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Durante el invierno en Sarantium, cuando el silencio se adueñaba de la enorme mole del Hipódromo, la rivalidad entre las facciones se desplazaba a los teatros. Las bailarinas, actores, malabaristas y payasos competían entre sí y los miembros de cada facción proferían aclamaciones (o ruidosas denuncias) en las secciones a ellos asignadas. Los ensayos necesarios para lograr aquellas demostraciones espontáneas podían ser agotadores. Si sabías seguir las instrucciones, estabas dispuesto a pasar una parte considerable de tu tiempo libre practicando y tenías una voz aceptable, podías ganarte un buen sitio para las actuaciones y el derecho de acceso preferente a los banquetes y demás acontecimientos de la facción. Nunca había escasez de aspirantes.

Los Azules y los Verdes estaban separados en los teatros al igual que en el Hipódromo, agrupándose a los lados del espacio curvo destinado al público, bien separados unos de otros. La Prefectura Urbana no carecía de su rudimentario sentido común, y el Recinto Imperial había dejado claro que un exceso de violencia podía oscurecer los teatros para todo el invierno. La perspectiva era lo bastante terrible para asegurar cierto nivel de decoro la mayor parte del tiempo.

La corte y los dignatarios visitantes, junto con los funcionarios de los niveles superiores y los oficiales militares, tenían los únicos asientos, en la sección delantera del centro. Detrás de ellos había espacio de pie para los que iban al teatro sin pertenecer a ninguna facción, priorizados según la antigüedad en el gremio o el rango militar, y allí también se podía encontrar a los correos del Puesto Imperial. Un poco más allá, en la sección central estaban los soldados corrientes, los marineros y los ciudadanos y, en aquel recinto iluminado, incluso los kindath con sus túnicas azules y gorras plateadas. El ocasional basánida o comerciante pagano de Karch o Moskav que sintiera curiosidad por lo que ocurría allí podía encontrar unos cuantos sitios a ellos asignados al fondo de todo.

El clero nunca acudía al teatro, por supuesto. Allí a veces las mujeres iban casi desnudas. Había que tener cuidado con los hombres del norte, de hecho: las chicas podían excitarlos demasiado, y en ese caso se producían desagradables alteraciones del orden.

Mientras las primeras bailarinas —Shirin y Tychus para los Verdes, Clarus y Elaina para los Azules— lucían sus colores encima del escenario una o dos veces a la semana y los Músicos Acreditados coordinaban las aclamaciones y los partidarios más jóvenes se provocaban unos a otros hasta acabar peleándose en distintas cauponae y tabernas, los líderes de ambas facciones pasaban el invierno preparándose agresivamente para la primavera y lo que de verdad importaba en Sarantium.

Los carros eran el corazón de la vida de la ciudad y todo el mundo lo sabía.

A decir verdad, había mucho que hacer durante un invierno. Los aurigas eran reclutados en las provincias, despedidos o mandados lejos por distintas razones, o sometidos a adiestramiento adicional. Los más jóvenes, por ejemplo, pasaban por interminables sesiones de entrenamiento para aprender cómo caer de un carro o producir un vuelco en caso de que fuera necesario. Los caballos eran evaluados, cuidados y ejercitados; los agentes compraban nuevos ejemplares. Los cheiromantes de la facción seguían arrojando sus hechizos de ataque y protección (con un ojo puesto en las muertes útiles y las tumbas recién cavadas más allá de los muros).

De vez en cuando, los encargados de ambas facciones se reunían en alguna taberna o baños públicos neutrales y negociaban alguna clase de transacción ante jarras que contenían más agua que vino. Habitualmente el acuerdo involucraba a los colores de segunda fila —los Rojos y los Blancos—, ya que ningún líder estaba dispuesto a correr el riesgo de salir obvio perdedor en un intercambio de esas características.

Así fue como el joven Taras de los Rojos, después del final de su primera temporada en la ciudad, se encontró siendo bruscamente informado por el factionarius de los Verdes, una mañana después de los servicios en la capilla, de que había sido cedido a los Azules y los Blancos a cambio de un caballo del lado derecho y dos toneles de vino sarnicano, y que se esperaba de él que recogiera sus cosas aquella misma mañana y fuera a la sede de los Azules.

La información no fue comunicada de manera desabrida o cruel, sino rutinariamente, y cuando Taras por fin consiguió asimilar la importancia de aquello, el factionarius ya le estaba dando la espalda para hablar de un nuevo cargamento de cuero arimondano con alguien más. Taras salió con paso vacilante del atestado despacho del factionarius. Nadie le miró a los ojos.

Era cierto que Taras no llevaba mucho tiempo con ellos y que sólo había corrido para los Rojos, y que era tímido por naturaleza, por lo que no era una figura muy conocida en la sede de la facción. Pero aun así le parecía —joven y todavía no acostumbrado a la brusquedad imperante en la ciudad— que sus antiguos camaradas hubiesen podido mostrar menos entusiasmo cuando la nueva de la transacción llegó a la sala de banquetes y los barracones principales. Oír cómo soltaban vítores y gritos de alegría cuando se enteraron de la noticia no resultó nada agradable.

Decían que el caballo era excelente, de acuerdo, pero Taras era un hombre, un auriga, alguien que había ocupado un lecho en un barracón con ellos, cenado en la mesa, hecho cuanto estaba en sus manos en un lugar difícil y peligroso durante todo un año lejos de su hogar. La celebración lo hirió, vaya si lo hizo.

Los únicos que se molestaron en ir a desearle suerte mientras recogía sus cosas fueron dos mozos de cuadra, un ayudante de cocina con el que había ido de beberaje en una ocasión, y otro jinete de los Rojos. Para ser justo, Taras tenía que admitir que Crescens, su corpulento primer auriga, soltó su copa lo suficiente para enterarse de que Taras cruzaba la sala de banquetes con sus cosas y gritar una jocosa despedida a través de la atestada estancia.

Llamó a Taras por otro nombre, pero siempre lo hacía.

Fuera llovía. Taras se bajó el ala del sombrero y se subió el cuello de la túnica mientras atravesaba el patio. Entonces recordó que había olvidado tomar el remedio de su madre contra toda posible dolencia. Para colmo, y aparte de todo lo demás, ahora probablemente enfermaría.

Un caballo. Lo habían cambiado por un caballo. Taras sintió un desagradable vacío en el estómago. Todavía se acordaba de lo orgullosa que se había sentido su familia cuando el reclutador de los Verdes en Megarium lo invitó a ir a Sarantium hacía un año. «Trabaja duro —había dicho el hombre—, y quién sabe qué puede llegar a ocurrir».

En la entrada de la sede uno de los guardias salió de su garita y le abrió las puertas. Después le saludó distraídamente agitando una mano y volvió a resguardarse de la lluvia. Quizá aún no supieran lo ocurrido. Taras no se lo dijo. Fuera, dos muchachos con túnicas azules esperaban en el camino, mojándose.

—¿Eres Taras? —preguntó uno de ellos.

Taras asintió.

—Entonces vamos. Te llevaremos allí.

Una escolta. Dos rapaces callejeros. Muy halagador, pensó Taras.

—Sé dónde está la sede de los Azules —masculló en voz baja.

Se notaba acalorado y le daba vueltas la cabeza. Quería estar solo. No quería tener que mirar a nadie. ¿Cómo le iba a contar aquello a su madre? La sola idea de dictar semejante carta a un escriba le aceleró dolorosamente el pulso.

Uno de los muchachos se mantuvo junto a él mientras atravesaban los charcos; pasado un rato el otro desapareció entre la neblina lluviosa, aburrido, o quizá sólo con frío. Un rapaz, pues. Un cortejo triunfal para el gran auriga que acababa de ser adquirido a cambio de un caballo y un poco de vino.

En las puertas de la sede de los Azules —ahora su nuevo hogar, por difícil que le resultase aceptarlo—, Taras tuvo que dar su nombre dos veces y luego explicar, penosamente, que era un auriga y que había sido… reclutado para unirse a ellos. Los guardias no parecieron muy convencidos.

El muchacho que esperaba junto a Taras escupió en la calle.

—Abrid la puerta, joder. Está lloviendo y él es quien dice ser.

Por ese orden, pensó Taras lúgubremente, con el agua goteando de su sombrero y cayéndole por la espalda. Las puertas fueron abiertas de mala gana. Ni una palabra de bienvenida, por supuesto. Los guardias ni siquiera creían que fuese un auriga. El patio de la sede, casi idéntico al de los Verdes, estaba embarrado y desierto en aquella mañana fría y lluviosa.

—Te alojarás en ese barracón —dijo el muchacho, señalando hacia la derecha—. No sé qué cama te ha tocado. Astorgus dijo que dejaras tus cosas y fueras a verle. Estará comiendo. La sala de banquetes está por allí —añadió, y se alejó por el barrizal sin mirar atrás.

Taras llevó sus cosas al edificio indicado: un largo barracón-dormitorio de techo bajo, nuevamente muy parecido a aquel en que había vivido el último año. Unos sirvientes iban de un lado a otro, limpiando, alisando sábanas y recogiendo prendas tiradas en el suelo. Uno de ellos miró con indiferencia a Taras cuando este apareció en el umbral. Taras se disponía a preguntarle cuál era su cama, pero de pronto le pareció demasiado humillante. Eso podía esperar. Dejó sus bolsas mojadas cerca de la puerta.

—No las perdáis de vista mientras estoy fuera —dijo con voz que esperaba sonara con autoridad—. Dormiré aquí.

Se sacudió la lluvia del sombrero, volvió a calárselo y salió del barracón. Esquivando los peores charcos, cruzó el patio en diagonal por segunda vez en dirección al edificio que le había indicado el muchacho. Se suponía que Astorgus, el factionarius, estaba allí.

Taras entró en una sala pequeña pero decorada con gusto. La doble puerta que llevaba al comedor propiamente dicho estaba cerrada; del otro lado había silencio, a aquella hora de una mañana gris y lluviosa. Miró en torno. Había mosaicos en las cuatro paredes de la sala, representaciones de grandes aurigas —todos Azules, por supuesto— del pasado. Figuras gloriosas. Taras los conocía. Todos los aurigas jóvenes los conocían, ya que aquellos hombres eran los moradores resplandecientes de sus sueños.

«Trabaja duro, y quién sabe qué puede llegar a ocurrir».

Taras no se encontraba bien. Vio a un hombre, calentado por dos fuegos, sentado en un taburete alto detrás de un escritorio cerca de las puertas que daban al comedor propiamente dicho. Había una lámpara junto a su codo. El hombre apartó los ojos de lo que estaba escribiendo y enarcó una ceja.

—Estás un poco mojado, ¿no? —observó.

—La lluvia suele mojar —dijo Taras secamente—. Soy Taras de los… Soy Taras de Megarium. Nuevo corredor. Para los Blancos.

—¿De veras? He oído hablar de ti. —Taras pensó que al menos alguien había oído hablar de él. El hombre le miró de arriba abajo, pero no rio ni pareció encontrarlo gracioso—. Astorgus está dentro. Quítate ese sombrero y entra.

Taras buscó algún sitio donde dejar su sombrero.

—Dámelo.

El secretario, o lo que fuese, cogió el sombrero con dos dedos como si fuera un pescado rancio y lo arrojó encima de un banco detrás de su escritorio. Después se limpió los dedos en la túnica y volvió a concentrarse en su trabajo. Taras suspiró, se apartó un mechón de los ojos y abrió las gruesas puertas de roble del comedor. Acto seguido se quedó paralizado.

Era una enorme sala muy bien iluminada, llena de gente en cada mesa. El silencio de la mañana fue hecho añicos por un súbito rugido atronador que erupcionó como un volcán, con potencia suficiente para hacer temblar las vigas. Mientras se detenía en el umbral con el corazón en la garganta, Taras vio que todos se apresuraban a levantarse —hombres y mujeres— alzando copas y jarras en su dirección, y que estaban gritando su nombre con tal entusiasmo que casi pudo imaginarse a su madre oyéndolo, a medio mundo de distancia allá en Megarium.

Estupefacto e incapaz de moverse, Taras trató de entender qué estaba ocurriendo.

Vio que un hombre corpulento y lleno de cicatrices tiraba su copa, haciéndola rebotar en el suelo y esparciendo su vino, para cruzar la sala hacia él.

—¡Por la barba del imberbe Jad! —gritó el celebérrimo Astorgus, líder de los Azules—. ¡Joder, no puedo creer que esos idiotas te hayan dejado ir! ¡Ja! ¡Bienvenido, Taras de Megarium, estamos orgullosos de tenerte con nosotros!

Después envolvió a Taras en un musculoso abrazo capaz de partir costillas y, con una ancha sonrisa, dio un paso atrás.

El estrépito seguía haciendo vibrar la sala. Taras advirtió que Scortius en persona, el gran Scortius, le sonreía alzando su copa. Los dos muchachos que habían ido a recogerlo también estaban allí, riendo en un rincón mientras se metían los dedos en la boca para lanzar penetrantes silbidos. Y después el secretario y uno de los guardias de la puerta aparecieron para darle vigorosas palmadas en la espalda.

Taras se percató de que tenía la boca abierta. La cerró. Una joven, una bailarina, se adelantó y le dio una copa de vino y un beso en cada mejilla. Taras tragó saliva. Miró la copa, la levantó vacilantemente en un saludo dirigido a la sala y después la vació de un solo trago, provocando un griterío de aprobación y un coro de silbidos. Aún estaban gritando su nombre.

Temió, de pronto, que se echaría a llorar.

Se concentró en Astorgus. Intentó aparentar calma y carraspeó.

—Es… es una bienvenida muy generosa para un nuevo corredor destinado a los Blancos —dijo.

—¿Los Blancos? ¿Los putos Blancos? Quiero a mi equipo Blanco como un padre quiere al más pequeño de sus hijos, pero tú no estás con ellos, muchacho. Ahora eres un Azul. Segundo de los Azules, detrás de Scortius. ¡Por eso estamos de celebración!

Taras, parpadeando rápidamente, pensó que tendría que ir a una capilla lo más pronto posible. Había que dar gracias en algún sitio, y Jad seguramente sería el destinatario más adecuado para empezar.

Aproximándose a la barrera en su cuadriga, controlando a los nerviosos caballos el segundo día de la temporada de carreras con el sol primaveral cayendo sobre una multitud que gritaba en el Hipódromo, Taras no sentía el menor deseo de rescindir los agradecimientos y cirios que había ofrecido unos meses atrás, pero esa mañana se hallaba aterrorizado, consciente de que estaba haciendo algo significativamente superior a él y notando la tensión del momento.

Ahora comprendía en qué habían estado pensando exactamente Astorgus y Scortius cuando iniciaron toda aquella maniobra para atraerlo a los Azules. El segundo auriga durante los dos últimos años había sido un hombre llamado Rulanius, de Sarnica (como tantos de los aurigas de allí), pero acabó convirtiéndose en un problema. Se consideraba mejor de lo que era en realidad, y a consecuencia de ello bebía demasiado.

El papel del segundo auriga para una facción que tenía a Scortius luciendo el casco de oro se definía esencialmente a través de los desafíos tácticos. No ganabas carreras (salvo las menores, aquellas en que no participaban los dos líderes), sino que intentabas asegurarte de que nadie impedía que tu primer auriga las ganara.

Eso suponía bloqueos (sutiles), ocupar una calle y conservarla contra los Verdes, obligándolos a describir curvas muy amplias, reducir la velocidad para que los demás tuvieran que reducirla también, o quedarse rezagado en cierto momento para crear un espacio por el que pudiera pasar tu líder. A veces incluso te estrellabas en los momentos oportunos, con los considerables riesgos implícitos en ello. Tenías que ser observador y vigilante, estar dispuesto a recibir golpes y llenarte de moretones, prestar atención a cualquier indicación que Scortius pudiera gritarte dentro de la pista y, fundamentalmente, aceptar que eras un adjunto del líder. Las aclamaciones nunca serían para ti.

Rulanius no sólo no lo había aceptado, sino que empezó a rechazarlo con creciente violencia.

Eso empezaba a notarse cada vez más a lo largo de la última temporada. Rulanius era un corredor demasiado experimentado para ser despedido sin más, y un factionarius tenía otras cosas en que pensar aparte de Sarantium. Se tomó la decisión de enviarlo al norte, a Eubulus, la segunda ciudad del Imperio, donde podría ser primer auriga en un hipódromo más pequeño. Degradado y a su vez ascendido. En todo caso, quitado de en medio. La advertencia acerca del beber, sin embargo, fue muy específica. La pista no era lugar para hombres que no estuvieran en su mejor forma física y mental durante toda la mañana y toda la tarde. El Noveno Auriga siempre estaba demasiado cerca de ellos.

Pero ese problema resuelto había dejado otro tras de sí. El actual tercer auriga de los Azules era un hombre ya bastante mayor, más que satisfecho con su destino en la vida, que participaba en las carreras menores y de vez en cuando ayudaba a Rulanius. Astorgus, que no se andaba con miramientos, consideró que no estaba a la altura de las exigencias tácticas y las frecuentes colisiones que traería consigo enfrentarse regularmente a Crescens de los Verdes y su agresivo número dos.

Podían ascender o reclutar a alguien más procedente de las ciudades más pequeñas, o plantearse las cosas de otra manera. Optaron por esto último.

Al parecer, Taras había causado una impresión bastante significativa durante una memorable carrera a finales del año pasado. Lo que él había visto como un lamentable fracaso, cuando su explosiva partida fue minada por la brillante carrera y adelantamiento de Scortius por detrás de él, fue considerado por los Azules un espléndido esfuerzo, subvertido únicamente por un acto de genio. Taras llegó el segundo en esa misma carrera, un gran logro con caballos a los que no conocía bien, y después de haber exigido tanto de su tiro cuando se salieron de la línea.

Algunas discretas averiguaciones sobre su pasado, un poco de discusión interna, y se decidió que sería adecuado para el papel de segundo auriga. La labor le encantaría en vez de disgustarlo. La multitud lo encontraría atractivo debido a su juventud. Astorgus llegó a la conclusión de que aquello podía convertirse en un glorioso triunfo para los Azules.

Negoció una transacción. El caballo, como supo Taras después, era un animal magnífico. Crescens se apresuró a reclamarlo para el lado derecho de su tiro. Ahora sería todavía más formidable, y ellos lo sabían.

Esa certeza había depositado una carga adicional de ansiedad sobre los hombros de Taras, a pesar de la generosidad de su bienvenida y el meticuloso entrenamiento táctico al que se había sometido con Astorgus, quien, después de todo, había sido el auriga con más triunfos del mundo en sus tiempos.

Pero esa ansiedad y la creciente sensación de responsabilidad que había sentido desde el primer momento no eran nada comparado con aquello a lo que tenía que enfrentarse ahora que los carros salían a la arena del Hipódromo para la sesión de tarde del segundo encuentro de la nueva temporada.

El entrenamiento invernal se había vuelto casi carente de significado, y todas las discusiones tácticas habían pasado a ser puramente abstractas. No iba a ser segundo auriga. Tenía ante él al magnífico y fabuloso Servator al final de los ronzales de la izquierda, y a los otros tres caballos del equipo líder. Llevaba el casco de plata. Era primer auriga de los Azules.

Scortius había desaparecido. Llevaba desaparecido desde la semana anterior al inicio de la temporada.

El día de la inauguración había sido brutal, abrumador. Taras había pasado de ser cuarto auriga para los humildes Rojos a llevar el casco de plata para los poderosos Azules, encabezando la gran procesión de salida para enfrentarse después a Crescens delante de ochenta mil personas que nunca habían oído hablar de él. Vomitó dos veces entre carreras. Después se lavó la cara, escuchó las apasionadas palabras de aliento de Astorgus y volvió a salir a aquella pista que podía romperte el corazón.

Aquel primer día consiguió quedar segundo cuatro de las seis veces, y tres veces más en las cuatro carreras de aquella mañana. Crescens de los Verdes, mostrándose confiado y ferozmente agresivo mientras exhibía su soberbio nuevo caballo del lado derecho, había ganado siete carreras aquel día de inauguración y cuatro más aquella mañana. ¡Once victorias en una sesión y media! Los Azules habían enloquecido de alegría. Cuando uno empezaba la temporada con tal brillantez, conceptos como el de ventaja injusta simplemente dejaban de existir.

Nadie sabía, ni siquiera en aquel momento, dónde se encontraba Scortius. O, si alguien lo sabía, no lo estaba diciendo.

Taras, arrojado a unas aguas demasiado profundas para él, intentaba no ahogarse.

Había cierto número de personas que lo sabían, pero no tantas como se habría podido suponer. El secreto había sido lo primero de lo que se habló con el maestro del Senado, cuando este respondió a una petición urgente de que fuera a su propia casa. Había, a decir verdad, varias maneras de enfrentarse a la situación, o eso pensó Bonosus, pero la insistencia del herido puso punto final a la conversación. Así pues, Astorgus y el mismo Bonosus eran las únicas figuras significativas al corriente de dónde se hallaba Scortius. El recién llegado (y benditamente competente) médico basánida también lo sabía, por supuesto, al igual que los sirvientes de la residencia. Estos últimos eran famosos por su discreción y en cuanto al médico, no era probable que traicionara la confianza de un paciente.

El senador no sabía que su hijo estaba al corriente —y que además había sido un instrumento decisivo en su aparición— de aquellas circunstancias. Tampoco sabía que otra persona iba a recibir una breve nota: «Es muy obvio que sois una persona peligrosa y que vuestra calle es más peligrosa de lo que se podría suponer. Al parecer aún no tengo muchas probabilidades de comparecer ante el dios para quejarme, y creo que nuestras fracasadas negociaciones seguirán sin ser comunicadas. Quizá sea necesario reanudarlas en algún momento».

Otra nota, escrita por la misma mano, llegó por mediación de Astorgus y de uno de los jóvenes correos de los Azules a la casa de Plautus Bonosus, pero no al senador. Rezaba lo siguiente:

«Espero que algún día podré contaros el gravísimo inconveniente que supuso para mí vuestra conferencia familiar de la otra noche».

La mujer que la leyó no sonrió al hacerlo. Quemó la nota en su chimenea.

La Prefectura Urbana fue discretamente informada de que el auriga estaba vivo, y que había sido herido en el curso de un incidente que prefería mantener en privado. Eso ocurría con bastante frecuencia. No vieron ninguna razón para intervenir en mayor medida. Poco después empezaron a estar muy ocupados manteniendo el orden en las calles: los partidarios de los Azules, muy afectados por la desaparición de su héroe y el espectacular día de inauguración de los Verdes, estaban de un pésimo humor. El primer día de carreras había sido seguido por más lesiones y muertes, pero en general —ahora que había tantos soldados en Sarantium— el estado de ánimo colectivo era más tenso y vigilante que activamente violento.

Las semillas estaban allí, desde luego. El auriga más aclamado del Imperio no podía esfumarse sin que eso generara una seria agitación. Los Excubitores fueron avisados de que quizá habría que recurrir a sus servicios.

Todo aquello había formado parte de las consecuencias posteriores. La noche en que un hombre muy gravemente herido se presentó ante la puerta, apenas teniéndose en pie pero disculpándose cortésmente por sus lesiones, los asuntos cotidianos en la residencia ciudadana de Plautus Bonosus habían sido otros. Para Rustem de Kerakek, al menos, ciertamente lo habían sido.

Había pensado que podía perder a aquel hombre, y agradeció estar en Sarantium y no en casa: allí, después de haber asumido el tratamiento, habría sido onerosa y tal vez incluso fatalmente responsable en caso de que el auriga muriera. La cifra era muy significativa. En Bassania no se hubiera podido pensar en paralelismo alguno, pero era imposible ignorar los rostros aturdidos y perplejos del mayordomo o de la mortífera progenie del senador aquella noche mientras ayudaban a subir a una mesa al hombre llamado Scortius.

Enseguida vio que la herida era seria, un tajo profundo seguido por un movimiento de desgarro hacia arriba. Y cerrar la herida y frenar la hemorragia se veía dificultado por las tres o cuatro costillas fracturadas, en ese mismo costado. Las dificultades para respirar eran algo esperado. El pulmón podía haberse colapsado sobre las costillas, y eso podía matar o no hacerlo. Rustem se asombró al enterarse de que el auriga había llegado hasta allí andando por las calles con semejantes heridas. Observó la respiración del hombre acostado en la mesa, dificultosa y entrecortada, como si por fin estuviera admitiendo el dolor.

Rustem empezó a trabajar. Un sedante sacado de su bolsa de viaje, compresas, agua caliente, paños limpios, vinagre en una esponja para limpiar la herida, ingredientes de cocina que dio instrucciones a los sirvientes de mezclar y hervir para un vendaje temporal: en cuanto puso manos a la obra bajo la luz de las linternas que habían encendido para él, Rustem dejó de pensar en las implicaciones. El auriga gritó en un par de ocasiones, una con el vinagre (Rustem hubiese usado vino, que era menos doloroso si bien no tan eficaz, pero se dijo que aquel hombre podía aguantar el dolor), y luego otra vez, gotas de sudor lloviendo sobre su cara, cuando Rustem intentó determinar la extensión y penetración hacia dentro de las costillas rotas alrededor de la herida. Después permaneció callado, aunque respirando deprisa. El sedante tal vez ayudara, pero nunca perdió el sentido.

Finalmente lograron contener la hemorragia cubriendo la herida con hilas. Después Rustem extrajo con cuidado el taponamiento (siguiendo, al menos en aquello, a Galeno) e introdujo un tubo en la herida para drenarla. Eso también tuvo que doler. Una continua secreción de líquido color sangre siguió a ello. Más de lo que le hubiese gustado. El hombre ni siquiera se movió. Después el flujo se fue reduciendo poco a poco. Rustem examinó los pinchos y alfileres que le habían traído, lo único de que disponía como fíbulas para cerrar la herida. Decidió dejarla abierta por el momento, ya que con tanto líquido quizá necesitara volver a drenarla. Quería observar los pulmones, la respiración.

Aplicó la compresa eficientemente preparada por los sirvientes y la envolvió en unos paños de lino, sin apretarlos, como primer vendaje. Quería un vendaje más adecuado y con una herida de aquel tipo prefería usar cinabrio aunque en modestas proporciones, pues sabía que era venenoso si se empleaba en exceso. Ya intentaría encontrar los ingredientes adecuados en algún momento de la mañana.

También necesitaba más tubos de drenaje. Las costillas requerían un sustento más firme, pero durante los primeros días la herida tendría que permanecer accesible para ser observada. El famoso cuarteto de signos de peligro de Merovius («enrojecimiento e hinchazón con calor y dolor») figuraba entre las primeras cosas que aprendía un médico, en Oriente y Occidente.

Llevaron al auriga escaleras arriba encima de un tablón de la mesa. La herida volvió a sangrar un poco cuando lo hicieron, pero eso también era de esperar. Rustem preparó una dosis más fuerte de su sedante habitual y permaneció sentado junto al lecho del hombre hasta que le vio dormir.

Un momento antes de que lo hiciera, sus ojos ya cerrados, el auriga murmuró con voz átona y distante:

—Estaba reunida con su familia, veréis…

No era raro que el sedante hiciera que los hombres dijesen insensateces. Rustem dejó de guardia a uno de los sirvientes con instrucciones de que lo llamara si había cualquier problema, y se fue a acostar. Elita ya estaba allí, después de que Rustem le hubiera dicho que debería ir a su habitación. La cama era confortable y cálida con su presencia. Se quedó dormido casi de inmediato. Los médicos necesitaban saber hacer eso, entre otras cosas.

Cuando Rustem despertó por la mañana la joven ya no estaba con él, pero el fuego acababa de ser recién avivado y una jofaina de agua se calentaba encima del hogar, con paños junto a ella y su ropa en un colgador, también cerca de las llamas. Rustem permaneció inmóvil unos momentos, orientándose, y después efectuó su primer gesto con el brazo derecho hacia el este, murmurando el nombre de la Dama.

Llamaron a la puerta. Tres veces: presagios benignos para el día. El mayordomo entró en cuanto Rustem le dio permiso. Parecía nervioso y desconcertado, lo cual no tenía nada de sorprendente, dados los acontecimientos de la noche anterior.

Pero había otras razones para ello, evidentemente.

Al parecer ya había personas esperando a Rustem, varias y algunas de ellas distinguidas. Después de la boda, la noticia de que acababa de llegar a la ciudad un médico y maestro basánida que residiría temporalmente en una residencia del maestro del Senado había corrido con la rapidez del rayo. Y si bien los jóvenes partidarios del Hipódromo que habían bebido en exceso podían maltratar salvajemente a los forasteros, quienes padecían alguna dolencia del cuerpo o el alma tenían una opinión muy distinta de las arcanas sabidurías orientales.

Rustem no había pensado en aquella posibilidad, pero cabía haberlo hecho. Y podía resultar útil. Sentándose en la cama, se acarició la barba, reflexionó rápidamente y le dijo al mayordomo —cuyos modales habían ganado en deferencia desde anoche— que les pidiera a los pacientes que volviesen después del mediodía. También le dijo que les advirtiera que los honorarios de Rustem eran muy elevados. No le importaba que todos decidieran que no era más que un basánida codicioso. Lo que quería era pacientes ricos o de alta cuna. Los que podían pagar tales honorarios. Los que posiblemente supieran cosas de importancia, y que podían confiárselas a un doctor. La gente hacía eso en todas partes, y él estaba allí por una razón, después de todo.

Preguntó por su paciente, y el mayordomo le informó que el herido aún dormía. Rustem dio instrucciones de que alguien fuera a echarle un vistazo a intervalos e informara discretamente cuando despertase. Se suponía que nadie debía saber que aquel hombre estaba allí. A Rustem todavía le divertía recordar lo abrumado que pareció sentirse el muy adusto y digno mayordomo anoche ante la llegada de un mero atleta, una persona de los juegos. «¡Jad del Sol bendito!», había exclamado cuando el auriga fue ayudado a cruzar el umbral. Su mano trazó un signo religioso y su tono había sugerido que estaba viendo a la deidad nombrada, no meramente invocándola.

«Santones y aurigas, esa es la clase de personas a las que honran en Sarantium». Un viejo dicho. Y parecía cierto.

Después de haberse lavado y vestido y de haber tomado un ligero refrigerio matutino abajo, Rustem hizo que los sirvientes empezaran a convertir dos de las salas de la planta baja en cámaras de examen y le trajeran ciertas cosas necesarias. El mayordomo se mostró eficiente y sosegado. Podían estar espiándolo, pero el personal de Bonosus estaba muy bien adiestrado, y cuando el sol hubo subido por el cielo de lo que se había transformado en un día suave y agradable de comienzos de la primavera, Rustem disponía de habitaciones y útiles suficientes para su tarea. Entró ceremoniosamente en las dos cámaras, cruzando cada umbral con el pie izquierdo por delante e invocando a Perun y la Dama. Se inclinó ante los cuatro rincones, empezando por el este, miró en torno y se declaró satisfecho.

Un poco antes del mediodía el hijo del senador que les había traído al atleta anoche, volvió a aparecer, con el rostro pálido por la tensión y el esfuerzo. Parecía improbable que hubiese pegado ojo. Rustem lo envió por paños limpios y artículos para vendar heridas. Lo que el muchacho necesitaba eran tareas, y de hecho Rustem tuvo que recordarse que aquella era la persona que ayer por la mañana había matado a Nishik. Al parecer allí las cosas cambiaban muy deprisa.

El joven pareció agradecido y asustado al mismo tiempo.

—Um, si tenéis la bondad… ¿Mi padre no sabrá que fui yo quien… lo trajo aquí?

Eso también había sido dicho anoche. Al parecer el muchacho había salido de casa sin permiso. Bueno, por la mañana había matado a alguien. Rustem había asentido entonces y volvió a hacerlo ahora, habiendo llegado a la conclusión de que la creciente red de secretos también podía serle de utilidad. Gente en deuda con él. El día empezaba bien.

Dentro de cierto tiempo querría tener uno o dos estudiantes para darse el prestigio apropiado. De momento, hizo que Elita se pusiera una larga túnica verde oscuro y le mostró cómo debía presentarle a cada paciente en la cámara interior mientras los demás esperaban en la segunda habitación. Le explicó que si el paciente era del sexo femenino, entonces debería permanecer con él. Los médicos eran vulnerables a las acusaciones más descabelladas y una segunda mujer era una garantía si no había estudiantes disponibles.

Apenas pasado el mediodía fue informado por el mayordomo de que más de veinte personas se habían congregado —o enviado a sus sirvientes para que esperaran por ellas— delante de la puerta en la calle. Ya había habido quejas de los vecinos, le dijo el hombre. Aquel era un distrito honorable.

Rustem ordenó al mayordomo que presentara excusas a lo largo de la calle, y que luego tomara los nombres de los que esperaban y fijara un límite de seis pacientes para cada día. Era necesario, si quería cumplir con las otras tareas que se había fijado a sí mismo durante su estancia allí. Una vez tuviera estudiantes, podrían seleccionar los pacientes que tuvieran mayor necesidad de él. Tratar cataratas habría sido malgastar su tiempo. Después de todo, Rustem usaba los métodos de Merovius de Trakesia y aquellas técnicas va deberían ser conocidas en Occidente.

Elita, bastante atractiva con su túnica verde y pareciendo menos tímida, entró en la habitación. El paciente hábía despertado. Rustem acudió y entró en la habitación con el pie izquierdo por delante.

El hombre se encontraba sentado en la cama, recostado en las almohadas. Estaba muy pálido, pero sus ojos se hallaban límpidos y su respiración sonaba menos estertorosa.

—He de daros las gracias, doctor. Dentro de cinco días he de poder conducir una cuadriga en una carrera —dijo sin más preámbulos—. O doce como máximo. ¿Podéis conseguirlo?

—¿Conducir una cuadriga…? Imposible.

Examinó más a fondo al paciente. Para un hombre que hubiese podido morir la noche anterior, parecía muy despierto y lúcido. La respiración, una vez examinada con mayor atención, no era tan buena como le hubiese gustado. Eso no tenía nada de sorprendente.

Pasados unos momentos el hombre sonrió maliciosamente. Hubo un breve silencio.

—Sospecho que me estáis diciendo indirectamente que me tome las cosas con calma.

Había sufrido una profunda herida de desgarro a la que le había faltado muy poco para alcanzar un punto maramata y poner fin a su vida. Después había sido pateado en las mismas costillas por las que se había deslizado la hoja, causándole dolores espantosos. Era muy posible que su pulmón se hubiera visto afectado.

El que aquel hombre hubiera llegado hasta aquella casa tenía algo de prodigio a los ojos de Rustem. No estaba claro cómo se las había ingeniado para respirar o permanecer consciente. Los atletas poseían una gran resistencia a las molestias físicas, pero aun así…

Rustem le cogió la muñeca izquierda y empezó a contar.

—¿Habéis orinado esta mañana?

—No me he levantado de la cama.

—Ni lo haréis. Hay una botella encima de la mesilla.

El hombre torció el gesto.

—Pero yo podría…

—Ni hablar, o retiro el tratamiento. Tengo entendido que vuestro grupo de corredores dispone de varios médicos. No tendré inconveniente en haceros llevar allí en una litera.

Algunas personas necesitaban modales bruscos. Las señales del pulso eran adecuadas, aunque había más agitación de la aconsejable.

El hombre llamado Scortius parpadeó.

—Estáis acostumbrado a saliros con la vuestra, ¿verdad?

Trató de incorporarse un poco más en la cama pero desistió con un jadeo de dolor.

Rustem sacudió la cabeza.

—Galeno enseñó, aquí en Occidente, que en cualquier enfermedad hay tres elementos: la enfermedad, el paciente y el médico —dijo con tono mesurado y tranquilizador—. Sois más fuerte que la mayoría de los hombres, eso no me cuesta nada creerlo. Pero sólo sois una de las tres partes, y se trata de una herida grave. Todo vuestro costado izquierdo se encuentra… inestable. No podré vendar las costillas como es debido hasta estar seguro de la mejoría de la herida y de vuestra respiración. ¿Que si estoy acostumbrado a salirme con la mía? No en la mayoría de las cosas. ¿Qué hombre lo está? En los tratamientos un doctor debe estarlo, no obstante. —Permitió que su tono se suavizara un poco—. Ya sabéis que en Bassania pueden multarnos o incluso ejecutarnos si un paciente aceptado muere —añadió, ya que a veces un comentario personal era efectivo.

El auriga asintió. No muy alto, era excepcionalmente apuesto. La noche anterior Rustem había visto la red de cicatrices que surcaban su cuerpo. A juzgar por el color de su tez, procedía del sur. Los mismos espacios desérticos que Rustem conocía, un lugar duro que producía hombres duros.

—Lo había olvidado. Estáis muy lejos de casa, ¿no?

Rustem se encogió de hombros.

—Las heridas y la enfermedad no cambian mucho.

—Las circunstancias sí. No quiero daros problemas, pero no puedo permitirme volver a la sede de la facción y enfrentarme a preguntas en este momento, pero debo correr. El Hipódromo inaugurará su temporada dentro de cinco días, y estamos pasando por tiempos… complicados.

—Es muy posible que así sea, pero puedo juraros por mis deidades o por las vuestras que ningún doctor vivo accedería a eso, o podría hacerlo posible. —Hizo una pausa—. A menos que deseéis simplemente subir a un carro y morir en la pista debido a la hemorragia, o cuando vuestras costillas aplastadas os impidan seguir respirando. ¿Un final heroico? ¿Eso queréis?

El hombre meneó la cabeza. El movimiento le hizo torcer el gesto, y se llevó una mano al costado. Después maldijo con vehemencia, blasfemando tanto de su deidad como del controvertido hijo del dios jadita.

—¿La semana que viene entonces? ¿El segundo día de carreras?

—Pasaréis veinte o treinta días en la cama, auriga, y después, con mucho cuidado, empezaréis a andar y a hacer otros movimientos. En esta cama o en otra, eso me da igual. No son sólo las costillas. Os clavaron una espada, sabéis.

—Bueno, sí que lo sé. Duele.

—Y la herida debe cicatrizar limpiamente, o podéis morir debido a las exudaciones de la inflamación. El vendaje debe ser examinado y cambiado cada dos días durante dos semanas, y es preciso aplicar emplastos frescos sin que estos se vean neutralizados por nuevas hemorragias. Además he de volver a drenar la herida; de momento ni siquiera la he cosido, y no lo haré hasta dentro de varios días. Pasaréis algún tiempo sintiendo dolor y malestar.

El auriga le miraba fijamente. Con algunos hombres valía más ser franco respecto a aquello.

—Soy consciente de que los juegos que se celebran en vuestro Hipódromo son muy importantes, pero no tomaréis parte en ellos hasta el verano, y sería preferible que ni siquiera entonces os esforzarais demasiado. ¿Acaso no ocurriría lo mismo si hubierais sufrido una caída? ¿Si os hubierais roto la pierna, por ejemplo?

El auriga cerró los ojos.

—No sería exactamente lo mismo, pero sí, os entiendo. —Volvió a mirar a Rustem. Sus ojos estaban alentadoramente nítidos y brillantes—. No estoy siendo lo bastante agradecido. Era noche cerrada y no pudisteis hacer ningún preparativo. Y parezco estar vivo —sonrió sarcásticamente—, ya que soy capaz de crear problemas. Contáis con mi gratitud. Y ahora, ¿tendríais la bondad de hacer que alguien me traiga papel de escribir y decir al mayordomo que envíe un mensajero discreto al senador Bonosus para hacerle saber que me encuentro aquí?

Un hombre muy bien hablado, que no se parecía en nada a los luchadores, acróbatas o gimnastas que Rustem había visto actuar en su tierra.

Su paciente le proporcionó una muestra de orina y Rustem comprobó que el color era predeciblemente rojo, pero no hasta extremos alarmantes. Mezcló otra dosis de su soporífero y el auriga se mostró dócil al aceptarlo. Después volvió a drenar la herida, inspeccionando el flujo y el color. Nada alarmante todavía.

Hombres como aquel, que habían experimentado el dolor regularmente, conocían las necesidades de sus cuerpos, pensó Rustem. Cambió el vendaje, examinando la costra de sangre coagulada alrededor de la herida. Aún sangraba, pero no mucho. Rustem se permitió una pequeña satisfacción. No obstante, todavía quedaba mucho camino por recorrer.

Fue a la planta baja. Había pacientes esperando, los seis que había prescrito. En cuanto pudiera organizaría un sistema más preciso, pero hoy simplemente eran los seis primeros de la cola. Los primeros presagios de la mañana estaban demostrando ser ciertos, incluso allí entre los incrédulos jaditas. Los acontecimientos se iban desarrollando de una manera muy positiva. Examinó a un comerciante que se estaba muriendo debido a un tumor que le devoraba el estómago. Rustem no pudo ofrecerle ningún tratamiento, ni siquiera su habitual mezcla para aquel nivel de dolor tan extremo, dado que no la había traído consigo y aún no conocía a las personas que preparaban los remedios de los médicos en Sarantium. Otra tarea para los próximos días. Haría que el hijo del senador fuese útil, y decidió emplearlo como sustituto del sirviente al que había matado. Eso demostraba su sentido de la ironía.

Contemplando la figura flaca y consumida del comerciante, Rustem pronunció las palabras con pena: «Con este mal no lucharé». Explicó la práctica basánida en aquellos casos. El hombre mantuvo la calma. La muerte estaba en sus ojos. Uno se acostumbraba a ello, y al mismo tiempo no se acostumbraba nunca. El Negro Azal siempre estaba haciendo su tarea en el mundo que había creado Perun. Un médico era un mero soldado en una guerra interminable.

Después le tocó el turno a una mujer de la corte, perfumada y sutilmente pintada, que aparentemente sólo quería conocer al médico. Su sirvienta le había estado guardando un sitio en la cola desde antes de la salida del sol.

Aquello ocurría con bastante frecuencia, especialmente cuando un médico llegaba a un sitio nuevo. Aristócratas aburridos, en busca de diversión. La mujer no paró de hablar y reír suavemente mientras Rustem la examinaba, incluso con Elita presente. Cuando Rustem cogió su muñeca perfumada para contar el pulso, la mujer se mordió el labio inferior y le miró con una caída de ojos. Luego se puso a hablar de una boda celebrada ayer, la misma a que había asistido Rustem. La mujer no había sido invitada y parecía ofendida por ello. Acto seguido se mostró todavía más disgustada cuando Rustem le informó que no parecía tener ningún padecimiento que requiriera su intervención, u otra visita.

Siguieron dos mujeres —una evidentemente rica, la otra más bien corriente— que se quejaban de úteros estériles. Aquello, la búsqueda de alguien que pudiera ayudar, también era normal cuando un médico llegaba a un sitio nuevo. Rustem confirmó que la segunda mujer había podido pagar al mayordomo, y con Elita presente en cada ocasión, llevó a cabo sus exámenes de la manera en que lo hacían los doctores de Ispahani (aunque nunca los de Bassania, donde a los médicos les estaba prohibido ver a una mujer sin ropa). Las dos mujeres se mantuvieron impasibles, aunque Elita enrojeció mientras miraba. Volviendo a la rutina, Rustem hizo sus preguntas habituales y llegó a sus conclusiones. Ninguna de las mujeres pareció sorprenderse, cosa que solía ocurrir en aquellos casos, aunque sólo una de ellas se hallaba en situación de encontrar alivio en las palabras de Rustem.

Después vio y diagnosticó dos cataratas y las perforó con sus propios útiles, cobrando el examen, el tratamiento, y una suma considerable, deliberadamente hinchada, por las visitas que debería hacer a sus casas.

A mediados de la tarde había oído una significativa cantidad de cotilleos y sabía mucho más de lo que realmente quería saber acerca de la inminente temporada del Hipódromo. Azules y Verdes, Verdes y Azules, Scortius y Crescens. Hasta el hombre que se estaba muriendo había mencionado a los dos aurigas. Rustem decidió que los sarantinos padecían una obsesión colectiva.

En un momento dado, Elita salió y volvió para informarle en voz baja que el paciente del piso de arriba del que tanto se estaba hablando volvía a dormir. Rustem se distrajo por un momento imaginándose cuál sería la reacción si la gente supiera que se encontraba allí.

Todo el mundo había hablado, pero sólo le ofrecieron información trivial. Eso cambiaría, pensó Rustem. Las personas confiaban en sus doctores y les hacían confidencias. Aquella profesión encerraba grandes promesas. Rustem dirigió una sonrisa a Elita y elogió su comportamiento. La joven miró el suelo y volvió a ruborizarse. Cuando el último paciente se hubo marchado, Rustem se sentía bastante complacido.

Fuera había una delegación de dos personas enviadas por el gremio de médicos.

El humor de Rustem cambió rápidamente.

Los dos hombres se mostraron indignados de que un extranjero hubiese empezado a practicar la medicina en una residencia privada de Sarantium sin molestarse en visitar al gremio u obtener su autorización. Dado que oficialmente Rustem había ido allí para dar conferencias, aprender, comprar manuscritos y compartir conocimientos con sus colegas occidentales, aquella ira probablemente traería consecuencias.

Rustem, furioso consigo mismo por lo que era un evidente descuido, buscó refugio en la ignorancia y las disculpas: venía de un pueblecito, no tenía idea de las complejidades de los asuntos en una gran ciudad, y no había tenido ninguna intención de ofender o transgredir. Los pacientes habían aparecido delante de la casa sin que él hubiese anunciado su presencia por ningún medio. El mayordomo lo confirmaría. Su juramento —al igual que el que prestaban ellos siguiendo la tradición del gran Galeno de Occidente— lo obligaba a tratar de ayudar. Se sentiría muy honrado compareciendo ante el gremio. Inmediatamente, si podía ser. Dejaría de ver pacientes, por supuesto, si se lo pedían. Estaba enteramente a su disposición. Y ya que estaban allí, ¿no desearían sus distinguidos visitantes acompañarlo aquella noche cuando cenara con el maestro del Senado?

Aquella última observación surtió más efecto que nada de lo anterior. Los enviados del gremio rehusaban la invitación, por supuesto, pero tomaron nota de ella, junto con el hecho de dónde se alojaba y a quién pertenecía aquella casa. Acceso a los pasillos del poder: tal vez Rustem era alguien a quien no convenía importunar.

Los hombres eran iguales en todo el mundo.

Rustem acompañó a los dos doctores sarantinos hasta la puerta y prometió que a media mañana del día siguiente acudiría a la sede del gremio. Les rogó su experta asistencia en todas las cuestiones que tuviera que tratar allí, se inclinó, expresó nuevamente su contrición y cuán gratificado se sentía por su visita y lo mucho que anhelaba compartir sus conocimientos con ellos. Volvió a inclinarse.

El mayordomo, impasible e inexpresivo, cerró la puerta. Rustem, siguiendo un impulso excéntrico, le guiñó el ojo.

Después subió para ocuparse de su barba (la cual requería cuidados regulares) y cambiarse para la cena en casa del senador. El paciente le había pedido a Bonosus que viniese. Probablemente lo haría. A esas alturas Rustem ya se había hecho cierta idea de la importancia del herido. «Santones y aurigas». Se preguntó si podría dirigir la conversación de la cena hacia la posibilidad de que hubiera guerra. Demasiado pronto, decidió. Acababa de llegar, la primavera apenas estaba empezando. Seguramente nada podía ocurrir ni ocurriría tan deprisa. Excepto las carreras, pensó.

En Sarantium todo el mundo —hasta los agonizantes— parecía obsesionado con los carros. ¿Un pueblo frívolo? Rustem meneó la cabeza: un juicio demasiado apresurado, probablemente erróneo. Pero en su nuevo papel como observador de los sarantinos para el Rey de Reyes tendría que asistir al Hipódromo.

De pronto se le ocurrió preguntarse si a Shaski le gustaban los caballos. No lo sabía, y como se encontraba tan lejos de casa no podía preguntárselo.

Eso cambió la atmósfera de la tarde durante unas horas.

Cuando el senador llegó más avanzado el día, se mostró solemne y atento. Tomó nota de los cambios en las habitaciones de la planta baja sin hacer ningún comentario al respecto, escuchó el relato de la noche anterior (que, tal como se había prometido, no incluyó ninguna mención a su hijo) que le hizo Rustem, y después entró en la habitación de Scortius y cerró la puerta detrás de él.

Rustem había insistido en que la visita no fuera larga y Bonosus respetó sus instrucciones, saliendo poco después. No dijo nada acerca de la conversación mantenida, por supuesto. El maestro del Senado y su invitado fueron transportados a la residencia principal de Bonosus en una litera, y Rustem permaneció absorto y distraído durante la cena.

Aun así, fue una velada civilizada. Nada más entrar, los invitados recibieron sendas copas de vino de manos de las encantadoras hijas del senador: saltaba a la vista que eran hijas de una esposa anterior ya que la ahí presente era demasiado joven para ser su madre. Las dos muchachas se retiraron antes de que los comensales fueran conducidos a los divanes para cenar.

La experiencia de Rustem en tales cuestiones se remitía a su estancia en tierras ispahanias. Kerakek no era un lugar donde música invisible sonara suavemente durante la velada y sirvientes impecables aguardaran de pie detrás de cada diván, atentos al menor asomo de una necesidad. Bajo la impecable guía de la esposa del senador, Rustem fue acogido junto con los otros invitados, un comerciante de sedas basánida (un detalle muy cortés) y dos patricios sarantinos y sus esposas. La esposa del senador y las otras mujeres, elegantes, serenas y a sus anchas en aquel ambiente, participaban mucho más en la conversación que ninguna de las que solían asistir a aquella clase de reuniones en Ispahani. Le formularon muchas preguntas sobre su instrucción y su familia, y lo hicieron hablar de sus aventuras en tierras ispahanis. Los misterios del Lejano Oriente, con sus rumores de magias y criaturas fabulosas, siempre resultaban fascinantes en Sarantium. La azarosa llegada de Rustem la mañana anterior fue discretamente evitada, el drama, después de todo, había sido ocasionado por el hijo del senador, quien parecía haberse esfumado.

Pronto quedó claro que nadie sabía nada acerca de los igualmente dramáticos acontecimientos de aquella madrugada en los que se había visto involucrado el auriga. Bonosus no dijo nada. Rustem, por su parte, no iba a sacar a relucir el tema. Un médico tenía ciertas obligaciones para con su paciente.

Vestido con su mejor túnica y empuñando su bastón de paseo, la mañana siguiente Rustem fue a la sede del gremio, conducido por uno de los sirvientes de la casa y llevando consigo la nota de presentación que le había extendido el senador mientras tomaban la última copa de vino de la noche.

Rustem hizo todos los gestos de protocolo necesarios, y fue recibido con cortesía. Vivían tiempos de paz y aquellos hombres eran colegas. Rustem no se quedaría allí lo suficiente para constituir una amenaza, y podía serles útil. Se acordó que dentro de dos semanas daría una conferencia en la sala del gremio. Autorizaron su tratamiento de un puñado de pacientes al día en las habitaciones que había preparado, y le dieron los nombres de dos boticarios y herboristas en cuyos comercios se podían obtener pociones adecuadamente preparadas. La cuestión de los estudiantes fue postergada (¿implicaba quizá un exceso de permanencia?), pero Rustem ya había decidido que eso tendría que esperar en cualquier caso, al menos mientras el auriga se encontrara en la casa.

Y de esa manera puso en marcha —más fácilmente de lo que esperaba— una vida, una pauta para sus días, al tiempo que la primavera florecía en Sarantium. Había visitado unos baños públicos con aquel comerciante basánida y confirmó que aquel hombre tenía acceso a mensajeros que iban a Kabadh. Nada se dijo explícitamente, pero sí tácitamente.

Unos días después llegó un mensaje de Kabadh, y muchas cosas se vieron alteradas.

Llegó a través de otro basánida. Al principio, cuando el mayordomo informó a Rustem de la presencia de uno de sus compatriotas en la lista matinal de pacientes, Rustem supuso que un comerciante oriental había preferido ser tratado de alguna dolencia por un médico familiarizado con los regímenes de Oriente. El hombre era su tercer paciente del día.

Cuando entró, vestido con sobriedad y pulcramente afeitado, Rustem se interesó por su salud en su propia lengua. Sin decir palabra, el paciente se limitó a extraer un pergamino de sus ropas y se lo tendió.

No había ningún sello formal que sirviese como advertencia.

Rustem abrió el pergamino y leyó. Mientras lo hacía tomó asiento, palideciendo y consciente de que su paciente no apartaba los ojos de él. Cuando hubo terminado de leer, alzó la mirada hacia aquel hombre.

Se le había hecho difícil hablar. Carraspeó.

—¿Sabéis… lo que dice?

El hombre asintió.

—Quemadlo ahora —dijo. Su voz era cultivada.

En la habitación había un brasero, ya que las mañanas todavía eran frías. Rustem metió el pergamino entre las llamas y lo contempló consumirse.

Después volvió la mirada hacia el hombre llegado de Kabadh.

—Yo era… Creía que me encontraba aquí en calidad de observador.

El enviado se encogió de hombros.

—Las necesidades cambian —dijo. Se puso en pie—. Gracias por vuestra asistencia, doctor. Estoy seguro de que vuestra ayuda surtirá efectos muy beneficiosos sobre mi… dificultad.

Salió.

Rustem se quedó inmóvil un buen rato, y finalmente se obligó a reanudar los movimientos de la normalidad, aunque todo había cambiado de repente.

Un médico, por su juramento, tenía que esforzarse por curar a los enfermos, librando batalla con Azal cuando el Enemigo asediaba a los mortales. En cambio, su rey, el Hermano del Sol y las Lunas, acababa de pedirle que matara a alguien.

Era importante ocultar los signos de su nerviosismo. Rustem se concentró en su trabajo. Conforme transcurría la mañana, se persuadió de que tener ocasión de hacer lo que se le había pedido era una eventualidad tan remota que a buen seguro no se lo podría culpar por un fracaso. Siempre podía aducir eso cuando volviera a casa.

O, más correctamente, casi se persuadió de eso.

Había visto al Rey de Reyes, en Kerakek. No se podía decir que el Gran Shirvan fuese indulgente con quienes pudieran alegar… dificultades a la hora de ejecutar sus órdenes.

Rustem terminó de atender a sus pacientes en la pequeña casa de Plautus Bonosus y subió al piso de arriba. Decidió llegado el momento de coser la herida del auriga, ya que ahora disponía de fíbulas apropiadas. Llevó a cabo el rutinario procedimiento que no requería pensar, lo cual era bueno.

Siguió observando y sintió alivio al no ver el rezumar verdoso del pus. Después de que la herida llevara varios días curándose, Rustem decidió que ya podía vendar más firmemente las costillas. El paciente se había mostrado muy cooperador, si bien inquieto. Rustem sabía por experiencia que los hombres acostumbrados a la actividad física soportaban bastante mal el confinamiento, y aquel hombre ni siquiera podía recibir visitas regulares, dado el secreto que rodeaba a su presencia allí.

Bonosus había venido dos veces, con el pretexto de ver a su huésped de Bassania, y en una ocasión, de noche, vino una figura envuelta en una capa que resultó un hombre llamado Astorgus, evidentemente importante en el grupo de los Azules. Al parecer el primer día de las carreras había deparado resultados no excesivamente buenos. Rustem no solicitó detalles, aunque aquella noche mezcló un sedante ligeramente más fuerte para su paciente después de haber detectado signos de agitación. Estaba preparado para tales cosas.

Pero no lo estaba para, una mañana, de la segunda semana después de la llegada del auriga, encontrarse con la habitación vacía y la ventana abierta.

Había una nota doblada, puesta debajo de la botella para la orina. «Id al Hipódromo —decía—. Os debo un poco de diversión».

Encima del papel, la botella había sido debidamente llenada. Con ceño, Rustem comprobó con una rápida ojeada que el color era satisfactorio. Fue a la ventana y vio un árbol al alcance de la mano, las gruesas ramas todavía no cubiertas por las nuevas hojas. A un hombre que se encontrara en buena forma física no le habría costado salir por allí y llegar al suelo. Para alguien con unas costillas rotas y una profunda herida de espada que todavía estaba cicatrizando…

En la repisa de la ventana vio sangre.

Cuando examinó el pequeño patio observó un delgado rastro de sangre que cruzaba las piedras hasta el muro que daba a la calle. Súbitamente furioso, alzó la mirada hacia el cielo. Perun y la Dama sabían, a buen seguro, que había un límite a lo que podía hacer un médico. Meneó la cabeza y advirtió que hacía una mañana preciosa.

Decidió que después de visitar a sus pacientes, aquella tarde iría al Hipódromo para asistir al segundo día de carreras. «Os debo un poco de diversión». Envió un mensajero al maestro del Senado, preguntando si Bonosus podía ayudarle a ser admitido.

Estaba siendo muy ingenuo, por supuesto, aunque de manera excusable al ser forastero en Sarantium.

A su regreso el sirviente le informó de que Plautus Bonosus ya estaba en el Hipódromo, en la kathisma, el Palco Imperial. El emperador en persona asistía a las carreras de la mañana, y a mediodía se retiraría al palacio para atender asuntos de mayor envergadura. El maestro del Senado no abandonaría el Hipódromo en todo el día, permaneciendo allí como representante del Estado.

«Asuntos de mayor envergadura». Los gritos y martillazos procedentes del puerto podían ser oídos incluso allí, tan tierra adentro en dirección a las murallas.

Estaban construyendo navíos que no tardarían en estar listos para hacerse a la mar. Se decía que había diez mil hombres, entre soldados de a pie y contingentes de caballería, reunidos allí y en Deápolis al otro lado del estrecho. Se afirmaba que otros tantos se estaban concentrando en Megarium al oeste, le había dicho un paciente a Rustem hacía unos días. Estaba claro que el Imperio se encontraba al borde de la guerra, una invasión, algo indescriptiblemente espectacular y apasionante, aunque por el momento aún no se había anunciado nada.

En algún lugar de la ciudad, una mujer a la que Rustem había recibido órdenes de matar seguía el ritmo de sus días.

Ochenta mil sarantinos estaban en el Hipódromo viendo las carreras. Rustem se preguntó si ella estaría allí.