5
Lo primero que comprendió Gisel, cuando ella y el estratega y su exquisitamente altiva esposa se hallaron en presencia del emperador y la emperatriz de Sarantium, fue que eran esperados.
No se suponía que debiera darse cuenta de ello, y Gisel lo sabía. Querían que creyera que la impulsiva acción de Leontes al invitarla había cogido por sorpresa a Valerius y Alixiana en el Recinto Imperial. Ella tenía que obrar bajo aquel malentendido, sintiéndose envalentonada y cometiendo errores. Pero Gisel había pasado toda su vida en una corte y, a pesar de lo que aquellos arrogantes orientales pudieran creer acerca de los antae de Batiara, entre su complejo palaciego en Batiara y el Recinto Imperial de allí había tantas similitudes como diferencias.
Sopesando alternativas mientras el músico bajaba su instrumento y el emperador y un muy reducido grupo de acompañantes se volvían hacia ella, Gisel optó por ofrecer un saludo formal rozando el suelo con su frente. Valerius —mejillas rasuradas, ojos distraídamente afables, expresión jovial— miró a Leontes y después volvió a mirar a Gisel mientras esta se incorporaba. Sus labios se fruncieron en una titubeante mueca de bienvenida. Alixiana, sentada en una banqueta de marfil, vestida de rojo oscuro y adornada con joyas, le ofreció una sonrisa que no podía ser más afable.
Y fue la elegante facilidad por parte de ambos, aquel engaño carente de esfuerzo llevado a cabo en colaboración, lo que asustó súbitamente a Gisel, como si las paredes de la habitación se hubieran esfumado para revelar el vasto y frío mar que había más allá.
Medio año antes había enviado allí a un artesano con una proposición de matrimonio para aquel hombre. La mujer, la emperatriz, estaba al corriente de ello. El artesano le había hablado de ello. Ambos lo habían anticipado —o deducido—, le dijo Caius Crispus, antes de que hubiese hablado con ellos siquiera. Gisel le creyó. Viéndolos ahora, el emperador fingiendo sorpresa y Alixiana ofreciendo la ilusión de la más completa bienvenida, le creyó.
—Perdónanos, tres veces ensalzado, esta intrusión tan inopinada —dijo Leontes—. Es la realeza lo que te traigo, la reina de los antae. Ya iba siendo hora, en mi opinión, de que estuviera aquí entre nosotros. Aceptaré cualquier culpa que pueda derivarse de esto.
Sus maneras eran bruscas y directas. Ni rastro del delicado tono y los andares cortesanos revelados en la casa de la bailarina. Pero tenía que saber que aquello no suponía ninguna sorpresa, ¿verdad? ¿O estaba equivocada respecto a eso? Gisel lanzó una rápida mirada de soslayo a Styliane Daleina: no había nada que leer en aquellos rasgos.
El emperador agitó distraídamente una mano, y los sirvientes se apresuraron a ofrecer asientos a las dos mujeres. Styliane sonrió para sí misma, manteniendo una diversión privada mientras cruzaba la estancia y aceptaba una copa de vino y una silla.
Gisel también se sentó. Estaba mirando a la emperatriz. Al hacerlo, sintió un tenue pero muy real horror ante su temeridad del año pasado. Había propuesto que aquella mujer —mayor, sin hijos, seguramente gastada y molesta a esas alturas— podía haber dejado de ser necesaria.
Temeridad no era, realmente, una palabra adecuada. Alixiana de Sarantium, delicada y reluciente como una perla, resplandecía con luz allí donde esta era reflejada por sus joyas y encontraba sus oscuros ojos. Allí también había diversión, pero muy distinta a la que podía verse en la esposa del estratega.
—No es ninguna intrusión, Leontes —murmuró. Su voz sonaba suave, pausada, dulce como la miel—. Los tres nos honráis, por supuesto. Veo que venís de una boda. ¿Beberéis vino y compartiréis un poco más de música con nosotros, y nos contaréis de ella?
—Por favor —dijo vehementemente Valerius II, emperador de la mitad del mundo—. ¡Consideraos honrosos huéspedes e invitados!
Los dos eran perfectos. Gisel tomó su decisión.
Sin prestar atención a la copa que se le ofrecía, se levantó grácilmente de su asiento, entrelazó las manos y murmuró:
—El emperador y la emperatriz son demasiado bondadosos. Hasta me permiten disfrutar de la halagadora ilusión de que esta visita no era esperada, como si nada de cuanto tiene lugar en el gran Sarantium pudiera pasar desapercibido a sus ojos que todo lo ven. Les agradezco profundamente esta cortesía.
Vio que el delgado y ya anciano canciller Gesius se ensimismaba súbitamente, allí donde estaba calentándose, cerca del fuego. Sólo había cinco invitados más, todos hombres soberbiamente vestidos y atendidos por el barbero, y el músico calvo y regordete. Leontes pareció enfurecerse de repente, aunque seguramente había sido él quien advirtió a Valerius de que iban a venir. Styliane volvía a sonreír detrás de su copa de vino y sus anillos.
Valerius y Alixiana rieron. Los dos.
—Y así aprendemos nuestra lección —dijo el emperador, frotándose el suave mentón con una mano—. Como niños traviesos sorprendidos por nuestro preceptor. Rhodias es más vieja que Sarantium, el Occidente llegó mucho antes que el Oriente, y la reina de los antae, que era hija de un rey antes de reinar en su propio nombre, seguramente siempre estuvo al corriente de las prácticas cortesanas.
—Eres inteligente y hermosa, niña —dijo Alixiana—. Una hija como la que yo habría deseado tener.
Gisel tomó aliento. No podía haber nada de sincero en aquello, pero la mujer acababa de dirigir elegantemente la atención hacia sus edades, el hecho de que ella no hubiese tenido hijos y la apariencia de Gisel.
—Rara vez hay demanda de hijas en una corte —murmuró, pensando deprisa—. La mayor parte del tiempo sólo somos piezas para el matrimonio. En otros aspectos somos una complicación, a menos que también haya hijos para allanar el camino de la sucesión.
Si Alixiana podía ser directa, ella también. Había un temblor de excitación en su interior: llevaba casi medio año en Sarantium sin hacer nada, suspendida como un insecto en ámbar trakesiano. Lo que estaba haciendo ahora podía aparejarle la muerte, pero estaba dispuesta a correr ese riesgo.
Gisel, consciente de que Gesius la estaba midiendo con la mirada, vio que esta vez era él quien sonreía fugazmente.
—Estamos al corriente de los problemas que habéis tenido en vuestro reino, naturalmente —dijo Valerius—. De hecho, hemos dedicado un invierno a buscar maneras de enfrentarnos a ellos.
No responder a aquello tampoco hubiese tenido mucho sentido.
—Hemos pasado un invierno haciendo lo mismo —murmuró Gisel—. ¿No habría sido quizá apropiado que las buscásemos juntos? Aceptamos la invitación de venir aquí a fin de hacer precisamente eso.
—¿De veras? ¿Realmente es así? Tengo entendido —dijo un hombre vestido con sedas verde oscuro— que nuestra invitación y un navío imperial fueron lo que salvó vuestra vida, reina de los antae. —Su tono, patricio y típicamente oriental, apenas resultaba adecuado en aquella compañía. El maestro de ceremonias hizo una pausa, y añadió—: Tenéis toda una historia salvaje en vuestra tribu, después de todo.
Gisel no toleraría aquello. ¿El Oriente y el Occidente caído, una vez más? ¿Los gloriosos sarantinos herederos de Rhodias, los bárbaros primitivos de los bosques del norte? No todavía, no aquí. Gisel volvió la mirada hacia él.
—Un poco, sí —dijo con voz gélida—. Somos un pueblo de guerreros y conquistadores. Aquí en Sarantium la sucesión siempre tiene lugar de manera más ordenada, por supuesto. Nunca hay muertes durante un cambio de emperadores, ¿verdad?
Sabía lo que estaba diciendo. Hubo un breve silencio. Gisel se percató de que varias miradas se dirigían brevemente a Styliane Daleina, que se había sentado detrás de la emperatriz. Gisel se aseguró de no mirar en esa dirección.
El canciller tosió secamente detrás de su mano. Otro de los hombres sentados le miró e hizo un breve ademán. El músico, con celeridad y alivio, ejecutó una apresurada reverencia y salió de la sala con su instrumento. Nadie le prestó atención. Gisel seguía fulminando con la mirada al maestro de ceremonias.
—La reina está en lo cierto, Faustinus, por supuesto —dijo el emperador con voz pensativa—. De hecho, incluso la ascensión al trono de mi tío estuvo acompañada por cierta violencia. El amado padre de Styliane fue asesinado.
Cuánta astucia había allí. Valerius no era la clase de hombre, pensó Gisel, que permitiese que un matiz pasara por su lado si podía apropiárselo. Gisel entendía muy bien aquello porque su padre había sido muy parecido. Eso le dio cierta confianza, aunque el corazón le latía a toda velocidad.
Aquellas personas eran peligrosas y sutiles, pero ella era hija de una persona así. Quizá ella misma lo fuese. Podían matarla, y tal vez lo hicieran, pero no podrían despojarla del orgullo y de todos sus legados. Era consciente de una amarga ironía, no obstante: estaba defendiendo a sus gentes contra una alegación de que eran un pueblo de bárbaros y asesinos, cuando ella misma había sido víctima de un intento de asesinato… en un lugar santo consagrado.
—Las épocas de cambio rara vez dejan de causar bajas —dijo el canciller suavemente, pronunciando sus primeras palabras. Su voz era delgada como el papel, pero clara.
—Lo mismo debe decirse de la guerra —dijo Gisel con bastante brusquedad. No permitiría que aquello se convirtiera en una velada de discusión entre filósofos. Había navegado hasta allí por una razón y pese a lo que cualquiera de ellos pudiese pensar o decir, no sólo para salvar su vida. Leontes la estaba mirando con expresión de sorpresa.
—Ciertamente —dijo Alixiana, asintiendo con una lenta inclinación de la cabeza—. Un hombre arde y muere o millares y millares lo hacen. Hacemos nuestra elección, ¿verdad?
«Un hombre arde y muere». Esta vez Gisel lanzó una rápida mirada a Styliane. No había nada que ver. Ella conocía la historia, todos la conocían. Fuego en una calle matinal.
Valerius meneó la cabeza.
—Elecciones, sí, amor mío, pero si somos honorables no son arbitrarias. Servimos al dios, tal como lo entendemos.
—Cierto, mi señor —dijo Leontes tajantemente, como si intentase desenvainar una espada a través de la seductora suavidad de la voz de la emperatriz—. Una guerra en el sagrado nombre de Jad no es como otras guerras. —Volvió a mirar a Gisel—. Y tampoco puede decirse que los antae no estén familiarizados con las invasiones.
Por supuesto que lo estaban. Ella misma así lo había dado a entender. Su pueblo había conquistado la península batiarana, saqueando Rhodias y quemándola. Lo cual volvía bastante difícil oponer argumentos a la idea de un ejército invasor, o pedir clemencia. Gisel no estaba haciendo nada de eso. Estaba intentando pilotar aquella cuestión hacia una verdad que conocía: si invadían —e incluso si aquel general alto y dorado triunfaba al principio—, no podrían conservar lo conquistado. Nunca podrían mantener a raya a los antae, con los inicii en las fronteras y Bassania creando otro frente de guerra en cuanto comprendiera las implicaciones de un Imperio reunificado. No, la recuperación de Rhodias sólo podía tener lugar de una manera. Y ella, en su juventud, en su persona, una vida que podía terminar con una copa de vino envenenado o un acero silencioso, era esa manera.
El camino que debía tratar de recorrer allí era muy estrecho y tortuoso. Leontes, el apuesto y piadoso soldado que la estaba mirando ahora, era el que podía traer la ruina a su país si el emperador así se lo ordenaba. En el sagrado nombre de Jad, había dicho hacía unos momentos. ¿Hacía eso que los muertos estuvieran menos muertos? Gisel podía preguntárselo, pero esa no era la pregunta que importaba ahora.
—¿Por qué no habéis hablado conmigo antes? —preguntó, reprimiendo un súbito y creciente pánico mientras volvía a mirar a Valerius, aquel hombre tranquilo y de rostro delicado al que había invitado a casarse con ella. Aún tenía dificultades para sostener la mirada de la emperatriz, aunque Alixiana era la que se había mostrado mejor dispuesta hacia ella cuando le dieron la bienvenida. Gisel se repitió una y otra vez que allí nada podía ser tomado por lo que aparentaba a primera vista. Si había alguna verdad a la cual aferrarse, era esa.
—Estábamos negociando con los usurpadores —dijo Valerius con brutal franqueza.
Utiliza el hablar claro como un arina, pensó Gisel.
—Ah —dijo, ocultando su desconcierto—. ¿De veras? Qué… prudente.
Valerius se encogió de hombros.
—Un curso obvio. Era invierno. Ningún ejército viaja, pero los mensajeros sí lo hacen. No averiguar todo lo que pudiéramos sobre ellos hubiese sido una estupidez. Y si os hubiéramos recibido formalmente aquí ellos lo habrían sabido, por supuesto. Así que no lo hicimos. Os mantuvimos vigilada y os hicimos proteger durante todo el invierno. Debéis estar al corriente de ello. Tienen espías aquí… al igual que vos los teníais.
Gisel pasó por alto eso último.
—Si nos hubiéramos encontrado de esta manera no hubiesen llegado a saberlo —dijo, con el corazón todavía latiéndole deprisa.
—Pensamos que os negaríais a ser recibida de otra manera que no fuese como a una reina en visita de estado —dijo la emperatriz amablemente—. A lo cual teníais, y tenéis, derecho.
Gisel meneó la cabeza.
—¿Debería insistir en la ceremonia cuando la gente muere?
—Todos hacemos eso —dijo Valerius—. Es lo único que nos queda en esos momentos, ¿verdad? La ceremonia, quiero decir.
Gisel le miró. Sus ojos se encontraron. De pronto pensó en los cheiromantes, los clérigos cansados y un viejo alquimista en un cementerio junto a las murallas de la ciudad. Rituales y plegarias, cuando erigían el túmulo de los muertos.
—Deberíais saber —siguió diciendo el emperador, su voz aún afable y sosegada— que Eudric de Varena, que por cierto ahora se hace llamar regente, nos ha ofrecido un juramento de fidelidad y, lo que es nuevo, empezar a pagar un tributo formal dos veces al año. Además, nos ha invitado a enviar consejeros a su corte, tanto religiosos como militares.
Detalles, un gran número de ellos. Gisel cerró los ojos. «Deberíais saber». No lo había sabido, por supuesto. Estaba a medio mundo de distancia de su trono y había pasado un invierno esperando y queriendo ser vista en el palacio, tener un papel que jugar, justificar su huida. Así pues, Eudric había ganado. Ella siempre había pensado que ganaría.
—Sus condiciones —prosiguió el emperador— fueron las predecibles: que lo reconozcamos como rey y que consumemos una sola muerte.
Gisel abrió los ojos y volvió a mirarle, resueltamente y sin inmutarse. Aquel era territorio familiar, más cómodo para ella de lo que imaginaban. En casa se habían hecho apuestas de que moriría antes del invierno. Habían intentado matarla en su santuario. Dos personas a las que quería habían sido asesinadas allí, por ella.
Era hija de su padre. Gisel levantó el mentón y habló resueltamente:
—¿De veras, mi señor emperador? ¿Fuego Sarantino? ¿O para mí sólo será un cuchillo en la noche? Un precio muy pequeño a pagar por tan clamorosa gloria, ¿verdad? ¡Un juramento de fidelidad! ¿Tributo, consejeros? ¿Religiosos y militares? ¡Alabado sea el gran Jad! Los poetas cantarán y los años resonarán con el esplendor de todo ello. ¿Cómo podéis rechazar tal gloria?
Un tenso silencio siguió a sus palabras. La expresión de Valerius cambió un poco, pero observando los ojos grises Gisel entendió cuánto podían temerse a aquel hombre. Pudo oír el crepitar del fuego en el silencio.
Fue Alixiana, predeciblemente, quien se atrevió a hablar.
—Os han vencido, amor mío —dijo jovialmente—. Es demasiado lista para vos. Ahora entiendo por qué no me repudiáis para casaros con ella, o por qué ni siquiera la habéis recibido en la corte como es debido.
Alguien emitió un jadeo ahogado. Gisel tragó saliva.
Valerius se volvió hacia su esposa. No dijo nada, pero su expresión cambió una vez más, volviéndose peculiar, extrañamente íntima. Y un instante después fue Alixiana quien se ruborizó un poco y después bajó la mirada.
—Comprendo —dijo suavemente—. No se me había ocurrido pensar que… —Carraspeó y se acarició el collar—. Eso no era… necesario —murmuró, aún con la mirada baja—. No soy tan frágil. Mi señor.
Gisel no tenía ni idea de qué significaba todo aquello, y sospechó que nadie más la tenía. Un diálogo privado en un espacio público. Sus ojos volvieron a ir del uno al otro y entonces —repentinamente— lo entendió. Estuvo segura de ello.
Las cosas no eran tal como había supuesto.
No había sido invitada al Recinto Imperial antes de aquella noche, no debido a las negociaciones con los usurpadores en Varena o a cualquier rigidez del protocolo, sino porque el emperador Valerius estaba protegiendo a su esposa de la presencia juvenil de Gisel y de lo que, en términos puramente formales, significaba o podía significar.
Todos sabían que había una manera de simplificar aquella reconquista de la tierra en que había nacido el Imperio. Gisel no era la única que se había dado cuenta de ello, enviando a un artesano con un mensaje privado para que hiciera el largo viaje hasta allí. La lógica, el mero sentido común, de un matrimonio era abrumadora. Y el esposo había estado imponiendo su voluntad al emperador. Asombrosamente.
Lo cual quería decir, si sus razonamientos no fallaban, que había sido admitida allí ahora, aquella noche, únicamente porque se acababa de tomar una decisión distinta.
La primavera se aproximaba. Ya estaba allí, de hecho. Gisel tomó aliento.
—Vais a invadirnos, ¿verdad? —preguntó secamente.
Valerius de Sarantium apartó la mirada de su esposa para contemplar a Gisel. Con su expresión nuevamente tan solemne como la de un clérigo y tan pensativa como la de un académico, se limitó a decir:
—Sí, de hecho eso vamos a hacer. En vuestro nombre y en el del dios. ¿Confío en que lo aprobaréis?
No era una pregunta, por supuesto. Le estaba diciendo lo que debía hacer. Y no sólo a ella. Gisel oyó, casi sintió cómo una tenue ondulación recorría la pequeña y suntuosa estancia cuando los presentes se removieron en sus asientos o allí donde permanecían de pie. Las fosas nasales del estratega llegaron a dilatarse, como los ijares de un caballo de carreras al oír la trompeta. Había estado suponiendo y preveyendo, pero no lo había sabido hasta ahora. Gisel lo comprendió. Aquel era el momento de comunicar lo que Valerius acababa de decidir, moviéndose con el momento, la atmósfera, su propia llegada allí. O quizá toda aquella velada de música entre amigos en el umbral de la primavera había sido organizada para llegar a aquel instante, sin que ninguno de los otros, ni siquiera su esposa, supiera nada. Un hombre que tiraba de hilos ocultos, que hacía que otros bailaran, o murieran, por sus necesidades.
Miró a Alixiana y se encontró con la mirada impasible de la otra mujer esperando la suya. Mientras contemplaba aquellas profundidades imaginándose lo que aquellos ojos oscuros podían hacerle a un hombre o a cierta clase de mujer, Gisel comprendió algo más, algo totalmente inesperado: por improbable que fuese, tenía un aliado allí, alguien más que también quería encontrar una manera de conducirlos a todos en un cauteloso rodeo alrededor de aquella invasión y de cuanto presagiaba. Aunque eso no parecía tener ninguna importancia, desde luego.
—El emperador debe ser felicitado —intervino la voz de una tercera mujer, Styliane, tan fría como el viento nocturno que soplaba fuera—. Al parecer sus encargados de los tributos han sido más diligentes de lo que sugieren los rumores. Es un milagro del dios y de su regente sobre la tierra que el tesoro aún disponga de fondos suficientes para una invasión.
La pausa subsiguiente fue frágil. Styliane, pensó Gisel, debía de sentirse muy segura de su situación para hablar de aquella manera y entre aquellas personas. Pero tenía que estarlo, ¿no? Por nacimiento y por matrimonio… y por disposición.
Valerius se volvió a mirarla y su expresión volvía a ser risueña.
—En una ocasión Saranios dijo que un emperador recibe la ayuda que se merece. No sé qué sugiere eso acerca de mí y de mis súbditos, pero hay maneras de costear una guerra. Hemos decidido rescindir la paga del ejército de Oriente durante este año. Sobornar a Bassania para obtener una paz y pagar soldados para mantenerla no tendría sentido, ¿verdad?
Leontes pareció sorprenderse y carraspeó.
—¿Esto es lo que se ha decidido, mi señor?
Obviamente no había sido consultado.
—Una cuestión fiscal, estratega. Deseo que nos reunamos mañana para discutir la posibilidad de ofrecer a los soldados tierras en Oriente para que se establezcan en ellas. Ya hemos hablado de esa cuestión en el pasado, y ahora el canciller ha propuesto que lo hagamos.
Leontes era un hombre demasiado experimentado para mostrar nuevas señales de sorpresa.
—Por supuesto, mi señor. Estaré aquí a la salida del sol. Aunque lamento que se me haya hecho quedar como un mentiroso acerca de algo que dije esta tarde en la boda. Ascendí al novio y lo destiné a Oriente. Ahora pierde no sólo el incremento en el salario prometido, sino también todos sus ingresos.
Valerius se encogió de hombros.
—Destinadlo a otro puesto, o lleváoslo al oeste con vos.
Leontes sacudió la cabeza.
—Pero nunca llevo recién casados a una campaña.
—Una actitud encomiable, Leontes —dijo la emperatriz—. Pero estoy segura de que podéis hacer excepciones.
—Hacer excepciones es malo para un ejército, mi ensalzada señora.
—A buen seguro que la terquedad también ha de ser mala para un ejército —dijo la esposa del estratega desde su asiento cerca de la emperatriz, dejando su copa de vino en el suelo—. Querido mío, realmente… Es obvio que lo tienes por un hombre competente, ¿no? Pues incorpóralo a tu séquito privado, págale tú mismo como pagas a los demás, destínalo a Eubulus en el este para que sea tu observador durante un año… o hasta que te parezca que ya puede ser llamado a Occidente para que lo maten en la guerra.
La tajante precisión de aquellas palabras en labios de una mujer, pensó Gisel mientras sus ojos iban de un rostro a otro, tenía que resultar un poco irritante para los hombres allí presentes. Pero después, mirando a la emperatriz, se lo pensó mejor. Allí tal vez estuvieran acostumbrados a aquellas cosas; a diferencia de su propia corte, donde el que una mujer hablara con autoridad podía ser un motivo de asesinato.
Por otra parte, Gisel había reinado en Varena, en su propio nombre. Ninguna de aquellas mujeres lo hacía. Eso marcaba una diferencia. Y como para subrayarlo, Styliane Daleina volvió a hablar.
—Disculpad este atrevimiento, mis señores. Siempre he sido propensa a decir lo que me pasa por la cabeza. —No había auténtica contrición en su tono, sin embargo.
—Un rasgo de vuestro padre —murmuró el emperador—. No tiene por qué ser un defecto.
No tiene por qué serlo, pensó Gisel. La estancia parecía haber quedado recubierta por las complejas capas del pasado, el presente y el futuro. Los matices se enroscaban sobre sí mismos para esparcirse como el incienso, sutiles e insistentes.
Styliane se puso en pie y ejecutó una grácil reverencia.
—Gracias, mi señor. Y ahora solicitaré vuestro permiso y el de la emperatriz para retirarme. Si van a discutirse cuestiones de guerra y política, es apropiado que me marche.
Lo era, por supuesto. Nadie alzó la voz para discutírselo. Gisel se preguntó si había esperado que alguien lo hiciera. ¿Su esposo? Si lo esperaba, iba a quedar decepcionada. Leontes escoltó a su esposa hasta la puerta y luego volvió a la reunión. Miró al emperador y sonrió.
Los dos hombres se conocían, recordó haber oído decir Gisel, desde antes del día en que el primer Valerius había sido elevado al trono. Leontes tenía que ser muy joven por entonces.
—Mi querido señor —dijo el estratega, sin poder evitar un leve temblor en la voz—, ¿puedo pedir que se advierta a todos los presentes de que esta información todavía no debe salir de aquí? Puedo aprovechar la ventaja del tiempo.
—Oh, querido mío —dijo la esposa sentada junto al emperador—, se habrán estado preparando para vos desde mucho antes de que esta niña tuviera que abandonar su trono. Preguntádselo, si realmente necesitáis hacerlo.
Gisel ignoró aquello, tanto el «niña» como el «abandonar», y vio que Valerius la estaba mirando y comprendió, con bastante retraso, que realmente estaba esperando una respuesta a la pregunta que le había hecho. «¿Confío en que lo aprobaréis?»
Formalidad, una cortesía, pensó. Al parecer esas cosas tenían importancia para él. El hombre que se sentaba en el Trono de Oro siempre sería cortés, incluso mientras hacía exactamente lo que había decidido hacer y aceptaba —o buscaba— cualquier consecuencia que pudiera recaer sobre los demás.
—¿Que si lo apruebo? —dijo—. Por supuesto que lo apruebo, mi señor —mintió—. ¿Por qué otra razón hubiese venido a Sarantium?
Ejecutó una segunda amplia reverencia, ahora para ocultar su rostro y lo que había en sus ojos. Estaba volviendo a ver el túmulo funerario, no aquella elegante estancia palaciega iluminada por lámparas, recordando la guerra civil y la hambruna, los ponzoñosos resultados de la plaga, y lamentando la ausencia de una sola alma viviente en la que pudiera confiar. Deseando, casi, haber muerto en Varena después de todo, no haber sobrevivido para oír cómo se le formulaba aquella pregunta mientras se encontraba absolutamente sola en una tierra extranjera donde su respuesta —verdad o mentira— no tendría peso ni significado alguno.
—Realmente no me encuentro nada bien —dijo Pertennius de Eubulus, espaciando sus palabras con precaución.
Se encontraban en una modesta habitación del piso de arriba de la casa del secretario. Pertennius yacía en un sofá verde oscuro con una mano cubriéndose los ojos y la otra sobre el estómago. Crispin, delante de una ventanita, contemplaba la calle vacía. Las estrellas brillaban en el cielo y soplaba viento. Había un fuego encendido en el hogar. Encima de un escritorio pegado a la pared entre el sofá y la ventana había documentos, libros, útiles de escritura y papeles de distintos colores y texturas.
Esparcidos entre ellos —Crispin los vio nada más entrar en la habitación— estaban sus primeros esbozos para la cúpula y el muro del Gran Santuario.
Se preguntó cómo habían llegado allí, y entonces se acordó de que el secretario de Leontes también era el historiador oficial de los proyectos de construcción de Valerius. De manera un tanto inquietante, el trabajo de Crispin formaba parte de su mandato.
«¿Por qué un bisonte? —había preguntado Pertennius, en precario equilibrio delante de su puerta—. ¿Por qué hay tanto de ti en la cúpula?»
Preguntas ambas que, casualmente, eran muy sagaces. Crispin, que no era ningún gran admirador de aquel secretario seco como el polvo, entró en la casa y subió la escalera. ¿Desafiado, intrigado, ambas cosas? Probablemente una pérdida de tiempo, comprendió mientras contemplaba al secretario tumbado. Pertennius parecía realmente enfermo. Si aquel hombre le hubiera gustado un poco más, Crispin habría podido sentir pena por él.
—Demasiado vino en una tarde puede hacerte eso —dijo afablemente—. Sobre todo si normalmente uno no bebe.
—No lo hago —dijo Pertennius. Hubo un silencio—. Le gustáis —añadió el secretario—. Más que yo.
Crispin se apartó de la ventana. Pertennius había abierto los ojos y le estaba mirando. Su mirada y su tono eran perfectamente neutrales: un historiador que constata un hecho, no un rival que presenta una queja.
Crispin no se dejó engañar. No acerca de aquello. Meneó la cabeza y apoyó la espalda en la pared junto a la ventana.
—¿Shirin? Le gusto, sí, como un vínculo con su padre. Sólo como eso. —En realidad no estaba seguro de que eso fuese verdad, pero creía que la mayor parte del tiempo lo era. «Piensa en sus dedos subiéndote la túnica desde atrás para luego descender a lo largo de tu piel». Crispin volvió a menear la cabeza, esta vez por una razón distinta. Titubeó y luego dijo—: ¿Quieres saber lo que pienso?
Pertennius esperó. Uno de esos hombres que siempre escuchan, y que acaban enterándose de muchas cosas tanto en su profesión como por su naturaleza. Realmente parecía encontrarse mal.
Y de pronto Crispin deseó no haber subido allí. Aquella conversación no le agradaba. Con un encogimiento de hombros interior y un destello de irritación al ver que se lo ponía en aquella situación —o haberse puesto él mismo en ella—, dijo:
—Creo que Shirin está harta de verse asediada por hombres cada vez que sale de su casa. Es una vida difícil, aunque algunas mujeres crean desearla.
Pertennius asintió lentamente, la cabeza pesada sobre los hombros. Cerró los ojos y luchó por volver a abrirlos.
—Los mortales buscan la fama sin ser conscientes de todo lo que significa —sentenció—. Shirin necesita un… protector. Alguien que los mantenga alejados de ella.
Había algo de verdad en eso, por supuesto. Crispin decidió no decir que un secretario e historiador probablemente no resultaría suficientemente disuasorio como amante reconocido para proporcionarle esa protección. Lo que hizo fue murmurar con tono contemporizador:
—Ya sabéis que hay quienes solicitan hechizos de amor a los cheiromantes.
Pertennius torció el gesto.
—¡Pah! —dijo—. Magia. Es impía.
—Y no funciona —añadió Crispin.
—¿Lo sabéis con certeza? —preguntó el otro, la mirada lúcida por un fugaz momento.
Súbitamente consciente de la necesidad de ir con cautela, Crispin dijo:
—Los clérigos nos enseñan que no funciona, amigo mío. En cualquier caso, ¿habéis visto alguna vez a Shirin vagando por las calles nocturnas contra su voluntad y su deseo, con los cabellos sueltos y obligada a ir allí donde algún hombre la espera?
—¡Oh, Jad! —exclamó Pertennius, y gimió. Enfermedad y deseo, una mezcla impía.
Crispin reprimió una sonrisa y volvió a mirar por la ventana entreabierta. El aire era fresco. La calle estaba vacía y silenciosa. Decidió marcharse, y pensó en pedir una escolta. Atravesar la ciudad solo de noche no era seguro, y su casa quedaba bastante lejos.
—Deberíais dormir un poco —dijo—. Podemos hablar otro…
—¿Sabéis que en Sauradia adoran al bisonte? —exclamó Pertennius—. Consta en la Historia de las guerras rhodianas de Metractes.
Una vez más, Crispin sintió un destello de alarma. Cada vez lamentaba más haber ido allí.
—Me acuerdo de Metractes —dijo con indiferencia—. Me obligaron a aprendérmelo de memoria cuando era pequeño.
Espantosamente aburrido.
Pertennius pareció ofenderse.
—¡Difícilmente, rhodiano! Un historiador excelente. Un modelo para mis propias historias.
—Os ruego que me perdonéis —se apresuró a decir Crispin—. Es ciertamente voluminoso.
—De envergadura —dijo Pertennius. Volvió a cerrar los ojos. La mano volvió a subir para posarse sobre ellos—. ¿Esta sensación pasará? —preguntó quejumbrosamente.
—Por la mañana —dijo Crispin—. Necesitáis dormir. Aparte de eso, no se puede hacer gran cosa al respecto.
—¿Voy a vomitar?
—Es posible —dijo Crispin—. ¿Queréis poneros junto a la ventana?
—Está demasiado lejos. Habladme del bisonte.
Crispin tomó aliento. Los ojos de Pertennius habían vuelto a abrirse y estaban clavados en él.
—No hay nada que contar. Y al mismo tiempo, habría que contarlo todo. ¿Cómo explicar esas cosas? Si bastara con las palabras, entonces yo no sería mosaiquista. Es como el corzo y los conejos y los pájaros y el pez y los zorros y el grano en los campos. Yo quería tenerlos a todos en mi cúpula. Tenéis los esbozos aquí, secretario, podéis ver el diseño. Jad creó el mundo de los animales así como al hombre mortal. Ese mundo se extiende entre los muros y los muros, el este y el oeste, bajo la mano y el ojo del dios.
Todo cierto, mas no la verdad.
Pertennius trazó un vago signo del disco solar. Estaba haciendo visibles esfuerzos para permanecer despierto.
—Lo hicisteis muy grande.
—Son grandes —dijo Crispin.
—¿Habéis visto uno? ¿Y Rhodias también está allí arriba? Mi cúpula, habéis dicho. ¿Es eso piadoso? ¿Es… apropiado en un santuario?
Crispin, vuelto de espaldas a la ventana, se disponía a responder, o a intentarlo, cuando vio que ya no había necesidad de ello. El secretario se había quedado dormido en el sofá verde, todavía con las sandalias y el atuendo blanco de un invitado a una boda.
Crispin inspiró una profunda bocanada de aire y experimentó una sensación de alivio y liberación. Era hora de irse, con escolta o sin ella, antes de que aquel hombre despertara e hiciera más preguntas desconcertantemente agudas. «Es inofensivo», le había dicho Shirin a Crispin el día en que se encontraron por primera vez. Crispin no había estado de acuerdo. Seguía sin estarlo. Fue hacia la puerta. Haría subir al sirviente para que se ocupara de su amo.
Si no hubiera visto algo escrito a toda prisa encima de uno de sus esbozos esparcidos sobre la mesa, habría salido de la habitación. Pero la tentación fue irresistible. Se detuvo y lanzó una rápida mirada al hombre dormido. La boca de Pertennius se había quedado abierta. Crispin se inclinó sobre los esbozos.
Pertennius —tenía que ser él— había escrito una serie de crípticas notas en todos los dibujos de la cúpula y las decoraciones de los muros hechos por Crispin. Eran las notas que tomaba para sí mismo, así que no merecían mayor atención. No había nada privilegiado en unas propuestas esbozadas.
Crispin se irguió para irse, pero sus ojos se posaron en una página medio escondida debajo de un boceto, escrita por la misma mano, pero más cuidadosamente, incluso con elegancia, y esta vez pudo leer las palabras.
«Me ha sido revelado por uno de los funcionarios del maestro de ceremonias (un hombre que no puede ser nombrado aquí por razones de su vida y seguridad) que es sabido que la emperatriz, la cual sigue tan corrupta como en su juventud, hace que algunos de los Excubitores más jóvenes le sean llevados a sus baños ciertas mañanas por sus damas que son escogidas por su propia moralidad depravada. Entonces recibe a esos hombres lascivamente, desnuda y sin vergüenza alguna como cuando se acoplaba con animales encima del escenario, y hace que los soldados sean despojados de sus ropas».
A Crispin le costaba respirar.
Con otra mirada al sofá, corrió ligeramente el papel y siguió leyendo con incredulidad.
«Acto seguido tendrá ayuntamiento carnal con esos hombres, insaciablemente y a veces con dos de ellos usándola al mismo tiempo igual que a una ramera en su propio baño mientras las demás mujeres se acarician a sí mismas y unas a otras y les procuran salaz y lascivo aliento. Una virtuosa joven de Eubulus, me contó el funcionario en el mayor de los secretos, fue envenenada por la emperatriz por haberse atrevido a decir que aquella conducta era impía. Su cuerpo nunca ha sido encontrado. La indecible ramera que es ahora nuestra emperatriz siempre hace que sus hombres santos esperen fuera de los baños por la mañana hasta después de que los soldados hayan sido despedidos por una puerta secreta. Entonces recibe a los clérigos, medio desnuda y envuelta en el hedor de la carnalidad, en una obscena burla de las plegarias matinales al sagrado Jad».
Crispin tragó saliva. Sintió que una vena le latía en la sien. Miró al hombre dormido. Pertennius había empezado a roncar. Parecía enfermo e indefenso. Crispin soltó la hoja cuando esta empezó a crujir entre sus dedos temblorosos. Sentía rabia y miedo y, por debajo de ellos como el redoble de un tambor, un creciente horror. Pensó que iba a vomitar.
Hubiese tenido que irse, y lo sabía. Necesitaba irse de allí. Pero había un poder en aquella vituperación exquisitamente formulada, en aquel veneno, que hizo que —como si hubiera sucumbido a un oscuro hechizo— pasara a otra página.
«Cuando el granjero trakesiano que tan vilmente asesinó para dar el trono a su pariente analfabeto al fin pudo sentarse allí por derecho propio, aunque no con su nombre de campesino (pues lo había abandonado en un vano esfuerzo por abandonar el olor a estiércol de los campos), empezó a practicar más abiertamente sus ritos nocturnos de demonios y negros espíritus. Ignorando las desesperadas advertencias de sus santos clérigos, y destruyendo implacablemente a aquellos que se negaban a guardar silencio, Petrus de Trakesia, el Emperador de la Noche, convirtió los siete palacios del Recinto Imperial en lugares impíos que al caer la noche se llenaban de sangre y salvajes rituales. Después, en una malévola mofa de la piedad, declaró su intención de construir un vasto nuevo santuario al dios. Encomendó a hombres malvados y sin dios —extranjeros, muchos de ellos— la labor de diseñarlo y decorarlo, sabiendo que nunca se opondrían a los negros propósitos de su patrono. En aquel tiempo muchos en la ciudad creían de buena fe que el trakesiano en persona celebraba rituales de sacrificio humano en el santuario inacabado durante la noche, cuando nadie podía acceder a él excepto aquellos cómplices suyos. Se ha dicho que la emperatriz, manchada con la sangre de víctimas inocentes, bailaba para él entre velas encendidas en escarnio de la santidad de Jad. Después, desnuda, con el emperador y otros mirando, la ramera cogía una vela todavía no encendida del altar y, tal como había hecho encima del escenario en su juventud, se acostaba delante de todos y…»
Volvió a dejar los papeles en su sitio. Era suficiente. Más que suficiente. Ahora sí se sentía realmente enfermo. Aquel untuoso, vigilante y siempre tan discreto secretario del estratega, aquel cronista oficial de las guerras del reinado de Valerius II y de sus proyectos arquitectónicos, con su honrosa posición en el Recinto Imperial, había estado dando rienda suelta en aquella habitación a la basura acumulada y la bilis del odio.
Crispin se preguntó si aquellas palabras habrían sido escritas para que llegaran a ser leídas alguna vez. ¿Y cuándo? ¿Las creería la gente? ¿Podrían dar forma, en años venideros, a una impresión de verdad para aquellos que nunca había conocido a las personas acerca de las cuales se escribían aquellas horribles palabras? ¿Sería posible que así fuese?
Se le ocurrió que sólo tenía que salir de allí con unas páginas escogidas al azar para que Pertennius de Eubulus cayera en desgracia y fuese desterrado. O, muy posiblemente, ejecutado. Una muerte unida al nombre de Crispin. Aun así, la idea de hacerlo siguió en su mente mientras permanecía inmóvil junto a la mesa desordenada, respirando entrecortadamente e imaginando que el odio de aquellas páginas las había teñido de escarlata, oyendo los ronquidos del hombre dormido, el crujir del fuego y los tenues rumores lejanos de la noche.
Se acordó de Valerius, aquella primera noche, de pie bajo la estupenda cúpula creada por Artibasos; de la inteligencia y la cortesía del emperador mientras observaba pacientemente cómo Crispin iba asimilando la superficie que le estaba siendo dada para que practicara su oficio sobre ella.
Se acordó de Alixiana en sus habitaciones. Una rosa labrada en oro encima de una mesa. La terrible transitoriedad de la belleza. Todo transitorio. «Hazme algo que dure», le había dicho la emperatriz.
Mosaico: un esforzarse en pos de lo eterno. Crispin se dio cuenta de que ella había entendido eso. Y comprendió incluso entonces, esa primera noche, que aquella mujer siempre estaría con él de alguna manera. Eso había sido antes de que el hombre que ahora dormía con la boca abierta en su sofá le hubiese traído un regalo de Styliane Daleina.
Crispin se acordó —y ahora entendió de una manera muy distinta— la mirada devoradora que Pertennius había paseado por la pequeña y opulenta cámara de Alixiana iluminada por el fuego, y la expresión que apareció en sus ojos cuando vio a la emperatriz con el cabello suelto y aparentemente a solas con Crispin a esas horas de la noche. «La indecible ramera que ahora es nuestra emperatriz».
Crispin salió de la habitación.
Bajó rápidamente por la escalera. El sirviente dormitaba en un taburete en el vestíbulo debajo de un candelabro de hierro. Despertó de pronto al oír sonido de pasos y se levantó.
—Tu amo se ha quedado dormido sin quitarse la ropa —dijo Crispin—. Ocúpate de él.
Abrió la puerta principal y salió al aire frío y una oscuridad que le impresionó menos que lo que acababa de leer a la luz del fuego. Se detuvo en el centro de la calle, miró arriba, vio estrellas: tan remotas, tan indiferentes a la vida mortal, nadie podía invocarlas. Crispin agradeció el frío y se restregó vigorosamente la cara como para limpiársela.
De pronto deseó intensamente estar en casa. No en la casa que le habían dado allí, sino a medio mundo de distancia. Realmente en casa. Más allá de Trakesia, Sauradia, los negros bosques y espacios vacíos, nuevamente en Varena. Quería estar con Martinian, su madre, con amigos descuidados durante aquellos dos últimos años, el consuelo de lo conocido durante toda la vida.
Un falso refugio. Crispin lo sabía, incluso en el mismo instante de pensarlo. Ahora Varena era un sumidero, tanto o más que Sarantium, un lugar de asesinato, violencia y negras sospechas en el palacio: sin siquiera la posibilidad de redención que le esperaba aquí, en la cúpula del santuario.
Realmente, no había ningún lugar donde esconderse del mundo, a menos que uno jugara a hacerse el santón y huyera al desierto, o trepara a lo alto de un barranco. Y, realmente, en el gran esquema y escala de las cosas —Crispin inspiró otra profunda bocanada del frío aire nocturno—, ¿qué eran la malevolencia y la lúbrica deshonestidad de un escriba temeroso y amargado comparadas con la muerte de los niños? Nada. Absolutamente nada.
De pronto se le ocurrió que a veces en realidad no llegabas a una conclusión acerca de tu vida, sino que simplemente descubrías que ya había pasado. Crispin no estaba dispuesto a huir de todo aquello, dejar que le crecieran los cabellos y que sus ropas apestaran a sudor no lavado y excrementos en el desierto mientras la piel se le ampollaba y quemaba. Uno vivía en el mundo. Buscaba la pequeña gracia que pudiera ser encontrada, como quiera que uno definiese tales cosas, y aceptaba que la creación de Jad —o de Ludan, del zubir o de cualquier otro poder adorado— no era un lugar donde los hombres y mujeres mortales estuvieran destinados a encontrar paz y reposo. Quizá hubiera otros mundos —algunos así lo enseñaban— mejores que este, en los que tales armonías fueran posibles, pero él no viviría en uno de ellos.
Y pensando aquellas cosas, se volvió y miró calle abajo y vio el muro iluminado por antorchas de la enorme casa adyacente a la de Pertennius y el patio donde una elegante litera había sido introducida hacía un rato, y en la oscuridad iluminada por las estrellas vio que ahora la puerta principal de aquella casa se hallaba abierta y una sirvienta, envuelta en una capa y con una vela en la mano, le contemplaba desde ella.
La mujer vio que Crispin había advertido su presencia. Sin decir palabra, levantó la vela y con la otra mano le señaló el portal abierto.
Crispin se volvió dando la espalda a la invitación de esa luz, y volvió a quedarse inmóvil en la calle, pero ahora todo había cambiado. A su izquierda, encima de las hermosas fachadas de piedra y ladrillo de las casas se alzaba el arco de la cúpula iluminada por las estrellas, una serena curva que se elevaba por encima de todas aquellas líneas y filos mortales mellados e hirientes, desdeñosa de ellos en su pureza. Pero hecha por un hombre mortal. Un hombre llamado Artibasos, uno de los mortales que vivían allí entre todas las cortantes interacciones humanas de esposas, niños, amigos, patronos, enemigos, los iracundos, los indiferentes, los amargados, los ciegos, los agonizantes.
Sintió que el viento arreciaba e imaginó a la sirvienta protegiendo su vela en el portal abierto detrás de él. Se vio a sí mismo yendo hacia ella y entrando por aquella puerta. Se dio cuenta de que el corazón le palpitaba desenfrenadamente. No estoy preparado para esto, pensó, y supo que en cierta manera eso era falso, y que de otra nunca estaría preparado para lo que había más allá de aquel umbral, así que el pensamiento carecía de sentido. Pero también comprendió, solo en una noche estrellada en Sarantium, que necesitaba entrar en aquella casa.
La necesidad tenía muchas apariencias, y el deseo era una de ellas. Los filos mellados de la mortalidad. Una puerta a la que su vida lo había traído, después de todo. Crispin dio media vuelta.
La joven seguía allí, esperando. Su misión era esperar. Crispin fue hacia ella. Ahora ningún fuego sobrenatural temblaba o chisporroteaba en la calle nocturna. Ninguna voz humana llegó hasta él, ni el grito de un vigilante ni la canción de un paseante nocturno o de los partidarios de una facción elevándose desde una taberna lejana. Había cuatro antorchas espaciadas a intervalos regulares en aros de hierro a lo largo de la pared de piedra de la gran casa. Las estrellas brillaban por encima de él, el mar ya a su espalda, casi tan lejos como ellas. Crispin vio que la mujer de la puerta era muy joven, sólo una muchacha, el miedo visible en sus ojos oscuros mientras él iba hacia ella.
Le tendió la vela y, sin hablar, volvió a señalar el interior, una escalera que no estaba iluminada por lámpara alguna. Crispin tomó aliento, sintió la martilleante presencia de algo escondido en las profundidades de su ser y reconoció una parte, en la turbulenta corriente del momento, de lo que significaba aquel agitarse. La furia de la mortalidad.
Tomó la vela de los fríos dedos de la joven y subió por la tortuosa escalera.
No hubo más iluminación que la suya, proyectando su sombra en movimiento sobre la pared, hasta que llegó al rellano de arriba y vio un resplandor —naranja, escarlata, amarillo, oro ondulante— a través de la puerta parcialmente abierta de una habitación pasillo abajo. Crispin permaneció inmóvil durante un momento interminable, y después apagó la vela de un soplido y la dejó encima de una mesa de mármol veteado de azul, pies de hierro como patas de león. Avanzó por el pasillo, pensando en estrellas y el viento frío de fuera y en su esposa cuando murió y antes, y después pensó en aquella noche del otoño pasado cuando una mujer le había estado esperando en su habitación antes del amanecer, con una daga en la mano.
Llegó a su puerta a través de aquella oscura casa, la abrió, entró, vio lámparas, un fuego tenue, una gran cama. Se apoyó contra la puerta cerrándola, el corazón palpitándole, la boca seca. La mujer, que había estado esperando junto a una ventana que daba a un patio interior, se volvió.
Su larga cabellera rubio claro estaba suelta, y se había despojado de todas las joyas. Llevaba una túnica de seda blanca, la prenda nocturna de una novia. ¿Por amarga ironía, por necesidad?
La visión se le nubló de aprensión y deseo al verla, y su respiración se volvió nerviosa y entrecortada. Temía a aquella mujer y casi la odiaba, pero pensó que moriría si no la poseía.
Ella le recibió en el centro de la habitación. Crispin no era consciente de haberse adelantado, el tiempo moviéndose espasmódicamente como en un sueño febril. Ninguno de los dos habló. Crispin vio el intenso y duro azul de sus ojos, pero entonces ella se retorció y bajó la cabeza, exponiendo el cuello como un lobo o un perro en el acto de sumisión. Y entonces, antes de que él pudiera reaccionar, responder o tratar de entender, ella ya había vuelto a levantar la cabeza, los ojos extraviados, y tomó su boca con la suya como había hecho en una ocasión, hacía medio año.
Esta vez le mordió, con fuerza. Crispin soltó un juramento, sintiendo el sabor de su propia sangre. Ella rio y empezó a apartarse. Crispin volvió a maldecir, excitado, y la agarró por su cabello para atraerla nuevamente hacia él. Y esta vez cuando se besaron vio cerrarse sus ojos, separarse sus labios y el latir de su garganta, y el rostro de Styliane a la luz parpadeante de su habitación estaba tan blanco como su túnica, como una bandera de rendición.
Pero no hubo rendición alguna. Hasta entonces Crispin nunca había conocido el amor como una batalla, con cada beso, contacto, unión o separación para respirar angustiosamente convirtiéndose en un enfrentamiento de fuerzas, la necesidad del otro confundida con la ira y el temor de no volver a la superficie, de no volver a dominarse nunca más. Styliane le provocaba sin esforzarse, aproximándose, tocando, retirándose, volviendo, bajando nuevamente el cuello en ese breve esquivar sumisivo —su garganta larga y esbelta, la piel suave, aromática y joven en la noche—, y Crispin sintió cómo una súbita ternura devastadoramente genuina se entrelazaba con la ira y el deseo. Pero entonces ella volvió a levantar la cabeza, los ojos brillantes y la boca abierta, y sus manos le acariciaron la espalda mientras se besaban. Después, muy rápidamente, ella le levantó la mano y, dándole la vuelta, le mordió allí.
Crispin trabajaba el mosaico y el vidrio, la baldosa y la luz. Sus manos eran su vida. Gruñó alguna incoherencia y, levantándola del suelo, la llevó en vilo hacia la gran cama con dosel. Se quedó inmóvil con Styliane sostenida en sus brazos, y después la depositó en la cama. Ella alzó la mirada hacia él y la luz cambió sus ojos al reflejarse en ellos. Su túnica estaba desgarrada en un hombro. Él había hecho eso. Crispin vio la curva ensombrecida de su pecho allí donde la luz del fuego caía sobre la carne.
—¿Estás seguro? —preguntó ella.
Él parpadeó.
—¿Qué?
Él recordaría su sonrisa de aquel instante, y todo lo que significaba y decía acerca de Styliane. Ella murmuró, irónica y segura de sí misma, pero amarga como las cenizas de un fuego apagado hacía mucho tiempo:
—¿Estás seguro de que lo que quieres no es una emperatriz o una reina, rhodiano?
Enmudecido por un momento, él la miró mientras contenía el aliento como si tuviera un anzuelo incrustado en el pecho. Advirtió que le temblaban las manos.
—Muy seguro —murmuró con voz enronquecida, y se quitó la túnica blanca por la cabeza.
Ella permaneció inmóvil un momento, luego levantó una mano y un largo dedo bajó lentamente por el cuerpo de Crispin en una suave caricia, ilusión de simplicidad, de que había algún orden en el mundo. Aun así él pudo ver que Styliane luchaba por no perder el control de sí misma, y eso incrementó su deseo.
«Muy seguro». Era cierto, y sin embargo desesperadamente falso, pues ¿dónde podía hallarse certeza en el mundo en que vivían? El movimiento recto y nítido del dedo de ella no era el movimiento de sus vidas. Eso no tenía importancia, se dijo. No aquella noche.
Dejó que las preguntas y las pérdidas se alejaran de él. Se puso encima de ella y Styliane lo guio impetuosamente hacia su interior, y después aquellos largos y delgados brazos y aquellas largas piernas envolvieron su cuerpo, las manos aferrando su cabello para luego subir y bajar por su espalda, la boca susurrándole en el oído, una y otra vez, rápida y necesitada, hasta que la respiración de Styliane se fue volviendo más entrecortada y terriblemente urgente, exactamente como la de él. Crispin sabía que debía de estar haciéndole daño, pero sólo la oyó gritar ásperamente cuando su cuerpo se curvó hacia arriba en su propio arco y lo levantó consigo durante aquel momento, lejos de todos los cantos mellados y las líneas rotas.
Vio lágrimas brillando como diamantes en sus pómulos y supo con toda certeza que incluso estando consumida por el deseo como una vela encendida, por dentro estaba montando en cólera ante la debilidad revelada por aquello. Ahora podía matarlo, pensó, tan fácilmente como volver a besarlo. No un puerto resguardado, aquella mujer, aquella habitación, no un cobijo de ninguna clase, sino un destino al cual él necesitaba desesperadamente llegar y que no podía negar: aquellas amargas y furiosas complejidades de la necesidad humana, allí debajo de la cúpula perfecta y las estrellas.
—¿Puedo suponer que los lugares elevados no te inspiran temor alguno?
Acostados el uno al lado del otro. Algunos de los dorados cabellos de ella sobre el rostro de él, haciéndole cosquillas. Una de las manos de ella encima del muslo de él. Su rostro estaba vuelto hacia un lado, y Crispin sólo podía ver un perfil mientras ella miraba el techo. Había un mosaico allí, advirtió, y de pronto se acordó de Siroes, el hombre que lo había hecho y cuyas manos habían sido rotas por aquella mujer en castigo a sus defectos.
—¿Miedo a las alturas? Sería un impedimento en mi trabajo. ¿Por qué?
—Tendrás que salir por la ventana. Puede que él pronto esté en casa, con sus propios sirvientes. Baja por el muro y cruza el patio hasta llegar al otro extremo de la calle. Hay un árbol que te llevará hasta lo alto del muro exterior.
—¿Tengo que irme ahora mismo?
Ella volvió la cabeza. Crispin vio un leve fruncimiento en sus labios.
—Espero que no —murmuró ella—. Aunque si nos demoramos demasiado tal vez tengas que irte a toda prisa.
—¿Él… entraría aquí?
Ella sacudió la cabeza.
—Es improbable.
—La gente muere debido a cosas improbables.
Ella rio.
—Muy cierto. Y supongo que se sentiría obligado a matarte.
Eso le sorprendió. Sin saber muy bien por qué, había llegado a la conclusión de que aquellas dos personas —el estratega y su aristocrática recompensa— habían alcanzado un entendimiento mutuo en cuestiones de fidelidad. Aquella sirvienta con su vela, visible para la calle en la puerta abierta…
No dijo nada.
—¿Te asusto?
Styliane le estaba mirando.
Crispin se volvió para quedar de cara a ella. No parecía haber razón alguna para mentir. Asintió.
—Pero por ti misma, no debido a tu esposo. —Ella le sostuvo la mirada y a continuación, inesperadamente, desvió la vista—. Ojalá me gustaras más —añadió Crispin.
—¿Gustar? Un sentimiento trivial —dijo ella, pero demasiado deprisa—. Poco tiene que ver con esto.
Él sacudió la cabeza.
—La amistad empieza con él, si el deseo no lo hace.
Styliane le dio la espalda.
—He sido mejor amiga de lo que imaginas —dijo ella—. Desde el primer momento. Te dije que no le dieras demasiada importancia a ningún trabajo que pudieras hacer en esa cúpula.
Eso le había dicho, sin explicárselo. Él abrió la boca pero ella se llevó un dedo a los labios.
—Nada de preguntas. Pero no lo olvides.
—Una imposibilidad —dijo él—. No darle importancia.
Ella se encogió de hombros.
—Bueno. No puedo hacer nada contra las imposibilidades.
De pronto ella se estremeció, expuesta al aire frío, su piel todavía sudaba. Él miró la habitación. Se levantó de la cama y avivó el fuego chisporroteante, añadiendo leños y cambiándolos de lugar. Cuando se irguió, desnudo y calentado, vio que ella se había incorporado sobre un codo y lo observaba con mirada de abierto enjuiciamiento. Él se sintió ridículo y vio que ella sonreía al darse cuenta.
Volvió a la cama y la miró. Ella siguió acostada sin vergüenza alguna, desnuda y destapada, y dejó que él resiguiera con su mirada las curvas y líneas de su cuerpo, el arco de la cadera y el pecho, los delicados huesos de su rostro. Él volvió a sentir los primeros estremecimientos del deseo, irresistibles como las mareas.
La sonrisa de ella se ensanchó al tiempo que su mirada descendía. Su voz, cuando habló, volvía a ser ronca.
—Albergaba la esperanza de que no tendrías mucha prisa por encontrar el patio y el árbol —dijo, y extendió una mano y le acarició el sexo, atrayéndolo hacia ella.
Y esta vez, en una danza más lenta e intrincada, ella acabó mostrándole —como se había ofrecido a hacerlo hacía medio año— la manera en que a Leontes le gustaba usarla como almohada, y entonces él descubrió algo nuevo acerca de sí mismo. En un momento dado, más tarde, se encontró haciéndole algo que sólo había hecho para Ilandra y al sentir cómo las manos de ella se tensaban sobre su cabello mientras murmuraba un torrente de palabras incoherentes, cual si algo la obligara a hacerlo contra su voluntad, se le ocurrió que uno podía sentir la tristeza de la pérdida, la ausencia, el amor y el amparo esfumados, sin ser consumido interminablemente y destruido como por un relámpago de tragedia caído del cielo. El vivir no era, en sí y por sí mismo, una traición.
Algunas personas ya habían intentado decírselo antes, y él lo sabía.
Y entonces ella emitió un sonido más agudo, como si sintiese un súbito dolor. Tiró de él y volvió a introducirlo en ella, los ojos cerrados y las manos atrayéndolo hacia su cuerpo, y después lo volteó velozmente de tal manera que ahora ella cabalgaba sobre él con un ímpetu cada vez mayor, imperativa, su cuerpo reluciendo a la luz del fuego. Él alzó las manos, le tocó los pechos y pronunció su nombre, resistiéndose pero impelido a ello, exactamente como lo había sido ella. Después la sujetó por las caderas y dejó que ella condujera el acto, y finalmente la oyó gritar y abrió los ojos para volver a ver aquel arqueamiento de su cuerpo, con la piel tensándose mientras ella se doblaba hacia atrás como un arco. Había lágrimas en sus mejillas, como antes, pero esta vez él extendió las manos y la atrajo hacia sí y la besó, y ella permitió que lo hiciera.
Y fue entonces, yaciendo sobre aquello, con los cuerpos temblorosos y los cabellos de ella cubriéndolos a ambos, cuando Styliane murmuró con su voz extrañamente gentil:
—Invadirán tu país más avanzada la primavera. Nadie lo sabe aún. Nos fue anunciado a algunos esta noche en el palacio. Ahora deben ocurrir ciertos acontecimientos. No diré que lo lamente. Hace tiempo se hizo una cosa, y todo lo demás se deriva de ella. Pero acuérdate de esta habitación, rhodiano. Pase lo que pase y haga yo lo que haga, acuérdate de ella.
En su confusión, aún incapaz de pensar bajo el súbito filo del miedo, lo único que pudo decir él fue:
—¿Rhodiano? ¿Sólo eso? ¿Todavía?
Ella, inmóvil por fin, yacía sobre él. Crispin podía sentir los latidos de su corazón.
—Soy aquello que se me ha hecho ser. No te engañes a ti mismo.
«Entonces ¿por qué estas llorando?», quiso preguntar él, pero no lo hizo. También recordaría aquellas palabras, todas ellas, y el tenso arquearse hacia atrás del cuerpo de ella y aquellas amargas lágrimas derramadas ante el deseo así revelado. Pero en el silencio que siguió a sus palabras, lo que ambos oyeron fue la puerta principal cerrándose ruidosamente.
Styliane se removió levemente. Él supo que estaba sonriendo, con esa sonrisa irónica y maliciosa.
—Es un buen esposo. Siempre me hace saber cuándo llega a casa.
Crispin la miró. Ella le devolvió la mirada con los ojos muy abiertos, todavía divertida.
—Oh, cielos. ¿Realmente piensas que Leontes quiere pasar sus noches matando gente? Hay un cuchillo aquí en alguna parte. ¿Quieres batirte con él por mi honor?
Así que había un acuerdo entre ellos. No entendía en absoluto a aquellas dos personas. Se sentía cansado y con la cabeza pesada, y un poco asustado: «Hace tiempo se hizo una cosa». Pero el que la puerta se hubiese cerrado allá abajo no dejaba tiempo para aclarar las cosas. Se levantó con vacilante torpeza y empezó a vestirse. Ella le contempló calmosamente, alisando las sábanas a su alrededor, el cabello extendido encima de las almohadas. Él vio cómo dejaba caer al suelo su túnica desgarrada, sin tratar de esconderla.
Poniéndose la túnica y el cinturón, se arrodilló y se anudó las sandalias a toda prisa. Cuando volvió a incorporarse, la miró por un momento. El fuego había vuelto a bajar, las velas se habían apagado. El cuerpo desnudo de Styliane estaba castamente cubierto por las sábanas de lino. Recostada en las almohadas sin moverse, recibía su mirada y la devolvía. Y entonces Crispin entendió de pronto que había una especie de desafío en ello, tanto como en cualquier otra cosa, y comprendió que Styliane era muy joven y lo fácil que era olvidar eso.
—No te engañes a ti misma mientras te esfuerzas tanto por controlar al resto de nosotros —dijo—. Eres algo más que la suma de tus planes. —Ni siquiera estaba seguro de qué quería decir con eso.
Ella sacudió la cabeza.
—Nada de eso importa. Soy un instrumento.
—Un premio, me dijiste la última vez —replicó él con expresión burlona—. Esta noche eres un instrumento. ¿Qué más debería saber?
Pero mientras la miraba de pronto sintió un dolor extraño e inesperado.
Ella abrió la boca y la cerró. Él vio que la había sorprendido con la guardia baja, y oyó pasos en el vestíbulo.
—Crispin —dijo ella, señalando la ventana—. Vete. Por favor.
Sólo cuando estaba cruzando el patio, pasando junto a la fuente en dirección al olivo indicado en la esquina cercana a la calle, cayó en la cuenta de que ella había pronunciado su nombre.
Trepó por el árbol y pasó a lo alto del muro. La luna ya había salido, a medio camino de la plenitud. Sentándose en el muro de piedra que daba a la calle desierta, Crispin se acordó de Zoticus, y del muchacho que había sido él mismo, pasando del muro al árbol. El muchacho, y luego el hombre. Pensó en Linón, y casi pudo oír su voz haciendo algún comentario sobre lo que acababa de pasar. O quizá estaba equivocado: quizá ella hubiese comprendido que allí había elementos más complejos que el simple deseo.
Después rio suavemente, con cierta melancolía. Pues aquello tampoco era cierto: no había nada de simple en el deseo. Miró hacia atrás y vio una figura silueteada en la ventana que acababa de dejar. Leontes. La ventana fue cerrada, las cortinas corridas en el dormitorio de Styliane. Crispin permaneció inmóvil.
Miró calle a través y vio la cúpula elevándose por encima de las casas. La cúpula de Artibasos, del emperador, de Jad. Más abajo —un parpadeo en el rabillo del ojo— una de aquellas inexplicables erupciones de llama que definían a Sarantium durante la noche apareció en la calle y se esfumó, como los sueños o las vidas humanas y todo su recuerdo. ¿Qué quedaba de ellas?, se preguntó.
«Invadirán tu país más avanzada la primavera».
Saltó del muro, cruzó la calle y atajó por un largo callejón oscuro. Una prostituta lo llamó desde las sombras con voz melodiosa. Crispin continuó andando, siguiendo una desviación del callejón, y terminó llegando a la plaza situada delante de las puertas del Recinto Imperial, con la fachada del santuario a su derecha. Había guardias en el atrio, apostados allí toda la noche. Los guardias le reconocieron, asintieron y abrieron una de las enormes puertas. Dentro había luz. La suficiente para poder trabajar.