6
Misma hora de la noche, mismo viento, cuatro hombres andando por otra parte de la ciudad, bajo la luna creciente.
Sarantium nunca era segura después del anochecer, pero un grupo de cuatro podía sentirse razonablemente a salvo. Dos de ellos llevaban gruesos bastones. Andaban apretando el paso en el frío. La calle hacía cuesta abajo para volver a subir después. Los entorpecía el vino consumido y el pie deforme con que tenía que cargar uno de ellos. El más viejo de ellos, bajito y orondo, iba envuelto hasta la barbilla en una gruesa capa pero soltaba un juramento cada vez que una ráfaga de viento removía desperdicios a lo largo de la oscura calle.
Había mujeres refugiadas en los portales, ya que debido a su profesión iban excesivamente ligeras de ropa. Algunas de ellas se calentaban cerca de los hornos de los panaderos junto con los mendigos sin casa.
Uno de los jóvenes del grupo mostró cierta inclinación a aflojar el paso en aquella parte de la calle, pero el hombre de la capa masculló una blasfemia y siguieron andando. Una mujer —una muchacha, en realidad— los siguió un trecho y luego se detuvo, quedándose sola en la calle antes de retroceder hacia el calor. Mientras lo hacía, vio cómo una gran litera transportada por ocho porteadores —no los cuatro o seis habituales— doblaba una esquina y avanzaba calle abajo, siguiendo a los cuatro hombres. Ya tenía suficiente experiencia para saber que no debía llamar a aquel aristócrata. Si alguien de su clase quería una mujer, hacía su propia elección. Si llamaban a una joven para que acudiese a una litera con las cortinas corridas, eso podía encerrar ciertos peligros.
Allí al igual que en otros lugares, los ricos tenían sus propias reglas.
Ninguno de los cuatro hombres iba sobrio. Una vez terminado el banquete nupcial habían bebido más vino y acababan de salir de una ruidosa taberna en la que el más viejo de ellos había pagado varias rondas.
Tendrían que andar un buen trecho, pero a Kyros no le importaba. Strumosus se había mostrado asombrosamente bienhumorado en la taberna, discurseando volublemente sobre la anguila y el venado, y lo apropiado de la salsa y el plato principal tal como había sido registrado por Aspalius hacía cuatrocientos años. Kyros y los demás sabían que su amo estaba muy satisfecho de la jornada vívida.
O lo había estado hasta que salieron de la taberna y se dieron cuenta del frío que hacía a esas horas, todavía con un largo trayecto por delante por las ventosas calles hasta llegar a la sede de los Azules.
Kyros, que además era razonablemente inmune al frío, estaba demasiado emocionado para que eso le importara: la combinación de un banquete coronado por el éxito, demasiado vino, intensas imágenes de su anfitriona —su aroma, sonrisa, palabras sobre el trabajo que Kyros había llevado a cabo en la cocina—, y después la jovial afabilidad de Strumosus en la taberna. Aquel había sido un día magnífico, decidió. Deseó ser un poeta para poder expresar en palabras aquellos vertiginosos sentimientos.
Hubo un estrépito delante de ellos. Media docena de jóvenes salieron tumultuosamente de la puerta de una taberna. Estaba demasiado oscuro para que pudieran verles con claridad: si eran Verdes aquello podía ser peligroso, con la temporada a punto de empezar y la creciente expectación. Si tenían que correr, Kyros sabía que él sería el problema. Los cuatro hombres cerraron filas.
Innecesariamente, como quedó claro en unos instantes. El grupo salido de la taberna se alejó colina abajo en un serpenteante progreso hacia el muelle, intentando entonar una canción de marcha. No eran Verdes, sino soldados de permiso en la ciudad. Kyros aspiró una bocanada de aire y suspiró de alivio. Miró por encima del hombro, y debido a eso fue quien vio la litera que los seguía en la oscuridad.
No dijo nada y siguió andando con los demás. Rio cuando Rasic, levantando la voz, se burló de los soldados borrachos, uno de los cuales se había parado a vomitar en la puerta de una tienda. Kyros volvió a mirar atrás mientras doblaban una esquina, pasando delante de una tienda de sandalias y un puesto de yogur. La litera dobló la esquina, siguiéndolos sin perderlos de vista. Era muy grande. Ocho hombres cargaban con ella. Sus cortinas estaban echadas.
Kyros sintió inquietud. Ver literas durante la noche no tenía nada de raro —las personas acomodadas solían usarlas cuando hacía frío—, pero aquella se estaba moviendo a una velocidad similar a la suya e iba exactamente allí donde iban ellos. Cuando los siguió en diagonal a través de una plaza, alrededor de la fuente central y luego por una empinada calle, Kyros se aclaró la garganta y le tocó el brazo a Strumosus.
—Me parece que… —comenzó, y el maestro de cocina le miró. Kyros tragó saliva—. Creo que nos están siguiendo.
Los otros tres se detuvieron y miraron atrás. La litera se detuvo al punto. La calle estaba desierta. Puertas cerradas, tiendas cerradas, cuatro hombres formando un grupo inmóvil, la litera de un patricio con las cortinas echadas, silencio, nada más.
La luna blanca pendía sobre la cúpula de cobre de una pequeña capilla. El sonido de una súbita y ronca carcajada llegó hasta ellos desde la lejanía. Otra posada, clientes que salían de ella.
En el silencio, los tres jóvenes oyeron cómo Strumosus de Amoria exhalaba un prolongado suspiro y luego maldecía, en voz baja pero con vehemencia.
—Quedaos donde estáis —les dijo. Y fue hacia la litera.
—Joder —murmuró Rasic, a falta de algo mejor que decir.
Kyros también lo estaba percibiendo: una sensación de amenaza, un vago temor.
Guardaron silencio, viendo cómo el pequeño maestro de cocina iba hacia la litera. Ninguno de los porteadores se movió o habló.
Strumosus se detuvo junto a las cortinas de un lado. Parecía estar hablando, pero no pudieron oírle, ni tampoco ninguna réplica desde el interior. Entonces Kyros vio que la cortina era levantada. No tenía idea de quién había dentro, hombre o mujer, o más de una persona, pues la litera era suficientemente grande para ello. Sabía que ahora estaba asustado.
—Joder —volvió a decir Rasic, mirando.
—Joder —le hizo eco Mergius.
—Callaros —dijo Kyros, reaccionando de una manera impropia de él—. Los dos.
Strumosus pareció volver a hablar y luego escuchó. Después cruzó los brazos y dijo algo más. Pasado un momento la cortina cayó, y la litera dio la vuelta y rehízo el camino hacia la plaza. Strumosus la siguió con la mirada hasta que desapareció detrás de la fuente. Después volvió con los tres jóvenes. Kyros pudo ver que estaba bastante alterado, pero no se atrevió a hacerle ninguna pregunta.
—En el nombre del dios, ¿a qué ha venido eso? —preguntó Rasic, no sintiendo los mismos escrúpulos.
Strumosus lo ignoró, como si el joven ni siquiera hubiese hablado. Echó a andar y los tres lo siguieron. Nadie dijo nada más, ni siquiera Rasic. Llegaron a la sede sin más incidentes, fueron reconocidos a la luz de las antorchas y se les franqueó la entrada.
—Buenas noches —les dijo Strumosus a los tres en las puertas del dormitorio, y se alejó sin esperar respuesta.
Rasic y Mergius subieron los escalones y entraron, pero Kyros se quedó en el porche. Vio que el maestro de cocina no iba a sus habitaciones privadas, sino que cruzaba el patio en dirección a las cocinas. Un instante después vio cómo varias lámparas eran encendidas. Quería ir allí, pero no lo hizo. Hubiese sido demasiado atrevimiento por su parte. Pasados unos instantes, aspiró una última bocanada del frío aire nocturno y entró siguiendo a los demás. Se fue a la cama pero tardó en conciliar el sueño. Un día y una noche muy buenos habían sido, oscuramente, convertidos en otra cosa.
En la cocina, Strumosus de Amoria fue de un lado a otro con rápida precisión para avivar el fuego, encender las lámparas y servirse una copa de vino. Lo rebajó juiciosamente con agua y después cogió un cuchillo, lo afiló y trinchó verduras. Cascó dos huevos, añadió las verduras, sal marina y un generoso pellizco de cara pimienta oriental. Batió la mezcla en un pequeño cuenco mellado que tenía desde hacía años y sólo usaba para él. Calentó una sartén en una rejilla encima del fuego, vertió un poco de aceite de oliva en ella y se preparó unos huevos al plato. Después dejó la sartén encima de una superficie de piedra y de un estante seleccionó una bandeja adornada con un motivo azul y blanco. Transfirió su rápida creación a la bandeja, decoró la superficie con pétalos de flor y hojas de menta y dedicó unos momentos a evaluar el efecto. «Un cocinero que es descuidado a la hora de alimentarse a sí mismo —gustaba de repetir a sus ayudantes—, acabará siendo descuidado cuando tenga que alimentar a los demás».
No tenía hambre, pero estaba muy alterado y había tenido necesidad de cocinar y una vez un plato había sido debidamente preparado, el no disfrutarlo se parecía bastante a un crimen en su interpretación del mundo creado por Jad. Se sentó en un escabel en el centro de la habitación y comió, bebiendo vino y volviendo a llenarse la copa, contemplando cómo la luz de la luna blanca caía sobre el patio fuera. Había pensado que Kyros tal vez fuese allí y no le habría molestado del todo tener compañía, pero el muchacho aún no tenía la confianza con que acompañar a su aguda percepción.
Strumosus se dio cuenta de que su copa de vino volvía a estar vacía. Titubeó y volvió a llenarla, añadiéndole menos agua que antes. Beber tanto era impropio de él, pero no solía tener encuentros como el que acababa de tener en la calle.
Le habían ofrecido un trabajo y lo había rechazado. Dos propuestas de esa naturaleza en ese día, de hecho. Primero de la joven bailarina, y después en la oscuridad hacía unos momentos. En sí mismas, las propuestas no representaban ningún problema. Ocurría con frecuencia. Las personas oían hablar de él y deseaban sus servicios, y algunas disponían del dinero necesario para pagarle. Pero Strumosus estaba contento allí con los Azules. No era una cocina aristocrática pero sí importante, y tenía ocasión de jugar un papel en el proceso de alterar las percepciones acerca de lo que era su propio arte y pasión. Decían que los Verdes andaban buscando un jefe de cocineros. Strumosus se había sentido divertido y complacido.
Pero la persona que le había hecho la oferta desde el interior de aquella suntuosa litera era distinta. Alguien a quien conocía muy bien, y los recuerdos —incluidos los de sus propios silencios de complicidad y deferencia sobre ciertas cuestiones en tiempos pasados— habían acudido a él. «El pasado no nos abandona hasta que morimos —había escrito Protonias hacía mucho tiempo—, y entonces nos convertimos en los recuerdos de otras personas, hasta que estas mueren. Para la mayoría de los hombres es cuanto perdura después de ellos. Los dioses han hecho que así sea».
Los antiguos dioses ya casi habían desaparecido, pensó Strumosus mientras contemplaba su copa de vino. ¿Y cuántas almas vivientes se acordaban de Protonias de Trakesia? ¿Cómo se las ingeniaba un hombre para dejar un nombre?
Suspiró y paseó la mirada por su familiar cocina, cada rincón cuidadosamente meditado y asignado, una imposición de orden en el mundo. Va a ocurrir algo, pensó el pequeño maestro de cocina. Había creído saber qué era, y no se había mostrado nada tímido a la hora de exponer sus opiniones al respecto. Una guerra en Occidente: ¿qué hombre con dos dedos de frente podía pasar por alto los indicios?
Pero a veces el pensamiento y la observación no eran las claves. A veces las puertas eran abiertas por algo escondido en la sangre, el alma o el sueño.
Strumosus ya no estaba tan seguro de qué se estaba aproximando. Pero sabía que si Lysippus el calisiano volvía a estar en Sarantium, y desplazándose entre las sombras en su litera, la sangre y el sueño formarían parte de ello.
«Los recuerdos de otras personas, hasta que estas mueren».
No temía por sí mismo, pero se preguntó si no hubiese debido hacerlo.
Era hora de irse a la cama. Strumosus no quería irse a la cama. Acabó dormitando sentado en su taburete, inclinado hacia adelante con la copa y el plato apartados a un lado, la cabeza apoyada en sus brazos mientras las velas se consumían lentamente y la oscuridad volvía a cerrarse a su alrededor.
En el corazón de esa misma noche, el viento tan cortante que parecía como si el dios estuviera privando al mundo de la primavera, un hombre y una mujer bebían vino especiado junto a un fuego en su noche de bodas.
La mujer estaba sentada en una banqueta acolchada, y el hombre en el suelo junto a sus pies con la cabeza apoyada en su muslo. Miraban las llamas en un silencio característico de ella pero inusual en él. Había sido un día muy largo. Una de las manos de la mujer estaba suavemente posada en el hombro de él. Ambos estaban recordando otras llamas, otras habitaciones; una ligera incomodidad habitaba el lugar, un ser conscientes de la otra estancia —y la cama— que había más allá de una puerta.
—No habías llevado ese perfume antes, ¿verdad? —preguntó finalmente él—. No sueles llevar ningún perfume. ¿Verdad que no?
Ella sacudió la cabeza y después, comprendiendo que él no podía verla, murmuró:
—No. —Y tras una vacilación—: Es de Shirin. Insistió en que lo usara esta noche.
Él alzó la mirada hacia ella, los ojos muy abiertos.
—¿De ella? Entonces… ¿es el perfume de la emperatriz?
Kasia asintió.
—Shirin dijo que esta noche debía sentirme como si perteneciera a la realeza. —Logró sonreír—. No creo que haya ningún peligro. A menos que hayas invitado a alguien.
Sus invitados los habían dejado hacía un rato en la puerta principal, marchándose entre bromas subidas de tono y el entrecortado coro soldadesco de una soez canción.
Carullus, recién nombrado chiliarch del Segundo Calisiano de caballería, soltó una breve risita.
—Soy incapaz de imaginarme deseando tener a ninguna otra persona conmigo —dijo suavemente—. Y aquí no necesitas el perfume de Alixiana para ser una reina.
Kasia hizo una mueca sarcástica, una expresión de su pasado, en casa. Poco a poco parecía estar recuperando aquellos aspectos de sí misma.
—Eres un adulador, soldado. ¿Te daba resultado con las chicas en las tabernas?
Ella había sido una chica de taberna.
Él sacudió la cabeza, todavía muy serio.
—Nunca lo dije. Nunca había tenido una esposa.
La expresión de ella cambió, pero él volvía a mirar el fuego y no pudo verlo. Ella bajó la mirada hacia él. Hacia aquel soldado, su esposo, un hombre corpulento de negro cabello, hombros anchos, manos gruesas y pecho robusto. Y de pronto comprendió, asombrándose, que él le tenía miedo, que temía hacerle daño o causarle angustia.
Algo se retorció extrañamente dentro de Kasia en ese momento mientras la luz del fuego bailaba. Una vez había habido un estanque, lejos, en el norte. Ella iba allí para estar sola. Eritmitsu: la lista. Demasiado aguda, desdeñosa. Antes de la plaga y, después de ella, un camino otoñal con su madre de pie entre las hojas caídas viendo cómo se la llevaban, unida por una cuerda a las otras muchachas.
Los dioses del norte, aquellos espacios abiertos azotados por el viento, o Jad, o el zubir del sur dé Aldwood; alguien o algo la había conducido hasta aquella habitación. Parecía haber cobijo allí. Un fuego, paredes. Un hombre sentado en el suelo a sus pies. Un lugar resguardado del viento, por una vez.
Era un regalo. El nudo invisible que le oprimía el corazón se tensó un poco más mientras miraba hacia abajo. Un regalo. Su mano, a su vez, se tensó sobre el hombro de él y subió para rozarle el cabello.
—Ahora sí —dijo—. Ahora tienes una esposa. ¿No la llevarás a la cama?
—¡Oh, Jad! —dijo él, dejando escapar el aliento en una brusca exhalación, como si llevara mucho tiempo conteniéndolo.
Ella llegó a reír. Otro regalo.
Mardoch del Primero Amoriano de infantería, trasladado al norte junto con su compañía desde las tierras que colindaban con Deápolis —ninguno de los oficiales decía claramente por qué, aunque todos tenían sus teorías— estaba medio convencido de que había sido envenenado por algo que comió en una de las cauponae que habían visitado aquella noche. Qué mala suerte. Su primer permiso en la ciudad, después de seis meses en el ejército del emperador, y estaba más enfermo que un perro basánida, y con los veteranos riéndose de él.
Algunos de los demás esperaron las primeras dos veces en que se vio obligado a hacer un alto y vomitar en la entrada de una tienda, pero cuando su estómago volvió a agitarse y Mardoch fue recobrándose lentamente hasta asumir una precaria posición erguida, limpiándose la barbilla húmeda y temblando junto a una pared entre aquel viento que le congelaba el trasero, descubrió que esta vez los muy bastardos se habían ido sin él. Oyó voces que cantaban en la lejanía y se apartó de la pared para seguirlas.
Aparte del extremado desorden de sus órganos internos, Mardoch distaba mucho de estar sobrio. No tardó en perder el rastro de los cánticos. Decidió encaminarse hacia el agua —en cualquier caso habían ido en esa dirección— y encontrar otra caupona, o su posada o una muchacha. La luna blanca tenía que estar al este, lo cual le proporcionaba una guía. Ya no se sentía tan mal, lo cual era una bendición del luminoso Heladikos, siempre amigo del soldado.
Pero hacía mucho frío, y el camino cuesta abajo parecía más largo y los callejones más tortuosos que cuando la noche aún no estaba tan avanzada. Le resultaba extrañamente difícil ir en la dirección apropiada. Seguía viendo aquellas llamas fantasmales apareciendo y desapareciendo. Se suponía que no debías hablar de ellas, pero eran muy inquietantes. Le ponían piel de gallina. Maldiciendo en voz baja, Mardoch siguió andando.
Cuando una litera que no había visto u oído se detuvo junto a él y una modulada voz aristocrática preguntó desde dentro si un ciudadano podía serle de alguna ayuda a un valiente soldado del Imperio, Mardoch accedió encantado.
Consiguió saludar y después subió a la litera mientras uno de los robustos porteadores apartaba la cortina para él. Mardoch se instaló encima de mullidos almohadones, súbitamente consciente de lo mal que olía. El ocupante de la litera era todavía más grande que el porteador. Era enorme. La cortina volvió a caer dejándolo todo a oscuras, y había un olor dulzón, algún perfume que amenazó con revolverle nuevamente el estómago a Mardoch.
—Supongo que vas hacia el muelle, ¿no? —preguntó el patricio.
—Sí —resopló Mardoch—. ¿Dónde si no va a encontrar un soldado a una ramera que pueda permitirse pagar? Y que su señoría me disculpe.
—Más vale que tengas cuidado con las mujeres de allí —dijo el hombre. Tenía una voz peculiar, estridente y muy precisa.
—Todo el mundo dice eso. —Mardoch se encogió de hombros. Se estaba caliente allí, y los almohadones eran asombrosamente mullidos. Casi habría podido dormirse. La oscuridad dificultaba percibir los detalles del rostro del hombre, y lo que se captaba era su mole.
—Todo el mundo es sabio. ¿Quieres vino?
Dos días después, cuando se pasara revista a los Primeros Amorianos en Deápolis, Mardoch de Sarnica figuraría entre los tres ausentes y sería rutinariamente considerado un desertor. Ocurría cuando los jóvenes soldados campesinos llegaban a la ciudad y se veían expuestos a sus tentaciones. Todos eran advertidos antes de salir de permiso, por supuesto. Los hombres capturados podían ser cegados o mutilados por deserción, dependiendo de sus oficiales. Por una primera falta y un regreso voluntario, sólo eran azotados. Pero con los rumores de guerra y el frenesí constructor en los astilleros de Deápolis y del otro lado del estrecho, más allá de las pequeñas islas boscosas, los soldados sabían que quienes no volvían por su cuenta podían esperar algo mucho peor si eran encontrados. En tiempos de guerra los desertores eran ejecutados.
Uno o dos días después algunos rumores se volverían más específicos. El ejército de Oriente iba a perder la mitad de su paga, se decía. Entonces alguien oyó que iban a perderla toda. Algo relacionado con tierras de cultivo adjudicadas como compensación. ¿Tierras de cultivo junto al desierto? Nadie lo encontró gracioso. Se decía que aquellos planes eran para los que se habían quedado en Oriente. Los demás irían a la guerra, en aquellos barcos que estaban siendo construidos demasiado deprisa para la tranquilidad de un soldado de infantería. Por eso les habían ordenado ir a Deápolis. Para viajar por mar hasta aquellas remotas tierras orientales, lejos de casa, hasta Batiara, a enfrentarse con los antae o los inicii; aquellas tribus de salvajes sin dios que comían la carne asada de sus enemigos y bebían su sangre caliente, o que les rajaban el estómago a los soldados con un cuchillo para violarlos por esos agujeros antes de castrarlos, despellejarlos y colgarlos de los robles por sus cabellos.
Dos de los tres soldados desaparecidos volverían a la compañía aquel segundo día, pálidos y temerosos, todavía no recuperados de los lamentables efectos de sus borracheras. Recibirían sus latigazos, y después serían rutinariamente atendidos por el médico de la compañía con vino en las heridas y en sus gaznates. Mardoch de Sarnica no volvió y, de hecho, nunca fue encontrado. Un bastardo con suerte, pensarían algunos de sus compañeros mientras contemplaban nerviosamente las embarcaciones en construcción.
—¿Quieres vino? —oyó Mardoch que le preguntaba la voz suave en la calurosa penumbra de la litera cerrada. El movimiento de los porteadores era acompasado.
Qué tontería preguntarle eso a un soldado. Por supuesto que quería vino. La copa pesaba, y había joyas incrustadas en ella. El hombre le contempló mientras Mardoch vaciaba la copa. Cuando la tendió pidiendo más, el enorme patricio meneó la cabeza.
—Me parece que ya es suficiente —dijo.
Mardoch parpadeó. Tenía la confusa sensación de que había una mano en su muslo, y no era suya.
—Jódete —creyó decir.
Rustem era médico, y había pasado demasiado tiempo en Ispahani para sorprenderse o escandalizarse ante los anillos de hierro clavados en los postes de la cama o los más delicados artilugios que descubrió en la habitación que le mostraron en la elegante casa para invitados del senador cerca de la Triple Muralla.
Aquella estancia, concluyó, era un dormitorio en el que Plautus Bonosus evidentemente solía divertirse lejos de las comodidades —y restricciones— familiares.
Eso no tenía nada de raro: los aristócratas de todo el mundo hacían variantes de la misma cosa si sus circunstancias les permitirían disfrutar de cierta intimidad. En una aldea todos sabían lo que estaban haciendo los demás, desde la fortaleza para abajo.
Rustem guardó la serie de delgados anillos de oro —diseñados, había comprendido con cierto retraso, para aferrar órganos sexuales masculinos de distintos tamaños— en su bolsa de cuero. La cerró tirando de los cordones y volvió a dejar la bolsa junto a los pañuelos de seda, delgados cordeles y varios oscuros objetos más dentro del arcón forrado de estaño del que los había sacado. El arcón no estaba cerrado y, en su calidad de huésped del senador, ahora la habitación le pertenecía. Sin sentirse culpable por ello, Rustem echó un vistazo mientras ordenaba sus pertenencias. Era un espía para el Rey de Reyes, así que necesitaba adquirir las habilidades de un espía. Los escrúpulos tendrían que ser erradicados. Se preguntó si al Gran Shirvan y sus consejeros les interesaría enterarse de las inclinaciones nocturnas del maestro del Senado sarantino.
Cerró el arcón y echó un vistazo al fuego. Podía avivarlo él mismo, por supuesto, pero tomó una decisión distinta. Los objetos que acababa de observar y sostener le habían provocado extrañas emociones y una súbita consciencia de lo lejos que se encontraba de sus esposas. A pesar de la fatiga causada por un día largo y turbulento —con una muerte en su inicio—, Rustem observó con ojos de experto los signos de excitación que sentía.
Abrió la puerta y pidió que viniera alguien a avivar el fuego. La casa no era muy grande. Rustem oyó una réplica inmediata procedente del piso de abajo. Con satisfacción, instantes después vio entrar en la habitación a la joven sirvienta —Elita, se había llamado a sí misma antes—, con los ojos deferentemente bajos. Rustem había pensado que quizá vería entrar al oficioso mayordomo, pero aquel hombre se encontraba por encima de tales deberes y probablemente ya estaría dormido. Era bastante tarde.
Sentándose en el asiento de la ventana, contempló cómo la mujer se ocupaba de las llamas y barría las cenizas. Cuando hubo terminado y se incorporó, Rustem le habló suavemente:
—De noche suelo tener frío, muchacha. Preferiría que te quedaras.
Ella se sonrojó, pero no protestó. Rustem sabía que no lo haría, no en aquella casa. Y él era un invitado de honor.
La joven demostró ser suave, agradablemente cálida y obediente, ya que no realmente experta. En cierta manera, Rustem lo prefirió así. Si hubiera querido experiencias carnales extremas hubiese preguntado por una prostituta cara. Aquello era Sarantium, donde podías conseguir cualquier cosa. Rustem trató a la muchacha con amabilidad, permitiéndole quedarse en la cama con él después. La suya a buen seguro no sería más que un jergón en una fría habitación del piso de abajo, y podían oír el viento fuera.
Mientras sentía que su mente empezaba a derivar hacia el sueño, se le ocurrió que los sirvientes podían haber recibido instrucciones de no perder de vista a aquel visitante basánida, lo cual explicaría la aquiescencia de la muchacha. Había algo divertido en eso, pero también inquietante. Rustem estaba demasiado cansado para pensar en ello. Se durmió. Soñó con su hijo, el que estaba perdiendo conforme el Rey de Reyes lo elevaba a la gloria y la casta sacerdotal.
La joven, Elita, seguía con él cuando toda la casa fue despertada por gritos y un golpear apremiante a la puerta en plena noche.
Yendo en una litera desde el Recinto Imperial hasta su casa en la ciudad, con una escolta inesperada cabalgando junto a ella, Gisel decidió, mucho antes de que llegaran, lo que haría.
Pensó que quizá todavía no fuese demasiado tarde para que eso le devolviera una parte del orgullo perdido: la elección sería suya, la decisión habría sido tomada por ella. Eso no significaba que aquello tuviese que salir bien. Con tantos planes y proyectos en curso —allí y en casa—, las probabilidades estaban abrumadoramente en su contra. Siempre lo habían estado, desde el momento en que murió su padre y los antae la coronaron de mala gana como su única descendiente viva. Pero al menos podía pensar y actuar, en vez de inclinarse como un botecillo atrapado en la gran ola de los acontecimientos.
Había sabido, por ejemplo, con toda exactitud lo que estaba haciendo cuando envió a un artesano furioso y amargado a que atravesara medio mundo con una propuesta de matrimonio dirigida al emperador de Sarantium. Recordaba haber estado de pie delante de aquel hombre, Caius Crispus en su palacio, permitiendo que la mirase y exigiéndole que mirara hasta que se hubo hartado de ella.
«Puedes decirle al emperador que has visto a la reina de los antae muy de cerca…»
Acordarse de eso la hizo ruborizar. Después de lo que había presenciado en el palacio aquella noche, la medida de su inocencia estaba clara. Ya iba siendo hora de que perdiera una parte de aquella inocencia. Pero con la despreciable hebra del miedo todavía hundida en ella, ni siquiera podía decir qué plan podía derivarse de la decisión de aquella noche. Sólo sabía que iba a hacerlo.
Subió unos centímetros la cortina y pudo ver que el caballo seguía andando junto a su litera. Reconoció la puerta de una capilla. Estaban llegando a su casa. Gisel inspiró profundamente e intentó encontrar gracioso su miedo, aquella primitiva ansiedad.
Simplemente era cuestión, se dijo, de poner en marcha algo nuevo, algo que procedía de ella, y ver qué ondulaciones podía crear. En aquella apresurada confusión de acontecimientos, uno se valía de cualquier cosa que le viniera a la mano o a la mente, y Gisel había decidido tratar su propio cuerpo como si fuera una pieza en la partida.
Las reinas no podían permitirse el lujo de pensar en sí mismas de otra manera. En una elegante habitación de un palacio, aquella noche el emperador de Sarantium la había apartado bruscamente de cualquier ilusión que aún conservase sobre consulta, negociación, diplomacia, cualquier cosa que pudiera mantener alejada a Batiara de la férrea verdad de la guerra.
Ver al emperador en aquella exquisita y pequeña estancia con su emperatriz, y verla a ella, también había disipado otras ilusiones. En aquella habitación asombrosa, con sus tejidos, colgaduras murales y candelabros de plata, entre caoba y madera de sándalo, incienso y cuero de Soriya, con un disco solar de oro en la pared encima de cada puerta y un árbol de oro en el que había posada una veintena de pájaros enjoyados, Gisel se había sentido como si las almas presentes en la habitación estuvieran en el mismísimo centro del mundo. Allí estaba el corazón de las cosas. Súbitas y violentas imágenes del futuro habían parecido danzar y girar en el aire iluminado por el fuego, desfilando con vertiginosa velocidad por las paredes mientras la estancia permanecía, de alguna manera, tan inmóvil como aquellos pájaros posados en las ramas doradas del árbol del emperador.
Valerius iba a ir a la guerra en Batiara.
Gisel por fin había entendido que ya hacía mucho tiempo que el emperador había tomado la decisión. Valerius era un hombre que tomaba sus propias decisiones, y posaba su mirada tanto en las generaciones aún no nacidas como en aquellas a las que gobernaba en el presente. Ahora lo había conocido, y podía verlo.
Ella misma, su presencia allí, podía serle de ayuda o no. Una herramienta táctica. Carente de importancia, al menos en el gran esquema general. Las opiniones de los demás tampoco tenían ninguna importancia: ni las del estratega ni las del canciller, ni siquiera las de Alixiana.
El emperador de Sarantium, contemplativo, cortés y muy seguro de sí mismo, tenía una visión: de Rhodias reconquistada, del Imperio fragmentado rehecho. Las visiones a aquella escala podían ser peligrosas, porque a veces una ambición tal lo animaba todo. Quiere dejar un nombre, había pensado Gisel mientras se arrodillaba ante él para ocultar su rostro y volvía a incorporarse. Quiere ser recordado por esto.
Los hombres eran así, incluso los más sabios —su padre no había sido una excepción—: el miedo a morir y ser olvidados, a quedar perdidos para la memoria del mundo mientras este seguía adelante sin ellos. Gisel buscó dentro de sí y no encontró aquella ardiente necesidad. No quería ser odiada o escarnecida cuando Jad la llamara a su presencia detrás del sol, pero no sentía ningún apasionado deseo de que su nombre fuera loado durante siglos o de que su cara y su cuerpo fueran preservados para siempre en mosaico o mármol, o durante tanto tiempo como pudieran durar la piedra y el vidrio.
Lo que realmente le gustaba, comprendió con cierta melancolía, era la idea de un descanso final, cuando este llegara. Su cuerpo junto al de su padre en ese modesto santuario erigido delante de las murallas de Varena, su alma en gracia con el dios que habían adoptado los antae. ¿Estaba permitida tal gracia, al menos la mera posibilidad de ella?
Hacía un rato, cuando sus ojos se habían encontrado por un momento con los del eunuco canciller Gesius, Gisel creyó ver piedad y comprensión en aquellos ojos sagaces y vigilantes. Un hombre que había sobrevivido para servir a tres emperadores tendría cierto conocimiento de los giros del mundo.
Pero Gisel aún estaba dentro de aquellos giros, aún joven y viva, muy lejos de la serenidad o la gracia imparciales. La ira le provocó un nudo en la garganta. Odiaba la mera idea de que alguien pudiera compadecerla. ¿A una antae, a una reina de los antae? ¿A la hija de Hildric? ¿Compasión? Era suficiente para impulsarte a matar.
Matar no era, dadas las circunstancias, una posibilidad aquella noche. Otras cosas sí lo eran, entre ellas la posibilidad de verter su propia sangre. ¿Una ironía? Por supuesto. El mundo estaba lleno de ironías como aquella.
La litera se detuvo. Gisel volvió a levantar la cortina y vio la puerta de su casa, con las antorchas ardiendo en la pared. Oyó cómo su escolta desmontaba del caballo y vio aparecer su rostro junto a ella. Su aliento formó una nubecilla de vapor en el gélido aire nocturno.
—Hemos llegado, mi graciosa dama. Lamento que haga tanto frío. ¿Puedo ayudaros a bajar?
Gisel le sonrió. Descubrió que no le costaba nada sonreír.
—Entrad a calentaros. Haré que os preparen un ponche de vino antes de que tengáis que volver cabalgando —dijo mirándole a los ojos.
La pausa fue breve.
—Me siento inmensamente honrado —dijo el dorado Leontes, estratega supremo de los ejércitos sarantinos. Un tono que hacía que uno lo creyera. ¿Y por qué no ibas a creer en él? Gisel era una reina.
Leontes le ofreció la mano para ayudarla a bajar. El mayordomo de Gisel ya había abierto la puerta principal. El viento soplaba en ráfagas arremolinadas. Entraron. Gisel hizo que los sirvientes avivaran los fuegos en la planta baja y el piso de arriba y prepararan ponche de vino con especias. Se sentaron junto al gran fuego de la sala de recepción y hablaron de cosas triviales. Cuadrigas y bailarinas, la boda del día en la casa de una bailarina.
La guerra se aproximaba.
Valerius se lo había dicho aquella noche, cambiando el mundo al hacerlo.
Hablaron de juegos en el Hipódromo, del viento impropio que soplaba a pesar de que el invierno ya hubiese debido terminar a esas alturas. Leontes, tranquilo y relajado, le habló de un santón que al parecer se había instalado encima de una roca junto a una de las puertas del lado de tierra y había jurado que no bajaría hasta que todos los paganos, herejes y kindath hubieran sido expulsados de la Ciudad Sagrada. Un hombre devoto, dijo meneando la cabeza, pero que no entendía las realidades del mundo.
Gisel estuvo de acuerdo en que era importante entender las realidades del mundo.
El vino llegó, copas de plata en bandeja de plata. Leontes brindó ceremoniosamente por ella, hablando en rhodiano. Su cortesía era impecable. Gisel sabía que lo seguiría siendo incluso al frente de un ejército que estuviera asolando su hogar, incluso si hacía que Varena ardiera hasta los cimientos, sacando a la luz los huesos de su padre. Leontes preferiría no prenderle fuego, por supuesto. Pero lo haría si tenía que hacerlo. En nombre del dios.
El corazón le palpitaba locamente, pero Gisel vio que sus manos estaban firmes y no revelaban nada. Despidió a sus mujeres y después al mayordomo. Unos momentos después se levantó, dejó su copa —su decisión, su acto— y se detuvo delante del asiento de él. Le miró. Se mordió el labio inferior y sonrió. Vio que él sonreía a su vez y apuraba su copa antes de ponerse en pie, a sus anchas, acostumbrado a aquello. Un hombre dorado. Tomándolo de la mano, Gisel lo llevó escaleras arriba hasta su cama.
Él le hizo daño, no estando preparado para la inocencia, pero las mujeres habían conocido aquel dolor en particular desde el principio de los tiempos y Gisel se obligó a darle la bienvenida. Él se sorprendió y después se mostró complacido cuando vio la sangre de ella en las sábanas. Vanidad. Una fortaleza real conquistada, pensó ella.
Leontes habló generosamente del honor, de su asombro. Tan cortesano como soldado. Seda sobre el músculo tenso, devota fe detrás de la espada enarbolada y los incendios. Ella sonrió. Se obligó a extender las manos hacia él, hacia aquel firme cuerpo de soldado lleno de cicatrices, para que volviese a ocurrir.
Gisel sabía lo que estaba haciendo. No tenía idea de qué conseguiría con ello. Algo en juego, encima del tablero: su cuerpo. Con el rostro vuelto hacia una almohada aquella segunda vez, Gisel gritó en la oscuridad, en la noche, por muchas razones.
Había pensado ir a los establos, pero al parecer había ciertas condiciones y estados de ánimo que ni siquiera estar junto a Servator en el aprisco de caoba que los Azules habían erigido para su caballo era capaz de remediar.
Hubo un tiempo en que lo único que quería era estar entre caballos, en su mundo. Ahora, todavía joven en la mayoría de los aspectos, el corcel más magnífico que hubiera conocido el mundo era suyo y él era el auriga más honrado y aclamado sobre la faz de la tierra creada por el dios, y sin embargo aquella noche semejantes sueños hechos realidad no bastaban para saciarlo.
Una verdad que lo había dejado consternado.
Había asistido a una ceremonia nupcial donde vio cómo un soldado al que conocía y apreciaba se casaba con una mujer digna de él. Había bebido un poco de más entre personas festivas y joviales. Y había visto —primero en la ceremonia y luego durante la recepción posterior— a la mujer que turbaba sus noches. Ella estaba con su esposo, por supuesto.
No había sabido que Plautus Bonosus y su segunda esposa fueran a estar entre los invitados. Casi un día entero en presencia de ella. Fue difícil.
Y por eso al parecer la innegable buena fortuna de su vida no bastaba para remediar lo que ahora lo afligía. ¿Era insaciablemente ávido? ¿Codicioso? ¿Qué era aquello? ¿Mimado como un niño enfurruñado que exige demasiado del dios y de su hijo?
Aquella noche había roto una regla dictada por él mismo que llevaba mucho tiempo en vigor. Había ido a su casa después de la fiesta nupcial. Tenía la certeza de que Bonosus estaría en otro lugar, de que después de la algarabía de la celebración y la lúbrica atmósfera por ella inducida, los muy conocidos, aunque discretamente ejercidos, hábitos del senador se impondrían y Bonosus pasaría la noche en la pequeña casa de que disponía para su uso privado.
No había sido así. Inexplicablemente, no había sido así. Scortius vio luces tras los barrotes de hierro de las ventanas superiores que daban a la calle en la mansión del senador Bonosus. Un tembloroso sirviente que había vuelto a encender las antorchas apagadas por el viento en las paredes bajó de su escalera y ofreció, por una pequeña suma, la información de que el amo estaba en casa, reunido con su esposa y su hijo en una habitación.
Scortius mantuvo su rostro embozado con una capa hasta que se alejó de allí hacia los callejones de la ciudad. Una mujer lo llamó desde un portal cuando pasaba:
—¡Deja que te caliente, soldado! ¡Ven conmigo! No es una noche para yacer solo.
No lo era, bien lo sabía Jad. Scortius se sentía viejo, en parte por el viento y el frío: su brazo izquierdo, roto hacía años, una de tantas lesiones, le dolía cuando arreciaba el viento. La humillante fragilidad de un hombre que se está haciendo mayor, pensó, odiándola. Como uno de esos viejos soldados que andan dando saltitos apoyados en una muleta y a los que se permite ocupar un taburete junto al fuego en una taberna militar, sentados allí toda la noche para aburrir a los incautos con la historia diez veces contada de alguna pequeña campaña de hace treinta años, cuando el grande y glorioso Apius era el emperador querido por Jad y las cosas no habían descendido al lamentable estado de hoy, ¿y no se le podría dar a un viejo soldado algo para que remojara la garganta?
Podía acabar como ellos, pensó Scortius con amargura. Sin dientes y sin afeitar en una alcoba de La Spina hablando de aquel magnífico día de las carreras, hacía ya mucho tiempo, durante el reinado de Valerius II, cuando él…
Se sorprendió dándose masaje en el brazo y dejó de hacerlo con un sonoro juramento. Pero le dolía, de verdad le dolía. Por suerte las cuadrigas no corrían en invierno, o de lo contrario hubiese tenido problemas para controlar la suya en las curvas. Aquella tarde Crescens de los Verdes no tenía aspecto de que le doliera nada, aunque debía de haber sufrido sus lesiones a lo largo de los años. Cada auriga las sufría. El primer auriga de los Verdes estaba preparado para su segunda temporada en el Hipódromo. Seguro de sí mismo e incluso arrogante, como debía ser.
Los Verdes también habían recibido algunos caballos nuevos procedentes del sur, por cortesía de un partidario suyo militar de alto rango; las fuentes de Astorgus decían que dos o tres eran excepcionales. Scortius sabía que tenían un caballo magnífico, entregado por los Azules en una transacción que Scortius había animado a hacer a Astorgus. Renunciabas a algunas cosas para adquirir otra, en este caso un auriga. Pero si tenía razón acerca del caballo y de Crescens, el abanderado de los Verdes habría reclamado rápidamente el corcel para su propio equipo y para ser así un poco más formidable de lo que ya era.
Scortius no estaba preocupado. Incluso disfrutaba con la idea de que alguien pensara que podía desafiarlo. Eso avivaba fuegos ocultos dentro de él, precisamente aquellos fuegos que necesitaban ser alimentados después de tantos años de predominio. Un Crescens formidable era bueno para él, bueno para el Hipódromo. Eso estaba muy claro. Pero aquella noche todo parecía estar un poco turbio. Nada que tuviera que ver con los caballos, o con su brazo.
«No es una noche para yacer solo».
Por supuesto que no, pero a veces hacer el amor —comprado en un portal o adquirido de cualquier otra manera— tampoco satisfacía la verdadera necesidad. Encima de una mesa de su casa había esparcidas notas de mujeres que se sentirían muy felices aliviándolo de la carga de estar solo aquella noche, incluso ahora, cuando ya era tan tarde. Pero no era aquello lo que quería, aunque durante mucho tiempo lo había sido.
La mujer para ver a la cual había subido colina arriba andando entre aquel viento que cortaba como un cuchillo estaba… reunida con su esposo, había dicho el sirviente. Fuera lo que fuese lo que significase eso.
Soltó otro feroz juramento. ¿Por qué el maldito maestro del Senado no había salido a practicar sus jueguecitos nocturnos con el muchacho de aquella estación? ¿Qué le pasaba a Bonosus, en el nombre de Jad?
Fue en aquel momento, andando solo (un poco temerario, pero normalmente uno no se hacía acompañar cuando iba a visitar a su amante de noche, con la intención de escalar su muro), cuando pensó en ir a los establos. No quedaban muy lejos de la sede de la facción. Allí haría calor, y los olores y sonidos nocturnos de los caballos serían los que había conocido y amado toda su vida. Incluso podía encontrar a alguien despierto en las cocinas para que le ofreciera una última copa de vino y un bocado tranquilo.
No quería vino o comida, ni siquiera la presencia de sus amados caballos. Lo que quería le era negado, y el grado de frustración que sentía era lo que le ponía tan nervioso. Parecía una reacción infantil. Sus labios se fruncieron ante la ironía. ¿Se sentía viejo, joven o ambas cosas a la vez? Ya iba siendo hora de decidir qué quería en realidad, ¿no? Reflexionó y decidió: quería volver a ser un muchacho, simple como un muchacho, o a falta de eso, estar en una habitación a solas con Thenais.
Vio la luna blanca asomar en el cielo. Estaba pasando por delante de una capilla de los Insomnes, hacia el este, y pudo oír cánticos en el interior. Hubiese podido entrar, unos momentos a salvo del frío, para rezar entre los hombres santos, pero en ese instante el dios y su hijo tampoco ofrecían ninguna respuesta.
Quizá lo habrían hecho si él hubiera sido un hombre mejor, más piadoso, pero no lo era y ellos no respondían y así estaban las cosas. Vio un rápido parpadeo azul de llamas calle abajo —un recordatorio de la presencia del otro mundo entre los hombres, que en Sarantium siempre se encontraba más cerca de lo que parecía—, y entonces llegó a una rápida e inesperada decisión.
Había otro muro que podía escalar.
Si estaba despierto, en la calle y tan inquieto a esas horas, tal vez pudiera encontrarle alguna utilidad a ese estado de ánimo. Poniendo en práctica la idea sin darse tiempo para titubear, echó a andar por un callejón dispuesto en ángulo con respecto a la calle.
Anduvo con paso rápido y decidido manteniéndose entre las sombras, y se detuvo inmóvil en un portal cuando vio salir tambaleándose de una taberna a un grupo de soldados borrachos que cantaban. Esperó en el portal y vio cómo una enorme litera surgía de la negrura al otro extremo de la calle para entrar en la empinada cuesta por la que habían tomado los soldados, yendo hacia la bahía. Estuvo pensando en ello durante unos momentos y luego se encogió de hombros. Siempre había historias desarrollándose en la noche. Las personas morían, nacían, encontraban el amor o la pena en la noche.
Fue en dirección opuesta, nuevamente colina arriba, frotándose el brazo a intervalos hasta que llegó a la calle y luego a la casa en que había pasado gran parte de la tarde y la noche celebrando una boda.
La casa que los Verdes proporcionaban a su mejor bailarina era hermosa, estaba bien cuidada y se hallaba en un barrio muy respetable. Tenía un gran atrio, y un solario de considerables proporciones y un balcón que daba a la calle. Scortius había estado en aquella casa antes, e incluso había puesto los pies en el piso de arriba cuando fue a visitar a habitantes anteriores. A veces quienes vivían allí instalaban su dormitorio en la parte delantera, utilizando el solario como una extensión, un lugar desde el que contemplar la vida que bullía debajo. A veces la cámara delantera era una sala de estar, con el dormitorio detrás encima del patio.
Sin mucho en lo que confiar aparte del instinto, decidió que Shirin de los Verdes no era la clase de mujer que se instala encima de la calle. Ya pasaba bastantes horas del día y la noche viendo a la gente desde lo alto de un escenario. Scortius supuso que estaría durmiendo encima del patio. Desgraciadamente las casas estaban tan juntas que no había manera de llegar a las patios desde la parte delantera.
Miró a un lado y otro de la calle desierta. Las antorchas ardían vacilantemente en los muros, y algunas habían sido apagadas por el viento. Miró arriba y suspiró. En silencio, habiendo hecho aquello muchas veces anteriormente, fue al final del atrio, se subió a la barandilla de piedra y, levantando los brazos y con un solo y vigoroso impulso, se asió del tejado del porche y se izó hasta él.
Uno desarrollaba un torso y unas piernas muy robustas después de años de dominar a cuatro caballos desde una cuadriga de carreras.
Uno también sufría heridas y lesiones. El brazo le dolía lo suficiente para que dedicara unos momentos a desahogarse soltando unos cuantos juramentos. Empezaba a estar demasiado viejo para aquella clase de cosas.
Ir del techo del pórtico al balcón del solario requirió un corto salto vertical, otro asirse con las manos y después unos momentos de elevarse a fuerza de brazos hasta que una rodilla pudo encontrar un punto de apoyo. La vida habría más fácil si Shirin hubiera escogido aquella parte de la casa como su dormitorio, después de todo. Tal como suponía Scortius, no lo había hecho. Una ojeada al interior reveló oscuridad, unos cuantos bancos y un tapiz colgado de la pared encima de una cómoda. Era una sala de recepción.
Volvió a maldecir y después se subió a la barandilla del balcón, equilibrándose encima de ella. El techo de arriba era plano, como todos en aquel barrio, sin ningún tipo de borde para permitir que la lluvia escurriese. Eso hacía difícil encontrar un asidero. Aquello también lo recordaba de otro lugar. Otras cosas. Podía caer allí si le resbalaban las manos. Había mucha distancia hasta abajo. Se imaginó a algún sirviente o esclavo encontrándolo en la calle por la mañana, el cuello roto. Una súbita hilaridad le invadió. Estaba siendo indescriptiblemente temerario y lo sabía.
Thenais hubiese debido estar sola. No lo estaba. Y allí estaba él, trepando al tejado de otra mujer entre el viento.
Unos pasos resonaron en la calle de abajo. Scortius se quedó inmóvil, ambos pies en la barandilla y una mano en la columna de una esquina para mantener el equilibrio, hasta que los pasos se alejaron. Entonces soltó la columna y volvió a saltar. Consiguió poner ambas manos planas encima del techo —la única manera de hacerlo con éxito— y, gruñendo, se izó hasta él. Un movimiento difícil y no carente de coste.
Esta vez rio, suavemente y para sí mismo, de sí mismo, y se incorporó. Andando con paso rápido y sigiloso, Scortius fue hacia donde el techo terminaba ante una vista del patio interior que había debajo. Vio una pequeña fuente, todavía seca a finales del invierno, con árboles desnudos y bancos de piedra alrededor de ella. La luna blanca brillaba, y las estrellas. Noche ventosa, brillantemente despejada. Scortius se dio cuenta de que se sentía súbitamente feliz y muy vivo.
Sabía exactamente dónde estaría su dormitorio y podía ver el estrecho balcón debajo. Lanzó otra ojeada a la pálida luna. Hermana del dios, la llamaban los kindath. Una herejía, pero a veces uno —en privado— podía entenderla. Miró por encima del borde del tejado. Bajar sería más fácil. Echándose sobre el estómago, se deslizó abajo todo lo que pudo sin soltarse. Después saltó al balcón, aterrizando tan silenciosamente como un ladrón o un amante. Irguiéndose después de haber permanecido agazapado unos momentos, avanzó sin hacer ruido para inspeccionar la habitación de la mujer por entre las dos puertas de paneles de cristal. Una puerta, curiosamente, se hallaba entreabierta al frío de la noche. Lanzó una rápida mirada a la cama. No había nadie en ella.
—Hay un arco apuntando a tu corazón. No te muevas. Mi sirviente te matará sin pestañear si no te identificas —dijo Shirin de los Verdes.
No moverse parecía lo más prudente.
No tenía ni idea de cómo Shirin lo había descubierto, cómo había tenido tiempo de llamar a un guardia. También se le ocurrió —demasiado tarde— preguntarse por qué había dado por sentado que estaría durmiendo sola.
Shirin acababa de ordenarle que se identificara, y él siempre había sentido un gran respeto hacia sí mismo.
—Soy Heladikos, hijo de Jad —dijo gravemente—. El carro de mi padre está aquí. ¿Vendrás a galopar conmigo?
Hubo un silencio.
—¡Oh, vaya! —dijo Shirin, la voz súbitamente cambiada—. ¿Tú?
Despidió al guardia con unas breves instrucciones. En cuanto este se hubo marchado, abrió la puerta que daba al balcón y Scortius, deteniéndose un momento para hacerle una reverencia, entró en su cámara. Entonces llamaron suavemente a la puerta interior. Shirin abrió una rendija, recibió un cirio encendido de la sirvienta fugazmente revelada en el pasillo y después cerró la puerta. Acto seguido recorrió la habitación encendiendo velas y lámparas.
Scortius vio que la cama estaba desordenada. Shirin había estado durmiendo, pero ahora estaba vestida con una bata verde oscuro abotonada hasta muy arriba por encima de lo que se pusiera para acostarse, si es que se ponía algo. Su oscuro cabello, que llevaba muy corto, apenas le llegaba a los hombros. El inicio de una moda, ya que Shirin de los Verdes dictaba las modas para las mujeres de Sarantium. Descalza y con los pies arqueados, se movía con la gracia de una bailarina por encima de su suelo. Scortius sintió un rápido palpitar de deseo al mirarla. Shirin era una mujer muy atractiva. Abriéndose la capa, dejó que cayera al suelo detrás de él y empezó a sentir cierta medida de control regresando junto con el calor. No había nada que él no supiera sobre aquella clase de encuentros. Shirin se volvió hacia él.
—Imagino que Thenais estaba con su esposo, ¿no? —preguntó con una sonrisa inocente y ojos muy abiertos.
Él tragó saliva y abrió la boca, pero la cerró. La vio sentarse, todavía sonriendo, en una banqueta acolchada cerca del fuego apagado.
—Siéntate, auriga —murmuró Shirin, la espalda recta y el cuerpo exquisitamente dispuesto—. Una de mis criadas nos traerá vino.
Con confusión y alivio, él se dejó caer en el asiento indicado.
El problema consistía en que era un hombre absurdamente atractivo. Despojado de su capa y todavía vestido de blanco con motivo de la boda, Scortius parecía permanentemente joven, inmune a todos los dolores, dudas y flaquezas de los mortales inferiores.
Shirin estaba sola en su lecho por propia elección, naturalmente. Bien sabía Jad que había muchos que le hubiesen ofrecido sus versiones del solaz en la oscuridad en caso de que ella lo hubiera pedido o permitido. Pero Shirin había descubierto que el mayor lujo del estatus, el verdadero privilegio que confería, era el poder de no permitir, de pedir sólo cuando y donde uno realmente lo deseaba.
Para ella llegaría un momento en que sería sensato contar con un protector, quizá incluso un esposo importante del ejército o uno de los comerciantes ricos o incluso alguien del Recinto Imperial. Había una emperatriz viva que servía como prueba de tales posibilidades. Pero no ahora. Aún era joven y estaba en el apogeo de su fama en el teatro.
Shirin estaba custodiada por la celebridad, y por otras cosas. Entre esas otras cosas figuraba el hecho de que tenía junto a ella a alguien para avisarla cuando había quienes buscaban su habitación después del anochecer.
«Ya sé que no se le podía dar muerte, pero ¿por qué ahora está sentado ahí tan tranquilo y con el vino a punto de llegar? Ilumíname, por favor».
Danis, Danis… «¿Verdad que es soberbio?», preguntó ella en silencio, sabiendo lo que respondería el pájaro.
«Oh. Maravilloso. Esperar a que él vuelva a sonreír y luego llevárselo a la cama, ¿eh? ¿Es esa la idea?»
Scortius de Soriya sonrió nerviosamente.
—¿Por qué, ah, has pensado que yo, eh…?
—¿Thenais? —concluyó ella por él—. Oh, las mujeres siempre sabemos esas cosas, mi querido varón. Vi cómo la mirabas esta tarde. Debo decir que es exquisita.
—¡Um, no! Quiero decir que yo, eh, más bien diría que… las mujeres pueden ver hebras de historias, allí donde en realidad no hay ninguna que encontrar. —Su sonrisa fue volviéndose más firme y segura—. Aunque debo decir que tú eres exquisita.
«¿Ves? ¡Lo sabía! —dijo Danis—. ¡Ya sabes cómo es este hombre! Quédate quieta. ¡No le devuelvas la sonrisa!»
Shirin sonrió. Bajó los ojos recatadamente, las manos en el regazo.
—Eres demasiado amable, auriga.
Un nuevo llamado a la puerta. Para preservar la identidad de su invitado —y evitar la tempestad de cotilleos que habría causado aquella visita—, Shirin se levantó y fue a coger la bandeja de manos de Pharisa, sin dejarla entrar. Depositó la bandeja encima de la mesita auxiliar y llenó dos copas, aunque bien sabía Jad que no necesitaba más vino a esa hora. Había un cosquilleo de excitación en ella que Shirin no podía negar. Toda la ciudad —del palacio a la capilla pasando por la caupona junto al muelle— quedaría estupefacta si llegara a enterarse de aquel encuentro entre el primer auriga de los Azules y la primera bailarina de los Verdes.
Y el hombre era…
«¡Más agua en la tuya!», dijo Danis secamente.
«Tú calla. Le he echado agua de sobra».
El pájaro resopló.
«No sé por qué me he molestado en avisarte de que se oían sonidos en el techo. Ya puestos, hubiese podido permitir que te sorprendiera desnuda en la cama. Así le habría ahorrado algunas molestias».
«No sabíamos quién era», dijo ella razonablemente.
—¿Cómo te… diste cuenta de que yo andaba por ahí? —preguntó Scortius cuando ella le tendió su copa.
Shirin contempló cómo bebía un buen trago.
—Porque parecía como si cuatro caballos hubieran aterrizado en el tejado, Heladikos —sonrió.
No era cierto, pero la verdad no era para él, ni para nadie. La verdad era un pájaro mecánico que le había enviado su padre, con un alma dentro, que no dormía nunca, eternamente despierto y vigilante, un regalo de ese otro mundo en que moraban los espíritus.
«Déjate de bromas —se quejó Danis—. ¡Lo único que conseguirás con eso será darle ánimos! ¡Ya sabes lo que dicen de este hombre!»
«Por supuesto que lo sé —murmuró Shirin interiormente—. ¿Comprobamos si es cierto, querido mío? Scortius es famoso por su discreción».
Se preguntó cómo y cuándo iniciaría la seducción. Volvió a sentarse, en el otro extremo de la habitación delante de él y sonrió, divertida y segura de sí misma, pero sintiendo una excitación interior, oculta como el alma del pájaro. Aquella sensación no era nada frecuente.
—Debes saber —dijo Scortius de los Azules sin moverse de su asiento— que esta visita es enteramente honorable, si bien… inusual. Estás totalmente a salvo de mis deseos incontrolados. —Su sonrisa resplandeció mientras dejaba la copa con mano firme—. He venido aquí para hacerte una oferta, Shirin, y no soy más que un agente con una propuesta de negocios.
Shirin tragó saliva y ladeó la cabeza pensativamente.
—¿Puedes controlar lo… incontrolable? —murmuró. El ingenio podía ser una pantalla.
Scortius rio, nuevamente con firmeza.
—Maneja cuatro caballos desde un carro que va dando tumbos de un lado a otro de la pista —dijo—, y aprenderás a hacerlo.
«¿Se puede saber de qué está hablando este hombre?», protestó Danis.
«Silencio. Quizá decida sentirme insultada».
—Sí —dijo Shirin con voz gélida, irguiéndose en su asiento y sosteniendo su copa con cuidado—. Estoy segura de que aprendería.
Había bajado la voz y alterado su timbre. Se preguntó si él se daría cuenta.
El cambio en su tono no podía estar más claro. Aquella mujer era una actriz: podía transmitir muchas cosas meramente con una alteración en la voz y la postura. Y acababa de hacerlo. Scortius volvió a preguntarse por qué había dado por sentado que estaría sola. ¿Qué le decía eso acerca de ella, o de la impresión que él se había formado de ella? Que debía ser consciente del orgullo de la mujer, eso como mínimo: discreto y seguro de sí mismo, haciendo sus propias elecciones.
Bueno, la elección sería de ella hiciera lo que hiciera. Eso era lo que había venido a decir y por eso lo dijo, escogiendo cuidadosamente sus palabras:
—Astorgus, nuestro factionarius, lleva tiempo preguntándose qué se necesitaría para inducirte a cambiar de facción.
Lo que hizo ella fue volver a cambiar de posición, levantándose como impulsada por un muelle. Dejó su copa y lo miró fríamente.
—¿Y para esto entras en mi dormitorio a estas horas de la noche?
—Bueno, no es la clase de propuesta que uno quiera hacer en público… —dijo él, poniéndose a la defensiva.
—¿Una carta? ¿Una visita por la tarde? ¿Unas cuantas palabras dichas en privado durante la recepción de hoy?
Él levantó la mirada hacia ella, leyó la fría ira y guardó silencio, aunque dentro de su ser, mientras veía la furia de ella, ocurrió algo más y volvió a sentir encenderse el deseo. Siendo el hombre que era, creyó saber cuál era el origen de su indignación.
—Da la casualidad de que eso último es exactamente lo que Strumosus dijo hoy —dijo ella, fulminándolo con la mirada.
—No lo sabía.
—Bueno, eso es obvio —dijo ella ácidamente.
—¿Aceptaste? —preguntó él con jovialidad excesiva.
Shirin estaba decidida a hacerlo sufrir.
—¿Por qué estás aquí?
Scortius, que seguía mirándola, se dio cuenta de que no llevaba nada debajo de la bata. Carraspeó.
—¿Por qué cualquiera de nosotros hace lo que hace? —preguntó a su vez. Pregunta por pregunta por pregunta—. ¿Acaso llegamos a entenderlo algún día?
En realidad no había esperado decir eso, y vio cambiar la expresión de ella.
—Me sentía inquieto y no podía dormir —añadió—. No me apetecía ir a casa y acostarme. En las calles hacía mucho frío. Vi soldados borrachos, una prostituta, una litera oscura que por alguna razón me puso bastante nervioso. Cuando salió la luna decidí venir aquí… Ya que estaba despierto, pensé que podía tratar de… hacer algo útil. —La miró—. Lo siento.
—Hacer algo útil —repitió ella secamente, pero él pudo ver que su ira empezaba a disiparse—. ¿Por qué diste por sentado que estaría sola?
Scortius había estado temiendo esa pregunta.
—No lo sé —admitió—. No hay… ningún nombre masculino unido al tuyo, supongo, y nunca he oído decir que te sientas…
No llegó a completar la frase, y vio el fantasma de una sonrisa en las comisuras de su boca.
—¿Atraída por los hombres?
Él se apresuró a menear la cabeza.
—No, eso no. Eli… ¿que seas imprudente con tus noches?
Ella asintió. Hubo un silencio. Scortius necesitaba más vino, pero no quería dejárselo ver.
—Le dije a Strumosus que no podía cambiar de facción —murmuró Shirin.
—¿Y no puedes?
Ella asintió.
—La emperatriz me lo ha dejado muy claro.
Y una vez dicho, aquello pareció lamentablemente obvio. Algo que él hubiese debido saber, o ciertamente Astorgus. La corte querría mantener en equilibrio a las facciones, por supuesto. Y aquella bailarina llevaba el perfume de la mismísima Alixiana.
Ella no se movió ni habló. Él miró alrededor, reflexionando, y vio los tapices, el magnífico mobiliario, flores en un jarrón de alabastro, un pequeño pájaro labrado encima de una mesa, el excitante desorden de la cama. Después volvió a alzar la mirada hacia ella, todavía en pie delante de él.
También se levantó.
—Ahora me siento ridículo, entre otras cosas. Hubiese debido entender esto antes de turbar tu noche. —Alzó las manos en un gesto casi de disculpa—. El Recinto Imperial nunca permitirá que tú y yo estemos juntos. Recibe mis más humildes excusas por la intrusión. Ahora te dejaré descansar.
La expresión de ella volvió a cambiar, algo divertido en ella, después algo malicioso, después algo más.
—No —dijo Shirin de los Verdes—. Has interrumpido mi sueño, así que estás en deuda conmigo.
Scortius abrió la boca, la cerró y después volvió a abrirla cuando ella fue hacia él, le puso las manos detrás de la cabeza y lo besó.
—Hay límites a lo que la corte puede decretar. Y si hay imágenes de otros yaciendo con nosotros —murmuró ella, llevándolo hacia la cama—, no será la primera vez que eso ocurra en la historia de los hombres y las mujeres.
La excitación le había secado la boca a Scortius. Ella le tomó las manos y las puso alrededor de su cuerpo. Era esbelta, y firme, y extremadamente deseable. Él ya no se sentía viejo. Se sentía como un joven auriga recién llegado del sur, las glorias de la gran ciudad nuevas para él, encontrando una delicada bienvenida en sitios iluminados por velas donde no había pensado encontrar nada semejante. Su corazón palpitaba.
—Eso lo dirás por ti —logró murmurar.
—Oh, pues claro que sí —dijo Shirin suave, crípticamente, antes de dejarse caer sobre la cama y atraerlo hacia ella entre el olor, inconfundible, de un perfume que sólo dos mujeres podían llevar en el mundo.
«Bueno, te agradezco que hayas tenido la decencia de hacerme callar antes de…»
«Oh», Danis, «por favor. Por favor. Intenta ser amable».
«Ja. ¿Lo ha sido él?»
La voz interior de Shirin era lánguida y melosa.
«Parte del tiempo».
El pájaro emitió un sonido lleno de indignación.
«Oh, claro…»
«Yo no», dijo la bailarina pasado un instante.
«¡No quiero saberlo! Cuando te portas…»
«No te pongas así, Danis. No soy una doncella, y había pasado mucho tiempo».
«Míralo, dormido ahí. En tu cama. Ni un solo problema en el mundo».
«Tiene problemas, créeme. Todo el mundo los tiene. Pero estoy mirando. Oh, Danis, ¿verdad que es un hombre muy hermoso?»
Hubo un largo silencio. Y después:
«Sí», dijo el pájaro silenciosamente; el pájaro que había sido una joven a la que dieron muerte al amanecer un otoño en un bosque de Sauradia. «Sí, lo es».
Otro silencio. Podían oír el viento fuera, en la oscura noche llena de giros. El hombre dormía sobre la espalda, los cabellos despeinados.
«¿Lo era mi padre?», preguntó Shirin bruscamente.
«¿El qué?»
«¿Era hermoso?»
«Oh». Otro silencio, dentro, fuera, oscuridad en la habitación con las velas consumidas. Y después el pájaro volvió a hablar: «Sí. Sí, querida mía, lo era. Duérmete, Shirin. Mañana tienes que bailar».
«Gracias, Danis». La mujer suspiró suavemente en la cama. El hombre seguía durmiendo. «Lo sé. Ahora dormiré».
La bailarina estaba dormida cuando él despertó, todavía de noche. Se había adiestrado a sí mismo para ello: entretenerse hasta el amanecer en una cama extraña era peligroso. Y aunque allí no hubiese ninguna amenaza inmediata, ningún amante o esposo al que temer, ser visto saliendo de la casa de Shirin de los Verdes por la mañana hubiese sido extremadamente embarazoso y dolorosamente público.
Miró a la mujer por un momento, sonriendo. Después se levantó. Se vistió, volviendo a pasear la mirada por la habitación silenciosa. Cuando miró hacia la cama, ella estaba despierta. ¿Una de esas mujeres que tienen el sueño ligero? Se preguntó qué la había despertado. Después volvió a preguntarse cómo había sabido que él estaba en el tejado.
—¿Un ladrón en la noche? —murmuró ella con voz adormilada—. ¿Tomas lo que quieres y te vas?
Él meneó la cabeza.
—Un hombre agradecido.
Ella sonrió.
—Dile a Astorgus que hiciste cuanto pudiste para persuadirme.
Él rio, pero sin dureza.
—¿Acaso supones que esto es todo cuanto puedo hacer?
Esta vez le tocó a ella reír.
—Vete —dijo—, antes de que te haga volver para comprobarlo.
—Buenas noches —dijo él—. Que Jad te ampare, bailarina.
—Y a ti. En la arena y fuera de ella.
Salió por las puertas del balcón, las cerró detrás de él y se encaramó a la balaustrada. Subió al techo de un ágil salto. El hombro ya no le dolía. El frío viento soplaba pero él no lo sentía. La luna blanca se había alejado hacia el oeste, aunque todavía faltaba una gran parte de la noche antes de que el dios terminara sus batallas debajo del mundo y llegara el amanecer. Las estrellas brillaban en las alturas y no había ni una nube. De pie sobre el techo de Shirin en aquel elevado barrio de la vasta ciudad podía ver Sarantium desplegándose por debajo de él, cúpulas y mansiones y torres, antorchas dispersas en muros de piedra, confusos amasijos de casas de madera, las entradas de las tiendas cerradas, plazas y estatuas en ellas, un resplandor anaranjado de llamas indicando dónde estaba la Cristalería Imperial, o quizá una tahona, callejones enredándose en un precipitado descenso y más allá de ellos, más allá de todo aquello, la bahía y luego el mar, vasto y oscuro y profundo, agitado por el viento y sugiriendo la eternidad.
En un estado de ánimo jubiloso que llevaba algún tiempo sin experimentar, Scortius desanduvo su camino hasta el borde delantero del techo, se descolgó al balcón superior que había debajo y, moviéndose grácilmente, descendió hasta el atrio. Luego salió a la calle, sonriendo detrás de la capa con que se cubrió la cara.
—¡Bastardo cabrón! —oyó—. ¡Mirad! ¡Acaba de salir de su balcón!
El júbilo podía ser peligroso. Te volvía descuidado. Scortius se volvió rápidamente, vio media docena de siluetas amenazadoras y se dispuso a correr. No le gustaba huir, pero la situación no presentaba opciones. Se sentía fuerte y sabía que era rápido, y estaba seguro de que podía dejar atrás a quienesquiera que fuesen aquellos asaltantes.
Y muy probablemente los hubiese dejado atrás, si no hubiera habido otros tantos viniendo hacia él desde el otro lado. Mientras se apartaba de ellos, Scortius vio el destello de dagas, un cayado de madera y una espada totalmente ilegal desenvainada.
Habían planeado cantarle. La idea era reunirse en la calle debajo del que suponían era su dormitorio encima del atrio delantero y ofrecer música en su glorioso nombre. Hasta tenían instrumentos.
El plan, no obstante, había sido obra de Cleander —era su líder— y cuando su padre lo confinó en sus habitaciones por la muerte accidental del sirviente de aquel basánida, los jóvenes partidarios de los Verdes se encontraron de beberaje en su taberna habitual. El tema de conversación eran los caballos y las prostitutas.
Pero lo que no se podía esperar de ningún joven de noble cuna que se respetara a sí mismo era que se sometiese mansamente a la reclusión una noche de primavera de la semana en que iban a empezar las carreras. Cuando Cleander compareció les pareció un poco nervioso a quienes lo conocían mejor, pero sonrió en la entrada mientras le gritaban su bienvenida. Hoy había matado a un hombre. Aquello era impresionante. Cleander bebió dos rápidos vasos de vino sin rebajar y ofreció una opinión definitiva acerca de una mujer cuyas habitaciones no quedaban muy lejos de la casa de su padre. La mujer era demasiado cara para la mayoría de ellos, así que nadie se hallaba en situación de refutar sus observaciones.
Después observó que habían planeado cantar a coro la fama imperecedera de Shirin y que no veía razón para que lo tardío de la hora los disuadiera de ello. El hacerlo no supondría ninguna intrusión en su intimidad, ya que se limitarían a ofrecerle un tributo desde la calle. Les contó lo que llevaba puesto Shirin en su recepción aquella tarde cuando lo saludó personalmente.
Alguien mencionó a los vecinos de la bailarina y los guardias del prefecto urbano, pero ellos ya estaban suficientemente familiarizados con la vida nocturna para acallar a aquel cobarde con risas y gritos.
Salieron diez o doce jóvenes (habían perdido a unos cuantos por el camino) en un grupo tambaleante, variopintamente ataviados, uno con un instrumento de cuerda, dos con flautas, subieron colina arriba a través de un vendaval helado. Si había algún oficial de la ronda cerca, optó por no dar a conocer su presencia. Los partidarios de ambas facciones se volvían notoriamente belicosos durante la semana anterior al inicio de las carreras. Final del invierno, principio de la temporada del Hipódromo. La primavera les provocaba cambios en los jóvenes.
La noche quizá no pareciese muy primaveral, pero era primavera.
Llegaron a la calle de Shirin y se dividieron, la mitad a cada lado de su espacioso atrio desde donde todos podían ver el balcón del solario, en caso de que la bailarina decidiera aparecer como una visión por encima de ellos cuando estuvieran cantando. El de las cuerdas maldijo el frío que le había entumecido los dedos. Los otros estaban muy ocupados escupiendo, aclarándose las gargantas y murmurando nerviosamente los versos de la canción escogida por Cleander cuando uno de ellos vio que un hombre descendía hacia el atrio desde ese mismo balcón.
Era un atropello monstruoso. Una violación de la pureza de Shirin, de su honor. ¿Qué derecho tenía otra persona a estar bajando de su dormitorio en plena noche?
El despreciable cobarde se dispuso a salir huyendo apenas gritaron.
No iba armado y no llegó muy lejos. El cayado de Marcellus le asestó un fuerte golpe en el hombro cuando intentaba esquivar al grupo apostado en el sur. Después el rápido y nervudo Darius le acuchilló el costado, impulsando la hoja hacia arriba, y uno de los gemelos le dio una patada en las costillas mientras el muy bastardo estaba derribando a Darius de un puñetazo. Darius gimió. Cleander acudió corriendo con su espada desenvainada, el único de ellos lo bastante temerario para llevar una. Hoy ya había matado, y era el que conocía a Shirin.
Los demás retrocedieron apartándose del hombre que yacía en el suelo sujetándose el costado herido. Darius se puso de rodillas y luego se levantó. Se callaron, súbitamente impresionados conforme la locura del momento se adueñaba de ellos. Todos miraban la espada. No había antorchas ardiendo en los muros, pues el viento las había apagado. La ronda nocturna no se había dejado ver, y tampoco se la oía por parte alguna. Estrellas, viento y una luna blanca alejándose hacia el oeste.
—Soy reacio a matar a un hombre sin saber quién es —dijo Cleander con gravedad.
—Soy Heladikos, el hijo de Jad —dijo el bastardo que yacía en la calle. Parecía, asombrosamente, estar luchando con la hilaridad tanto como con ellos. Estaba sangrando. Podían ver la sangre oscura sobre la calle—. Todos los hombres deben morir. ¿Dos en un día? ¿Un sirviente basánida y el hijo de un dios? Eso casi hace de ti un guerrero.
Se las había ingeniado para mantener su rostro envuelto en la capa incluso ahora.
Alguien dejó escapar un jadeo ahogado. Cleander, sorprendido, dio un respingo.
—¿Cómo coño sabes…?
Cleander se acercó un poco más y se arrodilló. Poniendo la espada en el pecho del herido, apartó la capa de un manotazo. El hombre no se movió. Cleander le miró y al punto soltó la capa como si ardiese al tacto. No había luz. Los otros no podían ver lo que él veía.
Pero oyeron a Cleander cuando la capa volvió a caer sobre el rostro del hombre abatido.
—¡Oh, joder! —dijo el único hijo de Plautus Bonosus, maestro del Senado sarantino. Se incorporó—. Oh, no. Oh, joder. ¡Oh, sagrado Jad!
—¡Mi gran padre! —dijo el herido con voz jovial.
El silencio siguió a sus palabras. Alguien tosió nerviosamente.
—¿Quieres decir que no vamos a cantar? —preguntó Delcanus quejumbrosamente.
—¡Marchaos de aquí! ¡Todos! —jadeó Cleander con voz enronquecida—. ¡Largo! ¡Desapareced! Mi padre me va a matar, joder.
—¿Quién es? —preguntó Marcellus.
—No lo sabes. No quieras saberlo. Esto nunca ha ocurrido. ¡Iros a casa, iros a cualquier sitio, o todos somos hombres muertos! ¡Sagrado Jad!
—¿Qué…?
—¡Largaos!
Una luz apareció en una ventana cercana. Alguien empezó a gritar llamando a la ronda: una voz de mujer. Huyeron.
Gracias a Jad, el muchacho tenía una cabeza y no estaba perdidamente borracho. Había vuelto a tapar la cara de Scortius después de que sus ojos se encontraran con los suyos en la oscuridad. Ninguno de los demás sabía quién era el hombre al que habían atacado.
Había una posibilidad de salir de aquello.
Si vivía. El cuchillo había entrado por su costado izquierdo y había desgarrado, y después la patada en ese mismo costado había roto costillas. Scortius ya se había roto costillas antes. Conocía la sensación.
Y la sensación era terrible. Para decirlo delicadamente, hacía que te costara respirar. Se llevó la mano al costado y sintió sangre manando de la herida a través de sus dedos. El muchacho del cuchillo había movido la hoja hacia arriba después de apuñalarlo.
Pero se habían ido. Gracias a Jad, habían ido. Dejando sólo a uno con él. Alguien estaba llamando a la ronda desde una ventana.
—Sagrado Jad —murmuró el hijo de Bonosus—. Scortius. Te juro que… no teníamos ni idea…
—Ya sé que no. Pensabais… estar matando a cualquiera.
Sentir tal hilaridad era irresponsable, pero el absurdo de la situación era extremo. ¿Morir de aquella manera?
—¡No! ¡No la teníamos! Quiero decir que…
Aunque en realidad no era el momento más adecuado para ser irónico.
—Levántame, antes de que venga alguien.
—¿Puedes… puedes andar?
—Por supuesto que puedo.
Probablemente una mentira.
—Te llevaré a casa de mi padre —dijo el muchacho, lo cual era toda una muestra de valor por su parte. El auriga podía adivinar qué consecuencias aguardarían a Cleander si aparecía en la puerta con un hombre herido.
«Reunido con su mujer y su hijo».
Algo quedó claro de pronto. Esa era la razón por la que habían estado juntos aquella noche. Y después algo más quedó claro también.
—A tu casa no. ¡Sagrado Jad, no!
No iba a presentarse en la puerta de Thenais a esas horas de la noche, habiendo sido herido por partidarios de la facción tras haber descendido del dormitorio de Shirin de los Verdes. Scortius torció el gesto al imaginarse el rostro de ella cuando oyera aquello. No ante la expresión indignada que seguiría, sino ante la falta de expresión. La frialdad irónica y altiva que volvería a aparecer en él.
—Pero necesitas un médico. Hay sangre. Y mi padre puede…
—A tu casa no.
—Entonces ¿dónde? ¡Oh! ¡La sede de los Azules! Podemos…
Una buena idea, pero…
—No serviría de nada. Nuestro médico asistió a la boda y ahora estará borracho e inconsciente. Demasiadas personas, también. Debemos mantenerlo en secreto. Por… por la dama. Ahora calla y deja que…
—¡Espera! Ya sé. ¡El basánida! —exclamó Cleander.
Era, de hecho, una buena idea.
Y el resultado fue que los dos llegaron, después de una marcha agotadora a través de la ciudad, a la pequeña casa que Bonosus tenía para uso propio cerca de la Triple Muralla. Por el camino volvieron a encontrarse con la enorme litera oscura. Scortius la vio detenerse y se dio cuenta de que alguien les observaba desde dentro, sin mover un dedo para ayudarles. Algo, no sabía qué, lo hizo estremecerse.
Cuando por fin llegaron a su destino ya había perdido bastante sangre. Cada paso que daba con su pie izquierdo parecía empujar hacia dentro las costillas pateadas, produciendo una nueva punzada. Se negó a permitir que el muchacho buscara ayuda en alguna taberna. Nadie tenía que enterarse de aquello. Cleander casi tuvo que cargar con él durante el último trecho del camino. El joven estaba aterrorizado y exhausto, pero lo llevó hasta allí.
—Gracias, muchacho —consiguió decir Scortius mientras el mayordomo de la casa, en camisa de dormir y con el gris cabello desconcertantemente tieso a la luz de la vela que sostenía, abría la puerta en respuesta a sus golpes—. Te has portado muy bien. Díselo a tu padre. ¡Pero a nadie más!
Esperó habérselo dejado bien claro. Vio aparecer al basánida detrás del mayordomo y levantó brevemente una mano en un saludo que tenía bastante de disculpa. Se le ocurrió que si Plautus Bonosus hubiera estado en aquella casa esa noche en vez del doctor oriental, nada de todo aquello habría ocurrido. A continuación perdió el conocimiento.
Está despierta, en su habitación con la rosa de oro que fue hecha para ella hace mucho tiempo. Sabe que él vendrá a verla esta noche. Está contemplando la rosa, y pensando en la fragilidad cuando oye abrirse la puerta, los pasos familiares, la voz que siempre está con ella.
—Estás enfadada conmigo, lo sé.
Ella menea la cabeza.
—Temo lo que vendrá, un poco. No estoy enfadada, mi señor.
Le sirve vino y lo rebaja con agua. Va al asiento que él ha ocupado junto al fuego. Él toma la copa, y le besa la palma de la mano. Parece tranquilo y relajado, pero ella lo conoce mejor de lo que conoce a ninguna otra persona viva y puede leer los signos de su excitación.
—Finalmente ha servido de algo mantener vigilada a la reina durante todo este tiempo —dice.
El asiente.
—Es astuta, ¿verdad? Sabía que no nos llevaríamos ninguna sorpresa.
—Ya lo vi. ¿Creéis que nos creará problemas?
Él alza la mirada y sonríe.
—Probablemente.
Con la implicación, por supuesto, de que en el fondo eso carece de importancia. Él sabe lo que quiere hacer, y lo que quiere que hagan otros. Ninguno de ellos llegará a conocer todos los detalles, ni siquiera su emperatriz. Ciertamente no Leontes, que mandará el ejército de conquista. De pronto ella se pregunta a cuántos hombres enviará su esposo, y un pensamiento le pasa por la cabeza. Lo descarta, y el pensamiento vuelve a infiltrarse: Valerius es, de hecho, sobradamente sutil para tener cuidado, incluso con los amigos en quienes más confía.
No le dice que ella también había sido advertida de que el estratega iba a llevar a Gisel al palacio hoy. Alixiana cree que su esposo sabe que mantiene vigilados a Leontes y a su esposa y que lleva algún tiempo haciéndolo, pero esa es una de las cosas de las que no hablan. Una de las maneras en que su relación es una sociedad.
La mayor parte del tiempo.
Los signos estaban presentes desde hace mucho —nadie podrá afirmar que ha sido cogido por sorpresa— pero sin ninguna advertencia o consulta previa, el emperador acaba de declarar su intención de ir a la guerra esta primavera. Han estado en guerra durante gran parte de su reinado, en el este, el norte, el sureste, en los lejanos desiertos de Majriti. Esto es distinto. Esto es Batiara. Rhodias, el Corazón del Imperio. Dividida, y luego extraviada más allá de un ancho mar.
—¿Estáis seguro de esto? —le pregunta ella.
Él sacude la cabeza.
—¿Seguro de las consecuencias? Por supuesto que no. Ningún mortal puede afirmar que conoce lo desconocido que tal vez ocurra —dice su esposo en voz baja y suave, todavía sosteniéndole la mano—. Vivimos con esa incertidumbre. —La mira—. Estás enfadada conmigo. Por no habértelo dicho.
Ella vuelve a menear la cabeza.
—¿Cómo podría estarlo? —pregunta ella, y no miente—. Siempre habéis querido esto, y yo siempre he dicho que no creía que fuera factible. Vos no lo veis así, y sois más sabio que todos nosotros.
Él la mira, sus grises ojos afables y tranquilos.
—Algunas veces cometo errores, amor. Este podría ser uno. Pero necesito intentarlo, y este es el momento de hacerlo, con Bassania sobornada para que se esté quieta, y caos en el oeste, y la joven reina aquí con nosotros. Tiene demasiado… sentido.
Su mente funciona de esa manera. En parte.
En parte. Ella toma aliento y murmura:
—¿Seguiríais necesitando hacer esto si tuviéramos un hijo?
El corazón le palpita desenfrenadamente. Eso ya casi nunca ocurre. Le contempla en silencio. Ve la reacción de sorpresa y sobresalto, y luego lo que la sustituye: su mente entrando en acción, enfrentándose al problema sin vacilar.
—Esa es una pregunta inesperada —dice él pasados unos instantes.
—Lo sé —dice ella—. Me vino a la cabeza cuando os estaba esperando.
Eso no es del todo cierto. Le vino a la cabeza ya hace mucho tiempo.
—Piensas —dice él— que si lo hiciéramos, debido al riesgo…
Ella asiente.
—Si tuvierais un heredero. Alguien a quien dejarle esto.
No hace ningún gesto. Hay más de lo que cualquier gesto podría abarcar. Esto. Un imperio. Un legado de siglos.
El suspira. Aún no le ha soltado la mano.
—Tal vez sí, amor —murmura suavemente, y mira el fuego—. No lo sé.
Una admisión. Eso es lo que significa que él haya llegado a pronunciar tales palabras. Ningún hijo, nadie que los suceda, se siente en el trono y encienda las velas en el aniversario de sus muertes. Hay un viejo dolor en ella.
—Hay algunas cosas que siempre he querido —dice él, todavía en voz baja—. Me gustaría dejar a Rhodias recuperada, el nuevo santuario y su cúpula y… y quizá algún recuerdo de lo que éramos tú y yo.
—Tres cosas —dice ella, sin ocurrírsele ninguna réplica más ingeniosa. De pronto piensa que si no se anda con cuidado llorará. Una emperatriz no debería llorar.
—Tres cosas —repite él—. Antes de que termine, como termina siempre. «Despójate de la corona», dicen que dice una voz cuando todo termina para uno de los sagrados ungidos de Jad, «el Señor de los Emperadores te espera».
Nadie podía decir si eso era cierto, si esas palabras eran realmente pronunciadas y oídas. El mundo del dios estaba hecho de tal manera que los hombres y las mujeres vivían entre la neblina y la niebla, en una luz temblorosa, sin saber nunca con certeza lo que vendría.
—¿Más vino? —dice ella.
Él la mira, asiente y le suelta la mano. Ella coge su copa, la llena y se la trae. Es de plata, trabajada en oro con rubíes incrustados alrededor.
—Lo siento —dice él—. Lo siento, amor.
Ni siquiera está seguro de por qué lo dice, pero ahora hay una nueva sensación dentro de él, algo en el rostro de ella, algo que flota como un pájaro en el aire de esta habitación exquisita: sin cantar, vuelto invisible por un encantamiento, pero aun así presente en el mundo.
No muy lejos de esa estancia del palacio en la que no canta pájaro alguno, un hombre está suspendido en las alturas allí por donde podrían volar los pájaros, trabajando desde un andamio debajo de una cúpula. El exterior de la cúpula es de cobre y reluce bajo la luna y las estrellas. El interior es del hombre.
Hay luz en el santuario; siempre la hay, por orden del emperador. Esta noche el mosaiquista ha sido su propio aprendiz, preparando la lechada y el mortero y subiéndolos por la escalera con sus propias manos. No mucha cantidad, porque no va a cubrir un área extensa. No está haciendo gran cosa. Sólo el rostro de su esposa, que lleva ya casi dos años muerta.
Nadie le ve trabajar. Hay guardias en la entrada, como siempre, incluso cuando hace frío y un pequeño arquitecto desaliñado duerme en algún rincón de esta vastedad de sombra y luz de lámpara, pero Crispin trabaja en silencio, todo lo solo que puede llegar a estarlo un hombre en Sarantium.
Si alguien le estuviera observando, y supiera qué está haciendo, necesitaría una auténtica comprensión de su oficio para no llegar a la conclusión de estar viendo a un hombre frío y duro, indiferente a la mujer que está representando serenamente. Sus ojos están serenos y sus manos firmes mientras escoge meticulosamente tesserae de las bandejas.
Su expresión es austera, distante: está resolviendo los dilemas técnicos de la piedra y el vidrio, sólo eso.
¿Sólo eso? A veces el corazón no puede decirlo, pero la mano y el ojo —si la una está lo bastante firme y el otro lo bastante sereno— pueden dar forma a una ventana para los que vengan después. Alguien podría alzar la mirada un día, cuando todos los que están despiertos o dormidos en Sarantium esta noche lleven mucho tiempo muertos, y saber que esta mujer era hermosa, y que fue muy amada por el desconocido que la colocó allá arriba, de la manera en que se decía que los antiguos dioses trakesianos habían puesto a sus amores mortales en el cielo, bajo la forma de estrellas.
Y la mañana acabó llegando. La mañana siempre llega. En la noche suele haber pérdidas, un precio pagado a cambio de la luz.