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Cuando está oscuro, los hombres y las mujeres siempre sueñan. La mayoría de las imágenes de la noche se disipan con la salida del sol, o antes si turban al durmiente hasta el extremo de sacarlo de su sueño.

Los sueños eran anhelos, o advertencias, o profecías. Eran dones o maldiciones, de poderes benévolos o malignos, pues todos sabían —cualquiera fuese la fe en la que habían nacido— que los hombres y las mujeres mortales compartían el mundo con fuerzas que no entendían.

Había muchos que se ganaban la vida en la ciudad o en el campo explicando a los turbados por visiones lo que estas podían significar. Un reducido número de ellos veía en ciertas clases de sueño verdaderos recuerdos de un mundo distinto a aquel en que el soñador había nacido para vivir y morir, pero en la inmensa mayoría de las fes aquello era considerado como una negra herejía.

Conforme el invierno se encaminaba hacia la primavera aquel año, muchas personas tuvieron sueños que luego recordarían.

Una noche sin luna, a finales del invierno. En un abrevadero del lejano sur, allí donde las rutas de los camellos se encontraban en Ammuz, cerca de donde los hombres habían decretado una frontera con Soriya —como si las arenas cambiantes movidas por el viento supieran de tales cosas— un hombre, un caudillo de su tribu, un comerciante, despertó en su tienda, se vistió y salió a la oscuridad.

Pasó ante las tiendas donde dormían sus esposas e hijos y sus hermanos y sus esposas e hijos, y llegó, todavía medio dormido pero extrañamente turbado, al límite del oasis, un lugar en que el último verdor daba paso a las arenas infinitas.

Y allí se detuvo bajo el arco de los cielos, debajo de tantas estrellas que de pronto le pareció imposible abarcar su número en el cielo por encima de los hombres y el mundo. Su corazón, sin motivo aparente, latía rápidamente. Unos instantes antes se hallaba sumido en un profundo sueño. Aún no estaba muy seguro de cómo y por qué había llegado a estar allí ahora. Un sueño. Había tenido un sueño.

Volvió a alzar la mirada hacia el cielo. La noche era tibia, generosa con la proximidad de la primavera. Después vendría el verano: el sol que abrasaba y mataba, cuando el agua se convertía en un anhelo y una plegaria. La sombra de una brisa vibró y se arremolinó en la suave oscuridad, fresca y vivificante sobre su rostro. Oyó los camellos y las cabras detrás de él, y los caballos. Sus rebaños eran numerosos, pues había sido favorecido por la fortuna.

Se volvió y vio a un muchacho, uno de los que cuidaban de los camellos, no muy lejos de allí: montando guardia, porque las noches sin luna eran peligrosas. El muchacho se llamaba Tarif. Era un nombre que sería recordado, y llegaría a ser conocido por los cronistas de generaciones aún no nacidas debido al intercambio de palabras que tuvo lugar a continuación.

El comerciante inspiró hondo y alisó los pliegues de su túnica blanca. Después llamó al muchacho con una seña y le dio instrucciones, despacio y con voz clara, de ir a la tienda de Musafa, el hermano-completo del mercader. De que lo despertara, con disculpas, y le dijera que en cuanto saliese el sol Musafa debería asumir el mando y la responsabilidad de su gente. Que se le encomendaba especialmente, en el nombre y la memoria de su padre, cuidar del bienestar de las esposas e hijos de su hermano ausente.

—¿Adonde vais, señor? —preguntó Tarif, volviéndose inmortal con un puñado de palabras. Cien mil niños llevarían su nombre en años venideros.

—A las arenas —dijo el hombre, que se llamaba Ashar ibn Ashar—. Quizá tarde algún tiempo en volver.

Tocó al muchacho en la frente y después le volvió la espalda, a él y a las palmeras y las flores nocturnas y el agua, a las tiendas, los animales y las demás posesiones materiales de su pueblo y se alejó, solo bajo las estrellas.

Tantas, volvió a pensar. ¿Cómo podía haber tantas? ¿Qué podía significar que hubiera tantas estrellas? Su corazón estaba tan lleno de su lejana presencia como un odre lo está de agua. Sentía deseos de pronunciar una oración, pero algo lo detuvo. Decidió que guardaría silencio: estaría abierto a cuanto había encima y alrededor de él, cuidando de no imponerle su presencia. Tomó un pliegue de la prenda que llevaba y se lo pasó por la boca mientras andaba.

Estuvo fuera mucho tiempo, y cuando volvió con su gente ya había sido dado por muerto. Por entonces estaba muy cambiado.

Y, no mucho después, el mundo también lo estuvo.

La tercera vez que Shaski se escapó de casa aquel invierno fue encontrado en el camino que llevaba al oeste desde Kerakek, avanzando despacio pero resueltamente, cargado con un fardo demasiado grande para él.

El soldado enviado desde la fortaleza que trajo de vuelta al pequeño se ofreció, divertido, a darle una paliza como era debido en nombre de sus madres, dada la ausencia de una mano paterna.

Las dos mujeres, nerviosas y sonrojadas, se apresuraron a declinar la oferta, pero estuvieron de acuerdo en que se requería cierta medida de severo castigo. Hacer aquello una vez era una travesura de muchacho, tres veces era otra cosa. Prometieron al soldado que ellas mismas se encargarían, y volvieron a disculparse por las molestias causadas.

No hay problema, dijo el hombre, y no mentía. Era invierno, y una paz comprada había acallado la larga frontera desde Ammuz y Soriya hasta Moskav en el gélido norte. La guarnición de Kerakek se aburría. Beber y jugar sólo podían divertirte hasta cierto punto en un lugar tan desesperadamente remoto como aquel. Ni siquiera se te permitía salir a caballo y perseguir nómadas o encontrar una mujer o dos en alguno de sus campamentos. Las gentes del desierto eran importantes para Bassania, y eso había sido dejado explícita y reiteradamente claro. Más importantes, al parecer, que los mismos soldados. La paga llevaba retraso, otra vez.

La más joven de las dos mujeres tenía los ojos oscuros y era bastante guapa, aunque en aquellos momentos se encontraba algo alterada. El esposo, ya se ha dicho, estaba fuera. Parecía razonable pensar en hacerles otra visita, sólo para asegurarse de que todo iba bien. Podía traer un juguete para el pequeño. Uno aprendía aquellos trucos con las madres jóvenes.

Shaski, de pie entre sus dos madres detrás de la valla que circundaba su pequeño patio delantero, contemplaba con expresión pétrea al hombre montado en su caballo. A primera hora de esa mañana el soldado, riendo, lo había mantenido cabeza abajo en el camino sujetándolo por los tobillos hasta que —la sangre afluyéndole a la cabeza en una mareante oleada— Shaski nombró la casa donde vivía. Ahora se le dijo que diera las gracias y así lo hizo, con voz átona y seca. El soldado se fue, aunque no antes de sonreírle a su madre Jarita de una manera que no le gustó nada a Shaski.

Cuando fue interrogado por sus madres en la casa —un responso que incluyó un vigoroso zarandeo y muchas lágrimas (de ellas, no de él)— se limitó a repetir lo que había dicho las anteriores veces: quería a su padre. Estaba teniendo sueños. Su padre los necesitaba. Tenían que ir a donde estaba su padre.

—¿Sabes lo lejos que se encuentra eso? —chilló su madre Katyun, encarándose con él. Esa fue la peor parte; de hecho: ella era muy serena. A Shaski no le gustaba verla alterada. Además la pregunta era difícil, porque en realidad no sabía cuán lejos se hallaba su padre.

—Cogí ropas —dijo, señalando su fardo en el suelo—. Y la segunda chaqueta de abrigo que me hiciste. Y unas cuantas manzanas. Y mi cuchillo por si me encontraba con algún bribón.

—¡Perun nos ampare! —exclamó su madre Jarita, secándose los ojos—. ¿Qué vamos a hacer? ¡El niño todavía no tiene ocho años!

Shaski no estaba seguro de qué tenía que ver eso con lo que estaban discutiendo.

Katyun se arrodilló en la alfombra delante de él y le tomó las manos.

—Shaski, amor mío, cariñito, escúchame. Queda demasiado lejos. No tenemos criaturas voladoras para que nos lleven, no tenemos hechizos ni magia ni nada que pueda llevarnos allí.

—Podemos andar.

—No podemos, Shaski, no en este mundo. —Aún no le había soltado las manos—. Ahora él no nos necesita. Está ayudando al Rey de Reyes en algún lugar de Occidente. Se reunirá con nosotros en Kabadh en el verano. Entonces verás a tu padre.

Seguían sin entenderlo. Era extraño cómo los adultos podían ser incapaces de entender las cosas, a pesar de que se suponía que sabían más que los niños y no paraban de repetírtelo.

—Todavía falta demasiado para el verano y no debemos ir a Kabadh —dijo Shaski—. Eso es lo que tenemos que decirle a padre. Y si él está demasiado lejos para andar, cojamos caballos. O mulas. Mi padre tiene una mula. Yo puedo montar en una. Todos podemos. Cuando cabalguemos podéis turnaros para sostener al bebé.

—¿Sostener al bebé? —exclamó Jarita—. En el santo nombre de la Dama, ¿quieres que todos hagamos esta locura?

Shaski la miró.

—Ya lo he dicho.

Ah, las madres. ¿Acaso escuchaban alguna vez? ¿Creían que él quería hacer aquello solo? Ni siquiera tenía idea de adonde ir. Lo único que sabía era que su padre se había ido en cierta dirección por el camino que se alejaba del pueblo, así que él también fue en esa dirección, y que el lugar donde estaba ahora se llamaba Sarantium, o algo así, y que quedaba muy lejos. Todos lo decían. Shaski ya había comprendido que al anochecer seguramente aún no habría llegado allí, andando solo, y ahora no le gustaba la oscuridad, cuando venían sus sueños.

Hubo un silencio. Su madre Jarita se secó los ojos lentamente. Su madre Katyun le estaba mirando de una manera muy rara. Le había soltado las manos.

—Shaski —dijo finalmente—, cuéntame por qué no debemos ir a Kabadh.

Nunca le había preguntado eso antes.

Lo que descubrió, mientras les explicaba a sus madres lo de los sueños y cómo sentía ciertas cosas, era que otras personas no las sentían. Shaski no pudo evitar la confusión cuando cayó en la cuenta de que esa extraña necesidad de irse, y la otra sensación —la forma de una nube negra cerniéndose sobre ellos cada vez que pronunciaban el nombre «Kabadh»— no era algo que sus madres compartieran, o entendiesen siquiera.

Shaski vio que las asustaba, y eso lo asustó. Viendo sus rígidas expresiones cuando hubo acabado de hablar, se echó a llorar, el rostro fruncido por el llanto mientras se frotaba los ojos con los nudillos.

—Lo… lo siento —dijo—. Siento haberme… escapado. Lo siento.

Fue el ver sollozar a su hijo —su hijo, que nunca lloraba— lo que hizo que Katyun por fin entendiera que se enfrentaban a algo realmente serio, por mucho que ese algo estuviera más allá de su comprensión. Cabía la posibilidad que la Dama Anahita hubiera venido a Kerakek, a aquel insignificante pueblo-fortaleza allí donde empezaba el desierto, y hubiera puesto su dedo sobre Shaski, su querido niño. Y todos sabían que el ser tocado por la Dama podía marcar a un ser humano.

—Perun nos guarde —murmuró Jarita. Había palidecido—. Que Azal nunca conozca esta casa.

Pero si lo que Shaski les había dicho se correspondía de alguna manera con la verdad, entonces la conocía. El Enemigo ya conocía Kerakek. E incluso Kabadh. Una nube, una sombra, había dicho Shaski. ¿Cómo era posible que un niño supiera todas esas cosas sobre las sombras? Y Rustem, su esposo, tenía necesidad de ellos en Occidente. Más al norte que al oeste, de hecho. Entre los infieles de Sarantium, que adoraban a un dios que ardía dentro del sol. Algo que nadie que conociese el desierto podría hacer nunca.

Katyun tomó aliento. Sabía que aquello encerraba una trampa para ella, algo seductor y peligroso. No quería ir a Kabadh. Nunca había querido ir allí. ¿Cómo podría sobrevivir en una corte, entre la clase de mujeres que había allí? La mera idea la mantenía despierta por las noches, temblorosa y con el estómago revuelto, o traía sueños, sus propias sombras.

Miró a Jarita, tan valiente al ocultar la negrura de su pena cuando supieron que Rustem iba a ser ascendido a la casta sacerdotal y que la corte había solicitado su presencia. Esa convocatoria significaba que tendrían que encontrarle otro esposo, otro hogar, otro padre para Inissa, la pequeña Issa.

Jarita había hecho algo de lo que Katyun se creía incapaz. Había permitido que Rustem, el esposo al que amaba, emprendiera su viaje pensando que ella aceptaba aquello, que incluso la complacía, para que las importantísimas noticias que acababan de darle no turbaran el corazón de Rustem.

Lo que llegaban a hacer las mujeres, en el nombre de Perun.

No la complacía. La estaba destrozando. Katyun lo sabía. Podía oír a Jarita por la noche, cuando ambas estaban despiertas en la casita. Rustem hubiese tenido que darse cuenta del engaño, pero los hombres —incluso los inteligentes— tendían a pasar por alto esas cosas, y Rustem había estado tan concentrado en curar al rey primero, y en su futuro ascenso a la casta sacerdotal y la misión que lo llevaría a Occidente después. Había querido creer en el engaño de Jarita, y como resultado había creído. Además, un hombre siempre tenía que inclinarse ante la voluntad del Rey de Reyes.

Katyun miró a Shaski y después a Jarita. La noche antes de partir Rustem le había dicho que ahora tendría que encargarse de la familia, y que confiaba en ella. Incluso los estudiantes se habían ido, para aprender con otros maestros. Ahora Katyun sólo contaba con sus propios recursos, tanto en aquello como en todas las cosas.

La pequeña empezó a llorar en la otra habitación, despertando de su sueño de la tarde arropada en su cunita de madera junto al fuego.

Kerakek. Kabadh. La Sombra del Negro Azal. El dedo de la Dama rozándolos. Los presentimientos que estaba teniendo Shaski acerca de aquellas cosas. La comprensión, tardía, de cómo Shaski siempre había sido distinto de los demás niños. Katyun lo había advertido y se había resistido a admitirlo. Tal vez de la misma manera en que Rustem se había resistido a darse cuenta de lo que Jarita sentía en realidad: quería creer que era feliz, aunque eso pudiera herir su orgullo. Pobre Jarita, tan delicada y tan hermosa. A veces podía haber flores en el desierto, pero no en muchos sitios y no por mucho tiempo.

Sarantium. Todavía más grande que Kabadh, decían. Katyun se mordió el labio.

Abrazó a Shaski y lo mandó a la cocina para que le pidiera algo de comer al cocinero. El niño todavía no había desayunado, ya que se había ido de casa en plena noche. Jarita, el rostro aún tan blanco como una sacerdotisa en una noche de la Llama Sagrada, fue a ocuparse del bebé.

Katyun se quedó sola y reflexionó. Después llamó a un sirviente y lo envió a la fortaleza con la petición de que el comandante tuviera la bondad de honrarlas con una visita cuando tuviera tiempo.

Aburrimiento. Una sensación de injusticia. Una paz comprada con oro. Todo eso llegó a la vez para Vinaszh, hijo de Vinaszh, en aquel invierno de amargura.

Antes Kerakek nunca le había resultado tedioso. Le gustaba el desierto, el sur: era lo que conocía, el mundo de su infancia.

Disfrutaba con las visitas de los nómadas montados en camello, el ir a beber vino de palmas en sus tiendas, los lentos gestos, los silencios, las palabras escanciadas tan cuidadosamente como el agua. La gente de las arenas era importante allí, baluartes contra los sarantinos, socios comerciales que traían especias y oro del lejano y fabuloso sur por las antiguas rutas de los camellos.

Y también eran las avanzadillas en cualquier guerra.

Por supuesto que algunos vagabundos del desierto estaban aliados con Sarantium y comerciaban allí, y por eso era tan importante mantener contentas a las tribus que preferían a Bassania. Los soldados no siempre lo entendían, pero Vinaszh había crecido en Qandir, todavía más al sur: los delicados matices de Ammuz, Soriya y los nómadas no eran ningún misterio para él. O no tanto como para la mayoría de los hombres: quien dijese que entendía a los pueblos de las arenas mentía.

Vinaszh nunca había alimentado visiones de sí mismo en un lugar o papel más prominentes. Era un comandante de guarnición en un mundo al que entendía. Hasta hacía poco, esa había sido una vida que le complacía.

Pero aquel invierno la corte había venido a Kerakek, y una buena parte de ella —con el rey en persona— se había quedado allí como una herida de flecha curada, y las conmociones que siguieron a las muertes (algunas merecidas, otras no) de príncipes y esposas reales acabaron disipándose.

Vinaszh, que había tenido un papel importante en los acontecimientos de un día terrible, se encontró repentinamente alterado después de que Shirvan y su corte se hubieran ido. La fortaleza le parecía vacía, lúgubre y llena de ecos. El pueblo era lo que había sido siempre, un polvoriento amasijo de casitas. Y el viento seguía soplando del desierto. Vinaszh tenía sueños en noches intranquilas.

Una extraña inquietud había invadido el alma del comandante Vinaszh. El invierno se extendía como un abismo insalvable, un día sucediendo a otro con agobiante lentitud, y luego el anochecer. La arena, que nunca le había molestado, pasó a ser algo de lo que era consciente en todo momento y que estaba presente en todas partes, infiltrándose por las grietas de las ventanas y por debajo de las puertas, metiéndose en la ropa, la comida, los pliegues de la piel, la barba y el cabello, en… los pensamientos.

Vinaszh empezó a beber demasiado, con el primer vaso de vino tomado a una hora demasiado temprana. Era lo bastante inteligente para saber que aquello era peligroso.

Y fue como una consecuencia de todas esas cosas que, cuando el sirviente del doctor subió el camino serpenteante y los escalones que separaban el pueblo de la fortaleza y transmitió la petición de que visitara cierta casa cuando tuviera tiempo para ello, encontró tiempo casi de inmediato.

Vinaszh no tenía idea de qué querían. Pero era algo nuevo en el estólido vacío de los rutinarios días. Bastaba con eso. El doctor ya llevaba algún tiempo fuera. Vinaszh creía recordar que había planeado pasar unos días en Sarnica. Dependiendo del tiempo que se hubiera quedado allí, incluso cabía la posibilidad de que ya estuviera en Sarantium. Las mujeres del doctor eran guapas, recordaba, ambas.

Envió al sirviente con una moneda y el mensaje de que bajaría de la colina más avanzado el día. Era fácil acceder cuando la petición procedía de la casa de un hombre que estaba a punto de ser ascendido de casta y había sido llamado a la corte real por el mismísimo Rey de Reyes. Un honor increíble, realmente.

Vinaszh, hijo de Vinaszh, no había sido llamado a ningún sitio, ascendido u honrado y, de hecho, no le había ocurrido absolutamente nada. Mientras la corte estuvo en Kerakek, ninguno de sus integrantes prestó atención al pequeño detalle de quién había tenido la idea de intervenir en aquella reunión de poderosos y —asumiendo un considerable riesgo personal— había sugerido que un médico del pueblo fuera llamado a la cabecera del rey aquel espantoso día de principios del invierno. Y que después había ayudado al médico y matado con su propia daga a un príncipe que había tratado de asesinar a su padre.

A veces se preguntaba si no estaría siendo castigado, aunque muy injustamente, por aquel acero suyo que detuvo a un hijo traicionero.

Podía ser. Nadie se lo había dicho, nadie le había hablado siquiera, pero alguien como el orondo y astuto visir hubiese podido decir que el hecho de que siguiera vivo después de semejante acción era un regalo más que suficiente o, al menos, debía ser considerado como tal. Había matado a un miembro de la realeza. Sangre de la sangre del Rey de Reyes. Con una daga desenvainada y lanzada en presencia del rey, el sagrado Hermano del Sol y las Lunas. Y sí, él había hecho aquello, pero se le había ordenado que estuviera alerta a cualquier señal de peligro cuando Murash volvió a entrar en la habitación. Había sido un acto de estricto deber.

¿Iba a ser abandonado, olvidado allí en el desierto, por haber salvado la vida de su rey?

Esas cosas ocurrían. No se podía decir que el mundo de Perun y la Dama fuera un lugar en el que las recompensas justas impusieran su ley. La presencia de Azal el Enemigo significaba que siempre sería así, hasta que el mismo Tiempo llegara a su fin.

Vinaszh era un soldado. Sabía que así era. El ejército estaba plagado de injusticia y corrupción. Y los civiles —los sensuales y perfumados consejeros de la corte, untuosos y taimados— podían decidir, por sus propias razones, llenar de obstáculos los caminos de los soldados honrados y toscos. Así estaban las cosas. Pero el hecho de comprenderlo no ayudaba a soportar el proceso, si eso estaba ocurriendo.

Su padre nunca quiso que Vinaszh ingresara en el ejército. Si se hubiera quedado en Qandir para ser un mercader, nada de aquello hubiese entrado en su vida.

Tendría arena en su copa de vino y en su cama y le daría igual.

Los hombres cambiaban, decidió Vinaszh: era así de simple y, a la vez, de complicado. Al parecer él acababa de cambiar. Las cosas ocurrían, acontecimientos pequeños o grandes, o quizá pasaba el tiempo, nada más que eso, y una mañana despertabas siendo diferente. Probablemente hubo un tiempo, pensó, en el que Murash se conformaba con ser un príncipe de Bassania, hijo de su gran padre.

Arduos pensamientos para un soldado. Hubiese sido mejor estar en el campo de batalla con un enemigo al que enfrentarse. Pero no había nadie a quien combatir, nada que hacer, y el viento seguía soplando. Ahora mismo había arena en su copa, haciendo que el vino le rechinara entre los dientes.

Hubiesen debido reconocer lo que había hecho y agradecérselo. Sí, hubiesen debido hacerlo.

Pasado el mediodía bajó por la colina y cabalgó hacia la casa del doctor. Fue recibido por las dos mujeres en una sala con una chimenea. La más joven era muy hermosa, y tenía ojos muy oscuros. La mayor parecía más serena y segura de sí misma y fue la que se encargó de hablar, manteniendo la voz modestamente baja. Lo que dijo, sin embargo, hizo que Vinaszh dejara de pensar en sus propios asuntos.

¿Destino, casualidad, accidente? ¿Una intercesión de Perun? ¿Quién podía decirlo? Pero la pura y simple verdad era que aquel soldado hijo de un comerciante de Qandir, actualmente comandante de la guarnición de Kerakek, era un hombre bastante predispuesto a aceptar las cosas que la mujer le dijo aquella tarde de invierno. La naturaleza del mundo quedaba más allá de la comprensión de los hombres, eso todo el mundo lo sabía. Y allí en el sur, cerca de los pueblos del desierto con sus inescrutables ritos tribales, informes como aquellos no eran desconocidos.

Hicieron venir al pequeño a petición suya y Vinaszh le hizo algunas preguntas, y después volvieron a mandarlo fuera. El niño, que parecía muy serio, respondió sin hacerse de rogar. Ahora sólo se lo veía contento cuando estaba en las salas de tratamiento vacías de su padre, dijo una de las mujeres, casi como disculpa. Sus madres le permitían jugar allí. Cuando Vinaszh preguntó qué edad tenía, le dijeron que pronto cumpliría ocho años.

Rechazó el vino que le ofrecieron, aceptando una taza de té de hierbas mientras reflexionaba en lo que acababa de oír. Los nómadas tenían historias y nombres en sus propios dialectos para la clase de persona que podía ser aquel niño. Vinaszh había oído esas historias, incluso de pequeño. Su aya disfrutaba contándoselas. En una ocasión, durante un viaje por el desierto acompañando a su padre, hasta vio a un Soñador: un fugaz atisbo, cuando el faldón de una tienda fue bajado con demasiada lentitud. Un hombre de cuerpo enorme y blando entre un pueblo de delgados. Ni un solo pelo en la cabeza. Profundas cicatrices paralelas en ambas mejillas, recordaba.

La historia de la mujer, por lo tanto, no era una que se sintiera inclinado a rechazar categóricamente, pero aparte de encontrarla interesante, no estaba muy seguro de qué esperaban exactamente de él y por qué le estaban contando todo aquello, así que se lo preguntó. Y así fue como ellas se lo dijeron.

Vinaszh rio con una mezcla de sorpresa y consternación y después se quedó callado, y sus ojos fueron del rostro solemne y preocupado de una madre al de la otra. Hablaban en serio, comprendió. Sí, realmente hablaban en serio. Oyó un ruido y vio al pequeño inmóvil junto a la puerta. No había ido a las salas de tratamiento, después de todo. Uno de esos niños que prefieren escuchar. El mismo Vinaszh había sido así. Shaski vino cuando fue llamado y se detuvo junto a la cortina de cuentas, esperando. Vinaszh le miró en silencio.

Después volvió a mirar a la madre de mayor edad, la que había hablado, y dijo, lo más afablemente que pudo, que su pedido era inconcebible.

—¿Por qué? —preguntó la más joven y bonita—. A veces lleváis grupos de mercaderes a Occidente.

Así era. Vinaszh, un hombre honesto que se enfrentaba a dos mujeres atractivas que le miraban con ansiosa esperanza, tuvo que admitirlo.

Volvió la cabeza hacia el pequeño. Shaski seguía esperando en el umbral. El silencio se había vuelto un poco inquietante. Vinaszh se formuló una pregunta inesperada: ¿y por qué no, a fin de cuentas? ¿Qué había de tan inconcebible en el hecho de proporcionarles una escolta? El que unas esposas desearan seguir a su esposo en un viaje no quebrantaba ninguna ley. Si el hombre reaccionaba enfadándose cuando llegaran, eso sería problema de ellas o de él, no de la escolta. Vinaszh tenía que suponer que el doctor había dejado a sus esposas fondos suficientes para costear un viaje. Y cuando se encontraran en una corte en Kabadh, las cuestiones de dinero se volverían triviales para aquella familia. Que estuvieran en deuda con él podía serle útil. Después de todo, nadie más parecía sentirse en deuda con Vinaszh. El comandante resistió el impulso de fruncir el ceño. Bebió un sorbo de té y cometió el error de volver a mirar al pequeño. El rostro serio, vigilante, esperando su decisión. Shaski hubiese debido estar jugando, fuera o en algún sitio.

En circunstancias normales, pensó Vinaszh, se habría desentendido de aquello. Pero aquel invierno no era normal.

Y la confianza que reflejaban los ojos del pequeño le impedía pensar con claridad. Vinaszh la comparó con su estado mental de los últimos días. Corría el peligro de beberse la reputación que había conseguido labrarse a lo largo de los años. La amargura podía destruir a un hombre. ¿Y a un niño? Bebió otro sorbo de té. Las mujeres le miraban. El pequeño le miraba.

Como comandante de la guarnición, entraba dentro de sus atribuciones asignar escolta a grupos de particulares. Comerciantes, habitualmente, que cruzaban la frontera con sus mercancías en tiempos de paz. La paz no significaba que los caminos fuesen seguros, por supuesto. Normalmente los comerciantes pagaban su escolta militar, pero no siempre. En ocasiones un comandante tenía sus propias razones para enviar soldados a través de la frontera. Eso daba algo que hacer a hombres que se aburrían e inquietaban, ponía a prueba a los nuevos soldados, y proporcionaba una separación a quienes empezaban a acusar las tensiones de permanecer juntos demasiado tiempo. Él había mandado a Nishik con el doctor, ¿verdad?

El comandante de la guarnición de Kerakek no estaba al corriente —no había ninguna razón para que lo estuviera— de los acuerdos propuestos para la esposa más joven y la hija. Si lo hubiera estado, quizá no habría hecho lo que hizo.

Así pues, tomó una decisión. Invirtió en una decisión, de hecho. Rápidamente, ahora de manera apropiada a su rango, hizo una elección que cualquier observador imparcial hubiese considerado una locura a gran escala. Mientras hablaba, las dos mujeres se echaron a llorar. El pequeño no lo hizo. El pequeño se fue. Poco después lo oyeron en las salas de tratamiento de su padre.

—Perun nos ampare. Está recogiendo cosas —dijo la madre más joven, todavía sollozando.

La locura de Vinaszh, hijo de Vinaszh, tuvo como resultado, a finales de esa misma semana, el que dos mujeres, dos niños, un comandante de guarnición (se trataba de eso, después de todo, y a su segundo le iría bien la experiencia de tomar el mando durante un tiempo) y tres soldados escogidos siguieron el polvoriento camino barrido por el viento hacia la frontera de Amoria, rumbo a Sarantium.

Rustem el médico, ignorante como todos los viajeros de lo que ocurre en el lugar del que partieron, aún estaba en Sarnica el día en que su familia se dispuso a seguir sus pasos. Compraba manuscritos, daba conferencias, y no se iría de la ciudad hasta dentro de una semana. De hecho, no les llevaba mucha delantera.

El plan era que los cuatro soldados escoltaran a las mujeres y los niños y observaran discretamente mientras iban hacia el oeste y el norte atravesando Amoria. El médico tendría que vérselas con su familia cuando lo alcanzaran. Cuando llegara el momento, tendría que cargar con la tarea de llevarlos a todos a Kabadh.

Y explicarle su presencia sería problema de las mujeres. Presenciar aquel primer encuentro quizá resultaría divertido, pensó Vinaszh mientras cabalgaban hacia el oeste. Le sorprendía lo mejor que se había sentido desde que tomó la decisión de dejar Kerakek. Las mujeres del doctor, el niño, su petición: Vinaszh decidió que todo había sido una especie de regalo.

Él y sus tres hombres se limitarían a ir al norte con aquel pequeño grupo y luego darían la vuelta, pero el viaje, incluso un viaje invernal, siempre sería preferible a seguir soportando la arena, el viento y el vacío. Un hombre necesitaba hacer algo cuando los días se oscurecían temprano y sus pensamientos imitaban a los días.

Cuando regresaran enviaría un informe escrito a Kabadh, conteniendo todas las observaciones que hubieran hecho. El viaje podía ser consignado, descrito y presentado como algo rutinario. Casi. Ya decidiría si había que mencionar al pequeño. No había ninguna prisa. Para empezar, el hecho de que tales personas existieran no significaba que el niño, Shaski, hijo de Rustem, fuera una de ellas. Vinaszh aún tenía que ser persuadido de ello. Por supuesto que si el niño no era lo que su madre pensaba que era, entonces todos estaban haciendo un absurdo viaje invernal simplemente porque un niño echaba de menos a su padre y tenía malos sueños debido a ello. Mejor no pensar en eso por el momento, decidió Vinaszh.

Lo cual no resultó nada difícil. La rudeza del viaje y el camino despertaron sentimientos dormidos en el comandante. Algunos temían los espacios abiertos y los rigores del viajar. Vinaszh no era de esos. Al partir en un día tan benigno que parecía una bendición de Perun y la Dama para el viaje, Vinaszh se sentía contento.

Shaski estaba muy contento.

Sólo cuando se aproximaran a Sarantium, tiempo después, cambiaría su humor. Shaski, que nunca había sido un niño muy hablador, adquirió la costumbre de canturrear suavemente mientras iban por el camino o para calmar a su hermana pequeña durante la noche. Las canciones cesaron una semana al norte de Sarnica. Y poco después el muchacho se sumió en un pertinaz silencio, poniéndose pálido y con aspecto de no encontrarse bien, aunque sin quejarse en ningún momento. Unos días después llegarían a Deápolis en la orilla sur del famoso estrecho y verían humo negro al otro lado de las aguas, y llamas.

En Kabadh, en su glorioso palacio encima de los jardines que colgaban sobre la ladera como por obra de un milagro extendiéndose hasta el cauce más bajo, con cascadas canalizadas corriendo a través y por detrás de las flores, y árboles creciendo hacia abajo, Shirvan el Grande, Rey de Reyes, Hermano del Sol y las Lunas, se acostó aquel invierno con una esposa u otra o con sus concubinas favoritas, y su sueño fue inquieto y turbado, a pesar de los bebedizos y los polvos que le administraban sus médicos y de los cánticos sacerdotales a los pies y a la cabecera de su cama antes de que se retirara a ella por la noche.

Aquello ya hacía algún tiempo que duraba.

Cada noche, de hecho, desde que regresó del sur, donde había estado a punto de morir. Se murmuraba —aunque nunca en presencia del Gran Rey— que los sueños oscuros antes del alba no eran infrecuentes después de haber sobrevivido a un gran peligro, y que en realidad eran vestigios dejados por el roce de las negras alas de Azal el Enemigo, en lo que casi había sido una visita suya.

Una mañana, sin embargo, Shirvan despertó y se incorporó en su cama, el pecho desnudo y la marca de una herida reciente aún roja encima de su clavícula. Con los ojos fijos en algo invisible, pronunció dos frases. La joven prometida acostada junto a él brincó de la cama y se arrodilló, temblorosa, sobre la suntuosa textura de la alfombra, desnuda como cuando entró en el mundo del conflicto imperecedero entre Perun y Azal.

Los dos hombres honrados con sitios en el dormitorio del rey durante la noche, incluso cuando yacía con una mujer, también se arrodillaron, apartando sus ojos de la hermosa desnudez de la joven arrodillada sobre la alfombra. Habían aprendido a ignorar aquellos espectáculos, y a guardar silencio sobre todo lo que vieran u oyeran. O sobre la mayoría de lo que veían y oían.

Aquella mañana los ojos del Rey de Reyes eran como hierro helado, diría más tarde uno de ellos con admiración: duros y mortíferos como una espada de la sentencia. Su voz era como la del juez que sopesa las vidas de los hombres cuando mueren. Contar aquello fue considerado aceptable.

Las palabras que pronunció Shirvan, y que repetiría cuando sus consejeros convocados a toda prisa se reunieran con él en la sala contigua, fueron:

—Esto no va a ser tolerado. Iremos a la guerra.

Suele ocurrir que una decisión rehuida, con la que hay que luchar y que provoca intensa ansiedad y noches agitadas, parezca obvia en cuanto ha sido tomada. Uno vuelve la mirada atrás para sentir consternación y perplejidad ante el largo titubeo, preguntándose qué ha podido postergar una resolución tan evidente y de tal transparencia.

Así ocurrió con el Rey de Reyes aquella mañana, aunque sus consejeros, no habiendo compartido sus sueños invernales, necesitaron que la cuestión fuese expresada en palabras. Por supuesto que siempre era posible limitarse a decirles lo que debían hacer sin explicaciones, pero Shirvan llevaba mucho tiempo reinando y sabía que la mayoría de los hombres cumple mejor con su deber cuando llega a entender ciertas ideas por sí mismos.

Había dos hechos que obligaban a una guerra, y un tercer elemento que significaba que tendrían que hacerla ellos mismos.

Uno: los sarantinos estaban construyendo navíos. Muchos navíos. Los comerciantes que habían ido a Occidente y los espías (a menudo los mismos hombres) llevaban informando de ello desde principios del otoño. Los astilleros de Sarantium y Deápolis resonaban con el estrépito de martillos y sierras. Shirvan había oído aquel martilleo en la oscuridad de sus noches.

Dos: la reina de los antae estaba en Sarantium. Una herramienta viviente en manos de Valerius, otra clase de martillo. Nadie sabía cómo el emperador lo había conseguido (y bien sabía Perun que Shirvan respetaba al otro monarca tanto como lo odiaba) pero la reina estaba allí.

Esas cosas, en su conjunto, hablaban de una invasión para cualquier hombre que supiera cómo leer tales signos. ¿Quién podía dejar de advertir que las vastas sumas de oro que Valerius había enviado —dos entregas ya— a las arcas de Bassania pretendían mantener en paz la frontera oriental mientras él enviaba su ejército a Occidente?

Shirvan había aceptado el dinero, por supuesto. Había firmado y sellado la Paz Eterna, como la llamaron. El Rey de Reyes tenía sus propios problemas fronterizos, al norte y al oeste, y sus propias dificultades para pagar a un ejército inquieto. ¿Qué monarca no los tenía?

Pero ahora el Rey de Reyes no necesitaba a ningún lector de sueños para que le desvelara el significado de sus noches. Los charlatanes quizá habrían intentado decirle que el estrépito de los martillazos, las imágenes de fuego y la inquietud manaban de la herida de la flecha y el veneno en su cuello. Él sabía que no era así.

El veneno que realmente importaba no había estado en la flecha de aquel hijo, sino que todavía acechaba oculto: el veneno radicaba en la cantidad de poder que acumularía Sarantium si Batiara caía en sus manos. Y podía caer. Durante mucho tiempo Shirvan casi había querido que los sarantinos marcharan sobre Occidente, creyendo que nunca triunfarían. Ya no lo creía.

El hogar perdido del Imperio era fértil y rico: ¿por qué otra razón habían ido allí las tribus de los antae en primer lugar? Si el estratega dorado, el odiado Leontes, conseguía añadir aquella riqueza al tesoro de Valerius, proporcionándole así riqueza y seguridad en Occidente y eliminando la necesidad de seguir manteniendo estacionadas tropas en Sauradia, entonces…

¿Cuánto más acosado se sentiría entonces quien se sentara en el trono en Kabadh?

Shirvan no podía permitir que los acontecimientos siguieran ese curso. Había veneno en todo aquello, veneno letal.

Algunos de los presentes en aquella sala quizá albergaran la tenue esperanza de que una parte del dinero sarantino, si era desviado hacia Moskav, pudiera pagar un verano de agitación en el norte, obligando a Valerius a mantener disponible una parte de su ejército para usarla en aquellas tierras y minando así su invasión.

Una idea sin fundamento, nada más que eso. Los bárbaros vestidos de pieles de Moskav podían aceptar el dinero ofrecido y caer sobre los muros de madera de Mihrbor, dentro de la misma Bassania. Atacaban cuando se aburrían, allí donde les venía en gana hacerlo, apenas olfateaban debilidad. No había sentido del honor ni de la conducta apropiada entre aquellos salvajes del norte, tan a salvo se sentían en la seguridad de su agreste y vasta tierra. Un soborno, un acuerdo no significarían nada para ellos. No, si había que cerrarle el paso a Valerius, entonces tendrían que hacerlo ellos mismos. Shirvan no sentiría remordimientos por ello. Ningún monarca que realmente amara a su país y velara por él permitiría que algo tan trivial como un tratado de Paz Eterna lo atara de manos cuando era preciso actuar.

Una vez había tomado una decisión, Shirvan de Bassania no era la clase de hombre que pierde el tiempo cavilando matices.

Una excusa sería creada, alguna incursión urdida a lo largo de la frontera del norte. Una incursión sarantina desde Asen. Podían matar a algunos sacerdotes de su propia casta, quemar un pequeño templo y decir que habían sido los occidentales, infringiendo así la paz jurada. Era lo que se hacía habitualmente.

Asen, que había sido incendiada y saqueada y había cambiado de dueño media docena de veces, volvería a ser el blanco obvio. Pero había algo más en los pensamientos de Shirvan, algo nuevo esta vez.

—Id más hacia Occidente —les dijo el Rey de Reyes a sus generales, con su voz grave e impasible, mirando primero a Robazes y después a los demás—. Asen no es nada. Una moneda para ser intercambiada. Debéis obligar a Valerius a que envíe un ejército. Y por eso esta vez iréis a la misma Eubulus, para tomarla por el hambre y arrasarla. Y me traeréis la riqueza que hay dentro de esas murallas.

Hubo un silencio. Siempre había silencio cuando el Rey de Reyes hablaba, pero este fue distinto. En todas sus guerras con Valerius y con su tío antes que él y con Apius antes que su tío, Eubulus nunca había sido tomada o siquiera asediada. Tampoco lo había sido Mihrbor, su propia gran ciudad del norte. Las batallas entre Sarantium y Bassania siempre habían girado en torno al oro. Incursiones fronterizas al norte y al sur para el saqueo, el rescate, el dinero para los tesoros de cada bando, el pago para los ejércitos. La conquista y el saqueo de grandes ciudades nunca había sido un tema a tomar en consideración.

Shirvan miró a uno de sus generales y después a otro. Sabía que los estaba obligando a cambiar su manera de pensar, algo que con los soldados siempre encerraba cierto riesgo. Vio que Robazes, como esperaba, era el primero en captar las implicaciones.

—Recordad que si ellos van a Batiara, Leontes estará en el oeste —dijo—. No estará en Eubulus para enfrentarse a vosotros. Y si apartamos suficientes soldados de su ejército invasor porque tienen que ir al norte para haceros frente a vosotros, Leontes fracasará en el oeste. Podría… morir.

Eso último lo dijo muy despacio, dando tiempo para que fuera asimilado. Sus generales tenían que entenderlo.

Leontes estaría en el oeste. Su azote. La deslumbrante imagen del terror en sus sueños, dorada como el sol que adoraban los sarantinos. Los comandantes militares de Bassania se miraron. El miedo y la excitación acababan de hacer acto de presencia en la sala, acompañados por un lento inicio de comprensión.

Junto con ellos llegó también el percatarse de otras cosas. Cómo aquella ruptura de la paz colocaría a los basánidas que ahora se hallaban en tierras occidentales —la mayoría comerciantes, con un puñado de otras categorías— en una situación terriblemente peligrosa. Pero eso siempre ocurría cuando se desataba una guerra, y en cualquier caso no había tantos. Los comerciantes sabían que había riesgos implícitos en el hecho dé ir a Occidente (o a Oriente, a Ispahani). Por eso cobraban tanto por lo que traían consigo al regresar, siendo así como amasaban sus fortunas.

Cuando Shirvan los despidió con un ademán y los presentes se inclinaron ante él para irse, otro hombre se atrevió a hablar: el visir Mazendar, quien siempre tenía licencia para hacerlo en presencia del rey. Orondo y no muy alto, con la voz tan aguda y seca como grave y profunda era la del rey, hizo dos pequeñas sugerencias.

La primera tenía que ver con la oportunidad.

—Gran Rey, ¿proponéis que ataquemos antes de que zarpen hacia el oeste?

Shirvan entornó los ojos.

—Es una posibilidad —dijo pausadamente. Y esperó.

—Cierto, mi gran señor —murmuró Mazendar—. Entreveo un destello de vuestros magníficos pensamientos. Podemos hacer eso, o esperar hasta que se hayan hecho a la mar con rumbo al oeste y luego cruzar la frontera para marchar sobre Eubulus. Leontes será perseguido por navíos veloces que portaron noticias impregnadas de pánico. Tal vez se le ordene enviar a casa a una parte de su flota. El resto se sentirá expuesto y desanimado. O puede seguir su camino, siempre temiendo lo que nosotros hagamos a sus espaldas. Y Sarantium se sentirá totalmente expuesta. ¿Prefiere el Rey de Reyes eso, o el otro planteamiento? Sus consejeros aguardan la luz de su sabiduría.

Mazendar era el único de ellos al que valía la pena escuchar. Robazes podía luchar y mandar un ejército, pero Mazendar tenía cabeza.

—Tardaremos algún tiempo en reunir nuestro ejército al norte —dijo Shirvan solemnemente—. Seguiremos el curso de los acontecimientos en Occidente y decidiremos en consecuencia.

—¿Cómo de grande será el ejército, mi señor?

Robazes, que había hecho la pregunta del soldado, parpadeó con asombro cuando Shirvan le dio una cifra. Nunca habían enviado tantos hombres antes.

Shirvan mantuvo su expresión adusta y sombría. Los demás debían ver el semblante del Rey de Reyes, recordarlo y contar cuál había sido. Valerius de Sarantium no era el único monarca que podía enviar grandes ejércitos en el mundo. El rey miró a Mazendar. El visir había hablado de dos sugerencias.

La segunda concernía a la reina de los antae, en Sarantium.

Mientras escuchaba, el rey asintió lentamente con la cabeza. Le complació convenir graciosamente en que la propuesta tenía sus virtudes. Dio su consentimiento.

Los hombres salieron de aquella sala. Los acontecimientos empezaron a sucederse rápidamente. Las primeras hogueras de señales fueron encendidas al anochecer de aquel mismo día, enviando mensajes de llamas de la cima de una colina a una fortaleza y la cima de la colina que se alzaba detrás de ella, en todas las direcciones necesarias.

El Rey de Reyes pasó una gran parte del día con Mazendar y Robazes, los generales de menor rango y sus custodios del tesoro, y la tarde en oración ante el ascua del Fuego Sagrado del palacio. A la hora de cenar se sintió mal, febril. No le habló de ello a nadie, por supuesto, pero mientras se recostaba en un diván para cenar se acordó de pronto —tardíamente— del médico inesperadamente competente que vendría a Kabadh en el verano. Mientras tanto había ordenado que fuera enviado a Sarantium, hasta después de su necesario ascenso de casta. Aquel médico era un hombre bastante observador, y el rey había buscado una manera de utilizarlo. Los reyes necesitaban hacerlo. Los hombres útiles tenían que ser utilizados.

Shirvan bebió un sorbo de un cuenco de té verde y después meneó la cabeza. El movimiento hizo que se sintiera mareado, así que lo interrumpió. Aquel doctor ya habría partido hacia el oeste, hacia el mismo Sarantium. Un lugar infortunado para estar allí en esos momentos.

No podía ser evitado. La salud y el bienestar de un monarca tenían que pasar a un segundo plano ante las necesidades de su pueblo. La realeza traía consigo ciertas cargas, y el Rey de Reyes las conocía todas. En ciertas circunstancias las preocupaciones personales tenían que dar preferencia a otras cuestiones. Aparte de lo cual, tenía que haber más de un médico efectivo en Bassania. Decidió hacer que Mazendar iniciara una búsqueda como era debido, algo que a decir verdad nunca había hecho.

Pero la salud se iba volviendo menos segura a medida que uno envejecía. Azal volaba con sus negras alas. Perun y la Dama esperaban a todos los hombres para juzgarlos. Aun así, no había que correr a su encuentro antes de tiempo.

Y entonces, cuando acabó de cenar y se retiró a sus aposentos, se le ocurrió una idea. Todavía le dolía la cabeza. No obstante, mandó llamar a Mazendar. El visir compareció casi inmediatamente. A veces Shirvan tenía la impresión de que aquel hombre se pasaba la vida esperando al otro lado de una puerta, tal era la rapidez con que aparecía siempre.

El rey le recordó a su visir la sugerencia sobre la reina de los antae hecha por Mazendar aquella mañana. Después le recordó lo de aquel médico del sur que estaba en Sarantium. Había olvidado su nombre. Daba igual, pues Mazendar sabría cómo se llamaba. El visir, que era con mucho el más sagaz de cuantos rodeaban al rey, sonrió lentamente y se acarició la barbita.

—En verdad que el rey es hermano de los señores de la creación —dijo—. Los ojos del rey son como los del águila y sus pensamientos son profundos como el mar. Actuaré inmediatamente al respecto.

Shirvan asintió, después se frotó la frente y finalmente mandó llamar a sus médicos. No confiaba demasiado en ninguno de ellos, habiendo hecho matar en Kerakek a los tres que consideraba mejores en castigo a sus fallos, pero seguramente los que había en la corte conocerían su oficio lo suficiente para preparar alguna clase de brebaje que le aliviase aquel dolor en su cabeza y le ayudara a dormir.

Lo prepararon. Aquella noche el Rey de Reyes no soñó, por primera vez en mucho tiempo.