4
No había conocido a Nishik durante mucho tiempo —sólo la duración de su viaje hasta allí—, y no sabrá si le gustaba. El robusto soldado era un pésimo sirviente y un compañero no lo bastante respetuoso. No se había molestado en ocultar el hecho de que para él Rustem sólo era un molesto civil con el que tenía que cargar: la proverbial actitud del soldado. Durante los primeros días Rustem se aseguró de mencionar unas cuantas veces sus viajes, pero cuando eso no suscitó ninguna reacción dejó de hacerlo, tras haber descubierto que el ejercicio de tratar de impresionar a un mero soldado iba en detrimento de su dignidad.
Una vez reconocido todo esto, había que admitir que el asesinato sin motivo de un compañero de viaje no podía ser considerado algo que debiera aceptarse resignadamente, y Rustem no tenía intención de hacerlo. Todavía estaba indignado por el trágico incidente de aquella mañana y su propia y humillante huida a través de la ciudad jadita.
Comunicó aquella información al robusto artesano pelirrojo durante la celebración nupcial a la que había sido llevado. Su mano sostenía una copa de un vino excelente, pero Rustem no obtenía placer alguno de aquel hecho o de la realidad de su llegada a la capital sarantina después de un duro viaje invernal. La presencia de un asesino en la misma reunión minaba tales emociones y aguzaba su ira. El joven, vestido ahora como era habitual en los hijos de la nobleza sarantina, no se parecía en nada al matón borracho y malhablado que los había atacado con sus amigotes en el callejón. Ni siquiera parecía haber reconocido a Rustem.
Rustem señaló al muchacho a petición del mosaiquista, quien parecía una persona decidida y sensata, desmintiendo con ello cualquier primera impresión de pasión y cólera insana. El artesano masculló un juramento y se apresuró a incorporar al novio a su pequeño grupo.
—Cleander la ha vuelto a cagar —dijo el mosaiquista, que se llamaba Crispin y parecía ser propenso a emplear un lenguaje bastante vulgar.
—¿Trató de meterle mano a Shirin en la entrada? —preguntó el novio soldado, que seguía luciendo una expresión desusadamente alegre.
—Ojalá fuera eso. No; esta mañana mató al sirviente de este hombre, en la calle, con testigos presenciales, entre ellos mi amigo Pardos, que acababa de llegar a la ciudad. Después él y un enjambre de Verdes los persiguieron hasta el santuario, con las espadas desenvainadas.
—Oh, mierda —dijo el soldado. Su expresión cambió—. Esos muchachitos estúpidos…
—No son unos muchachitos —repuso Rustem fríamente—. Los muchachitos tienen diez años de edad. Ese tipo estaba más borracho que una cuba y mató con un acero.
El robusto soldado miró a Rustem con atención por primera vez.
—Ya lo sé. Pero todavía es muy joven. Perdió a su madre en un mal momento y cambió algunos amigos inteligentes por una pandilla de jovencitos de la facción. Además está locamente enamorado de nuestra anfitriona, y esta mañana habrá bebido porque le aterrorizaba pensar que tenía que venir a su casa.
—Ah —dijo Rustem con un gesto que sus estudiantes conocían bien—. ¡Eso explica por qué Nishik tenía que morir! Por supuesto. Disculpad que haya mencionado el asunto.
—No seas cabrón, basánida —dijo el soldado, los ojos endureciéndose por un instante—. No estoy justificando un crimen. Trataremos de hacer algo. Estaba dando explicaciones, no excusas. También debería mencionar que el chico es hijo de Plautus Bonosus. Será necesaria cierta discreción.
—¿Quién es…?
—El maestro del Senado —dijo el mosaiquista—. Está ahí, con su esposa. Déjalo en nuestras manos, médico. A Cleander no le iría nada mal que le dieran un buen susto, y puedo prometerte que nos encargaremos de que se lo lleve.
—¿Un susto? —dijo Rustem, volviendo a enfurecerse.
El joven pelirrojo le miró a los ojos.
—Dime, doctor, ¿sería castigado más severamente un miembro de la corte del Rey de Reyes por haber matado a un sirviente en una pelea callejera? ¿A un sirviente sarantino?
—No tengo ni idea —dijo Rustem, aunque la tenía, naturalmente.
Volviéndose, pasó junto a la novia de rubio cabello con su traje blanco y su cinturón rojo y cruzó la sala en dirección al asesino y el hombre que le había señalado el artesano. Era consciente de que su rápido avance a través de una relajada reunión social llamaría la atención. Una sirvienta, quizá anticipando un problema, apareció justo delante de él, sonriendo y con una bandeja llena de platitos. Rustem se vio obligado a detenerse. Tomó aliento y, a falta de alternativas, aceptó uno de los platitos que le ofrecían, La mujer —joven, de cabello oscuro y hermosa figura— no se apartó de su camino. Equilibró su bandeja redonda y le cogió la copa de vino, liberándole así las dos manos. Sus dedos rozaron los de Rustem.
—Probadlo —murmuró sin dejar de sonreír. Su escote era desconcertantemente bajo, siguiendo una moda que no había llegado a Kerakek.
Rustem lo hizo. Era un rollito de alguna clase de pescado, aderezado con salsa. Cuando lo mordió, un tenue estallido de sabores tuvo lugar en su boca y Rustem no pudo reprimir un gruñido de asombrado placer. Miró el platito que tenía en la mano, y después a la joven inmóvil delante de él. Mojó un dedo en la salsa y la probó cautelosamente.
Estaba claro que la bailarina que había organizado aquella reunión tenía todo un cocinero, pensó. Y unas sirvientas muy guapas. La joven de cabello oscuro le contemplaba con una sonrisa enmarcada por dos hoyuelos. Le tendió una toallita para que se limpiara la boca y le quitó el minúsculo plato de las manos, todavía sonriendo. Después le devolvió su copa de vino.
Rustem sintió que su acceso de ira se disipaba. Pero mientras la sirvienta murmuraba algo y se volvía hacia otro invitado, Rustem miró nuevamente al senador y su hijo y se le ocurrió una idea. Se acarició la barba por un momento y después reanudó su avance, ahora más despacio.
Se detuvo delante de la figura ligeramente regordeta del maestro del Senado sarantino, fijándose en la mujer enjuta y hermosa que le flanqueaba y en su hijo al otro lado. Se sentía muy tranquilo. Inclinándose, se presentó formalmente.
Al erguirse, Rustem vio que el muchacho por fin le reconocía y palidecía. El hijo del senador dirigió una rápida mirada a la entrada de la sala donde su anfitriona, la bailarina, seguía recibiendo a los invitados que llegaban tarde. No hay escapatoria para ti, pensó Rustem implacablemente, y expuso su acusación al padre con tono impasible y voz deliberadamente baja.
El mosaiquista tenía razón, por supuesto: la discreción y la dignidad eran vitales cuando había involucradas personas de cierta relevancia. Rustem no deseaba tener tratos con la ley de Sarantium, y quería tratar personalmente con aquel senador. Acababa de ocurrírsele que aunque un médico podía aprender muchas cosas sobre la medicina sarantina y quizá oír algunas conversaciones sobre asuntos de estado, un hombre con quien el maestro del Senado hubiera contraído una deuda podía encontrarse en una situación distinta… para mayor beneficio del Rey de Reyes en Kabadh, quien deseaba saber ciertas cosas acerca de Sarantium.
Rustem no veía razón para que el pobre Nishik, aquel sirviente que le había servido durante tanto tiempo, hubiese muerto en vano.
El senador lanzó una mirada satisfactoriamente venenosa a su hijo y murmuró:
—¿Muerto? Santo Jad. Estoy consternado, por supuesto. Debéis permitir que…
—¡Estaba desenvainando su espada! —exclamó el muchacho impetuosamente, aunque sin levantar la voz—. Iba a…
—¡Silencio! —ordenó Plautus Bonosus.
Dos hombres no muy alejados volvieron la mirada hacia ellos. La esposa, toda reserva y compostura, parecía estar contemplando distraídamente la sala sin prestar atención a su familia, pero escuchaba el discurrir de la embarazosa conversación.
—Como iba diciendo —prosiguió Bonosus con tono más suave, volviéndose nuevamente hacia Rustem con los colores un poco más subidos—, debéis aceptar que os ofrezca una copa de vino en nuestra casa después de esta encantadora celebración. Os agradezco que hayáis optado por hablar directamente conmigo, por supuesto.
—Por supuesto —dijo Rustem gravemente.
—¿Dónde podemos encontrar a vuestro infortunado sirviente? —preguntó el senador. Un hombre práctico.
—Ya se están ocupando del cuerpo —murmuró Rustem.
—Ah. Así que otras personas ya… están al corriente.
—Fuimos perseguidos a través de las calles por jóvenes que blandían espadas encabezados por vuestro hijo —dijo Rustem, permitiéndose un leve énfasis—. Imagino que cierto número de personas presenció nuestro paso, sí. Conseguimos llegar al nuevo santuario del emperador y allí recibimos ayuda de su mosaiquista.
—Ah —repitió Plautus Bonosus, mirando al fondo de la sala—. El rhodiano. Ese hombre parece estar en todas partes. Bueno, si ya se están ocupando del asunto…
—Mi mula y todos mis bienes quedaron abandonados cuando nos vimos obligados a huir —dijo Rustem—. Veréis, he llegado a Sarantium esta misma mañana.
Entonces la esposa se volvió hacia él y le observó con expresión pensativa. Rustem le sostuvo la mirada por un momento antes de volverse. Aquella mujer tenía una mayor presencia que las de otras ciudades. Se preguntó si aquello tendría que ver con la emperatriz y con el poder que se decía ostentaba. Antes había sido una bailarina. Una historia notable, realmente.
El senador se volvió hacia su hijo.
—Cleander, te excusarás ante nuestra anfitriona y te irás ahora, antes de que sirvan la cena. Averiguarás el paradero del animal y los bienes de este hombre y harás que los lleven a nuestra casa. Después me esperarás allí.
—¿Irme? ¿Irme ahora? —dijo el muchacho, y se le quebró la voz—. Pero si ni siquiera he…
—Cleander, hay una posibilidad de que seas marcado o exiliado por esto. Encuentra la maldita mula —dijo su padre.
Su esposa le puso la mano en el brazo.
—Shh —murmuró—. Mira.
Un silencio se había adueñado de la gran sala llena de animados sarantinos venidos en busca del placer. Plautus Bonosus miró más allá de Rustem y parpadeó, sorprendido.
—¿Cómo es que están aquí? —preguntó a nadie en particular.
Rustem se volvió. El silencio se convirtió en una oleada de murmullos cuando los reunidos —cincuenta o más— se inclinaron o ejecutaron aparatosas reverencias en reconocimiento a la presencia del hombre y la mujer que esperaban en la entrada de la sala con la anfitriona detrás de ellos.
El hombre, muy alto y bien afeitado, era impresionantemente apuesto. Llevaba la cabeza descubierta, lo que era inusual y exhibía su abundante cabellera dorada con un efecto muy favorecedor.
Vestía una túnica azul oscuro abierta por los lados para mostrar el oro que le llegaba hasta las rodillas, con calzones dorados, las negras botas de un soldado y una capa de gala verde oscuro, sujetada a un hombro por una gema azul del tamaño del pulgar de un hombre. En una mano sostenía una flor blanca, para la boda.
La mujer que lo acompañaba llevaba su rubio cabello delicadamente recogido en una redecilla blanca, con bucles artísticamente moldeados escapando de ella. Su traje largo era carmesí y había joyas en el dobladillo. Lucía oro en las orejas, un collar dorado con perlas y una capa dorada. Era casi tan alta como el hombre. Un tipo flaco y de piel cetrina se materializó junto al codo del hombre y le murmuró algo al oído mientras los asistentes se incorporaban del homenaje.
—Leontes —le dijo el senador en voz baja a Rustem—. El estratega.
Era una cortesía. Rustem no podía haber conocido a aquel hombre, aunque llevaba años oyendo hablar de él. Todos le temían en Bassania. Había un resplandor proyectado por el renombre, pensó Rustem, algo casi tangible. Era Leontes el Dorado (y el origen del apodo acababa de quedar aclarado), que había vencido al último gran ejército del norte en una batalla al este de Asen, estando a punto de capturar al general basánida e imponiendo una paz humillante. El general había sido invitado a quitarse la vida en cuanto regresó a Kabadh, y así lo hizo.
También era Leontes quien había conquistado tierras (y ciudadanos productivos, tributables) para Valerius en los grandes espacios que se sucedían por el oeste y el sur hasta los legendarios desiertos de Majriti; quien había reprimido implacablemente las incursiones de Moskav y Karch; quien había sido honrado —incluso en Kerakek habían oído hablar de ello— con el Triunfo más elaborado jamás otorgado por un emperador a un estratega vuelto del frente desde que Saranios había fundado aquella ciudad.
Y para premiarlo aún más le había dado a la mujer alta y gélidamente elegante que lo acompañaba. En Bassania también habían oído hablar de los Dailenoi: incluso en Kerakek, que formaba parte de las rutas comerciales del sur. La riqueza de la familia había empezado con un monopolio de las especias, y habitualmente las especias de Oriente pasaban por Bassania, al norte o al sur. Diez o quince años antes, Flavio Daleinus había muerto de una manera particularmente horripilante durante una sucesión imperial. Una especie de fuego, recordó Rustem. Sus hijos mayores habían muerto o quedado mutilados en el mismo ataque, y la hija estaba… en aquella sala, tan resplandeciente y dorada como un trofeo de guerra.
El estratega hizo un breve ademán y la sirvienta del cabello oscuro, con las mejillas sonrojadas por la excitación, se apresuró a ofrecerle una copa de vino. Su esposa también aceptó una, pero se quedó atrás mientras su esposo se adelantaba para aparecer en solitario, como un actor en el escenario. Rustem vio que Styliane Daleina miraba lentamente en torno a ella, percibiendo, estaba seguro, presencias y alineamientos desconocidos para él. Su expresión era tan poco reveladora como la de la esposa del senador, pero la impresión producida por las dos mujeres no compartía más semejanza que esa. Allí donde la esposa de Plautus Bonosus era reservada y distante, la aristocrática esposa del militar más poderoso del Imperio era fría y brillante y hasta un poco intimidante. Riquezas sin cuento, gran poder y muerte violenta figuraban en su linaje. Rustem logró apartar la mirada de ella cuando el estratega empezaba a hablar.
—Lysurgos Matanios dijo en una ocasión que hay mayor deleite en ver bien casado a un amigo que en saborear el más exquisito vino —dijo Leontes, levantando su copa—. Hoy tengo el placer de poder disfrutar de ambas cosas —añadió, deteniéndose para beber.
Hubo risas: educadas por parte de los cortesanos, más obviamente excitadas entre las gentes del teatro y el ejército.
—Siempre recurre a esa frase —le murmuró secamente Bonosus a Rustem—. Pero me gustaría saber por qué está aquí.
Como si le respondiera, el estratega siguió hablando.
—Me ha parecido apropiado acudir aquí y levantar una copa en honor del matrimonio del único hombre del ejército capaz de hablar tanto y tan bien y tanto y… tanto, que ha sabido extraer de las arcas del Recinto los atrasos que se les debían a los soldados. No aconsejo a nadie que se exponga a ser persuadido de hacer algo por el tribuno del Cuarto Sauradí… a menos que disponga de mucho tiempo libre.
Más risas. Aquel hombre combinaba la impecable diplomacia del cortesano con unos modales francos y abiertos, y sabía bromear con la ruda facilidad de un soldado. Rustem observó a los militares presentes mientras estos miraban al orador. Había adoración en sus rasgos. La esposa, que se había quedado inmóvil como una estatua, parecía vagamente aburrida.
—Y me temo —estaba diciendo Leontes— que hoy no disponemos de mucho tiempo, así que la dama Styliane y yo no podremos unirnos a vosotros para probar las delicias preparadas por Strumosus de los Azules en un hogar de los Verdes. Felicito a las facciones por esta rara conjunción y espero que presagie una temporada de carreras pacífica. —Hizo una pausa, enarcando una ceja para dar más énfasis a sus palabras: después de todo, representaba a la autoridad—. Hemos venido para saludar al novio y su novia en nombre de Jad, y para transmitir una información que quizá contribuya en modesta medida a incrementar la felicidad del día.
Hizo otra pausa y bebió un sorbo de vino.
—Ahora me dirijo al novio en su calidad de tribuno del Cuarto Sauradí. Parece que cierto estratega supremo, deseoso de alejar a cierta voz meliflua de sus sobrecargados oídos, esta mañana ha cometido la imprudencia de firmar unos papeles que decretan el ascenso del tribuno Carullus de Trakesia a su nuevo rango de chiliarch del Segundo Calisiano, cargó que deberá ser asumido en treinta días… lo cual permitirá al nuevo chiliarch disfrutar de algún tiempo aquí junto a su esposa, y le dará ocasión de perder en el Hipódromo una parte de su paga incrementada.
Un griterío general de satisfacción acompañado por risas casi ahogó sus últimas palabras. El novio se apresuró a adelantarse, el rostro enrojecido, y se arrodilló delante del estratega.
—¡Mi señor! —dijo levantando la vista—. Me… ¡me he quedado sin habla!
Con lo cual arrancó su propia cosecha de carcajadas a quienes lo conocían.
—No obstante —añadió Carullus levantando una mano—, tengo una pregunta que haceros.
—¿Sin hablar? —dijo Styliane Daleina desde detrás de su esposo. Su primer comentario, dicho en voz baja, pero todos lo oyeron. Algunas personas no necesitaban alzar la voz para ser oídas.
—No poseo tal habilidad, mi señora. Debo usar mi lengua, aunque de manera mucho menos habilidosa que quienes son mejores que yo. Sólo deseo preguntar si puedo rehusar el ascenso.
Se hizo el silencio. Leontes parpadeó.
—Menuda sorpresa. Yo hubiese pensado que… —dijo, y no llegó a terminar la frase.
—Mi gran señor, mi comandante… Si deseáis recompensar a un soldado que no es merecedor de ello, que sea permitiéndole, en cualquier rango, luchar junto a vos en vuestra próxima campaña. No creo cometer ningún agravio si sugiero que Calysium, con la Paz Perpetua firmada en Oriente, no será uno de tales lugares. ¿No hay ningún sitio en… en Occidente donde pueda servir junto a vos, mi gran estratega?
Con la referencia a Bassania, Rustem advirtió que el senador se removía nerviosamente junto a él y se aclaraba la garganta con un suave carraspeo. Pero aún no se había dicho nada de auténtica importancia.
El estratega sonrió levemente, habiendo recuperado la compostura. Bajó la mano y, en un gesto casi paternal, le revolvió los cabellos al soldado arrodillado ante él. Sus hombres lo querían, se decía, tanto como querían a su dios.
—No hay ninguna campaña declarada en ninguna parte, chiliarch —dijo Leontes—. Y tampoco tengo por costumbre enviar oficiales que acaban de contraer matrimonio a un frente de guerra cuando hay alternativas.
—Entonces puedo incorporarme a vuestro séquito, dado que no hay ningún frente de guerra —dijo Carullus, y sonrió inocentemente.
Rustem resopló: el hombre tenía audacia.
—¡Calla, idiota!
Toda la sala oyó al mosaiquista pelirrojo, o al menos así lo confirmaron las carcajadas subsiguientes. Esa había sido su intención, por supuesto. Rustem empezaba a percatarse de que parte de lo que se estaba diciendo o haciendo había sido cuidadosamente planeada o era teatro astutamente improvisado.
Sarantium, decidió, era un escenario para las interpretaciones.
Ahora ya no le asombraba que una actriz pudiese llegar a ostentar tanto poder, inducir a personas tan prominentes a que honraran su casa con su presencia… o convertirse en emperatriz, ya puestos. En Bassania eso era inconcebible, por supuesto.
El estratega sonreía de nuevo, impasible y satisfecho, un hombre seguro de su dios… y de sí mismo, pensó Rustem. Un hombre honrado y virtuoso. Leontes miró al mosaiquista y lo saludó levantando su copa.
—Es un buen consejo, soldado —le dijo a Carullus, todavía arrodillado ante él—. Así sabrás qué diferencia hay entre la paga de un legado y la de un chiliarch. Ahora tienes una esposa, y pronto deberías tener hijos robustos a los que criar, en el sagrado servicio de Jad y para honrar su nombre. —Titubeó—. Si hay una campaña este año, y permíteme aclararte que el emperador aún no ha dado indicación alguna de ello, podría llevarse a cabo en nombre de la pobre e injustamente agraviada reina de los antae, lo cual significa Batiara, y no quiero tener allí a un recién casado. El sitio donde te quiero ahora es Oriente, soldado, así que no hablemos más de esto. —Las palabras eran francas y directas y el tono casi paternal, aunque Rustem pensó que el estratega no tendría más años que el soldado arrodillado ante él—. Levántate y tráenos a tu esposa para que podamos saludarla antes de marcharnos.
—Sí, ya puedo ver a Styliane haciendo precisamente eso —murmuró el senador junto a Rustem.
—Calla —dijo su esposa súbitamente—. Y vuelve a mirar.
Rustem también lo había visto.
Alguien se había adelantado, pasando junto a Styliane Daleina, aunque deteniéndose grácilmente junto a ella por un momento, de tal manera que Rustem llevaría en la memoria durante mucho tiempo la imagen de las dos tan cerca la una de la otra, dorado junto a dorado.
—¿Podría la pobre e injustamente tratada reina de los antae tener voz en todo esto? En si la guerra es llevada a su propio país en su nombre —dijo la recién llegada.
Su voz —hablando sarantino pero con un acento occidental— era tan clara como una campana, y su intensa ira atravesó la sala como un cuchillo rasga la seda.
El estratega se volvió, sobresaltado. Un instante después se inclinó ceremoniosamente y su esposa —sonriendo levemente para sí, vio Rustem— descendió hacia el suelo con una gracia perfecta, y después toda la sala la imitó.
La mujer permaneció inmóvil, esperando a que pasara aquel acatamiento. Ella también vestía de blanco bajo un collar enjoyado y una estola. Sus cabellos estaban recogidos debajo de una gorra verde oscuro y cuando se despojó de una capa del mismo tono para que una sirvienta se la llevara, se pudo ver que su largo vestido lucía una solitaria franja vertical en un costado, y que esta era de pórfido, el color de la realeza en todas las tierras del mundo.
Mientras los invitados se incorporaban, Rustem vio que el mosaiquista y el joven de Batiara que le había salvado la vida permanecían arrodillados en el suelo. El robusto joven alzó la mirada, y Rustem se sorprendió al ver lágrimas en su cara.
—La reina de los antae —murmuró el senador a su oído—. La hija de Hildric.
Una confirmación, aunque en realidad apenas necesaria: los médicos sacaban conclusiones de la información acumulada. Habían hablado de aquella mujer en Sarnica, también, cuando huyó del intento de asesinarla a finales de otoño para hacerse a la mar rumbo al exilio en Sarantium. Una rehén para el emperador, una causa para la guerra en el caso de que necesitara una.
Oyó cómo el senador volvía a hablarle a su hijo. Cleander respondió con un murmullo entre indignado y ofendido, pero salió de la sala, obedeciendo las órdenes de su padre. El joven había dejado de tener importancia. Rustem miró a la reina de los antae, sola y lejos de su hogar; serena y dueña de sí misma, inesperadamente joven, majestuosa en su porte mientras contemplaba a una resplandeciente multitud de sarantinos. Pero lo que el doctor que había en Rustem —el médico presente en el núcleo de su ser— vio en el azul claro de aquellos ojos del norte fue la presencia enmascarada de algo más.
—Oh, vaya —murmuró involuntariamente, y se dio cuenta de que la esposa de Plautus Bonosus volvía a mirarle.
Kyros sabía que un banquete de cincuenta personas no suponía ningún desafío especial para Strumosus, dado que solían servir a cuatro veces ese número de comensales en la sala de banquetes de los Azules. Usar otra cocina suponía tener que enfrentarse a ciertos inconvenientes, pero ya habían ido a verla unos días antes y Kyros —al que continuamente se le iban asignando responsabilidades cada vez mayores— hizo el inventario, distribuyó los sitios y supervisó las modificaciones necesarias.
De alguna manera había pasado por alto la ausencia de sal marina y sabía que Strumosus tardaría en olvidarlo. El maestro de cocina no era muy tolerante con los errores. Kyros hubiese ido corriendo a sus cocinas para traerla, pero el correr era una cosa que no se le daba nada bien, teniendo en cuenta el pie deforme con el que tenía que cargar. En cualquier caso, para entonces ya estaba muy ocupado con las verduras para su sopa, y los otros pinches y ayudantes de cocina tenían sus propias tareas. Una de las sirvientas de la casa, aquella guapa joven morena de la que todos hablaban cuando no se encontraba lo bastante cerca, fue a buscarla.
Kyros rara vez tomaba parte en esa clase de conversaciones. Se guardaba sus intereses para sí mismo. De hecho, durante los últimos días —desde su primera visita a aquella casa— sus fantasías y ensueños diurnos habían tenido como centro a la bailarina que vivía allí. Eso tal vez supusiera una deslealtad hacia su propia facción, pero entre las bailarinas de los Azules no había ninguna cuyos movimientos, voz o apariencia pudieran rivalizar con las de Shirin de los Verdes. Oír la ondulación de su risa llegando hasta él desde otra habitación le aceleraba el pulso, y hacía que su mente vagara por largos pasillos de deseo durante la noche.
Pero Shirin producía ese efecto en la mayoría de los hombres de la ciudad, y Kyros lo sabía. Strumosus hubiese considerado como un sabor aburrido, demasiado fácil y en el que no había sutileza alguna. ¿La reina de la danza en Sarantium? ¡Qué objeto de pasión tan original! Kyros casi podía oír la voz astringente del maestro de cocina y sus burlones aplausos.
El banquete ya casi había terminado. El jabalí relleno de trufas, pichones y huevos de codorniz, servido entero encima de una enorme bandeja de madera había ocasionado una aclamación que se oyó incluso en la cocina. Un rato antes Shirin había enviado a la joven de negro cabello para informarles que sus invitados habían reaccionado con auténtico paroxismo de deleite ante el esturión —¡el rey de los pescados!— servido sobre un lecho de flores, y el conejo con aceitunas e higos sorivanos. Su anfitriona ya había expresado su propia impresión acerca de la sopa. Sus palabras exactas, transmitidas por la misma joven de sonrisa enmarcada por hoyuelos, fueron que la bailarina de los Verdes tenía intención de casarse con el hombre que la había preparado antes de que terminara el día. Strumosus había señalado con su cucharón a Kyros y la joven de cabello oscuro le había sonreído y guiñado el ojo.
Kyros había inclinado la cabeza sobre las hierbas que estaba trinchando mientras un coro enronquecido de voces burlonas dirigido por su amigo Rasic se elevaba a su alrededor. Había sentido cómo se le enrojecían las orejas, pero se negó a levantar la vista. Strumosus le había asestado un golpecito en la nuca con su cucharón de largo mango al pasar junto a él: la versión del maestro de cocina de un benévolo gesto de aprobación. Strumosus rompía muchísimos cucharones de madera en su cocina. Si te golpeaba lo bastante suavemente para que el cucharón sobreviviese al impacto, podías deducir que estaba complacido.
Al parecer la sal marina había sido olvidada, o perdonada.
La cena había empezado con una aguda nota de distracción y excitación, con los invitados parloteando acerca de la llegada y rápida partida del estratega supremo y su esposa con la joven reina occidental. Gisel de los antae había venido para tomar parte en el banquete. Una presencia no esperada, una especie de regalo ofrecido por Shirin a sus otros invitados: la ocasión de cenar con la realeza. Pero entonces la reina había aceptado la sugerencia del estratega de que volviera con él al Recinto Imperial para debatir la cuestión de Batiara —su país, después de todo— con ciertas personas que se encontraban allí.
La implicación, que no les pasó por alto a los presentes y fue transmitida por la despierta joven de cabello oscuro a un agudamente interesado Strumosus en la cocina, era que una de esas ciertas personas podía ser el mismísimo emperador.
Leontes había expresado preocupación y sorpresa, dijo la joven, al enterarse de que la reina no había sido consultada o siquiera informada hasta aquel momento y juró rectificar la omisión. El estratega era imposiblemente maravilloso, había añadido la joven.
Así que, al final, después de todo no había realeza presente en la mesa en forma de U dispuesta en el cenador, sólo el recuerdo de la presencia de la realeza entre ellos y el tono entre ácido y vituperativo con que la realeza se había dirigido al soldado más importante del Imperio. Strumosus se mostró desilusionado al enterarse de la marcha de la reina. Kyros se limitó a lamentar no haberla visto. A veces tener que estar en la cocina cuidando de la satisfacción de otros hacía que te perdieras muchas cosas.
Las sirvientas de la bailarina y las que había contratado para el día y los muchachos que se habían traído consigo de la sede de la facción parecían haber acabado de recoger las mesas. Strumosus los observó con atención mientras formaban ante él, alisándose las túnicas y limpiándose manchas en la mejilla o la ropa.
Un joven alto, de ojos oscuros y cuerpo muy bien formado —nadie a quien Kyros conociera— le sostuvo la mirada al maestro de cocina cuando Strumosus se detuvo delante de él y murmuró, con una extraña media sonrisa:
—¿Sabíais que Lysippus ha vuelto?
La pregunta fue formulada en voz baja, pero Kyros estaba al lado del maestro de cocina y, aunque se volvió rápidamente para ocuparse de las bandejas del postre, tenía bueno oído.
Oyó cómo Strumosus, después de una pausa, se limitaba a decir:
—No te preguntaré cómo te has enterado de ello. Tienes salsa en la frente. Límpiatela antes de volver al comedor.
Strumosus siguió recorriendo la fila. Kyros se encontró respirando con dificultad. Lysippus el calisiano, el gordo encargado de los tributos de Valerius, había sido exiliado después de la Revuelta de la Victoria. Los hábitos personales del calisiano habían sido una causa de miedo y repugnancia entre las clases bajas de la ciudad, y su nombre solía ser utilizado para amenazar a los niños desobedientes.
Antes de ser exiliado, también había sido el patrón de Strumosus.
Kyros miró furtivamente al maestro de cocina, quien estaba pasando revista al último de los pinches. Aquello sólo era un rumor, se recordó, y la información podía ser nueva para él pero no necesariamente para Strumosus. En cualquier caso, no tenía manera de determinar lo que podía significar, y además no era asunto de su incumbencia. Aun así, no pudo evitar sentir cierta inquietud.
Una vez se hubo asegurado de que todo estaba a su gusto en lo referente a los pinches, Strumosus los envió a desfilar ante los comensales: pasteles de sésamo, frutas confitadas, pudín de arroz con miel, melón almizclado, peras en agua, dátiles y pasas, almendras y castañas, uvas en vino, enormes bandejas de quesos —de las montañas y de las tierras bajas, blancos y dorados, blandos y duros— con más miel para mojarlos, y su propio pan de nueces. Una hogaza horneada especialmente fue llevada a los novios con dos anillos de plata dentro como regalo del maestro de cocina.
Cuando la última bandeja, frasco, botellón, ánfora y plato de servir hubieron salido de la cocina y ningún sonido de catástrofe emergió del comedor, Strumosus al fin se permitió tomar asiento en un taburete con una copa de vino junto a su codo. No sonreía, pero había soltado su cucharón de madera. Observándolo por el rabillo del ojo, Kyros suspiró. Todos sabían lo que significaba que el cucharón de madera ya no estuviera en alto. Kyros se permitió relajarse.
—Supongo —dijo el maestro de cocina a la cocina en general— que lo que hemos hecho bastará para que lo que queda del día nupcial sea alegre y apacible, y que la noche sea lo que quiera. —Estaba citando a algún poeta. Solía hacerlo. Cuando su mirada se encontró con la de Kyros, Strumosus añadió en voz baja—: Los rumores sobre Lysippus burbujean de vez en cuando igual que la leche hervida. Hasta que el emperador revoque su exilio, él no está aquí.
Lo cual quería decir que sabía que Kyros les había oído. A Strumosus no le pasaban por alto muchas cosas. El maestro de cocina volvió la cabeza y recorrió su territorio con la mirada.
—Esta tarde todos habéis trabajado bien —dijo levantando la voz—. La bailarina debería estar contenta ahí fuera.
«Dice que te diga que si no vas inmediatamente a rescatarla gritará en su propio banquete y te culpará a ti. Comprende —añadió el pájaro, silenciosamente— que no me gusta nada que se me obligue a hablar contigo de esta manera. Me resulta antinatural».
Como si hubiera algo remotamente natural en aquellos diálogos, pensó Crispin mientras trataba de prestar atención a la conversación que se desarrollaba a su alrededor.
Podía oír al pájaro de Shirin tan claramente como había oído a Linón, siempre que él y la bailarina se encontraran lo bastante cerca el uno del otro. A cierta distancia, la voz interior de Danis se desvanecía poco a poco para acabar desapareciendo. Ningún pensamiento que enviara Crispin podía ser oído por el pájaro, o por Shirin. De hecho, Danis tenía razón. Era antinatural.
La mayoría de los invitados había regresado a la sala de recepción de Shirin. La tradición rhodiana de entretenerse en la mesa —o en el diván, en los banquetes al viejo estilo— no era seguida en Oriente. Una vez terminado el banquete y cuando los comensales estaban bebiendo sus últimas copas de vino mezclado con agua o endulzado con miel, los sarantinos tendían a sostenerse de nuevo sobre los pies, a veces de manera un tanto inestable.
Crispin miró en torno y no pudo contener una sonrisa. Alzó una mano para cubrirse la boca. Shirin, luciendo el pájaro alrededor del cuello, había sido acorralada contra la pared —entre un precioso baúl de madera y bronce y una gran urna decorativa— por el secretario principal del estratega supremo. Pertennius, gesticulando en pleno parloteo, no parecía muy inclinado a percatarse de que Shirin estaba intentando huir para reunirse con sus invitados.
Crispin decidió alegremente que Shirin era una mujer sofisticada y de grandes dotes. Podía vérselas con sus propios pretendientes, bienvenidos o no. Se volvió nuevamente hacia la conversación que había estado siguiendo. Scortius y el musculoso auriga de los Verdes, Crescens, estaban discutiendo disposiciones alternativas de los caballos en una cuadriga. Carullus se había alejado de su nueva esposa y permanecía pendiente de la conversación que mantenían los dos aurigas, al igual que hacían otros invitados. La temporada de carreras no tardaría en comenzar, y aquel diálogo estaba abriendo visiblemente los apetitos. Los santones y los aurigas eran las figuras más reverenciadas por los sarantinos. Crispin se acordó de que lo había oído decir antes de iniciar su viaje. Y era cierto, al menos en lo concerniente a los aurigas.
Kasia, no muy lejos de allí, estaba acompañada por dos o tres de las bailarinas más jóvenes de los Verdes, con Vargos manteniéndose protectoramente cerca de ellas. Las bailarinas probablemente la estarían atormentando hablándole de lo que le esperaba durante la noche venidera, algo que formaba parte de la tradición nupcial. Era una clase de bromas que resultarían espantosamente inapropiadas para aquella novia en particular. Crispin se dijo que debía ir allí y saludarla como era debido.
«Ahora dice que te diga que lo único que has de hacer para que te ofrezca placeres que sólo has imaginado es ir allí —dijo abruptamente el pájaro de la bailarina dentro de su cabeza, y añadió—: No soporto que haga esto…»
Crispin se echó a reír, ocasionando miradas curiosas de quienes seguían el debate junto a él. Convirtiendo la risa en una tos, volvió a dirigir la mirada al fondo de la sala. La boca de Shirin esbozaba una rígida sonrisa. Sus ojos se encontraron con los de Crispin por encima del flaco secretario de piel cetrina y había furia en ellos: nada que prometiera deleite, ni de la carne ni del espíritu. Crispin cayó en la cuenta, un poco tarde, de que Pertennius debía de estar muy borracho. Eso también le pareció gracioso. Normalmente el secretario de Leontes era el más controlado de los hombres.
Aun así, decidió que Shirin no tenía necesidad de su ayuda. De hecho, todo aquello era muy divertido. Levantó una mano en un gesto de saludo y le sonrió afablemente a la bailarina antes de volverse nuevamente hacia la conversación de los aurigas.
Él y la hija de Zoticus habían llegado a una especie de acuerdo, edificado alrededor de la capacidad de Crispin para oír al pájaro y de la historia sobre Linón que le había contado a Shirin. Ella le había preguntado, aquella fría mañana de otoño —parecía como si hubiese transcurrido mucho tiempo desde entonces—, si lo que él había hecho con su pájaro significaba que ella debía liberar a Danis de la misma manera. Crispin no pudo responder a eso. La pregunta fue seguida por un silencio, uno que Crispin entendió, y después le oyó murmurar al pájaro, dentro de él: «Si me canso de esto te lo diré. Es una promesa. Si eso ocurre, llévame allí».
Crispin se había estremecido, pensando en el claro donde el alma entregada por Linón había salvado sus vidas entre la neblina del otro mundo. Llevar uno de los pájaros del alquimista de vuelta a Aldwood no fue tarea fácil, pero Crispin no había hablado de ello en ese momento, ni desde entonces.
Ni siquiera cuando llegó una carta enviada por Martinian a Shirin y ella avisó a Crispin en el santuario y él vino y la leyó. Al parecer Zoticus había dejado instrucciones a su viejo amigo: si a mediados del invierno no había regresado de un inesperado viaje otoñal, o no había enviado noticias suyas, Martinian debía actuar como si hubiera muerto y dividir las propiedades del alquimista siguiendo las instrucciones recibidas. Los sirvientes fueron atendidos; había varios legados personales; algunos objetos y documentos nombrados fueron quemados.
La casa cerca de Varena y cuanto contenía que no hubiese sido destruido pasaban a manos de su hija Shirin, para que dispusiera de ello o lo usara como le pareciese más adecuado.
—¿Por qué lo hizo? En el imposible nombre de Jad, ¿qué voy a hacer yo con una casa en Batiara? —exclamó la joven mirando a Crispin en su propia sala de estar, con el pájaro depositado encima del arcón junto al fuego.
Estaba perpleja y preocupada. Crispin sabía que no había visto a su padre en toda su vida. Ahora era su única hija.
—Véndela —había dicho—. Martinian se encargará de venderla por ti. No hay hombre más honrado en el mundo.
—¿Por qué me lo dejó a mí? —había preguntado ella.
Crispin se había encogido de hombros.
—No llegué a conocerlo, muchacha.
—¿Por qué piensan que está muerto? ¿Adonde fue?
Y Crispin creía disponer de esa respuesta. El enigma no era difícil, lo cual no hacía que fuera más fácil vivir con la solución. En su carta Martinian decía que Zoticus había hecho un súbito viaje a Sauradia a finales de la estación. Crispin había escrito antes al alquimista hablándole de Linón, haciéndole una críptica narración de lo ocurrido en el claro.
Zoticus habría entendido las implicaciones, y mucho mejor de lo que las había entendido Crispin. De hecho, Crispin estaba seguro de adonde había ido el padre de Shirin.
Y razonablemente seguro de lo que habría ocurrido cuando llegó allí.
No le había dicho eso a la joven. Lo que hizo fue llevarse consigo algunos pensamientos bastante desagradables al frío invernal y una intensa lluvia, y después aquella noche bebió mucho en La Spina y a continuación en una taberna más tranquila, con los guardias que le habían asignado siguiéndolo de un lado a otro para proteger a aquel artesano mosaiquista al que tanto valoraba el emperador. El vino no ejerció el efecto que Crispin necesitaba. El recuerdo del zubir, su oscura e inmensa presencia en su vida, parecía destinado a no abandonarle.
La misma Shirin era un espíritu equilibrador. Crispin había llegado a verla como tal conforme transcurría el invierno. Una imagen de risa, movimientos raudos como ruiseñores, con una inteligencia igualmente rápida y una generosidad que nadie habría esperado en una mujer tan aclamada. Ni siquiera podía ir a dar un paseo por la Ciudad sin sus propios guardias contratados para que mantuvieran a raya a los admiradores.
Al parecer —y Crispin no lo había sabido hasta hoy— la bailarina había desarrollado alguna clase de relación con Gisel, la joven reina de los antae. Crispin no tenía ni idea de cuándo había empezado eso, y ciertamente no se lo habían dicho. Las mujeres a las que conocía eran demasiado complicadas.
Hubo un momento al principio de la tarde en que Crispin fue dolorosamente consciente de que en aquella sala había cuatro mujeres que lo habían involucrado en sus intimidades: una reina, una bailarina, una aristócrata casada… y aquella a la que había salvado de la esclavitud, que había contraído matrimonio ese mismo día.
Sólo Kasia le había tocado, pensó, con lo que él supo era ternura, una oscura y ventosa noche llena de sueños en Sauradia. El recuerdo hizo que se sintiera incómodo. Aún podía oír el entrechocar de las contraventanas empujadas por el viento, todavía podía ver a Ilandra en su sueño, el zubir entre ellos, y cómo todo desaparecía súbitamente. Despertó gritando y Kasia había acudido a su cama en la fría habitación, velándolo.
La miró, recién casada con su mejor amigo, y apartó rápidamente la mirada cuando vio que los ojos de Kasia habían estado posados en él.
Y eso también era un eco de otro intercambio de miradas que había tenido lugar no tan avanzada la tarde, con otra persona.
En el momento en que Leontes el Dorado le hablaba a Carullus, y una multitud de invitados a la boda estaba pendiente de sus palabras como de un texto sagrado, Crispin no había podido evitar mirar a otra novia reciente.
«Su recompensa», se había llamado Styliane a sí misma en la media luz de la habitación de Crispin en una posada. Mientras escuchaba a Leontes, Crispin entendió algo y se acordó de la franqueza con que había hablado el estratega en el Palacio Attenine la noche de su primera aparición allí. Leontes le hablaba a la corte como un soldado, y a los soldados y los ciudadanos con la gracia de un cortesano, y funcionaba, funcionaba a las mil maravillas.
Y mientras aquella impecable mezcla de encanto y piadosa honestidad capturaba a su variopinta audiencia y la mantenía tan cautiva como una fortaleza asediada, Crispin se encontró con que Styliane Daleina le devolvía la mirada, como si hubiera estado esperando la ocasión de encontrarse bajo sus ojos.
Alzó levemente los hombros con gracia, como para decir sin necesidad de palabras: «¿Lo ves ahora? Vivo en esta perfección, igual que un ornamento». Y Crispin sólo pudo sostener la mirada de aquellos ojos azules apenas un momento y después se había vuelto.
Gisel, su reina, no se había quedado lo suficiente para percatarse de su presencia, y mucho menos para reanudar la charada de intimidad entre ellos. Crispin la había visitado en dos ocasiones durante el invierno —según se le pidió— en el pequeño palacio que le habían dado cerca de las murallas, y en cada ocasión la reina se había comportado con idéntica y distante majestuosidad. No intercambiaron pensamiento o conjetura alguna sobre el país de ambos y la invasión. Gisel todavía no había visto al emperador en privado. Ni a la emperatriz. Crispin pudo ver cuánto la torturaba vivir allí, con pocas noticias del hogar y ninguna manera de hacer o lograr nada.
Intentó sin conseguirlo imaginar la forma y el tenor de un encuentro entre la emperatriz Alixiana y la joven reina que lo había enviado allí con un mensaje secreto en otoño hacía medio año.
En la sala de recepción de Shirin, con el mundo ya en el umbral de la primavera, sus pensamientos volvieron a la novia. Aún se acordaba de cuando la vio por primera vez en el vestíbulo delantero de la posada de Morax. «Mañana me matarán. ¿Querrás llevarme contigo?»
Seguía sintiéndose un poco responsable de ella: la carga que traía consigo el hecho de salvar a alguien, prolongando sus vidas y cambiándolas por completo. Ella solía mirarle, en los días en que compartía una casa en la ciudad con él y Vargos y los simentes que los eunucos del canciller les habían asignado, y en sus ojos había preguntas que llenaban a Crispin de una profunda inquietud. Y entonces una noche Carullus lo había encontrado bebiendo en La Spina y le anunció que iba a casarse con ella.
Una declaración que los había reunido allí ahora, a una celebración que serpenteaba lentamente hacia su final crepuscular y las canciones picantes, viejas como el tiempo, que precederían al lecho nupcial envuelto en cortinajes y espolvoreado con azafrán para el deseo.
Volvió nuevamente la mirada hacia Shirin, junto a la pared del fondo. Alguien más se había unido a Pertennius, y estaba sonriendo; sería otro pretendiente prendado de Shirin. En la ciudad eran legión. Podías formar un regimiento con aquellos que deseaban a la bailarina de los Verdes con una dolorosa necesidad que producía versos malos, músicos en su porche a altas horas de la noche, peleas callejeras, tablillas de amor compradas a cheiromantes y arrojadas por encima del muro al jardín de su patio. Shirin le había enseñado algunas de ellas a Crispin: «¡Espíritus de los que acabáis de morir, viajeros, acudid ahora en mi ayuda! Enviad un anhelo que destruya el sueño y asole el alma al lecho de Shirin, bailarina de los Verdes, para que todos sus pensamientos en la oscuridad estén llenos de deseo hacia mí. Que salga por sus puertas a la hora gris que precede a la salida del sol y venga resueltamente, sin vergüenza alguna, con deseo, a mi casa…»
Uno podía sentir miedo e inquietud leyendo tales cosas.
Crispin nunca la había tocado, y ella tampoco había hecho ningún avance más allá de la sugerencia jocosa. Crispin no hubiese podido decir por qué: de hecho no estaban atados a nadie y compartían un secreto del otro mundo que no era conocido por ninguna otra persona viva. Pero seguía habiendo algo que le impedía ver a la hija de Zoticus bajo cierta luz.
Tal vez fuera el pájaro, el recuerdo de su padre, la oscura complejidad de lo que habían compartido. O el pensamiento de lo harta que seguramente estaba de que los hombres la persiguieran: las multitudes de quienes aspiraban a ser sus amantes en la calle, aquellas tablillas en el jardín invocando a poderes paganos nombrados e innombrables, meramente para acostarse con ella.
Ahora la veía acorralada por pretendientes en su propia casa. Un tercer hombre se había unido a los otros dos. Crispin se preguntó si habría una pelea. «Dice que te matará inmediatamente después de que haya matado a esos dos mercaderes y a ese desgraciado de escriba —dijo el pájaro—. Dice que he de gritar dentro de tu cabeza cuando te diga esto».
—¡Mi querido, querido rhodiano! —dijo una voz cultivada y sonora, aproximándose desde el otro lado—. Tengo entendido que antes intervinisteis para salvar a este visitante del peligro que lo amenazaba. Hicisteis muy bien.
Crispin se volvió y vio al maestro del Senado con su esposa, el basánida junto a ellos. Plautus Bonosus era muy conocido, tanto por su debilidad privada como por su dignidad pública. El Senado era una institución meramente simbólica, pero se decía que Bonosus dirigía sus asuntos con estilo y orden, y se lo tenía por un hombre de discreción. Su bella segunda esposa era impecablemente correcta, todavía joven, pero modesta y digna antes de tiempo. A Crispin se le ocurrió preguntarse con qué clase de remedio —suponiendo que usara alguno— se consolaba a sí misma mientras su esposo pasaba la noche fuera con unos cuantos muchachos. Le costaba imaginársela sucumbiendo a la pasión. La mujer sonreía cortésmente a los dos aurigas rodeados de admiradores. Ambos se inclinaron ante el senador y su esposa. Scortius tardó un momento en retomar el hilo de sus argumentos.
Crispin vio que Pardos se separaba de los que rodeaban a los aurigas y se aproximaba. Había habido cambios allí en medio año, pero ya se enteraría de ellos cuando pudiera pasar un rato a solas con su antiguo aprendiz. Sabía que lo que sintió al ver que era Pardos quien subía por la escalera esta mañana había sido placer puro y simple.
Era raro sentir o encontrar algo puro y simple allí, entre las laberínticas complejidades de la ciudad de Valerius. Esa era una de las razones por las que seguía prefiriendo tratar de vivir en los andamios de las alturas, con oro y vidrio de colores y una imagen del mundo que hacer. Un deseo, pero por aquel entonces ya conocía lo bastante bien a la ciudad y a sí mismo para saber que no ocurriría. Sarantium no era un lugar en el que uno pudiera encontrar refugio, ni siquiera yendo en pos de una visión. Allí el mundo te reclamaba, atrapándote en el remolino. Como ahora.
Dirigió una respetuosa inclinación de la cabeza a Bonosus y su esposa y murmuró:
—Comprendo que quizá tengáis una razón personal para desear aclarar las cosas con este médico. Me complacerá dejar el asunto en vuestras manos, si nuestro amigo oriental… —miró cortésmente al doctor— está dispuesto a permitirlo.
El basánida, un hombre un tanto ceremonioso y prematuramente encanecido, inclinó la cabeza.
—Me doy por satisfecho con ello —dijo, en un sarantino magnífico—. El senador ha tenido la generosidad de ofrecerme una residencia mientras llevo a cabo mis investigaciones aquí. Dejaré que él y quienes se hallan más versados que yo en la justicia de Sarantium determinen lo que deba hacerse con los verdugos de mi sirviente.
Crispin mantuvo una expresión de inocencia mientras inclinaba la cabeza. El basánida estaba siendo sobornado, por supuesto, y la casa sólo era el primer pago. El muchacho tendría que cumplir alguna penitencia impuesta por su padre, y el sirviente sería enterrado rápidamente en una tumba fuera de las murallas.
De noche tirarían tablillas malditas en aquel lugar. La temporada de carreras no tardaría en empezar: los cheiromantes y otros que afirmaban tener tratos con los poderes del mundo intermedio ya estaban muy ocupados con las maldiciones contra los caballos y los hombres, así como con las defensas contra ellas. Un charlatán podía ser pagado para invocar una pata rota para un caballo aclamado, y luego ser pagado para que proporcionara protección a ese mismo animal un día después. Del lugar donde había sido enterrado un pagano basánida asesinado, pensó Crispin, probablemente se diría que contenía un poder todavía más grande que el de las hileras de tumbas habituales.
—Se hará justicia —dijo Bonosus serenamente.
—Confío en ello —dijo el basánida. Miró a Pardos—. ¿Volveremos a vernos? Estoy en deuda con vos y me gustaría recompensar vuestro valor.
Un hombre un poco envarado, pensó Crispin, pero muy cortés y que sabía lo que correspondía decir en cada situación.
—No hay necesidad de hacerlo, pero me llamo Pardos —dijo el joven—. Me encontrará en el santuario, si Crispin no me mata por poner tesserae en el ángulo equivocado.
—No las pongas en el ángulo equivocado —dijo Crispin, y los labios del senador temblaron suavemente.
—Soy Rustem de Kerakek —dijo el basánida—, y he venido aquí para visitar a mis colegas occidentales, compartir lo que sé y obtener todos los nuevos conocimientos que pueda, para así tratar mejor a mis pacientes. —Titubeó y después se permitió una sonrisa, por primera vez—. He viajado mucho por Oriente, y me pareció llegado el momento de ir a Occidente.
—Vivirá en una de mis casas —dijo Plautus Bonosus—. La que tiene las dos ventanas redondas, en la calle Khardelos. Nos sentimos muy honrados, por supuesto.
Crispin se quedó helado. Un viento pareció atravesar su cuerpo: aire frío y húmedo llegado del otro mundo para rozar el corazón mortal.
—Rustem. Calle Khardelos —repitió estúpidamente.
—¿La conocéis? —preguntó el senador, y sonrió.
—He… oído el nombre —dijo él tragando saliva. «¡Shirin, no diré eso!», oyó interiormente, luchando con un súbito temor. Hubo un silencio, y luego Danis de nuevo: «No esperarás que yo…»
—Es una casa muy agradable —estaba diciendo el senador—. Un poco pequeña para una familia, pero está cerca de las murallas, lo cual era conveniente en los días en que yo viajaba más.
Crispin asintió distraídamente. Después oyó: «Dice que te diga que debes imaginar sus manos en este mismo instante, mientras tienes delante a ese aburrido perseguidor de muchachos y a su pudibunda esposa. Piensa en sus dedos subiéndote la túnica desde atrás para luego descender a lo largo de tu piel hasta meterse entre tus calzones. Piensa en ellos ahora, acariciando suavemente tu carne desnuda, excitándote. Dice que te diga que… ¡Shirin! ¡No!»
Crispin tosió. Sintió que se sonrojaba. La supuestamente pudibunda y pacata esposa del senador le miró con leve interés. Crispin carraspeó.
El senador, infinitamente experimentado en la charla intrascendente, estaba diciendo:
—De hecho, queda muy cerca del Palacio Eustabius, el que Saranios construyó junto a las murallas. Ya sabéis que le encantaba la caza, y le molestaba mucho tener que recorrer una distancia tan larga a través de la ciudad desde el Recinto Imperial las mañanas en que hacía buen tiempo.
«Quiere que pienses en ella tocándote en este mismo instante, justo allí donde estás de pie con ellos, sus dedos acariciando tus partes más íntimas, bajando y yendo todavía más abajo, mientras la mujer que tienes delante ve esto, incapaz de volverse, y sus labios se van separando y sus ojos están cada vez más abiertos».
—¡Cierto! —logró exclamar Crispin con voz estrangulada—. ¡Adoraba cazar! ¡Sí!
Pardos le miró.
«Dice… dice que ahora puedes sentir sus pezones contra tu espalda. Su firmeza es una prueba más de su propia excitación. Y que ahí abajo… que ella está empezando a ponerse… ¡Shirin, me niego categóricamente a decir eso!»
—Y de esa manera Saranios pasaba la noche allí —decía Plautus Bonosus—. Se llevaba consigo a sus acompañantes favoritos, traía a unas cuantas muchachas cuando era más joven, y a la salida del sol ya estaba fuera de las murallas con sus arcos y sus lanzas.
«Dice que ahora sus dedos están tocando tu… tu, ah, sexo desde… abajo… ah, acariciándote, y… eh, ¿resbalando? Dice que la joven esposa del senador te está mirando, la boca abierta, mientras tu firme, duro… ¡No!»
La voz del pájaro se convirtió en un chillido silencioso y después, afortunadamente, cesó. Mientras trataba de recuperar los dispersos vestigios de su compostura, Crispin esperó fervorosamente que nadie bajaría la mirada hacia su ingle. ¡Shirin! ¡Shirin, que Jad la maldijera!
—¿Os encontráis bien? —preguntó el basánida. Sus maneras habían cambiado, y ahora todo él era solícita y atenta preocupación. Un médico. Probablemente no tardaría en mirar hacia abajo, pensó Crispin con desesperación. La esposa del senador seguía mirándole. Sus labios, afortunadamente, no se habían separado.
—Tengo un poco de… calor, sí, eh, nada serio… estoy seguro, fervientemente esperamos, volveremos a encontrarnos —balbuceó Crispin a toda prisa al tiempo que hacía una rápida reverencia—. Y ahora si me excusáis, hay un… asunto relacionado con la boda del que… debemos hablar.
—¿Qué asunto? —preguntó el maldito Carullus, mirándole al tiempo que dejaba de hablar con Scortius.
Crispin no se molestó en responder. Ya estaba cruzando la sala hacia donde una esbelta mujer seguía inmóvil junto a la pared del fondo, casi oculta detrás de tres hombres.
«Dice que te diga que ahora siempre estará en deuda contigo —murmuró el pájaro mientras iban hacia ella—. Que eres un héroe como los de tiempos pasados, y que el extremo inferior de tu túnica muestra signos de desaliño».
Esta vez oyó diversión incluso en el tono de Danis: en la voz singular que el alquimista Zoticus había dado a todas sus almas capturadas, incluida la de aquella tímida joven muerta —como todas— una mañana de otoño hacía mucho tiempo en un claro de Sauradia.
Se estaba burlando de él.
El mismo Crispin habría podido sentir diversión, incluso mientras luchaba con la vergüenza, pero ahora había ocurrido otra cosa, y no sabía cómo enfrentarse a ella. Más bruscamente de lo que había pretendido, se abrió paso a empujones entre la figura de Pertennius y el barrigudo comerciante —seguramente un patrón de los Verdes— a su izquierda. Los dos lo fulminaron con la mirada.
—Perdonadme, amigos. Shirin, tenemos un pequeño problema. ¿Querrías venir conmigo?
Cogió a la bailarina por el codo sin miramientos y la apartó de la pared, sacándola del semicírculo de hombres que la rodeaban.
—¿Un problema? —repitió Shirin haciendo un delicioso mohín—. Oh, cielos. ¿Qué clase de…?
Mientras atravesaban la estancia, Crispin vio que todos les miraban y esperó que su túnica no le traicionara. Shirin sonrió inocentemente a sus invitados.
A falta de una idea mejor, y siendo consciente de que no estaba pensando con demasiada claridad, Crispin la llevó al comedor en el que aún quedaba media docena de personas, y después a la cocina que había más allá.
Cruzaron el umbral y se detuvieron, dos figuras vestidas de blanco entre el desorden subsiguiente a un banquete, el caos de la cocina y los cocineros y sirvientes cansados y cubiertos de manchas que había en ella. La conversación fue cesando en cuanto el personal de la cocina se dio cuenta de su presencia.
—¡Saludos! —exclamó Shirin alegremente, mientras Crispin descubría que se había quedado sin palabras.
—Saludos a ambos —dijo el hombrecillo regordete de cara redonda al que Crispin había conocido en una cocina algo más grande que aquella. Varios hombres habían muerto aquella noche. Habían intentado matar al mismo Crispin. Se acordó de Strumosus sosteniendo un cuchillo de trinchar de grueso mango, listo para atacar a cualquier intruso que pusiera los pies en sus dominios.
El maestro de cocina se levantó de un taburete y fue hacia ellos con una sonrisa en los labios.
—¿Habéis quedado satisfecha de nosotros, mi señora?
—Ya sabéis que sí —dijo Shirin—. ¿Qué podría ofreceros para que vinierais a vivir conmigo?
Strumosus le lanzó una mirada maliciosa.
—De hecho, me disponía a haceros una oferta similar.
Shirin enarcó las cejas.
—Aquí hay demasiada gente —dijo el maestro de cocina, señalando las pilas de bandejas y utensilios y la pequeña multitud esparcida por la cocina. Anfitriona e invitado siguieron a Strumosus a través de una habitación más pequeña en la que se guardaban los platos y la comida. Allí había otra puerta que daba al patio interior. Hacía demasiado frío para salir fuera, y estaba oscureciendo.
Strumosus cerró la puerta de la cocina y se hizo un súbito silencio. Crispin se apoyó contra la pared. Cerró los ojos por un momento, deseando que se le hubiera ocurrido coger una copa de vino. Dos nombres reverberaban en su cabeza.
Shirin miró al pequeño maestro de cocina y sonrió.
—Me pregunto qué diréis de nosotros. ¿Acaso me estáis haciendo alguna clase de proposición en el mismo instante en que yo intento conquistaros, mi querido amigo?
—Por una causa —dijo el maestro de cocina, poniéndose muy serio—. ¿Qué tendrían que ofreceros los Azules para que os convirtierais en su primera bailarina?
—Ah —dijo Shirin. Su sonrisa se desvaneció. Miró a Crispin y luego al maestro de cocina. Meneó la cabeza.
—No puede hacerse —murmuró.
—¿A ningún precio? Astorgus es generoso.
—Eso tengo entendido. Espero que os pague lo que os merecéis.
El maestro de cocina titubeó, y después enunció secamente una suma.
—Confío en que los Verdes no os ofrezcan menos.
Shirin clavó los ojos en el suelo, y Crispin vio que estaba turbada. Rehuyendo la mirada del maestro de cocina, se limitó a decir:
—No lo están haciendo.
Aunque tácita, la implicación era clara. Strumosus se sonrojó. Hubo un silencio.
—Bueno, tiene sentido —dijo finalmente Strumosus, recuperando la compostura—. Una primera bailarina es más… prominente que cualquier maestro de cocina. Más visible. Un nivel de fama distinto.
—Pero no de mayor talento —dijo Shirin, alzando los ojos. Le rozó el brazo al hombrecito—. Para mí no es una cuestión de pago. Es… otra cosa. —Hizo una pausa, se mordió el labio y dijo—: Cuando me mandó su perfume, la emperatriz dejó muy claro que sólo debería llevarlo mientras fuese una Verde. Eso ocurrió después de que Scortius nos dejara.
Hubo un silencio.
—Comprendo —murmuró Strumosus—. ¿Equilibrando las facciones? La emperatriz es… Son muy listos, ¿verdad?
Crispin pensó decir algo, pero no lo hizo. «Muy listos» no era la frase acertada. No llegaba lo bastante lejos. Crispin estaba seguro de que aquel pequeño detalle tenía que ser obra de la misma Alixiana. Todos sabían que el emperador odiaba ocuparse de las cuestiones relacionadas con las facciones. Scortius le había dicho que eso casi le costó el trono durante los disturbios. Pero la emperatriz, que había sido bailarina para los Azules en su juventud, entendía esos asuntos mucho mejor que ninguna otra persona del Recinto Imperial. Y si a los Azules se les permitía llevarse al auriga más eminente del momento, entonces los Verdes se quedarían con la bailarina más celebrada. El perfume —nadie más podía usarlo en todo el Imperio— y la condición unida a él habrían sido su manera de asegurarse de que Shirin fuera consciente de ello.
—Es una lástima, pero supongo que tiene sentido —dijo el pequeño maestro de cocina—. Si alguien nos contempla a todos nosotros desde arriba.
Y en realidad así era, pensó Crispin.
Strumosus cambió de tema.
—¿Habéis venido a la cocina por alguna razón?
—Para felicitaros, por supuesto —se apresuró a decir Shirin.
El maestro de cocina miró primero al uno y luego al otro.
Crispin seguía teniendo dificultades para centrar sus pensamientos. Strumosus sonrió levemente.
—Os dejaré solos durante un momento. Y por cierto, si estáis buscando un cocinero, dentro de unos meses el muchacho que preparó la sopa ya estará en condiciones de trabajar por su cuenta. Se llama Kyros. El del pie deforme. Joven, pero muy prometedor e inteligente.
—Lo recordaré —dijo Shirin, y le devolvió la sonrisa.
Strumosus regresó a la cocina y cerró la puerta detrás de él.
Shirin miró a Crispin.
—Gracias —dijo—. Bastardo.
—Has tenido tu venganza —suspiró él—. La mitad de los invitados tendrán una imagen de mí como alguna figura pagana de la fertilidad, más erecta que un poste.
Ella rio.
—Eso es bueno para ti. Demasiadas personas te temen.
—Tú no —dijo él distraídamente.
La expresión de Shirin cambió, y le miró.
—¿Qué ha ocurrido? No tienes buen aspecto. ¿Realmente he…?
Él meneó la cabeza.
—No has sido tú. De hecho fue tu padre —dijo, e inspiró hondo.
—Mi padre está muerto.
—Lo sé. Pero hace medio año me dio dos nombres que dijo podrían serme de cierta ayuda en Sarantium. Uno era el tuyo.
Shirin le miraba fijamente.
—¿Y?
—El otro era el de un médico, con una casa y una calle en la que podría encontrarlo.
—Los médicos siempre son útiles.
Crispin hizo otra profunda inspiración.
—Shirin, el hombre cuyo nombre me dio tu padre el otoño pasado, acaba de llegar a Sarantium esta mañana, y le han ofrecido una residencia en esa calle, ahora, aquí en tu casa.
—Oh —dijo la hija del alquimista.
Hubo un silencio. Y en él ambos oyeron una voz: «Pero ¿por qué —dijo Danis— os parece tan inquietante esto? Ya debíais de saber que Zoticus podía hacer tales cosas».
Era verdad, por supuesto. Lo sabían. Danis era su propia prueba de ello. Estaban oyendo la voz dirigida hacia el interior de un pájaro mecánico que contenía el alma de una mujer asesinada. ¿Qué otra evidencia del poder se necesitaba? Pero saber y saber eran cosas distintas en las fronteras del otro mundo, y Crispin estaba bastante seguro de que recordaba haber oído negar a Zoticus que pudiera predecir el futuro, cuando él se lo había preguntado. ¿Había mentido? Posiblemente. ¿Por qué hubiese debido contarle toda la verdad a un mosaiquista enfurecido al cual apenas conocía? Pero ¿por qué, entonces, hubiese debido entregar a ese mismo desconocido el primer pájaro que había creado, el más querido para su corazón?
Los muertos, pensó Crispin, siguen contigo.
Miró a Shirin y su pájaro y se encontró acordándose de su esposa y cayendo en la cuenta de que habían transcurrido varios días desde la última vez que pensó en Ilandra, lo cual nunca solía ocurrir. Sintió pena y confusión y los efectos de demasiado vino.
—Será mejor que volvamos —dijo Shirin—. Probablemente ya es hora de iniciar la procesión al lecho nupcial.
Crispin asintió.
—Probablemente.
Shirin le tocó el brazo y abrió la puerta de la cocina. Volvieron a la fiesta.
Un rato después, Crispin se encontró en la calle ya oscurecida entre antorchas enarboladas, músicos y canciones picantes, con soldados y gente del teatro y la habitual multitud de curiosos que se unían al ruidoso cortejo mientras llevaban a Carullus y Kasia a su nuevo hogar. La gente golpeaba cosas, cantaba, gritaba. Había risas. El ruido era bueno, naturalmente: ahuyentaba a cualquier espíritu maligno que pudiera acechar el lecho nupcial. Crispin intentó unirse al jolgorio general, pero no lo consiguió. Nadie pareció darse cuenta de ello; estaba anocheciendo y los demás hacían ruido más que suficiente. Se preguntó qué pensaría Kasia de todo aquello.
Besó a los novios en la puerta de su casa. Carullus había alquilado unas habitaciones en un barrio de buena reputación. Su amigo, ahora un auténtico oficial de alto rango, lo estrechó y Crispin le devolvió el abrazo. Se dio cuenta de que ni él ni Carullus estaban del todo sobrios. Cuando se inclinó para saludar a Kasia percibió algo nuevo y sutil en ella, y un instante después comprendió con estupor lo que era: un perfume, uno que se suponía que sólo debían llevar una emperatriz y una bailarina.
Kasia leyó su expresión en la oscuridad. Estaban muy cerca el uno del otro.
—Dijo que era un último regalo —murmuró tímidamente.
Crispin podía verlo. Shirin era así. Durante aquella noche Kasia sería como una reina. Una oleada de afecto hacia aquella muchacha inundó todo su ser.
—Jad te ama y tus propios dioses te defienden —susurró apasionadamente—. No fuiste salvada del bosque para sufrir.
No tenía manera de saber si eso era cierto, pero quería que así fuese. Kasia se mordió el labio y alzó la mirada hacia él, pero se limitó a asentir. Crispin dio un paso atrás. Pardos y Vargos esperaban cerca de ellos. Empezaba a hacer frío.
Se detuvo junto a Shirin, las cejas enarcadas.
—¿Un regalo arriesgado? —preguntó.
Ella supo a qué se refería.
—No por una noche y en una cámara nupcial —dijo en voz baja—. Dejemos que sea una emperatriz. Dejemos que él abrace a una.
¿Como hacen los que te abrazan?, pensó él de pronto, pero no lo dijo. Quizá apareciera en su rostro, no obstante, porque Shirin apartó bruscamente la mirada, disgustada. Crispin fue hacia Pardos y los dos contemplaron cómo el novio y la novia se detenían en su umbral, entre vítores y gritos burlones.
—Vámonos —dijo Crispin.
«¡Espera!», graznó el pájaro.
Miró atrás. Shirin, con capa y encapuchada ahora en la oscuridad, volvió a adelantarse y puso una mano enguantada sobre su brazo. Con tono suplicante y para ser oída, dijo:
—Tengo un último favor que pedirte. ¿Escoltarás a un amigo muy querido hasta su casa? Está un poco… alterado, y no sería justo privar a los soldados de su celebración ahora, ¿verdad?
Crispin miró más allá de ella. Bamboleándose precariamente, con una ancha sonrisa nada propia de él y los ojos tan vidriosos como los de alguna esmaltada figura sagrada, estaba Pertennius de Eubulus.
—Por supuesto —dijo.
Shirin sonrió. Su compostura había vuelto. Era una bailarina, una actriz, y había sido adiestrada.
«Dice que no debes aprovecharte sexualmente del pobre hombre en su desordenado estado actual». Incluso el maldito pájaro parecía volver a sentirse divertido. Crispin apretó los dientes y no dijo nada. Carullus y Kasia entraron en la casa, entre un último coro de procacidades de los músicos y soldados.
—¡No, no, no! —dijo el secretario, adelantándose con torpe apresuramiento desde detrás de Shirin—. ¡Estimada mujer! ¡Estoy bien, estoy completamente bien! De hecho os… escoltaré personalmente hasta vuestra casa. ¡Será un honor para mí! Un honor, un gran honor…
Vargos, que era el más cercano, consiguió cogerlo antes de que se desplomara al intentar demostrar la excelencia de su estado.
Crispin suspiró. El secretario necesitaba una escolta, y Shirin tenía razón en lo de los soldados, que en lo que hacía referencia a beber habían llegado tan lejos como el secretario y proclamaban a voz en grito su intención de seguir con las celebraciones en honor del nuevo chiliarch del ejército sarantino.
Mandó a Vargos de vuelta a su casa junto con Pardos y echó a andar con el secretario hacia las habitaciones de Pertennius, que quedaban justo al lado de la residencia ciudadana del estratega. No necesitaba que le indicaran el camino a seguir: además del derecho a utilizar un ala entera de uno de los palacios del Recinto Imperial, Leontes era propietario de la casa más espaciosa de Sarantium. Daba la casualidad de que esta quedaba muy lejos de la casa de Crispin y que la mayor parte del trayecto tenía que hacerse cuesta arriba, cosa que Shirin naturalmente ya sabía. Se le ocurrió pensar que hoy lo había derrotado en todos sus encuentros del día. Probablemente debería sentirse más irritado de lo que estaba, pero todavía se hallaba conmovido por el gesto que ella había tenido con el perfume.
Mirando atrás mientras sostenía su propia antorcha, vio que a la bailarina de los Verdes no le faltarían escoltas durante el corto trayecto de vuelta a su casa.
Hacía frío. No se le había ocurrido coger una capa, por supuesto, en su loca prisa por cambiarse y llegar a la ceremonia a tiempo.
—Me cago en Jad —masculló.
Pertennius soltó una risita y casi se cayó.
—¡Me cago! —convino y después volvió a reír, como si le sorprendiera oírse decir eso.
Crispin resopló: los hombres circunspectos podían ser muy graciosos cuando habían bebido.
Enderezó al secretario poniéndole una mano en el codo. Siguieron andando, tan cerca como primos, como hermanos, vestidos de blanco bajo la blanca luna. De vez en cuando, Crispin veía con el rabillo del ojo lenguas de llamas temblando por las calles y desapareciendo a lo largo de ellas. De noche siempre las veías, y después de llevar un tiempo en la ciudad ya ni siquiera hablabas de ellas.
Un rato después, mientras pasaban detrás del santuario y torcían por la ancha calle que los llevaría a las habitaciones del secretario, vieron aparecer delante de ellos una suntuosa litera cuyas cortinas estaban cerradas. Los dos sabían dónde estaban, sin embargo, y quién, casi con toda seguridad, iba dentro de ella.
Ningún hombre hizo comentario alguno, aunque Pertennius aspiró una súbita bocanada del frío aire nocturno y cuadró los hombros, andando unos pasos solo con exagerada gravedad, antes de volver a trastabillar y aceptar la mano que Crispin le ofrecía para guiarlo. Pasaron por delante de un centinela del prefecto urbano y lo saludaron solemnemente: dos hombres ebrios que andaban por las calles a una hora en la que ya era arriesgado hacerlo, pero bien vestidos, sin que su presencia desentonara en aquel barrio. Vieron cómo la litera entraba en un patio iluminado por antorchas cuando unos sirvientes abrieron las puertas para cerrarlas rápidamente después.
El creciente de la luna ya asomaba por encima de las casas. Una tenue línea de llamas blancas pareció atravesar un callejón allí donde este se encontraba con la calle y luego desapareció.
—¡Debemos entrar! —dijo Pertennius de Eubulus mientras pasaban por delante de la enorme casa de piedra y las puertas cerradas que se habían abierto hacía un momento para dejar entrar a la litera, y fue hacia la entrada—. Una oportunidad de conversar. Lejos de la multitud callejera, los soldados. Actores. Escoria sin instrucción.
—Oh, no —se resistió Crispin sonriendo. Había algo amargamente divertido en el hecho de que el hombre adoptara aquel tono en su estado actual—. Los dos necesitamos dormir, amigo.
Estaba empezando a sentir los efectos del vino, y de otras cosas. Una inquietud primaveral. Noche. Una boda. La presencia del pasado. Pertennius no era la persona con la que quería estar en ese momento. No sabía con quién quería estar.
—¡Debemos! —insistió el secretario—. Hablar con vos. Mi propia tarea. Escribir sobre los edificios del emperador, el santuario. Vuestro trabajo. ¡Preguntas! ¿Por qué un bisonte? ¿Aquellas mujeres? ¿En la cúpula? ¿Por qué hay tanto de… de ti, rhodiano?
La mirada, a la luz de la luna, fue por un momento desconcertante, y casi se la hubiese podido llamar lúcida.
Crispin parpadeó. Allí había más de lo que se esperaba, tanto por parte del hombre como de la situación. Después de un prolongado titubeo, y con un encogimiento de hombros mental, fue hacia la puerta con el secretario de Leontes y entró cuando un sirviente les franqueó la entrada. Pertennius tropezó en su propio umbral, pero después lo condujo pesadamente escaleras arriba. Crispin oyó cerrarse la puerta abajo.
Detrás de ellos, en las calles nocturnas, las llamas aparecían y desaparecían tal como hacían siempre, sin ser prendidas por ninguna candela o chispa, insondables como el mar iluminado por la luna o los deseos de los hombres y las mujeres entre su nacimiento y su muerte.