierto la cabeza, y una redecilla dorada envolvía su negro cabello. La severidad de su aspecto resaltaba sus facciones, sus marcados pómulos, piel perfecta y enormes ojos oscuros. Crispin pensó en la delicada rosa hecha con sus manos que le había enviado a su habitación. Alixiana le había pedido algo más permanente y la rosa dorada hablaba de la fragilidad de las cosas hermosas, un mosaico para sugerir aquello que quizá pudiera perdurar. Un arte con aspiraciones de permanencia.

Pensó en Jad deshaciéndose lentamente sobre una cúpula en una capilla de Sauradia junto a la linde de Aldwood, tesseraes cayendo bajo la luz filtrada.

—El mundo puede ser… influenciado de maneras inesperadas, Caius Crispus —dijo ella—. De hecho, el emperador albergaba la esperanza de que se enviaran cartas. Por eso te lo he preguntado. El emperador piensa que los rhodianos nativos quizá se alegren de vernos llegar, dado el caos que reina en Varena. Y dado que nos haremos a la mar en nombre de tu reina, hay alguna esperanza de que muchos de los antae no quieran luchar. El emperador quiere disponer de tiempo para tomar en cuenta… posibles intervenciones.

Crispin pensó que la emperatriz hablaba como si él supiera que la invasión había sido anunciada. Pero no era así. La miró, sus emociones nuevamente encrespadas.

—Comprendo. Así que incluso las cartas enviadas a los seres queridos de casa forman parte del plan, ¿eh?

Sus miradas se encontraron.

—¿Y por qué no deberían formar parte del plan? El piensa de esa manera. Si luego no somos capaces de hacerlo, ¿significará eso que estaba equivocado? El emperador está tratando de cambiar el mundo tal como lo conocemos. ¿Acaso es una transgresión aportar todos los elementos que uno pueda a algo tan grande como eso?

Crispin se encogió de hombros y desvió la mirada hacia el mar.

—Hace medio año os dije que soy un artesano, majestad. Esas cosas… ni siquiera puedo imaginarlas.

—No te pido que lo hagas —dijo ella afablemente. Crispin sintió que se ruborizaba. Ella titubeó. También estaba mirando las olas—. Esta tarde será anunciado formalmente —prosiguió con tono más seco—. En el Hipódromo, por el mandator después de la última carrera del día. Una invasión de Batiara en nombre de la reina Gisel, para reclamar Rhodias y rehacer un imperio dividido. ¿Verdad que suena glorioso?

Crispin se estremeció bajo el suave sol de aquel día y sintió una especie de quemadura, como si alguien lo hubiera rozado con una antorcha. Cerró los ojos a una súbita y vívida imagen: las llamas consumiendo Varena, devorando las casas de madera como si fueran leños para una hoguera.

Todos lo habían sabido, pero…

Pero había un matiz nuevo en la voz de aquella mujer junto a él, algo que leer en su perfil ahora, incluso con la capucha puesta. Crispin volvió a tragar saliva.

—¿Glorioso? —dijo—. Pero a vos no os lo parece…

Ninguna respuesta visible, aunque él la buscara con los ojos.

—Porque estoy permitiendo que lo veas, Caius Crispus —dijo ella—. Aunque, si he de serte totalmente sincera, no estoy muy segura de por qué lo hago. Te confieso que tú… ¡Mira!

Alixiana señaló con el dedo. Crispin tuvo tiempo de recordar que por encima de todos Alixiana era una actriz, y acto seguido miró. Vio delfines rompiendo las olas, rasgando limpiamente la superficie del mar con sus cuerpos arqueándose como la curva perfecta de una cúpula, compitiendo con la embarcación en una veloz carrera por las agitadas aguas. Media docena de ellos saliendo a la superficie en secuencias, como coreografiados en un teatro, uno, luego dos, una pausa, luego nuevamente el salto exultante y el chapoteo.

¿Jugando como… niños? Exquisitos como bailarinas, como la bailarina que había junto a él. Mensajeros de las almas de los muertos, portadores del Heladikos ahogado cuando cayó ardiendo al mar con el carro del sol. La paradoja y el misterio que encerraban. Risa y oscuridad. Gracia y muerte. Alixiana quería delfines para sus aposentos.

Los contemplaron largo rato, hasta que los delfines dejaron de saltar y el mar se agitó, escondiendo cosas como lo hacía siempre.

—No les gusta acercarse demasiado a la isla —dijo la emperatriz Alixiana, mirando hacia popa. Crispin también lo hizo.

—¿Isla? —preguntó.

Vio tierra, cercana y densamente cubierta por árboles de hoja perenne. Una playa rocosa, un atracadero de madera en el que amarrar la embarcación, dos hombres vestidos con el uniforme imperial esperando. Ningún otro signo de vida humana. Gaviotas por todas partes, chillando alrededor de ellos en la mañana.

—Tenía otra razón para salir a navegar esta mañana —dijo la mujer inmóvil junto a él, ahora sin sonreír. Se había bajado la capucha—. Al emperador no le gusta que haga esto. Cree que está… mal. Pero hay alguien a quien quiero ver antes de que el ejército se haga a la mar. Una… garantía. Hoy tú y los delfines habéis sido mi excusa. Creí que se podía confiar en ti, Caius Crispus. ¿Te importa?

No esperaba una respuesta, por supuesto, pues se estaba limitando a ofrecerle aquello que creía que él necesitaba saber. Granos sacados del almacén celosamente custodiado de su conocimiento. Valerius y Alixiana. Crispin quiso enfadarse, pero había algo en su semblante, y en el estado de ánimo del que lo había arrancado ella. Alixiana creía que se podía confiar en él, pero no había dicho por qué quería confiar en él.

Crispin no iba a preguntárselo. Y en cualquier caso ella ya se dirigía al otro costado del navío, allí donde los hombres lo estaban preparando para el atraque.

La siguió, el corazón latiéndole deprisa por segunda vez y la imagen interior de un gran incendio en Varena chocando con los recuerdos que Crispin había evocado aquella mañana mientras se disponía a dar forma a dos muchachas en la flor de su juventud, una parte del mundo que había hecho el dios. Su juventud y su muerte. Crispin había puesto rumbo hacia aquel lugar. Y ahora ante él, en vez de eso, había la engañosa y delicada placidez del mar azul, el cielo y el verde oscuro de los árboles a la luz matinal. Hoy tú y los delfines habéis sido mi excusa, pensó.

¿Para qué?

El amarre de la embarcación fue impecable, casi silencioso entre el ruido de las olas y las aves que graznaban en el cielo. Una rampa fue bajada, una alfombra escarlata fue extendida para los pies de la emperatriz. Formalidades: Alixiana era lo que era. Eso nunca debía ser olvidado.

Bajaron por la rampa. Cuatro soldados los siguieron a unos pasos de distancia. Crispin vio que iban armados.

La emperatriz, sin mirar atrás, lo llevó por un camino que iba desde las blancas rocas redondas a pinares que no tardaron en ocultar el sol. Crispin se envolvió en la capa cuando la luz del día empezó a menguar.

Allí no había dios, emblema, símbolo o encarnación alguna de la deidad. Sólo había una mujer mortal, no muy alta y de espalda erguida, a la cual seguir sobre agujas de pino y entre el aroma de los pinares, y poco después —la isla no era muy grande— hubo un final para el camino y los bosques. Crispin vio varias construcciones. Una casa, tres o cuatro cabañas más pequeñas, una diminuta capilla con un disco solar tallado encima de la puerta. La emperatriz se detuvo a cierta distancia en el claro entre los árboles y las casas construidas por los hombres y se volvió hacia él.

—Me disgusta decírtelo —le advirtió—, pero si hablas de lo que verás aquí, morirás.

Crispin apretó los puños. Ira de nuevo, a pesar de todo. Él también era lo que era, lo que el dios y la pérdida habían hecho de él.

—Os contradecís a vos misma, tres veces ensalzada.

—¿De qué manera?

La voz frágil. Crispin pudo ver cierta tensión dentro de ella ahora que habían llegado a ese lugar. No la entendió, como tampoco entendía nada de aquello, y le daba igual. Había pensado pasar el día subido a un andamio a solas con su oficio y los recuerdos de sus hijas.

—Acabáis de decir que creíais poder confiar en mí. Obviamente no es así. ¿Por qué no dejarme a bordo? Emperatriz, ¿por qué estoy aquí para enfrentarme a tal amenaza? ¿Para ser tal amenaza? ¿Qué soy yo en todo esto?

Ella le miró. Su rostro estaba pálido. Los Excubitores se habían detenido detrás de ellos, allí donde empezaban los árboles. Había otros soldados, pudo ver Crispin, en las entradas de las casas más pequeñas, cuatro de ellos con el uniforme de la Prefectura Urbana. En la casa más grande nada se movía. El humo subía de las chimeneas para perderse en el cielo.

—No lo sé —dijo la emperatriz al fin, alzando los ojos hacia él—. Una buena pregunta, ¡pero no conozco la respuesta! Sé que… ya no me gusta venir aquí. Él me asusta, me hace soñar. Esa es una de las razones por las que Petrus… por las que el emperador no quiere que yo venga aquí.

El silencio del claro, de aquella casa de gran tamaño, parecía contener algo extraño y fantasmagórico. Crispin se dio cuenta de que todas las contraventanas estaban cerradas. Allí no habría sol.

—En el nombre de Jad, ¿quién hay aquí? —preguntó él. Su voz pareció una abrasión en el aire expectante.

Los oscuros ojos de Alixiana se dilataron.

—Jad tiene muy poco que ver con él —dijo—. Quien hay aquí es Daleinus, el hermano de Styliane. El mayor de los hermanos.

Rustem hubiese preferido negarlo, pero tanto sus dos esposas como todos sus maestros lo habían definido (a veces con cierta diversión) como un hombre terco y obcecado. Una idea surgida en su cabeza no tenía probabilidades de ser desalojada fácilmente.

En consecuencia, cuando el sirviente de Plautus Bonosus volvió a la casa cerca de las murallas e informó que el senador ya se encontraba en el Hipódromo y no podía serle de ninguna ayuda, Rustem encogió los hombros, se dispuso a revisar la conferencia que no tardaría en dar y poco después la dejó a un lado. Se puso impacientemente las botas y una capa para salir a la calle con dos guardias y dirigirse hacia la casa de Bonosus.

Las calles estaban fantasmagóricamente desiertas. Muchas tiendas habían cerrado, los mercados estaban casi silenciosos, las tabernas y los puestos de comida vacíos. Mientras andaban Rustem pudo oír un sordo palpitar que llegaba de la lejanía, una especie de rugido continuo que se elevaba a intervalos para convertirse en algo monstruoso. Si no supieses lo que era resultaría aterrador, pensó. De hecho, podía ser aterrador incluso si lo sabías.

Ahora quería ver aquellas carreras. Quería saber qué estaba haciendo su paciente, y llegó a decirse que tenía cierta responsabilidad de estar presente. Y si aquel auriga jadita estaba decidido a matarse —y había un punto más allá del cual ningún médico podía hacer nada—, Rustem sentía curiosidad en cuanto a las maneras y los medios. Después de todo, había ido a Occidente para tratar de entender a aquellas gentes. O esa era la razón por la que él había ido hasta allí, el que había pensado que sería su papel. Su nueva tarea era una en la que trataba de no pensar. Albergaba una vaga esperanza de que las circunstancias harían que todo aquel asunto se desvaneciera.

La imposibilidad de que un visitante basánida se presentara en el Hipódromo como si tal cosa y fuera admitido era evidente. El gremio de médicos tal vez habría podido ayudarle, pero Rustem no había sido advertido de que su paciente abandonaría su habitación a través de una ventana, un árbol y el muro del patio, dejando un rastro de sangre.

En un caso así uno tenía que recurrir a relaciones de naturaleza personal. Rustem estaba buscando a Cleander.

Sabía por el mismo muchacho que Bonosus le había prohibido que asistiera a los primeros cinco encuentros de la temporada de carreras, como castigo por el incidente en que había muerto Nishik. Uno podía no estar de acuerdo con igualar la muerte de un hombre (incluso de un forastero, incluso de un sirviente) a cinco días de diversión perdidos, pero hoy no era eso lo que preocupaba a Rustem.

Hoy quería conseguir la ayuda de la madre de Cleander. Era muy consciente, gracias a las glosas que acompañaban los textos de los médicos occidentales, de que en la antigua Rhodias la voluntad de un hombre debía ser obedecida, incluso hasta la muerte, por esposas e hijos. En una ocasión un padre consiguió que el Estado ejecutara a su hijo por una simple desobediencia.

Hubo un corto período durante los viejos tiempos en Occidente durante el que aquello fue considerado una manera de demostrar la virtud, disciplina y rectitud ejemplares que podían llegar a forjar un imperio. Rustem tenía la impresión de que en el Sarantium moderno de Valerius y la emperatriz Alixiana, las mujeres disponían de mayor grado de autoridad en el hogar. Tenía motivos para saber que el muchacho era un fanático seguidor de las carreras. Si alguien sabía cómo entrar en el Hipódromo —por la tarde al menos, dado que a esas alturas la mañana ya estaba muy avanzada—, sería Cleander. Pero Rustem necesitaría el consentimiento de su madrastra.

El mayordomo del senador se apresuró a avisar a su señora en cuanto Rustem compareció ante su puerta. Thenais Sistina, imperturbable y fríamente elegante, lo recibió en su salita matinal con una amable sonrisa, dejando a un lado papel y pluma. Rustem vio que parecía saber leer y escribir.

Pidió disculpas, comentó el buen tiempo que hacía y explicó que deseaba asistir a las carreras.

Ella mostró sorpresa bajo la forma, casi imperceptible, de un leve parpadeo y un destello en la mirada.

—¿De veras? —murmuró—. No esperaba que los juegos os interesaran. Reconozco que yo no los encuentro nada atractivos. Ruido y polvo, y violencia en las gradas.

—Nada de lo cual me atraería —convino Rustem.

—Pero supongo que también está el espectáculo. Bien, me aseguraré de informar a mi esposo de que os gustaría acompañarlo al próximo día de los juegos… que si lo he entendido correctamente, debería tener lugar dentro de una o dos semanas.

Rustem sacudió la cabeza.

—La verdad es que me gustaría asistir esta tarde.

Thenais Sistina puso cara de perplejidad.

—No se me ocurre ninguna manera de enviar un mensaje a mi esposo a tiempo. Está con el séquito imperial, en la kathisma.

—Lo sé. Me estaba preguntando si Cleander podría… ¿Como una cortesía y un gran favor hacia mí?

La esposa del senador le miró en silencio durante un largo momento.

—¿Por qué hoy y con tanta urgencia, si me permitís preguntarlo?

Lo cual obligó a Rustem a cometer una indiscreción. A la luz de la ventana abierta y del hecho de que aquella mujer era la esposa de Bonosus y este ya lo sabía, se sintió justificado. El médico del auriga tenía que estar presente, de hecho. Nadie más conocía las lesiones de su paciente. Se podía decir que Rustem tenía ciertas obligaciones y que faltaría a ellas si no hacía cuanto estuviera en su mano para hallarse presente.

Por eso le contó a la esposa de Plautus Bonosus, en la más estricta confidencia, que su paciente, Scortius de Soriya había violado los consejos médicos y abandonado su cama en la casa del senador, donde se estaba recuperando de sus heridas. Teniendo en cuenta que hoy había carreras, no era difícil deducir por qué había obrado de tal manera y dónde estaría.

La mujer no reaccionó al saberlo. Todo Sarantium podía estar hablando del corredor desaparecido, pero o ella ya conocía su paradero de labios de su esposo o era realmente indiferente al destino de aquellos atletas. Aun así, hizo venir a su hijastro.

Cleander apareció en el umbral con expresión hosca. Rustem había temido que el muchacho ya hubiese infringido la orden paterna y salido de la casa, pero al parecer dos incidentes violentos en el mismo día lo habían dejado lo bastante escarmentado para obedecer a su padre, al menos de momento.

Su madrastra, con unas cuantas preguntas precisas, consiguió arrancarle al ruborizado joven el hecho de que había sido él quien llevó al auriga hasta Rustem en plena noche, y desde dónde y en qué circunstancias. Rustem no se esperaba aquello. Thenais había llevado a cabo un impresionante salto lógico.

Reparó en el desconcierto del muchacho, pero también sabía que él no había traicionado ningún secreto. Ni siquiera había sabido que el incidente hubiera tenido lugar delante de la casa de la bailarina. Ni lo había preguntado ni le importaba.

Aquella mujer era desconcertantemente sagaz, eso era todo. Rustem decidió que era algo implícito a su compostura e indiferencia. Las personas capaces de modular y controlar sus pasiones internas y ver el mundo con ojos imparciales también se hallan más capacitadas para resolver los problemas expeditivamente. Por supuesto que esa misma frialdad también podía ser una de las razones por la que su esposo tenía un arcón con ciertos útiles en otra casa en un barrio muy alejado de la ciudad. En general, y a pesar de ello, Rustem decidió que la esposa del senador contaba con su aprobación. De hecho, él mismo había intentado estructurar su conducta profesional de aquella misma manera.

Con todo, verla en una mujer no dejaba de ser inesperado. Como también lo era el hecho de que al parecer iría al Hipódromo con ellos.

La incomodidad de Cleander cambió —con la apasionada brusquedad propia de la juventud— a jubilosa perplejidad cuando comprendió que su madrastra iba a levantar una parte de su castigo en favor de los deberes para con un huésped y las obligaciones alegadas por el mismo Rustem en su calidad de médico. Iría con ellos, dijo Thenais, para asegurar la buena conducta de Cleander y su rápido regreso al hogar, y para asistir al doctor en caso de que tuviera necesidad de intervenir. El Hipódromo podía ser un lugar peligroso para un extranjero, dijo.

Cleander los precedería llevándose consigo al mayordomo y usando el nombre de su madre para cualquier dispendio necesario, al tiempo que empleaba los contactos de mala reputación de que indudablemente disponía en el Hipódromo para obtener asientos apropiados después del intervalo del mediodía: nunca plazas de pie, y muy ciertamente no en ningún área que contuviera partidarios de las facciones o a cualquier persona que pudiera llegar a comportarse de manera desagradable. Y bajo ninguna circunstancia luciría el color verde. ¿Lo había entendido Cleander?

Cleander lo había entendido.

¿Desearía Rustem de Kerakek compartir un modesto refrigerio de mediodía con ella mientras Cleander se ocupaba de todo lo referente a los asientos y la admisión?

Rustem lo deseaba.

Disponían de tiempo más que suficiente para comer, y después ella necesitaría ropa más adecuada para una aparición en público, dijo Thenais, apartando sus escritos y levantándose de la banqueta. Sus maneras eran impecablemente serenas, precisas y eficientes, y su porte era soberbio. A Rustem le recordó a las legendarias matronas de Rhodias, antes de que Rhodias iniciara su imparable declive hacia la decadencia imperial.

Se preguntó si Katyun o Jarita habrían podido llegar a adquirir tal porte y autoridad de haberse criado en un mundo distinto. No había mujeres como aquella en Ispahani y ciertamente ninguna en Bassania. Las intrigas palaciegas entre las esposas enclaustradas del Rey de Reyes eran algo muy diferente. Pensó, entonces, en su bebé, su niña, y enseguida se obligó a dejar de hacerlo. Inissa le estaba siendo arrebatada y ya había desaparecido, arrastrada por la estela de su inmensa suerte.

Perun y Anahita guiaban el mundo, y Azal tenía que ser mantenido a raya constantemente. Ningún hombre podía decir dónde podían acabar llevándolo sus pasos. La generosidad debía ser aceptada, incluso si había un precio a pagar. Ciertos privilegios no se ofrecían dos veces. Rustem no podía permitirse pensar en Issa, o en su madre.

Podía pensar en Shaski y Katyun, pues pronto los vería en Kabadh. Si la Dama quiere, se apresuró a añadir mentalmente y nada más pensarlo se volvió hacia el este. Había recibido instrucciones de matar a alguien en Sarantium. Ahora la generosidad podía incluir ciertas condiciones.

La esposa de Plautus Bonosus le estaba mirando con las cejas arqueadas, demasiado educada para hacer ningún comentario.

—Pienso en mi fe… en Oriente… —murmuró Rustem con voz titubeante—. Estaba previniendo la mala fortuna. He tenido un pensamiento temerario.

—Ah —dijo Thenais Sistina, asintiendo como si lo comprendiese perfectamente—. Todos los tenemos de vez en cuando.

Después salió por la puerta y Rustem la siguió.

En la kathisma, un grupo de cortesanos magníficamente ataviados estaba cumpliendo la tarea asignada. Gesius había sido explícito y se había asegurado que muchos de los miembros más decorativos del Recinto Imperial estuvieran disponibles aquella mañana, suntuosamente vestidos y resplandecientes de gemas y colores.

Conseguían pasarlo bien al mismo tiempo que ocultaban, con sus altamente visibles y audibles reacciones a lo que ocurría debajo de ellos, la ausencia de la emperatriz, el estratega supremo, el canciller y el maestro de ceremonias. También disimulaban el incesante dictado en voz baja que el emperador dirigía a los secretarios agazapados bajo la barandilla delantera del palco, invisibles para las gradas.

Valerius había dejado caer el pañuelo blanco para dar inicio al programa, había aceptado los vítores de su gente con el antiguo gesto de los emperadores y, después de haberse sentado en su asiento lleno de almohadones, se puso a trabajar, ignorando los carros de abajo y el ruido omnipresente. Cada vez que el mandator, acostumbrado a aquello, murmuraba discretamente a su oído, Valerius se ponía en pie y saludaba a quienquiera que estuviese dando una vuelta victoriosa en aquel momento. Durante gran parte de la mañana había sido Crescens de los Verdes. Al emperador parecía importarle un pimiento.

La imagen de mosaico del techo de la kathisma representaba a Saranios, que había fundado aquella ciudad y le había puesto su nombre, conduciendo una cuadriga y coronado no con oro sino con el laurel de la victoria de un auriga. Los eslabones que formaban la cadena simbólica eran inmensamente poderosos: Jad en su carro, el emperador como sirviente mortal y símbolo sagrado del dios, los aurigas en las arenas del Hipódromo como los más amados por el pueblo. Pero, pensó Bonosus, aquel sucesor en concreto dentro de la larga cadena de los emperadores se mantenía distante del poder de aquella asociación.

O intentaba estarlo. La gente lo devolvía a él. Valerius estaba allí, después de todo e incluso aquel día, para ver las carreras.

Bonosus tenía una teoría acerca del atractivo del espectáculo. Siempre estaba dispuesto a aburrir a los demás con ella si se le pedía que lo hiciera, e incluso aunque no se le pidiera. Básicamente, argumentaba, el Hipódromo constituía un contrapeso perfectamente equilibrado a los rituales del Recinto Imperial. La vida cortesana estaba estructurada alrededor del ritual, y era todo lo previsible que puede llegar a ser algo en la tierra. Había una práctica ordenada para todo, desde el primer saludo del emperador cuando era despertado (y por quién y en qué orden) hasta la secuencia de encendido de las lámparas en la Cámara de Audiencias o la procesión para ofrecerle sus regalos el primer día del Nuevo Año. Palabras y gestos, fijos y registrados, conocidos y ensayados, que nunca variaban.

En el Hipódromo, en cambio… decía Bonosus y se encogía de hombros como si el resto del pensamiento debiera serle transparentemente claro a su interlocutor. En el Hipódromo todo era incertidumbre. Lo desconocido era la misma esencia del Hipódromo, decía.

Mientras gritaba y charlaba con los demás ocupantes del Palco Imperial aquella mañana, Bonosus se enorgullecía de saber mantener aquella perspectiva imparcial. Pero por muy acostumbrado que pudiera estar, era incapaz de controlar por completo la excitación que estaba sintiendo hoy, y esta no tenía nada que ver con la incertidumbre de los caballos, ni siquiera con los jóvenes aurigas que había en la pista.

Nunca había visto así a Valerius.

El emperador siempre se tomaba muy en serio los asuntos de Estado, dedicándoles toda su atención y mostrándose irritado cuando se veía obligado a asistir al Hipódromo, pero aquella mañana en la ferocidad de su concentración y el incesante caudal de notas e instrucciones dirigido en voz baja a los secretarios —había dos, que se alternaban para seguir su ritmo— había un compás apremiante que parecía tan palpitantemente apremiante como el de los caballos y las cuadrigas de abajo.

Los Verdes estaban saliendo triunfantes en las arenas, tal como había ocurrido una semana antes. Scortius de los Azules seguía ausente, y Bonosus era una de las pocas personas que sabían dónde se encontraba y que transcurrirían semanas antes de su reaparición en el Hipódromo. El auriga había insistido en el secreto más absoluto, y tenía prestigio más que suficiente en Sarantium para que sus deseos fueran obedecidos.

Probablemente había una mujer involucrada, decidió el senador, una hipótesis que con Scortius nunca era demasiado aventurada. Bonosus no estaba molesto por que el auriga utilizara su pequeña residencia mientras se recuperaba. Antes al contrario, casi disfrutaba participando en asuntos encubiertos. Después de todo, ser maestro del Senado no confería ninguna significación real. En cualquier caso, su segunda casa no estaba disponible para sus propias diversiones, con aquel médico basánida más seco que un hueso alojado en ella. Aquella parte de la situación actual se la debía a Cleander, el cual era un problema que pronto requeriría atención. Peinarse al estilo bárbaro y vestirse de manera extravagante para defender la causa de la facción era una cosa, asesinar gente en la calle era otra.

Bonosus cayó en la cuenta de que hoy las facciones podían volverse bastante peligrosas, y se preguntó si Valerius era consciente de ello. Los Verdes en pleno éxtasis, los Azules hirviendo de humillación y ansiedad. Decidió que tendría que hablar con Scortius después de todo, tal vez aquella noche. Mantener el secreto en las causas de uno era algo que quizá debiera ceder ante el orden público, especialmente dadas las otras impresionantes cosas que se estaban cociendo. Si ambas facciones supieran que Scortius se encontraba bien y que volvería en alguna fecha cercana, parte de aquella tensión se disiparía.

Pero tal como estaban las cosas en aquel momento, Bonosus no pudo evitar compadecerse del muchacho que estaba corriendo como primer auriga para los Azules. Estaba claro que había nacido para auriga y tenía instinto y coraje, pero también tenía tres problemas; y bien sabía el dios que dados los años que Bonosus llevaba yendo allí, ya tendría que ser capaz de ver lo que ocurría en las arenas.

El primer problema era Crescens de los Verdes. El musculoso auriga de Sarnica estaba magníficamente seguro de sí mismo, ya había dispuesto de un año para habituarse a Sarantium, y controlaba a la perfección su nuevo tiro. Tampoco era la clase de hombre capaz de mostrar compasión por los desorganizados Azules.

Aquella desorganización constituía otra parte de la dificultad. El muchacho —se llamaba Taras, aparentemente un sauradiano— no sólo no estaba familiarizado con lo que suponía ser primer auriga, sino que ni siquiera conocía a los caballos de su tiro. Por muy magnífico que fuese un corcel como Servator, todo caballo necesitaba tener en las riendas una mano que conociese sus capacidades. Y además el joven Taras, que llevaba el casco de plata para los Azules, no estaba recibiendo ningún apoyo adecuado, porque se había entrenado para segundo auriga.

Teniendo en cuenta todo eso, el líder sustituto de los Azules ya había hecho bastante con llegar en segundo lugar, rechazando en tres ocasiones ataques agresivamente coordinados de los dos aurigas Verdes. Sólo Jad sabía cómo reaccionaría la multitud si los Verdes conseguían el pleno en una o dos ocasiones. Esa obtención simultánea del primer y el segundo puesto daba lugar a la más exultante de las celebraciones… y a un hosco desespero en la facción perdedora. Todavía podía ocurrir antes de que terminara el día. El auriga de los Azules podía tener el aguante de la juventud, pero podían agotarlo. Bonosus creía que lo harían, por la tarde. En cualquier otro día quizá habría hecho algunas apuestas.

Había, se hubiese podido decir a la manera literaria, una gran carnicería incubándose allá abajo. Siendo el hombre que era, Bonosus se sentía inclinado a contemplarlo desde aquel prisma, a verlo como un irónico adelanto del anuncio imperial de que irían a la guerra, el cual no llegaría hasta el final del día.

La última carrera de la mañana tocó a su fin: como de costumbre, consistió en un pequeño y caótico enfrentamiento entre los Rojos y los Blancos, conduciendo vigas de dos caballos. El primer auriga de los Blancos salió triunfante de una contienda típicamente confusa y torpe, pero la victoria fue acogida por los Azules y los Blancos con un entusiasmo (más que ligeramente forzado, a oídos de Bonosus) que era casi ciertamente único para la experiencia del auriga Blanco. Sorprendido o no, pareció disfrutar enormemente de su vuelta de la victoria.

El emperador dejó de dictar y se puso en pie siguiendo la indicación murmurada por el mandator. Saludó rápidamente al auriga que pasaba por debajo de él en ese preciso instante y se dispuso a marcharse. Un Excubitor ya había abierto la puerta al fondo de la kathisma. Valerius volvería por el pasillo al Palacio Imperial para las últimas consultas antes de la proclamación de la tarde: el Palacio Attenine para el canciller, el maestro de ceremonias y el cuestor del Erario Imperial, y después hasta el Traversite por el viejo túnel que pasaba bajo los jardines para reunirse con Leontes y los generales. Todo el mundo conocía sus rutinas. Algunas personas —Bonosus entre ellas— creían que a esas alturas ya habían discernido el motivo que se ocultaba detrás de aquella separación de los consejeros. Aun así, era peligroso dar por sentado que habían comprendido lo que estaba pensando el emperador. Mientras todos se levantaban y se hacían grácilmente a un lado, Valerius se detuvo junto a Bonosus.

—Haced los honores en nuestro nombre durante la tarde, senador. Imprevistos aparte, deberíamos volver con los demás antes de la última carrera. —Se inclinó hacia él y bajó la voz—. Y que el prefecto urbano averigüe dónde se encuentra Scortius. Mal momento para esta clase de cosas, ¿no os parece? Quizá haya sido una negligencia por nuestra parte no prestarle atención antes.

Nada se le pasa por alto, pensó Bonosus.

—Sé dónde está —dijo en voz baja, rompiendo una promesa sin el menor escrúpulo. Después de todo, se trataba del emperador.

Valerius ni siquiera enarcó una ceja.

—Excelente. Informad al prefecto urbano, y contádnoslo más tarde.

Y mientras ochenta mil súbditos seguían reaccionando de muy distintas maneras a la última vuelta del auriga Blanco, y empezaban a levantarse, estirarse y pensar en un refrigerio de mediodía y vino, el emperador salió de su kathisma y de aquel lugar abarrotado en el que los anuncios y los acontecimientos del Imperio habían sido dados a conocer con tanta frecuencia.

Antes de cruzar la puerta, Valerius ya se estaba quitando el suntuoso atuendo ceremonial que debía llevar en público.

Los sirvientes empezaron a disponer una comida encima de largas mesas y las pequeñas mesas redondas que había junto a los asientos. Algunos ocupantes de la kathisma preferían volver a los palacios para comer, en tanto los más jóvenes quizá se aventuraran por la ciudad para saborear la agitación de las tabernas, pero si hacía buen tiempo era agradable quedarse allí, y hoy lo hacía.

Bonosus descubrió, para su sorpresa, que tenía tanto apetito como sed. Estiró las piernas, ahora que había espacio para hacerlo, y tendió su copa para que se la llenaran de vino.

Y entonces pensó que la próxima vez que comiera sería un senador de un Imperio en guerra. Y no meramente la habitual escaramuza de primavera, no, porque aquello era una reconquista. Rhodias. El viejo sueño de Valerius.

Un pensamiento excitante, sin duda, que despertaba toda clase de sensaciones. De pronto Bonosus deseó no tener a un médico basánida y un auriga convaleciente alojados en su casita cerca de las murallas aquella noche. Los invitados podían ser una complicación, desde luego.

—Al principio se le permitió retirarse a la propiedad de los Daleinus. Sólo fue traído a esta isla, que lleva mucho tiempo siendo usada como prisión, después de que intentara asesinar al primer Valerius en su baño.

Crispin miró a la emperatriz. Los dos estaban solos en el patio. Sus Excubitores se encontraban detrás de ellos y cuatro guardias esperaban delante de las entradas de las pequeñas cabañas. La casa grande estaba a oscuras, con la puerta asegurada por fuera y los postigos de todas las ventanas cerrados para no dejar entrar la suave luz del sol. Crispin estaba experimentando una extraña dificultad para mirarla siquiera. Había una opresión, un peso, algo adherido a ella. En el patio rodeado de pinos apenas hacía viento.

—Pensaba que mataban a la gente por hacer eso —dijo.

—Hubieran debido darle muerte —dijo Alixiana.

Él la miró. La emperatriz no apartaba los ojos de la casa que había ante ellos.

—Petrus, que por entonces era consejero de su tío, no lo permitió. Dijo que los Dailenoi y sus seguidores debían ser tratados con mucho cuidado. El emperador siguió sus consejos. Habitualmente lo hacía. Trajeron a Lecanus aquí. Castigado pero no ejecutado. El más joven, Tertius, todavía era un niño. Se le permitió seguir en la propiedad y, pasado un tiempo, administrar los asuntos de la familia. A Styliane se le permitió permanecer en la ciudad, venir a la corte cuando se hizo mayor e incluso acudir aquí de vez en cuando, aunque las visitas eran vigiladas. Lecanus continuó urdiendo nuevos planes, incluso desde esta isla, y siguió tratando de persuadirla. Finalmente se puso fin a sus visitas. —Hizo una pausa, miró a Crispin y volvió nuevamente la cabeza hacia la casa—. Fui yo quien lo hizo. Yo era la que hacía que los mantuvieran bajo vigilancia. Poco antes de que ella contrajera matrimonio, conseguí que el emperador le prohibiera venir aquí.

—Así que ahora nadie viene por aquí.

Crispin veía humo saliendo de las chimeneas de las cabañas y de la casa grande, ascendiendo en líneas tan rectas como los troncos de los árboles para luego dispersarse en cuanto llegaba a la altura del viento.

—Yo vengo —dijo Alixiana—, en cierta manera. Ya lo verás.

—Y si se lo cuento a alguien me matarán. Lo sé.

Alixiana alzó la mirada hacia él. Crispin aún podía ver la tensión en ella.

—No pienses más en ello, Crispin. Confiamos en ti. Estás aquí conmigo.

La primera vez que pronunciaba su nombre de aquella manera.

Alixiana echó a andar sin darle ocasión de replicar. En cualquier caso, no se le ocurrió ninguna respuesta.

Uno de los cuatro guardias se inclinó ante ellos, fue a la puerta cerrada de la casa y la abrió. Dentro estaba casi a oscuras. El guardia entró, y un momento después encendió dos lámparas. Otro hombre siguió al primero y tosió ruidosamente en el umbral.

—¿Estás vestido, Daleinus? Ella ha venido a verte.

Una especie de olisqueo casi ininteligible, más un sonido gutural llegó hasta ellos desde el interior. El guardia no dijo nada y entró en la casa detrás del primero. Abrió los postigos de madera de dos ventanas protegidas con barrotes de hierro, dejando entrar aire y más luz. Después ambos guardias salieron de la casa.

La emperatriz les hizo una señal con la cabeza. Los guardias volvieron a inclinarse ante ella y se retiraron hacia las cabañas. Ahora no había nadie suficientemente cerca para oírles, o nadie que Crispin pudiera ver. Los ojos de Alixiana se encontraron por un momento con los de él, y después irguió los hombros como una artista que se dispone a salir al escenario y entró en casa.

Crispin la siguió, saliendo del resplandor del sol. Sentía una opresión en el pecho. El corazón le latía desenfrenadamente, no sabía por qué. Aquello tenía muy poco que ver con él. Pero estaba pensando en Styliane, en la última noche que la vio y en lo que había visto en ella. Y tratando de recordar lo que sabía sobre la muerte de Flavius Daleinus aquel día en que el primer Valerius fue proclamado emperador en Sarantium.

Se detuvo nada más cruzar el umbral. Una sala bastante espaciosa. Dos puertas, una al fondo que daba a un dormitorio, otra en el lado derecho sin que pudiera ver adonde daba. Una chimenea en la pared de la izquierda, dos sillones, un sofá en la parte de atrás, una mesa, un arcón cerrado con un candado, y nada en las paredes, ni siquiera un disco solar. Aquella especie de olisqueo, comprendió, era un hombre respirando de una manera muy extraña.

Entonces los ojos de Crispin se adaptaron lentamente a aquella tenue luz y vio removerse una forma en el sofá, irguiéndose desde una posición reclinada y volviéndose hacia ellos. Y así vio a la persona que vivía prisionera en aquella casa, en aquella isla, en su propio cuerpo, y recordó algo, mientras un horror mareante y convulsivo lo dejaba sin fuerzas. Apoyó la espalda contra la pared junto a la puerta, levantando una mano para protegerse el rostro.

El Fuego Sarantino les hacía cosas terribles a los hombres, incluso cuando sobrevivían a él.

El padre había muerto. Un primo también, creyó recordar Crispin. Lecanus Daleinus había vivido, en cierta manera. Mientras contemplaba al hombre ciego que tenía delante, la ruina abrasada de lo que había sido su rostro y las manos mutiladas y calcinadas y se imaginaba el cuerpo quemado que había debajo de la túnica marrón, Crispin se preguntó cómo era posible que aquel hombre aún viviera y por qué aún vivía, qué propósito, deseo o necesidad podían haber impedido que pusiera fin a su vida mucho tiempo atrás. No creía que fuera la compasión. Allí no había el más leve rastro del dios. De ningún dios en absoluto.

Entonces recordó lo que había dicho Alixiana, y creyó saberlo: el odio podía ser un propósito, la venganza una necesidad; una deidad, casi.

Crispin intentó no sucumbir a las oleadas de repugnancia que amenazaban con hacerle vomitar. Cerró los ojos.

Y entonces oyó a Styliane Daleina, fría como el hielo, patricia, sin sentirse conmovida en lo más mínimo por el aspecto de su hermano, murmurar junto a él:

—Apestas, hermano. La habitación apesta. Sé que te dan agua y una jofaina. Muestra un poco de respeto hacia ti mismo y úsalos.

Crispin, la mandíbula desencajada por el asombro, abrió los ojos y la miró.

Vio que la emperatriz de Sarantium, manteniéndose todo lo erguida que podía llegar a estarlo, y volvió a oírla hablar.

—Ya te lo he dicho antes. Eres un Daleinus. Incluso si nadie lo ve o lo sabe, tú debes saberlo o de lo contrario avergüenzas a tu sangre.

El horrendo rostro del sofá se movió. No había manera de descifrar qué expresión intentaba esbozar aquella ruina derretida. Los ojos, dos huecos ennegrecidos, habían desaparecido. La nariz era un borrón, y producía aquel sonido sibilante cuando el hombre respiraba. Crispin guardó silencio, tragando saliva.

—Lo… siento… hermana —dijo el ciego. Las palabras llegaban con lentitud y terriblemente espaciadas, pero inteligibles—. Te… decepciono… querida… hermana. Lloraré.

—No puedes llorar. Pero puedes hacer que este lugar sea limpiado y aireado, y espero que lo hagas.

Si Crispin hubiese cerrado los ojos habría jurado por el sagrado Jad y todas sus Víctimas Benditas que Styliane estaba allí, arrogante, despectiva, cruel en su inteligencia y orgullo. La actriz había nombrado a Alixiana, entre otras cosas.

Y ahora sabía por qué la emperatriz iba allí y por qué había tanta tensión en su rostro.

«Hay alguien a quien quiero ver antes de que el ejército se haga a la mar».

Alixiana temía a aquel hombre. Venía únicamente por Valerius, a pesar de su miedo, para averiguar qué podía estar tramando allí con la vida que le habían concedido. Pero aquella figura ciega y sin nariz estaba sola, aislada, sin que ni siquiera su hermana viniera a verla ya: sólo aquella impecable, aterradora imitación de Styliane que intentaba arrancarle una revelación. ¿Aquello era un hombre al que hubiera que temer en el presente, o sólo una culpa, un fantasma del pasado atrapado en el alma? Un sonido surgió del sofá, de aquella figura casi insoportable. Y un momento después Crispin comprendió que estaba oyendo risa. El sonido le hizo pensar en algo arrastrándose sobre cristales rotos.

—Ven… hermana —dijo Lecanus Daleinus, antaño heredero de un extravagante linaje patricio y una inconcebible fortuna—. ¡No… hay… tiempo! ¡Desnúdate! ¡Deja… que… te toque! ¡Deprisa!

Crispin volvió a cerrar los ojos.

«¡Bien, bien! —dijo una tercera voz, asombrosamente dentro de su cabeza—. Ella no soporta esto. No sabe qué creer. Hay alguien aquí con ella. Cabellos rojos. Ni idea de quién es. Estás consiguiendo que le entren ganas de vomitar. ¡Eres tan horrible! ¡Ahora la ramera le está mirando!»

Crispin sintió que el mundo se bamboleaba como un navío embestido por una gran ola. Apoyó las manos contra la pared a su espalda y miró alrededor.

Y vio al pájaro en la repisa de la ventana.

«¡No sé por qué está aquí hoy! ¿Cómo puedo responder a eso? No te pongas nervioso. Puede que sólo esté preocupada. Puede que…»

Alixiana rio. La ilusión volvió a ser aterradora. Era la risa de otra mujer, no la suya. Crispin se acordó de Styliane en su dormitorio, el sonido suavemente sardónico de su diversión, idéntico a este.

—Eres repugnante porque así lo has querido —dijo la emperatriz—. Te has convertido en una versión patética de ti mismo, como una figura de una pantomima barata. ¿No tienes nada mejor que ofrecer o pedir que un manoseo en tu oscuridad?

—¿Qué otra… cosa podría… ofrecerte, querida hermana? Esposa del… estratega supremo. ¿Te… dio placer… anoche? ¿En tu… oscuridad? ¿Alguien más… te lo dio? ¡Oh… cuéntamelo! ¡Cuéntamelo!

La voz que se abría paso a través del sonido sibilante era laboriosa y entrecortada, como si los sonidos salieran a rastras de algún laberíntico pasaje medio obstruido por escombros.

«¡Bravo! —volvió a oír Crispin en el silencio del otro mundo—. Me parece que estaba en lo cierto. Sólo ha venido a ver qué hacías. La guerra se acerca. Esto es un accidente. Sólo está preocupada. Te complacería: se la ve infeliz y cansada, usada por esclavos. ¡Vieja!»

Reprimiendo las náuseas, Crispin no se movió del sitio, su respiración contenida aunque ahora su presencia ya no era ningún secreto. Su mente era un torbellino. Una pregunta escapó del caos y Crispin se apresuró a formularla: ¿cómo era posible que aquel hombre y su criatura, en aquel lugar, supieran de la guerra?

Algo espantoso estaba actuando allí. Aquel pájaro no se parecía a ninguno de los que había conocido o escuchado antes. La voz interior no era la de las creaciones de Zoticus. Aquel almapájaro hablaba con una voz de mujer, amarga y dura, procedente de más allá de Bassania: Ispahani, Ajbar o tierras desconocidas. Su tonalidad era oscura, pequeña como la de Linón, pero sin que se pareciese en nada a la de Linón.

Recordó que los Daleinoi habían amasado su fortuna mediante el monopolio del comercio de especias con Oriente. Miró al hombre del sofá, tan terriblemente quemado, convertido en aquel horror, y el pensamiento volvió a surgir: ¿cómo puede estar vivo?

Y una vez más llegó la misma respuesta, y Crispin tuvo miedo.

«Lo sé —dijo el pájaro súbitamente, contestando a algo—. ¡Lo sé! ¡Lo sé! ¡Lo sé!»

Y lo que Crispin oyó ahora en aquella voz ronca y áspera era júbilo, tan intenso y abrasador como una llamarada.

—No obtengo placer alguno de esto —dijo la emperatriz, toda hielo y acero como Styliane—, y no veo razón alguna para auxiliarte en tus placeres. Prefiero los míos, hermano. He venido aquí para preguntarte si hay algo que necesites… inmediatamente. —Puso énfasis en la última palabra—. Tal vez recuerdes, querido hermano, que no nos permiten estar a solas durante mucho tiempo.

—Claro que lo… recuerdo. Por eso eres cruel… al estar aún… vestida. Acércate, hermanita… y cuéntame. Cuéntame… ¿cómo te… tomó anoche?

Sintiendo que se le revolvía el estómago, Crispin vio que la mano destrozada del hombre, nudosa y retorcida como una garra, se deslizaba debajo de su túnica hacia su ingle. Y oyó la risa interior del pájaro de Oriente.

—Piensa en tu padre —dijo Alixiana—. Y en tus antepasados. Si esto es cuanto eres ahora, hermano, entonces no volveré. Piénsalo, Lecanus. Ya te advertí la última vez. Ahora voy a dar un paseo y a comer bajo el sol en la isla. Volveré antes de hacerme a la mar. Cuando lo haga, si esto es lo que eres todavía, no dispondré de más tiempo y me marcharé.

—¡Oh! ¡Oh! —jadeó el hombre del sofá—. ¡Estoy desolado! Mi querida hermana se… avergüenza de mí. Nuestra inocente… hermosa niña.

Crispin vio que Alixiana se mordía el labio y contemplaba la horrible figura como si su mirada pudiera sondear sus profundidades. No podía saberlo, pensó Crispin. No podía saber por qué su inmaculado y magnífico engaño estaba siendo derrotado con tan poco esfuerzo. De alguna manera percibía que estaba siendo vencida, que Lecanus estaba jugando con ella, y quizá esa fuese la razón por la que temía tanto a aquella habitación. Y la razón por la que seguía viniendo a ella.

No dijo nada más y salió de la habitación y de la casa con la cabeza alta y los hombros erguidos, como antes. Una actriz, una emperatriz, orgullosa como una diosa del antiguo panteón, sin revelar nada a menos que la observaras con mucha atención.

Crispin la siguió con la risa taladrante del pájaro resonando dentro de su cabeza. Cuando salía al resplandor del sol y cerraba los ojos, oyó:

«¡Quiero estar ahí! ¡Lecanus, quiero que estemos ahí!»

No oyó la réplica, por supuesto.

—Styliane nunca le dio placer, en caso de que te lo estés preguntando. Ella es corrupta a su manera, pero nunca hizo eso.

Crispin se estaba preguntando cuánto se sabía sobre cierta noche reciente, y después decidió no pensar en ello. Se hallaban en el sur de la isla, frente a Deápolis al otro lado de las aguas. Los Excubitores de Alixiana los habían acompañado a través de los árboles hasta un segundo claro en el que había otro grupo de cabañas y casas, estas vacías. En el pasado había habido prisioneros allí. Ahora no. Lecanus Daleinus tenía la isla para él solo, con su puñado de guardias.

A juzgar por el sol, ya era más de mediodía. Pronto volverían a correr en el Hipódromo, si es que no habían empezado ya, con el día dirigiéndose inexorablemente hacia un anuncio de guerra. Crispin comprendió que la emperatriz se estaba limitando a dejar transcurrir un intervalo antes de volver a aquella casa en el claro para ver si algo había cambiado.

Crispin sabía que nada habría cambiado. Lo que no sabía era si debía decir algo al respecto. Había tantas traiciones incrustadas allí: de Zoticus, de Shirin y su pájaro, y de su propia intimidad, su don, su secreto. Linón. Al mismo tiempo, aquellas últimas palabras silenciosas de la criatura oriental seguían presentes en sus pensamientos, junto con la innegable señal de peligro que había en ellas.

Crispin tenía poco apetito cuando se sentaron a comer, y se limitó a picotear distraídamente las aceitunas y los pasteles de pescado. Bebió su vino. Había pedido que estuviera bien aguado. La emperatriz apenas hablaba, y así había estado desde que salieron del claro. De hecho, cuando llegaron a aquella parte de la isla fue a dar un solitario paseo, convirtiéndose en un puntito escarlata en la lejanía a lo largo de la playa rocosa de aquel extremo, con dos de sus soldados siguiéndola a un buen trecho. Crispin se sentó en un sitio donde había un poco de hierba entre los árboles y las rocas para contemplar los cambios de la luz encima del mar. Verde, azul, azul verdoso, gris.

Alixiana volvió pasado un rato, le indicó que no se levantara y ocupó su lugar grácilmente sobre un cuadrado de seda extendido para ella. La comida fue dispuesta encima de otro cuadrado en aquel lugar apacible que hubiera debido ser tranquilizador en su belleza, una benigna encarnación de la primavera que insuflaba renovada vida a todo.

—Supongo que los vigilabais cuando estaban juntos —dijo Crispin pasados unos momentos—. A Styliane y… su hermano.

La emperatriz tampoco comía. Asintió.

—Por supuesto. Tenía que hacerlo. ¿De qué otra manera podía descubrir qué decir y cómo decirlo, cuando la interpretase? —dijo, y le miró.

Tan obvio, visto de aquella manera. Una actriz, aprendiendo su papel. Crispin volvió la mirada hacia el mar. Deápolis era nítidamente visible a través de las aguas. Pudo ver más navíos en su puerto. Una flota para un ejército que zarparía hacia Occidente, hacia su hogar. Había advertido a su madre, y a Martinian y Carissa. Lo cual no significaba nada. ¿Qué podían hacer? Un extraño temor vibraba sordamente dentro de él, y ahora el recuerdo del pájaro en aquella oscura casa había pasado a formar parte de él.

—Y hacéis esto… —dijo—. Venís aquí porque…

—Porque Valerius nunca permitirá que se le dé muerte. Pensé hacerlo, a pesar de eso. Matarlo. Pero él es muy importante para el emperador. La mano visible de la clemencia, dado que la familia sufrió mucho cuando aquellas… personas desconocidas quemaron a Flavius. Así que vengo aquí y hago esta… representación, y no averiguo nada. Si he de creerle, Lecanus es un vil juguete roto carente de propósito. —Hizo una pausa—. No puedo dejar de venir.

—¿Por qué no quiere matarlo? Tiene que haber mucho odio. Sé que ellos piensan que el emperador… lo ordenó. El incendio.

No era la clase de pregunta que se hubiera imaginado que llegaría a hacerle a alguien, y mucho menos a la emperatriz de Sarantium. Y no con aquella terrible sensación de que la muerte de aquel hombre ya hubiese debido tener lugar, quizá incluso como un acto de misericordia. Pensó, melancólicamente, en un andamio elevándose hacia las alturas, piezas relucientes de vidrio y piedra, recuerdos, sus hijas.

La pena era más llevadera que aquello. La idea surgió de pronto. Una verdad difícil de aceptar.

Alixiana guardó silencio un buen rato. Él esperó. Podía oler la esencia con que se perfumaba. Eso le dio que pensar, pero después decidió que Lecanus no podía estar al corriente de la naturaleza personal de aquel perfume, y un instante después se dio cuenta de que tampoco se trataba de aquello: la nariz de ese hombre había desaparecido. La emperatriz ya habría pensado en ello. Crispin se estremeció. Ella lo vio y desvió la mirada.

—No tienes ni idea de cuál era la situación aquí cuando Apius estaba agonizando —dijo.

—Comprendo —dijo Crispin.

—Mandó cegar a sus propios sobrinos e hizo que los encerraran aquí. —Su voz era átona, carente de vida. El nunca la había oído hablar así—. No había ningún heredero. Flavius Daleinus se estaba comportando, meses antes de que Apius muriera, como un emperador a la espera de subir al trono. Recibía a cortesanos en su residencia e incluso en su casa de la ciudad, sentado en un sillón en su sala de recepciones encima de una alfombra escarlata. Algunos de ellos se arrodillaban ante él.

Crispin no dijo nada.

—Petras… creía que Daleinus sería entera y peligrosamente inadecuado como emperador. Por muchas razones.

Le miró. Y Crispin comprendió que lo estaba poniendo tan nervioso: no tenía idea de cómo debía reaccionar cuando ella hablaba o miraba como una mujer, una persona, y no como un poder imperial más allá de toda comprensión.

—Así que ayudó a sentar en el trono a su tío —dijo—. Lo sé. Todo el mundo lo sabe.

Ella se negó a apartar la mirada.

—Todo el mundo lo sabe. Y Flavius Daleinus murió envuelto en Fuego Sarantino en la calle delante de su casa. Vestía… pórfido. Se dirigía al Senado, Crispin.

Carullus le había dicho que toda la ropa ardió, pero se había rumoreado que Flavius Daleinus lucía el ribete púrpura. Crispin, sentado en la ribera de una isla tantos años después de aquello, no dudó de la veracidad de lo que le estaba contando la emperatriz. Tomó aliento y dijo:

—Me he perdido, mi señora. No entiendo qué estoy haciendo aquí ni por qué estoy escuchando esto. Se supone que he de llamaros tres veces ensalzada y arrodillarme en obediencia.

Entonces ella sonrió levemente, por primera vez.

—Cierto, artesano. Casi lo había olvidado. Y llevas un rato sin hacer ninguna de las dos cosas, ¿verdad?

—No tengo ni idea de cómo… he de comportarme aquí.

Ella se encogió de hombros, todavía con expresión divertida y, aun así, con algo más en su voz.

—¿Por qué deberías saberlo? Estoy siendo caprichosa e injusta, pues te cuento cosas secretas y te impongo una ilusión de intimidad. Pero puedo hacerte matar y enterrar aquí con sólo pronunciar una palabra. ¿Por qué deberías suponer que te es posible saber cómo has de comportarte? —Extendió la mano y seleccionó una aceituna—. Tampoco puedes saber esto, por supuesto, pero esa figura destrozada que acabamos de ver era el mejor de todos. Inteligente y valeroso, un hombre espléndido y muy apuesto. Fue muchas veces a Oriente con las caravanas de las especias, más allá de Bassania, para averiguar cosas sobre aquellos lugares. Lamento que el fuego le hiciera más de lo que le ocurrió a su padre. Hubiese debido morir, no vivir para convertirse en… esa cosa.

Crispin volvió a tragar saliva.

—¿Por qué el fuego? ¿Por qué de esa manera?

Alixiana le sostuvo la mirada. Crispin era consciente de su valor y, simultáneamente, del hecho de que podía estar mostrándole aquel valor, induciéndolo a verlo en ella porque eso convenía a sus propósitos. Perplejo y asustado, era consciente de cuántas capas de significado había con aquella mujer. Se estremeció. Todavía no le había respondido y ya lamentaba habérselo preguntado.

—Los imperios necesitan símbolos —dijo ella—. Los nuevos emperadores necesitan símbolos poderosos. Un momento en el que todo cambia, cuando el dios habla con voz clara. El día en que Valerius I fue aclamado en el Hipódromo, Flavius Daleinus vestía pórfido en la calle y salió de su casa para reclamar el Trono de Oro como si tuviera derecho a él. Tuvo una muerte espantosa que nunca será olvidada, como si Jad lo hubiera fulminado con uno de sus rayos por tamaña arrogancia. —Sus ojos no se apartaban de los de él—. Si algún soldado lo hubiera acuchillado en un callejón, no habría sido lo mismo.

Crispin tampoco podía apartar la mirada de ella, de la inteligencia, exacta y mundana, que había en su belleza. Abrió la boca pero no podía hablar. Ella sonrió.

—Vas a volver a decir —dijo la emperatriz— que sólo eres un artesano, que no quieres tener nada que ver con todo esto. ¿Me equivoco, Caius Crispus?

Él cerró la boca e hizo una profunda y temblorosa inspiración. Alixiana podía equivocarse, y esta vez se equivocaba. Con el corazón palpitándole y un extraño rugir en los oídos, Crispin se oyó decir:

—El hombre de esa casa está ciego, mi señora, pero aun así no podéis engañarle. Tiene con él a una criatura antinatural que puede ver y que le habla silenciosamente. Algo venido del otro mundo. Él sabe que sois vos y no su hermana, emperatriz.

Alixiana palideció. Crispin siempre lo recordaría. Blanca como un sudario, como la sábana en que se envolvía a los muertos para enterrarlos. Se levantó demasiado deprisa y casi cayó, el único movimiento carente de gracia que Crispin le hubiera visto hacer nunca.

Él también se apresuró a levantarse, con el rugido resonando en su cabeza como el oleaje o una tormenta.

—Le preguntó al pájaro, porque es un pájaro, por qué habíais venido hoy… entre todos los días posibles —dijo—. Decidieron que era una casualidad. Que sólo estabais preocupada. Entonces el pájaro dijo que… que quería estar presente cuando… algo ocurriera.

—Oh, Jad bendito —dijo la emperatriz de Sarantium, y su voz impecable se hizo añicos como un plato que choca con una piedra. Y después—: Oh, amor mío.

Se dio la vuelta y empezó a moverse, casi corriendo, entre los árboles en dirección al sendero. Crispin la siguió. Los Excubitores, alertas en cuanto ella se había puesto en pie, los siguieron. Uno de ellos los adelantó corriendo como avanzadilla.

Nadie habló. Llegaron al claro. Seguía silencioso, como antes. El humo aún se elevaba, como antes. No se veía movimiento alguno.

Pero la puerta de la casa que servía de prisión a Lecanus Daleinus estaba abierta y había dos guardias caídos en el suelo.

Alixiana se detuvo, los pies súbitamente clavados al suelo y tan inmóvil como uno de los pinos. La angustia desgarró su rostro como un rayo que parte un árbol. Había leyendas, de hacía mucho tiempo, que hablaban de mujeres, espíritus del bosque, convertidas en árboles. Crispin pensó en ellas al verla. Una extraña opresión le aplastaba el pecho y el rugido no había cesado.

Un Excubitor rompió el silencio con una furiosa maldición. Los cuatro guardias imperiales desenvainaron las espadas y cruzaron corriendo el espacio abierto para arrodillarse junto a los dos muertos. Crispin se acercó, vio que los hombres habían sido abatidos por una espada, y volvió a entrar en la casa silenciosa y abierta.

Las lámparas ya no estaban allí. La sala estaba vacía. Fue rápidamente a la parte trasera y a la cocina contigua. Nadie. Volvió a la habitación principal y lanzó una rápida mirada a la repisa de la ventana junto a la puerta. El pájaro también había desaparecido.

Crispin volvió a salir a la suave y engañosa claridad del sol. La emperatriz, sola y todavía tan inmóvil como si hubiera echado raíces en el suelo, esperaba junto a los árboles que envolvían el claro. Peligroso, tuvo tiempo de pensar Crispin antes de que uno de los dos Excubitores arrodillados junto al muerto más próximo se levantara súbitamente para colocarse detrás de su compañero. Su espada aún estaba desenvainada. La espada desenvainada se elevó, un destello metálico.

—¡No! —gritó Crispin.

Los Excubitores, los guardias imperiales, eran los mejores soldados del mundo. El soldado arrodillado no alzó la cabeza ni miró atrás. De haberlo hecho, hubiese muerto. En vez de eso, se lanzó hacia un lado desde su posición arrodillada. La hoja que descendía para acabar con él traicioneramente se hundió en el cuerpo del guardia ya muerto. El atacante soltó un salvaje juramento, arrancó la hoja de un tirón y se volvió para enfrentarse al otro soldado —el que mandaba aquel cuarteto—, que ya se había puesto en pie y empuñaba su espada.

Crispin vio que seguía sin haber nadie cerca de la emperatriz.

Los dos Excubitores se enfrentaron, los pies bien separados para conservar el equilibrio mientras describían un lento círculo. A medio claro de allí los otros dos soldados seguían inmóviles, como paralizados por el estupor.

Ahora había muerte allí. Más que eso.

Caius Crispus de Varena elevó una breve oración silenciosa al dios de sus padres y echó a correr estrellando su hombro con toda su fuerza en la espalda del soldado traidor. Crispin no era un combatiente, pero era corpulento. El soldado sucumbió a la violencia del impacto y su espada cayó al suelo.

Crispin cayó encima de él, y se apresuró a alejarse rodando. Se incorporó, a tiempo de ver cómo el hombre cuya vida acababa de salvar hundía su espada, sin mayores ceremonias, en la espalda del traidor, matándolo en el acto.

El Excubitor lanzó una rápida mirada a Crispin y después corrió hacia la emperatriz, empuñando la espada ensangrentada. Crispin, de rodillas en el suelo con el corazón desbocado mientras trataba de incorporarse, lo observó. Alixiana seguía inmóvil, un sacrificio en el claro del bosque aceptando su destino.

El soldado se detuvo delante de ella dispuesto a defenderla.

Crispin corrió, tambaleándose y tropezando, hacia Alixiana. Vio que su cara todavía estaba blanca como la tiza.

Los otros dos Excubitores se movieron por fin, sus espadas desenvainadas y el horror pintado en ambos rostros. El que los mandaba, inmóvil delante de la emperatriz, los esperó, escudriñando atentamente el claro y las sombras de los pinos.

—¡Envainad! —ordenó secamente—. ¡Formación!

Y así lo hicieron, poniéndose el uno al lado del otro. Él se plantó ante ellos con mirada fiera. Miró a uno y luego al otro.

Y a continuación hundió su espada ensangrentada en el vientre del segundo hombre.

Crispin exhaló un jadeo ahogado, los puños apretados a los costados.

El Excubitor al mando vio caer a su víctima y luego miró a la emperatriz.

Alixiana no se había movido.

—¿También lo habían comprado, Mariscus? —preguntó con voz inexpresiva, casi inhumana.

—No podía estar seguro de él, mi señora —dijo el soldado—. De Nerius sí estoy seguro. —Señaló con la cabeza al soldado restante y le lanzó una mirada penetrante a Crispin—. ¿Confiáis en el rhodiano?

—Confío en el rhodiano —dijo Alixiana de Sarantium. No había vida en su tono ni en sus facciones—. Creo que te salvó.

El soldado no mostró respuesta alguna.

—No entiendo qué ha ocurrido aquí —dijo—. Pero corréis peligro, mi señora.

Alixiana rio. Crispin también recordaría aquel sonido.

—Oh, lo sé —dijo—. Lo sé. Ya sé que aquí corro peligro. Pero ahora es demasiado tarde. —Cerró los ojos. Crispin vio que sus manos colgaban a sus costados. Las suyas se retorcían y se apretaban, ventanas a la agitación que sentía—. Ahora todo resulta evidente, cuando ya es demasiado tarde… Apostaría a que hoy habrá sido un día en que cambiaron a los guardias del prefecto urbano que patrullan la isla. Supongo que ya estaban aquí, vigilando, cuando llegamos, y que esperaron hasta que nos fuimos del claro.

Crispin y los dos soldados la miraron.

—Así que dos de los hombres del prefecto fueron comprados —dijo Alixiana—. Y los cuatro guardias que llegaron en su pequeña embarcación también lo habrán sido, por supuesto, o entonces todo lo demás no habría tenido sentido. Y tú piensas que dos de los Excubitores también fueron comprados. —Un espasmo cruzó por sus rasgos y desapareció. La máscara volvió a imponerse—. Habrá huido en cuanto nos alejamos. A estas alturas ya habrán llegado a la ciudad. Hace un rato, imagino.

Ninguno de los tres hombres dijo nada. Un súbito pesar se adueñó de Crispin. Aquellas no eran sus gentes, Sarantium no era su lugar en la creación de Jad, pero entendía lo que decía Alixiana. El mundo estaba cambiando. Quizá ya hubiera cambiado.

Y entonces ella abrió los ojos y le miró.

—¿Tiene algo que le permite… ver cosas?

No había reproche en su tono. De hecho, no había absolutamente nada en él.

Crispin asintió. Los dos soldados los miraban sin entender nada. Los Excubitores carecían de importancia. Pero ella, comprendió Crispin de pronto mientras la miraba, sí importaba. Alixiana fue hacia los dos hombres muertos delante de la casa-prisión.

Y después giró sobre sí misma, apartándose de los hombres que la acompañaban y de los cadáveres. Encarándose hacia el norte, sus hombros tan erguidos como siempre y la cabeza un poco levantada, como para ver más allá de los altos pinos, más allá del estrecho con sus delfines y sus navíos y sus olas coronadas por crestas blancas, más allá del puerto, las murallas de la ciudad, las puertas de bronce, el presente y el pasado, el mundo y el otro mundo.

—Creo que tal vez todo haya terminado ya —dijo Alixiana de Sarantium. Se volvió a mirarles. Sus ojos estaban secos—. Has podido morir por mi culpa, rhodiano, y lo lamento. Tendrás que volver solo en la embarcación imperial. Puedes esperar que te hagan preguntas difíciles de responder, quizá tan pronto como desembarques. Más probablemente luego, esta noche. Se sabrá que estabas conmigo hoy, antes de mi desaparición.

—No sabéis qué ha sucedido, mi señora —dijo él y, haciendo una pausa, tragó saliva penosamente—. Él es más listo que ningún hombre vivo. —Y sus últimas palabras se abrieron paso hasta su consciencia, y dijo—: ¿Vais a desaparecer?

Ella le miró.

—No lo sé con certeza, tienes razón. Pero si las cosas han ocurrido de cierta manera, entonces el Imperio tal como lo hemos conocido ha terminado y vendrán por mí. No me importaría, pero… —Volvió a cerrar los ojos—. Pero tengo una o dos cosas que hacer. No puedo permitir que me encuentren antes de eso. Mariscus me llevará de vuelta, porque en esta isla habrá alguna pequeña embarcación, y desapareceré. —Hizo una pausa y tomó aliento—. Sé que hubiese tenido que morir —dijo—. Crispin, Caius Crispus, si estoy en lo cierto, ahora Gesius no te será de ninguna ayuda. —Sus labios se fruncieron en lo que un idiota habría visto una sonrisa—. Necesitarás a Styliane. Ella es la única que puede protegerte. Creo que siente algo por ti.

Crispin ignoraba cómo podía saberlo, pero esas cosas ya habían dejado de tener importancia para él.

—¿Y vos, mi señora?

Una lejana sombra de diversión.

—¿Qué siento por ti, rhodiano?

Él se mordió el labio.

—No, no. Me refiero a qué vais a hacer. ¿Puedo…? ¿Podemos seros de alguna ayuda?

Alixiana meneó la cabeza.

—No es tu papel. Ni el de nadie. Si estoy en lo cierto acerca de lo ocurrido, entonces hay algo que he de hacer antes de morir. Después todo podrá terminar. —Miró a Crispin, muy cerca de él y sin embargo en otro lugar, casi en otro mundo—. Dime, cuando murió tu esposa… ¿cómo seguiste viviendo?

Él abrió la boca y la cerró sin responder. Ella se volvió y cruzaron el bosque en dirección al mar. Cuando llegaron a la ribera rocosa de la isla, Crispin todavía no podía hablar. Vio cómo la emperatriz se abría el broche y dejaba que su capa púrpura cayera al suelo, y luego tiraba el broche con el que la había ceñido. Después se volvió para echar a andar entre las piedras blancas. El soldado Mariscus la siguió hasta perderse de vista.

«¿Cómo seguiste viviendo?»*

Ninguna respuesta acudió a su mente a bordo de la embarcación cuando él y el Excubitor restante subieron a ella y los marineros izaron el ancla obedeciendo la seca orden del soldado de poner rumbo a Sarantium.

La capa imperial y el broche de oro quedaron olvidados en la isla, y allí seguían cuando las estrellas salieron esa noche, y las lunas.