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Un poco antes esa misma mañana, el emperador Valerius II de Sarantium, sobrino de un emperador hijo de un cultivador de trigo de Trakesia, hubiese podido ser visto entonando la última de las respuestas antifonales a la invocación del alba en la Capilla Imperial del Palacio Traversite donde él y la emperatriz tenían sus aposentos privados.
El servicio del emperador es uno de los primeros que se celebran en la ciudad, ya que empieza en la oscuridad y termina con el ascenso del sol al amanecer, cuando las campanas de las capillas y los santuarios acaban de empezar a repicar. A esa hora la emperatriz no está con él. La emperatriz está dormida. La emperatriz dispone de su propio clérigo asignado a su complejo de habitaciones, un hombre conocido por no ser excesivamente estricto en lo concerniente a la hora de la plegaria matutina y por sus opiniones igualmente liberales, si bien no tan difundidas, acerca de las herejías de Heladikos, el mortal (o semimortal, o divino) hijo de Jad. De esas cosas no se habla en el Recinto Imperial, por supuesto. O, en todo caso, sólo se habla de ellas en privado.
El emperador, por cierto, es muy meticuloso en su observancia de los rituales de la fe. Su larga relación con el Gran Patriarca y el Patriarca de Oriente —en un intento de resolver la miríada de causas que pueden llegar a provocar cismas en las doctrinas del dios del sol— ha surgido tanto de la piedad como del compromiso intelectual. Valerius es un hombre de contradicciones y enigmas, y apenas hace nada para resolverlos o aclarárselos a su corte o su pueblo, pues ha descubierto que el misterio es un recurso más.
Le divierte que algunos le llamen Emperador de la Noche y digan que conversa con espíritus prohibidos del otro mundo en las cámaras llenas de lámparas y los pasillos bañados por la luna. Le divierte porque eso es totalmente falso y porque ahora está aquí —como cada amanecer—, despierto antes que la mayoría de sus súbditos, llevando a cabo los rituales de la fe sancionada. A decir verdad, hubiese sido más correcto llamarle Emperador de la Mañana.
El sueño le aburre y últimamente le asusta un poco, le provoca una sensación de que el tiempo transcurre con incontenible celeridad. Valerius no es viejo, pero sí lo suficientemente entrado en años para oír caballos y carros en la noche: los distantes heraldos de la muerte. Hay muchas cosas que desea hacer antes de oír —como se afirma que oyen todos los verdaderos y sagrados emperadores— la voz del dios, o del emisario del dios, diciendo: «Despójate de la corona; el Señor de los Emperadores te espera».
Su emperatriz, y él lo sabe, hablaría de delfines surcando la superficie del mar, no de caballos que galopan en la oscuridad, pero sólo le hablaría de ello a él, dado que los delfines —los antiguos portadores de las almas— son un símbolo heladikiano prohibido.
Su emperatriz está dormida. Se levantará un rato después de que lo haya hecho el sol, tomará una primera colación en la cama, recibirá a su santo consejero y después a sus auxiliares del baño y a su secretario, preparándose sin prisas para el día. En su juventud era una actriz y bailarina llamada Aliana, acostumbrada a acostarse tarde y levantarse todavía más tarde.
Valerius comparte las largas veladas con ella, pero sabe, después de los años que llevan juntos, que no debe imponerle su presencia a esa hora. En cualquier caso, tiene muchas cosas que hacer.
El servicio termina. Valerius pronuncia la última de las respuestas. Un poco de luz se filtra por los ventanales. Una fría mañana, a esta hora gris. El emperador está empezando a odiar el frío. Valerius sale de la capilla, inclinándose ante el disco y el altar y dirigiendo un breve ademán a su clérigo. Una vez en el pasillo baja por una escalera de caracol, andando deprisa como acostumbra. Sus secretarios van presurosamente en otra dirección, saliendo del edificio para seguir los senderos que atraviesan los jardines —fríos y húmedos, como sabe Valerius— hasta llegar al Palacio Attenine, donde se iniciará el programa del día. Sólo el emperador y sus guardias seleccionados entre los Excubitores están autorizados a usar el túnel construido entre los dos palacios, una medida de seguridad introducida hace mucho tiempo.
En el túnel hay antorchas a intervalos, encendidas y supervisadas por los guardias. Está bien ventilado y es agradablemente cálido incluso en invierno o, como ahora, en la cúspide de la primavera. Estación que vivifica, estación de guerra. Valerius saluda a los dos guardias con una inclinación de la cabeza y cruza el umbral solo. Disfruta con este corto paseo. Es un hombre cuya vida no le permite estar solo en ningún momento. Incluso en su mismo dormitorio siempre hay un secretario acostado en un catre y un correo adormilado junto a la puerta, esperando la posibilidad del dictado o de una convocatoria o instrucciones que transmitir a través de los misterios y espíritus de una ciudad sumida en la oscuridad.
Y muchas noches, todavía, las pasa con Alixiana en el intrincado amasijo de estancias de su esposa. Allí hay intimidad y comodidades, y algo más profundo y raro que cualquiera de esas dos cosas…, pero no está solo. Nunca está solo. El silencio, la soledad y el secreto se hallan limitados a este paseo subterráneo por el túnel, acompañado hasta la entrada del pasillo por un par de guardias y recibido al otro extremo por otra pareja de Excubitores.
Cuando llama con los nudillos y la puerta es abierta en el extremo del Palacio Attenine, varios hombres están esperando, como siempre. Entre ellos figuran el anciano canciller Gesius; Leontes, el estratega dorado; Faustinus, el maestro de ceremonias; y el cuestor del Erario Imperial, un hombre llamado Vertigus, del que el emperador no puede decir que se sienta muy complacido. Valerius saluda a todos los presentes con una inclinación de cabeza y sube rápidamente por la escalera mientras ellos se incorporan de la reverencia y se alinean detrás de él. Ahora Gesius necesita ayuda en algunas ocasiones, especialmente cuando el tiempo es húmedo, pero no ha habido signos de ningún deterioro similar en la mente del canciller, y no hay nadie en todo su séquito en quien Valerius confíe ni la mitad de lo que confía en él.
Es Vertigus quien ensombrece y agria rápidamente esta mañana cuando llegan a la Cámara de Audiencias. Vertigus no es ningún tonto —si lo fuese habría sido despedido hace mucho tiempo—, pero no se le puede llamar ingenioso, y casi todo lo que el emperador quiere hacer realidad, en la ciudad, en el Imperio y más allá de él, depende de las finanzas. Desgraciadamente, hoy en día no basta con ser competente. Valerius está pagando grandes sumas de dinero por los edificios, una suma enorme a los basánidas, y acaba de acceder (tal como estaba planeado) a las súplicas de varias fuentes y liberado los últimos atrasos de la paga del año pasado para el ejército de Occidente.
Nunca hay dinero suficiente, y la última vez que se adoptaron medidas para tratar de generar unos ingresos adecuadamente satisfactorios Sarantium ardió en unos disturbios que casi le costaron el trono, la vida y hasta el último de sus planes.
Evitar aquellas consecuencias requirió unas treinta mil muertes.
Valerius alberga la esperanza de que su ya casi terminado y carente de precedentes Gran Santuario de la Sagrada Sabiduría de Jad le servirá como expiación ante el dios por esas muertes —y ciertas otras cosas— cuando llegue el día de rendir esa clase de cuentas, como siempre acaba llegando. Teniendo en cuenta esto, el santuario sirve a más de un propósito en sus designios.
La mayoría de las cosas lo hacen.
Era difícil. Sabía que Carullus la amaba y que un número de personas asombrosamente elevado había decidido ver en su boda una ocasión para grandes celebraciones, como si el matrimonio de una joven inicii con un soldado trakesiano fuera un acontecimiento realmente importante. Iba a casarse en una exquisita capilla patricia cercana a la casa de Shirin a cuyas ceremonias, entre otros, asistían regularmente el maestro del Senado y su familia. El banquete tendría lugar en la casa de la primera bailarina de los Verdes. Y el hombrecillo regordete de expresión malhumorada aclamado por todos como el mejor cocinero de todo el Imperio estaba preparando el banquete de bodas de Kasia.
Costaba creerlo. Por encima de todo, ella no lo creía y pasaba de un acontecimiento a otro moviéndose igual que en un sueño, como si esperara despertar en la posada de Morax envuelta en una fría niebla con el Día del Muerto todavía por llegar.
Kasia, a la que su madre siempre había tenido por la más inteligente y a la que no creía posible casar, la hija vendida a los traficantes de esclavos, era consciente de que toda aquella extravagancia tenía que ver con las personas a las que conocía: Crispin y sus amigos Scortius el auriga y Shirin, a cuya casa había ido a vivir Kasia cuando se anunció el compromiso a comienzos del invierno. Carullus había llegado a hablar —dos veces ya— con el estratega supremo en persona y había obtenido un gran éxito en lo concerniente a los atrasos en la paga de los soldados. Corrían rumores de que Leontes podía llegar a estar presente en la tribuna de la fiesta. En su fiesta de bodas, nada menos.
La otra parte de aquella exagerada atención tenía que ver, había comprendido Kasia, con el hecho de que pese al cinismo de que tanto alardeaban (o tal vez debido a él) los sarantinos eran apasionados y emotivos por naturaleza, como si el vivir en el centro del mundo realzara cada acontecimiento y le añadiera significado. La noción de que ella y Carullus iban a casarse por amor, habiéndose escogido libremente el uno al otro, encerraba un extravagante atractivo para quienes los rodeaban. Shirin, ingeniosa e irónica como era, podía acabar con los ojos húmedos sólo de pensarlo.
Ese tipo de matrimonios no era habitual.
Y no estaba ocurriendo allí, pensara lo que pensase la gente, aunque Kasia era la única que lo sabía. O al menos eso esperaba.
El hombre al que deseaba —y amaba, aunque algo en ella se resistiese a la palabra— era el que hoy estaría a su lado en la capilla sosteniendo una corona simbólica sobre la cabeza de su amigo. No era una verdad que le gustara, pero no parecía ser algo al respecto de lo que ella pudiera hacer nada.
Shirin estaría detrás de Kasia con otra corona, y una elegante congregación de personas vestidas de blanco llegadas de la corte y el teatro y numerosos militares de apariencia bastante más tosca sonreiría entre murmullos de aprobación, y después todos vendrían aquí a comer y beber: pescado, ostras y caza invernal y vino de Candaria y Megarium.
En realidad, ¿qué mujer se casaba puramente por elección? ¿Qué clase de mundo sería este si eso pudiera ocurrir? Ni siquiera los aristócratas o la realeza podían permitirse semejante lujo, así que ¿cómo iba a recaer en una muchacha bárbara que había sido esclava en Sauradia durante un terrible año que seguiría presente en el alma durante quién sabía cuánto tiempo?
Iba a casarse porque un hombre decente la quería y le había pedido que se casara con él. Porque le había prometido cobijo y apoyo y porque había un poco de auténtica bondad en su naturaleza, y porque si esta unión fracasaba, ¿qué vida le quedaría entonces? ¿Depender de otras personas todos sus días? ¿Servir a una bailarina hasta que esta escogiera prudentemente a un esposo? ¿Ingresar en una de las sectas —las Hijas de Jad— que hacían votos eternos a un dios en el que Kasia no creía?
¿Cómo podía creer, después de haber sido ofrecida en calidad de sacrificio a Ludan, después de haber visto a un zubir, aquella criatura de la larga fe de su tribu, en las profundidades de Aldwood?
—Qué hermosa estás —dijo Shirin, interrumpiendo una conversación con el maestro de cocina para volverse hacia el umbral y mirar a Kasia.
Ella sonrió cautelosamente. No lo creía, pero hasta podía ser verdad. La casa de Shirin era eficientemente administrada por sus sirvientes; Kasia había estado viviendo con ella durante el invierno más en calidad de invitada y amiga que de otra cosa, y había comido mejor y dormido en una cama más blanda que en ningún otro momento de su vida. Shirin era aguda, divertida y observadora, y siempre estaba planeando algo al tiempo que era muy consciente de su posición en Sarantium: tanto de las implicaciones del renombre como de su naturaleza transitoria.
También era más que cualquiera de esas cosas, porque ninguna de ellas expresaba lo que era en el escenario.
Kasia la había visto bailar. Después de esa primera visita al teatro, al principio de la temporada invernal, entendió la fama de aquella mujer. Al ver los montones de flores lanzadas al escenario después de una danza y oír las frenéticas aclamaciones —tanto las rituales de la facción Verde de Shirin como los gritos espontáneos de quienes estaban simplemente extasiados—, se había sentido impresionada por Shirin, un poco asustada por el cambio que tenía lugar cuando la bailarina entraba en aquel mundo, y todavía más por lo que ocurría cuando avanzaba entre las antorchas y la música empezaba a sonar para ella.
Ella nunca hubiera podido exhibirse voluntariamente como lo hacía Shirin cada vez que actuaba, vestida con sedas ondulantes que apenas ocultaban su esbelta silueta, haciendo gestos obscenos y casi cómicos para el bullicioso deleite de quienes ocupaban los asientos más baratos y alejados del escenario. Pero tampoco hubiese podido moverse nunca como la bailarina de los Verdes, cuando Shirin saltaba y giraba o se quedaba inmóvil con los brazos extendidos como un ave marina, y después daba un solemne paso adelante, los pies descalzos curvados como el arco de un cazador, en las danzas más antiguas y ceremoniosas que hacían llorar a los hombres. Esas mismas sedas podían alzarse como alas detrás de ella o quedar recogidas en un chal cuando se arrodillaba para llorar una pérdida, o en un sudario cuando moría y el teatro se volvía tan silencioso como un cementerio en una noche invernal.
Shirin cambiaba cuando bailaba, y cambiaba a quienes la veían.
Y después volvía a cambiar, en casa. Allí le gustaba hablar de Crispin. Había aceptado a Kasia como huésped en su casa para hacer un favor al rhodiano. Conocía a su padre, le había dicho a Kasia. Pero había algo más que eso. Saltaba a la vista que Crispin solía estar presente en los pensamientos de la bailarina, incluso con todos los hombres —jóvenes y no tan jóvenes, muchos de ellos casados, de la corte y las casas aristocráticas y los cuarteles de los oficiales militares— que venían a verla regularmente. Después de aquellas visitas Shirin hablaba con Kasia, revelando un detallado conocimiento de sus posiciones, rangos y perspectivas: sus favores sociales sutilmente matizados formaban parte de la delicada danza que tenía que ejecutar en aquella vida de bailarina en Sarantium. Kasia tenía la sensación de que, fuera cual fuese la forma en que había empezado su relación, Shirin estaba sinceramente feliz de tenerla en su casa, y de que antes la amistad y la confianza no estaban presentes en la vida de la bailarina. Y, pensándolo bien, tampoco habían estado presentes en la suya.
Durante el invierno Carullus había venido casi cada día cuando se encontraba en la ciudad. Estuvo ausente un mes cuando tuvo que escoltar —triunfalmente— el primer envío de los atrasos del ejército de Occidente hasta su campamento en Sauradia. Al volver se mostró muy atento y considerado, y le dijo a Kasia que parecía haber sólidos indicios de que no tardarían en ir a la guerra en Occidente. Eso no era precisamente sorprendente, pero había una diferencia entre los rumores y la realidad. Mientras le escuchaba, a ella se le ocurrió pensar que si Carullus iba allí con Leontes, podía morir. Le cogió la mano mientras él hablaba. A Carullus le gustaba que le cogiera la mano.
Apenas habían visto a Crispin durante el invierno. Al parecer había escogido a su equipo de mosaiquistas lo más deprisa posible y pasaba todo el tiempo subido en su andamio, empezando a trabajar tan pronto como terminaban las plegarias matinales y hasta altas horas de la noche, alumbrado por antorchas. Algunas noches dormía en un catre en el Santuario, les informó Vargos, sin volver siquiera a la casa que los eunucos del canciller habían encontrado y amueblado para él.
Vargos también estaba trabajando en el santuario y era su fuente para las mejores historias, incluida la del aprendiz que había sido perseguido por Crispin —con el rhodiano rugiendo imprecaciones y blandiendo un cuchillo— alrededor de todo el Santuario de la Sagrada Sabiduría de Jad, por haber permitido que algo llamado lechada se echase a perder una mañana. Vargos empezó a explicar qué era exactamente la lechada, pero Shirin fingió chillar de aburrimiento y le tiró olivas hasta que se calló.
Vargos venía regularmente para llevar a Kasia a la capilla por la mañana si ella accedía a acompañarlo. Kasia solía hacerlo. Estaba intentando acostumbrarse al ruido y las multitudes, y aquellos paseos matinales con Vargos eran una parte de eso. Vargos era otro hombre bueno. Kasia había conocido a tres de ellos en Sauradia, al parecer, y uno de ellos la había pedido en matrimonio. No se merecía tal fortuna.
A veces Shirin iba con ellos. Explicó a Kasia que visitar la capilla de vez en cuando tenía su utilidad. Los clérigos de Jad desaprobaban el teatro todavía más de lo que les disgustaban los carros y las violentas pasiones y la magia pagana que inspiraban. Que la vieran arrodillada en la capilla con los cabellos cubiertos recogidos en la nuca, vestida sobriamente y sin ningún adorno evidente, mientras cantaba las respuestas matinales ante el disco solar y el altar representaba un acto de prudencia por parte de Shirin.
A veces Shirin los llevaba a una capilla más elegante que la de Vargos, más próxima a la casa. Una mañana, después de los servicios aceptó sumisamente la bendición del clérigo y presentó a Kasia a dos de los asistentes al ritual que, casualmente, eran el maestro del Senado y su esposa, mucho más joven que él. El senador Plautus Bonosus era un hombre de aspecto sardónico y ligeramente disipado; la esposa parecía reservada y recelosa. Shirin los había invitado a la ceremonia nupcial y a la celebración posterior. Mencionó a algunos invitados que asistirían y añadió, como si acabara de acordarse de ello, que Strumosus de Amoria estaba preparando el banquete. El maestro del Senado parpadeó y se apresuró a aceptar la invitación. Parecía un hombre que disfrutaba de sus lujos.
Más avanzada la mañana y mientras bebían vino especiado en casa, Shirin contó a Kasia algunos de los escándalos relacionados con Bonosus. Kasia había pensado que estos explicaban, al menos en parte, el que la joven segunda esposa se comportara de una manera tan fría y distante. Entonces comprendió que el que tantas personas distinguidas acudieran a la casa de una bailarina era una especie de triunfo para Shirin, ya que eso definía y confirmaba su preeminencia. Para Carullus también era bueno, y por lo tanto era igualmente bueno para Kasia. Había entendido todo aquello, pero el entenderlo no disipó el aura de irrealidad que seguía envolviendo a los acontecimientos.
Acababa de ser saludada por el maestro del Senado sarantino en una capilla llena de aristócratas. El maestro acudiría a su ceremonia nupcial. Cuando había empezado el otoño Kasia era una esclava, tumbada encima de un colchón por granjeros, soldados y correos con unas cuantas monedas para gastar.
La mañana de la boda ya estaba muy avanzada. No tardarían en ir a la capilla. Los músicos serían la señal, Carullus llegando con ellos para escoltar a su prometida. Kasia, esperando ser inspeccionada ante una bailarina y un maestro de cocina el día de su matrimonio, vestía de blanco —como lo harían los invitados y el cortejo de la boda— pero con la seda roja de una novia alrededor de su cintura. Shirin se la había dado anoche, enseñándole cómo anudarla. Mientras lo hacía bromeó pícaramente. Kasia sabía que después habría más bromas y canciones subidas de tono. En aquel aspecto la Ciudad de Ciudades no se diferenciaba en nada de la aldea en la que había nacido. Al parecer, ciertas cosas no cambiaban fuera cual fuese el lugar del mundo al que llegaras. El rojo representaba la doncellez que debía perder aquella noche.
La había perdido a manos de un traficante de esclavos karchita en un campo del norte hacía algún tiempo. Y el hombre con el que iba a casarse hoy tampoco era un desconocido para su cuerpo, aunque eso sólo había ocurrido una vez, la mañana después de que Carullus hubiera estado a punto de morir defendiendo a Crispin y a Scortius el auriga de unos asesinos entre la oscuridad.
La vida te hacía cosas extrañas, ¿verdad?
Aquella mañana Kasia había ido a la habitación de Crispin, no muy segura de lo que quería decir —o hacer— pero oyó una voz de mujer dentro, y se detuvo y se fue sin llegar a llamar. Y en la escalera oyó decir a dos soldados que el ataque nocturno acababa de terminar, con sus camaradas muertos y Carullus herido. El impulso, la preocupación, la extremada confusión, el destino —su madre hubiese optado por eso último, y habría formado un signo de advertencia con la mano— hicieron que Kasia volviera sobre sus pasos después de que los soldados se hubieran ido y fuera por el largo pasillo del piso de arriba para acabar llamando a la puerta del tribuno.
Carullus había abierto la puerta, visiblemente cansado y ya a medio desvestir. Kasia vio el vendaje manchado de sangre que le envolvía un hombro y atravesaba su pecho, y después vio y entendió súbitamente —era la lista, ¿no?— la expresión aparecida en sus ojos cuando Carullus vio que se trataba de ella.
No era el hombre que la había salvado de la posada de Morax y después de la muerte en el bosque, que una oscura noche le ofreció un atisbo de cómo podían ser los hombres cuando no te habían comprado, pero podía ser —pensó ella, yaciendo junto a Carullus, después, en su cama— el que la salvara de la vida que seguía al hecho de ser salvada. Las viejas historias nunca hablaban de esa parte, ¿verdad?
Mientras veía subir el sol en el cielo aquella mañana y oía tranquilizarse la respiración de Carullus junto a ella conforme se sumía en el sueño reparador igual que un niño, Kasia pensó que podía llegar a ser su amante. Había cosas peores en el mundo.
Pero poco después, cuando el invierno ni siquiera había empezado, con la Ceremonia del Jad Invicto celebrada a medianoche, Carullus le pidió que se casara con él.
Cuando Kasia aceptó, sonriendo a través de lágrimas que él no había podido entender apropiadamente, Carullus juró con una mano levantada, prometiendo por los órganos sexuales del dios, que no volvería a tocarla hasta su noche de bodas.
Una promesa que había hecho hacía mucho tiempo, le explicó. Le habló (más de una vez) de su padre y su madre, su infancia en Trakesia en un lugar no muy distinto de la aldea de Kasia; le habló de las incursiones karchitas, de la muerte de su hermano mayor y su viaje al sur para unirse al ejército del emperador. Carullus hablaba mucho pero con gracia e ingenio, y ella no tardó en comprender que la inesperada bondad que había percibido en aquel robusto y malhablado soldado era real. Kasia pensó en su madre, en cómo habría llorado al saber que su hija vivía y se disponía a entrar en una vida protegida y tan inimaginablemente alejada, en todos los aspectos, de su granja y su aldea.
No había manera de enviar un mensaje. Las rutas habituales de la estafeta imperial de Valerius II no incluían las granjas de los alrededores de Karch. Por lo que sabía su madre, Kasia estaba muerta.
Y por lo que sabía Kasia, su madre y su hermana lo estaban.
Su nueva vida estaba allí, o dondequiera que Carullus, como tribuno del Cuarto Sauradí, fuera enviado, y Kasia —vestida de blanco, con el ceñidor carmesí de una novia alrededor de su cintura el día de su boda— sabía que mientras viviese debería dar gracias por ello a todos los dioses que conocía.
—Gracias —le respondió a Shirin, que acababa de decirle que estaba muy hermosa y seguía mirándola y sonriendo. El maestro de cocina, un hombrecillo de rostro hosco y ceñudo, parecía estar tratando de no sonreír. Su boca seguía frunciéndose hacia dentro. Tenía salsa en la frente. Siguiendo un impulso repentino, Kasia usó sus dedos para limpiársela. Entonces él sonrió y le ofreció su delantal. Kasia se secó los dedos en él. Se preguntó si Crispin estaría con Carullus cuando su futuro esposo viniera para llevarla a la capilla, y qué diría, y qué le diría ella, y pensó que las personas eran muy extrañas, porque hasta el día más hermoso siempre traía consigo alguna pena.
Rustem no había prestado atención a su destino, o a quién había alrededor de ellos, y después se lo reprocharía a sí mismo, a pesar de que no había sido responsabilidad suya velar por su seguridad. Para eso habían ordenado a Nishik, adusto y displicente, que acompañara a un médico durante su viaje, después de todo.
Pero mientras cruzaban el agitado estrecho desde la dispersa Deápolis en la costa sureste hacia el enorme y bullicioso puerto de Sarantium en el otro lado, esquivando una pequeña isla cubierta de bosque y luego barcos que cabeceaban sobre las aguas y las redes arrastradas por las embarcaciones de pesca, con las cúpulas y las torres de la ciudad apilándose unas sobre otras detrás y el humo de los hogares elevándose de innumerables casas, posadas y tiendas para llenar el cielo hasta las murallas que había más allá, Rustem se encontró más abrumado de lo que había esperado sentirse, y después empezó a pensar en su familia.
Era un viajero y se había adentrado en Oriente bastante más que nadie que conociera, pero Sarantium, incluso después de dos devastadoras plagas, era la ciudad más grande y rica del mundo: una verdad conocida pero nunca plenamente asimilada antes de aquel día. Jarita se habría mostrado encantada y quizá incluso emocionada, se dijo, de pie en el transbordador mientras contemplaba cómo se iban aproximando las cúpulas doradas. Si su recién encontrada comprensión de ella era correcta, Katyun se habría mostrado aterrorizada.
Había enseñado sus papeles y la documentación falsa de Nishik y tratado con el oficial de las Aduanas Imperiales en el muelle de Deápolis antes de embarcar. Llegar al muelle había sido todo un proceso en sí mismo: había un número realmente extraordinario de soldados acuartelados allí y los sonidos de la construcción de navíos se oían por todas partes. No podrían haber ocultado nada ni aunque hubiesen querido hacerlo.
La transacción aduanera había sido costosa pero no desagradable: vivían tiempos de paz, y la riqueza de Sarantium derivaba en gran medida del comercio y el viaje. Los agentes de aduanas del emperador lo sabían perfectamente bien. Una suma discreta y razonable destinada a aliviar los rigores de su concienzudo trabajo bastó para autorizar la entrada de un médico basánida, su sirviente y su mula; que, una vez examinada, resultó no llevar encima seda, especias ni ninguna otra mercancía ilícita o sometida a tasas.
Cuando desembarcaron en la ciudad de Valerius, Rustem se aseguró de que no hubiera pájaros flotando en el aire a su izquierda y de que su pie derecho era el primero en tocar el muelle, de la misma manera en que había subido al transbordador adelantando la bota izquierda. Allí también había mucho ruido. Más soldados y más navíos, martillazos y gritos. Pidieron instrucciones al encargado del transbordador y fueron por un embarcadero de madera, con Nishik conduciendo la mula y los dos envueltos en capas para protegerse de una cortante brisa primaveral. Cruzaron una ancha calle, esperando a que los pájaros desfilaran ruidosamente ante ellos, y llegaron a un callejón en el que fueron dejando atrás un desagradable surtido de los habituales marineros de los muelles, prostitutas, mendigos y soldados de permiso.
Rustem había sido más o menos consciente de todo ello mientras andaban, y de cómo los puertos parecían ser iguales desde allí hasta Ispahani, pero principalmente había estado pensando en su hijo mientras se alejaban de los muelles, dejando los ruidos detrás de ellos. Shaski habría tenido los ojos y la boca muy abiertos, absorbiendo todo aquello igual que el suelo resecado por la sequía absorbe la lluvia. El niño poseía esa clase de cualidad, decidió Rustem —había pensado en él más de lo que un hombre debía pensar en el niñito que había dejado en casa—, una capacidad para asimilar las cosas y luego hacerlas suyas, para así saber cómo y cuándo usarlas.
¿Cómo explicar si no el increíble momento en que un niño de siete años siguió a su padre a un huerto llevando consigo el instrumento que terminó salvando la vida del Rey de Reyes? ¿Y haciendo la fortuna de su familia? Rustem meneó la cabeza, recordándolo una mañana en Sarantium mientras iba con su soldado-sirviente hacia el foro al cual les habían encaminado y la posada contigua en la que se alojarían, si había habitaciones disponibles.
Tenía instrucciones de no establecer ninguna relación directa con el enviado basánida, sólo la esperada nota de rutina enviada para informar de su llegada. Rustem era un médico en busca de tratados y conocimientos médicos. Eso era todo. Iría a ver a otros médicos: en Sarnica le habían dado nombres, y él también había anotado algunos por su cuenta. Establecería sus contactos, asistiría a conferencias y quizá diera alguna. Compraría manuscritos o pagaría a escribas para que se los copiaran. Se quedaría allí hasta el verano. Observaría lo que pudiera.
Observaría todo lo que pudiera, de hecho, y no sólo acerca de la profesión médica y sus tratados. En Kabadh había cosas que deseaban saber.
Rustem de Kerakek era un hombre que no debía atraer ninguna clase de atención en un tiempo de armonía entre el emperador y el Rey de Reyes (una paz comprada muy cara por Valerius), con sólo el ocasional incidente fronterizo o comercial para enturbiar una superficie serena.
Así hubiese debido ser, en cualquier caso.
El extravagantemente vestido y acicalado joven que fue con paso vacilante hacia Rustem desde la puerta de una taberna mientras él y Nishik subían por una empinada e infortunadamente tranquila calleja, yendo en dirección al Foro Mezaros, parecía ignorar por completo todas aquellas consideraciones tan cuidadosamente meditadas.
Lo mismo parecía poder decirse de los tres amigos similarmente vestidos y adornados que lo seguían. Por alguna razón los cuatro llevaban túnicas del estilo basánida, pero con toscas joyas de oro alrededor del cuello y en las orejas y el cabello descuidadamente largo cayéndoles por la espalda.
Rustem se detuvo, no teniendo otra elección. Los cuatro jóvenes le obstruían el paso y el callejón era estrecho. El líder se inclinó levemente hacia un lado y después se irguió con un cierto esfuerzo.
—¿Verde o Azul? —jadeó, los vapores del vino en su aliento—. ¡Responde o serás golpeado igual que una puta reseca!
Aquella pregunta tenía algo que ver con los caballos. Eso Rustem lo sabía, pero no tenía ni idea de cuál sería la respuesta más adecuada.
—Ruego vuestra indulgencia —murmuró en lo que a esas alturas sabía era un sarantino más que pasable—. Somos forasteros y no entendemos de tales cosas. Nos estáis obstruyendo el paso.
—Eso hacemos, ¿verdad? Eres muy observador, cabrón. Asqueroso basánida lameculos —dijo el joven, olvidando la cuestión del Azul-o-Verde.
El origen de Rustem y Nishik era obvio con sólo ver su atuendo, y no habían tratado de ocultarlo. La vulgaridad era desconcertante y el rancio olor a vino en el aliento del joven a una hora tan temprana disgustó a Rustem. Aquel hombre se estaba destrozando la salud. Ni siquiera los reclutas recién llegados a la fortaleza empezaban a beber tan pronto cuando estaban libres de servicio.
—¡Ten cuidado con tu sucia lengua! —exclamó Nishik, interpretando el papel de leal sirviente, pero en un tono demasiado cortante—. Este es Rustem de Kerakek, un médico muy respetado. ¡Abridle paso!
—¿Un doctor? ¿Basánida? ¿Salva las repugnantes vidas de los cerdos que matan a nuestros soldados? ¡Y una mierda le abriré paso, esclavo castrado de cara de chivo! —gritó el joven, después de lo cual procedió a alterar la naturaleza de un ya infortunado encuentro desenvainando una elegante espada de hoja corta.
Rustem, tomando aliento, vio que los otros jóvenes parecían alarmarse al verlo. «No están tan borrachos —pensó—. Aquí hay una esperanza».
Y la había, hasta que Nishik soltó un juramento de su cosecha y, muy insensatamente, se volvió hacia la mula que los había acompañado estólidamente hasta allí para empuñar su espada colgada del flanco del animal. Rustem estaba seguro de saber lo que le pasaba por la mente a Nishik en aquellos momentos: el soldado, indignado por los insultos y los impedimentos de un civil, que además era un jadita, estaría decidido a desarmarlo en una rápida lección. Una enseñanza sobradamente merecida, sin duda. Pero esa no era la manera de entrar discretamente en Sarantium.
De hecho y por otra clase de razones, tampoco era nada sensata. Daba la casualidad de que el joven de la espada ya desenvainada sabía cómo usarla, habiendo recibido instrucción desde temprana edad en su casa de la ciudad y en las tierras de su padre. También había dejado atrás, como ya había notado Rustem, el punto en el que se evalúa prudentemente la conducta propia o la de los demás.
El joven de la elegante espada curva dio un paso adelante y la hundió entre la tercera y la cuarta costilla de Nishik mientras el soldado basánida intentaba soltar su arma de las cuerdas que la sujetaban a la mula.
Un encuentro casual, el más puro de los accidentes, el callejón equivocado tomado en un momento equivocado en una ciudad llena de callejones, calles y caminos. Si hubieran perdido el transbordador, sido demorados por las aduanas, hecho un alto para comer o seguido otra ruta, las cosas habrían sido totalmente distintas. Pero el mundo —custodiado por Perun y Anahita y siempre amenazado por el Negro Azal— había llegado de alguna manera a esa situación: Nishik había caído, su sangre enrojecía la calle y una espada desenvainada era temblorosamente dirigida hacia Rustem, quien intentó determinar qué auspicio se le podía haber pasado por alto para que todo hubiera acabado torciéndose tan espantosamente.
Pero mientras pensaba en ello, tratando de aceptar la aleatoriedad de la muerte, sintió una extraña y helada furia y alzó su cayado. Mientras el joven espadachín bajaba los ojos hacia el hombre caído para contemplarlo con ebria confusión o satisfacción, Rustem descargó un rápido y terrible golpe a través del antebrazo con su cayado. Aguzó el oído para captar el sonido de un hueso rompiéndose y se sintió decepcionado al no escucharlo, aunque el depravado joven soltó un alarido y su espada cayó ruidosamente al suelo.
Los otros tres, desgraciadamente, se apresuraron a desenvainar las suyas. Había una desconcertante ausencia de gente en la mañana de aquel callejón.
—¡Ayuda! —gritó Rustem—. ¡Asesinos!
Bajó la vista. Nishik no se había movido. Las cosas habían salido terriblemente mal, hundiéndose de pronto en una catástrofe surgida de la nada. El corazón de Rustem palpitaba desbocado.
Levantó los ojos, sosteniendo su cayado delante de él. El hombre al que había herido y desarmado se aferraba el codo mientras les gritaba a sus amigos, el rostro distorsionado por el miedo y una indignación infantil. Los amigos avanzaron. Dos dagas y una espada corta habían sido desenvainadas. Rustem comprendió que tenía que huir. Los hombres podían morir en calles ciudadanas como aquella, sin propósito ni significado. Se volvió para echar a correr…, y percibió un borroso manchón de movimiento por el rabillo del ojo.
Giró sobre los talones, volviendo a alzar su cayado. Pero la figura que había entrevisto no le tenía a él por objetivo.
Un hombre acababa de salir de una minúscula capilla de techo plano que había callejón arriba y, sin cambiar el paso, chocó desde atrás con los tres hombres armados, provisto únicamente de un cayado de viajero casi idéntico al de Rustem. Lo usó enérgicamente, golpeando detrás de las rodillas con él al que empuñaba la espada. Mientras el hombre gritaba y caía de bruces, la nueva figura se detuvo, giró sobre sus talones e impulsó el cayado en dirección opuesta, golpeando en la cabeza a un segundo atacante. El joven dejó escapar un sonido de dolor ofendido —más el grito de un muchacho que otra cosa— y se desplomó, dejando caer su cuchillo para llevarse las manos a la cabeza. Rustem vio manar la sangre entre sus dedos.
El tercero —el único que todavía estaba armado— miró a aquel corpulento y amenazante recién llegado, luego miró a Rustem y, finalmente, el tramo de la calleja donde Nishik yacía inmóvil.
—¡Me cago en Jad! —dijo, y echó a correr para doblar la esquina y perderse de vista.
—Os aconsejaría que hicierais lo mismo —le dijo Rustem a la pareja abatida—. ¡Pero tú no! —Señaló con un dedo tembloroso al que había acuchillado a Nishik—. Tú te quedas donde estás. Si mi hombre está muerto, comparecerás ante la ley por asesinato.
—A la mierda con eso, cerdo —dijo el joven, que seguía agarrándose el codo—. Recoge mi espada, Tykos. Nos vamos.
Tykos se dispuso a recuperar la espada, pero el hombre que había salvado a Rustem dio un rápido paso adelante y la pisó con una bota. Tykos, súbitamente paralizado al ir a agacharse, miró de soslayo al hombre y al punto retrocedió. El cabecilla masculló otro espantoso juramento y los tres jóvenes se apresuraron a seguir a su amigo desaparecido callejón abajo.
Rustem los dejó marchar. Estaba demasiado aturdido para hacer otra cosa. Oyó su desbocado corazón y trató de controlarlo, respirando profundamente. Pero antes de doblar la esquina, su atacante se detuvo y le miró, para después dirigirle un gesto obsceno con su brazo sano.
—No pienses que esto ha terminado, basánida. ¡Iré a por ti!
Rustem parpadeó y, en una reacción impropia de él, contestó con un «Que te jodan» mientras el joven desaparecía.
Siguió mirando fijamente la esquina por un momento y luego se arrodilló, dejó su cayado en el suelo y puso dos dedos sobre la garganta de Nishik. Pasados unos instantes le cerró los ojos.
—Anahita lo guíe, Perun lo guarde, que Azal nunca llegue a saber su nombre —murmuró en su propia lengua. Palabras que había pronunciado con mucha frecuencia. Había estado en la guerra, había visto morir a muchas personas. Pero esto era distinto, era una calle de ciudad bajo el sol de la mañana. Estaban andando, nada más, y una vida había llegado a su fin.
Miró alrededor y vio que había espectadores en los portales y las ventanitas de las tiendas, tabernas y casuchas que se apilaban encima de ellos a lo largo del callejón.
Una diversión, pensó con amargura. Serviría para una buena historia.
Oyó un ruido. El joven corpulento y no muy alto que acababa de intervenir había recogido un bulto que debía de habérsele caído y estaba metiendo la espada del primer atacante entre las cuerdas de la mula, asegurándola junto a la de Nishik.
—Inconfundible —dijo secamente—. Fíjate en la empuñadura. Quizá sirva para identificarlo.
Su acento era bastante marcado. Iba vestido para viajar, con una túnica marrón y una capa ceñidas por arriba de la cintura, botas embarradas y el pesado bulto ahora a su espalda.
—Está muerto —dijo Rustem, aunque no hacía falta decirlo—. Lo han matado.
—Ya lo veo —repuso el otro hombre—. Vamos. Podrían volver. Están borrachos y han perdido el control.
—No puedo dejarlo en la calle —protestó Rustem.
El joven miró por encima del hombro.
—Ahí —dijo, y se arrodilló para coger el cuerpo por los hombros.
Se manchó de sangre la túnica, pero no pareció darse cuenta. Rustem se agachó para cogerlo por las piernas y juntos lo llevaron —sin nadie que los ayudara, sin nadie entrando siquiera en el callejón— hasta la pequeña capilla.
Cuando llegaron a la entrada, un clérigo con una sucia túnica amarilla salió a toda prisa con las manos tendidas.
—¡No lo queremos! —exclamó.
El joven no le prestó atención y pasó junto al hombre santo, que se apresuró a seguirlos sin dejar de protestar. Llevaron a Nishik al interior del oscuro y frío recinto y lo depositaron cerca de la puerta. En la penumbra Rustem vio un pequeño disco solar y un altar. Una capilla de los muelles. Prostitutas y marineros se buscan mutuamente aquí, pensó. Un lugar más dedicado al comercio venal y la enfermedad que a la oración, probablemente.
—¿Qué se supone que hemos de hacer con esto? —protestó el clérigo en un airado murmullo, siguiéndolos al interior de la capilla. Dentro había un puñado de gente.
—Rezar por su alma. Encended velas. Alguien vendrá a recogerlo —dijo el joven mirando a Rustem, quien se llevó la mano a la bolsa y sacó de ella unos folies de cobre.
—Para las velas —dijo, tendiéndoselos al clérigo—. Haré que alguien venga a recogerlo.
El clérigo hizo desaparecer las monedas —con más destreza de la esperada en un hombre santo, pensó Rustem amargamente— y asintió.
—Esta mañana —dijo—. Al mediodía lo sacaremos a la calle. Después de todo, es un basánida.
Había estado escuchando y no había hecho absolutamente nada. Rustem le dirigió su mirada más gélida.
—Era un alma viviente. Está muerto. Muestra respeto, por tus órdenes y tu dios si no por otra cosa.
El clérigo se quedó boquiabierto. El joven cogió a Rustem por el brazo y lo sacó de la capilla.
Volvieron por donde habían venido y Rustem cogió las bridas de la mula. Vio la sangre en las piedras allí donde había caído Nishik y se aclaró la garganta.
—He contraído una gran deuda contigo —dijo.
Antes de que el otro pudiera replicar, se produjo un estrépito repentino. Los dos se volvieron.
Una docena larga de jóvenes melenudos dobló la esquina y se detuvo en seco.
—¡Allí! —gritó su primer atacante, señalando con un dedo triunfal.
—¡Corre! —ordenó el hombre que acompañaba a Rustem.
Rustem cogió su fardo de la mula, el que contenía sus papeles de casa y los manuscritos comprados en Sarnica, y echó a correr cuesta arriba, abandonando la mula, su ropa, su cayado, dos espadas y hasta el último vestigio de la dignidad que había imaginado ostentaría cuando llegara a la ciudad de ciudades.
A esa misma hora, en el Palacio Traversite del Recinto Imperial, la emperatriz de Sarantium reposa dentro de un baño perfumado en una cálida habitación embaldosada en la que flotan hilillos de vapor, mientras su secretario —sentado en un banco, de espaldas a la desnuda silueta reclinada de la emperatriz— le lee en voz alta una carta en la que el jefe de una de las principales tribus disidentes de Moskav le propone que induzca al emperador a financiar la revuelta que lleva largo tiempo planeando.
La carta, con escasa sutileza, también da a entender que quien la ha escrito está dispuesto a cuidar del deleite y el éxtasis físico de la emperatriz, llegado el caso. El documento concluye con una expresión de simpatía en la que se lamenta que una mujer de la magnificencia de la emperatriz todavía deba seguir soportando las atenciones de un emperador tan impotentemente incapaz de administrar sus propios asuntos de estado.
Alixiana saca los brazos del agua para estirarlos por encima de su cabeza y se permite una sonrisa mientras contempla las curvas de sus pechos. La moda en lo tocante a las bailarinas ha cambiado desde sus tiempos. Ahora muchas de las jóvenes se parecen considerablemente a los bailarines: pechos pequeños, caderas rectas, un aire de muchacho. Dicha descripción no resultaría nada adecuada para la mujer que hay en su baño. Alixiana ya lleva vistos y vividos treinta años notablemente variados, y todavía puede poner fin a una conversación o acelerar un pulso con su entrada en una habitación.
Ella lo sabe, por supuesto. Eso tiene su utilidad, y siempre la ha tenido. En este momento, sin embargo, se está acordando de una niña de ocho años que disfrutaba de su primer baño digno de ese nombre. La habían traído de un callejón al sur del Hipódromo en el que había estado luchando y revolcándose entre el polvo y los despojos con tres niños más. Alixiana recuerda que fue una Hija de Jad, una mujer canosa de mandíbula cuadrada y rostro adusto que nunca sonreía, la que separó a la pendenciera progenie de los trabajadores del Hipódromo para después llevarse consigo a Aliana, dejando boquiabiertos a los otros pequeños.
En la sombría casa de piedra sin ventanas donde residía aquella secta de santas mujeres, llevó a la ahora callada e impresionada niña a una pequeña habitación privada, mandó que trajeran agua caliente y toallas, y la desnudó. Después la bañó en una bañera de bronce, a solas las dos. No había tocado a Aliana, al menos no íntimamente. Lavó su sucio cabello y restregó sus mugrientos dedos y uñas, pero la expresión de la mujer no había cambiado mientras hacía todo aquello, ni cuando se echó hacia atrás, sentándose en un taburete de tres patas, y se limitó a mirar durante un rato a la niña metida en la bañera.
Cuando piensa en ello, la emperatriz es muy consciente de cuáles tenían que ser las complejidades subyacentes en las acciones de una mujer santa aquella tarde, los impulsos ocultos y repudiados que se agitaban dentro de ella mientras limpiaba primero y contemplaba después el cuerpo desnudo de la niña en el baño. Pero en aquel momento sólo había sido consciente de que la aprensión iba siendo sustituida poco a poco por una notable sensación de lujosa comodidad: el agua caliente y la habitación caldeada, las manos de otra persona cuidando de ella.
Cinco años después era una bailarina oficial de los Azules y empezaba a acumular fama y reconocimiento, la amante-niña de uno de los más notorios mecenas aristocráticos de la facción. Y ya era conocida por su afición a bañarse: dos veces al día en los baños públicos entre lánguidos perfumes, calor y vapores, algo que para ella significaba comodidades y seguridad en una vida que no había conocido ninguna de esas cosas.
Eso no ha cambiado, a pesar de que ahora conoce las comodidades más refinadas que pueda haber en el mundo. Y para ella lo más notable de todo esto es la vívida intensidad con que todavía puede recordar haber sido la niña en aquel pequeño baño.
La carta siguiente, leída mientras la emperatriz está siendo empolvada, secada, pintada y vestida por sus damas, es de un líder religioso de los nómadas del desierto al sur de Soriya. Cierto número de esos vagabundos del desierto se han vuelto jaditas en sus creencias, habiendo abandonado su incomprensible herencia edificada alrededor de los espíritus del viento y las líneas sagradas, invisibles al ojo humano, que surcan las arenas y se entrecruzan para marcar los lugares y las correspondencias sagradas.
Todas las tribus del desierto que han abrazado a Jad también han adoptado la creencia en el hijo del dios. Eso es algo que suele ocurrir entre quienes se convierten a la fe del dios del sol: Heladikos es el camino hacia su padre. Oficialmente, el emperador y los patriarcas han prohibido tales creencias. La emperatriz, muy oportunamente considerada simpatizante de tales creencias, tiende a gestionar el intercambio de cartas y regalos con los tribeños. Pueden ser importantes, y con frecuencia lo son. Incluso con la paz tan exorbitantemente comprada a los basánidas, en las regiones inestables del sur los aliados son importantes, poco duraderos y valiosos porque proporcionan guerreros a sueldo, por el oro y el silpkium —esa especia extravagantemente cara— y por ofrecer rutas de caravanas para los artículos de Oriente que describen un rodeo alrededor de Bassania.
La segunda carta termina sin ninguna promesa de deleite físico. La emperatriz se abstiene de expresar decepción. Su actual secretario no tiene ningún sentido del humor y sus asistentas se distraen cuando algo las divierte. El caudillo del desierto le envía una plegaria para que la luz vele por su alma.
Alixiana, ya vestida y bebiendo de una copa de vino endulzado con miel, dicta réplicas a ambas cartas. Acaba de terminar la segunda cuando de pronto la puerta se abre. La emperatriz levanta la vista.
—Demasiado tarde —murmura—. Mis amantes han huido y, como podéis ver, tengo aspecto totalmente respetable.
—Destruiré bosques y ciudades en su búsqueda —dice el tres veces ensalzado emperador, el sagrado regente de Jad sobre la faz de la tierra, mientras se sienta en un banco acolchado y acepta una copa de vino (sin miel) de una de las mujeres—. Moleré sus huesos hasta reducirlos a polvo. Por favor, ¿me permitirás proclamar que he sorprendido a Vertigus importunándote y que he hecho que fuese descuartizado por cuatro caballos?
La emperatriz ríe y hace un breve gesto. La habitación se vacía de secretario y asistentas.
—¿Dinero, otra vez? Podría vender mis joyas —dice cuando quedan a solas.
El sonríe, su primera sonrisa del día. Ella se levanta y le lleva una bandeja dé queso, pan y fiambres. Es una costumbre, y lo hacen cada mañana cuando las exigencias del día así lo permiten. Besa su frente mientras deposita la bandeja ante él. Él le acaricia la muñeca, respirando su perfume. En cierto modo, piensa, una nueva parte de su día empieza cuando hace eso por primera vez. Cada mañana.
—Obtendría más vendiéndote —dice.
—Qué excitante. Gunarch de Moskav pagaría.
—No puede permitírselo. —Valerius recorre con la mirada el cuarto de baño, mármol rojo y blanco y marfil y oro, cálices enjoyados y copas y arquetas de alabastro encima de las mesas. Hay dos fuegos encendidos, y lámparas de aceite cuelgan del techo dentro de cestas tejidas con alambre de plata—. Eres una mujer muy cara.
—Por supuesto. Lo cual me recuerda que sigo queriendo mis delfines. —Señala la parte superior de la pared en el otro extremo del cuarto de baño—. ¿Cuándo dejaréis de necesitar al rhodiano? Quiero que empiece a trabajar aquí.
Valerius le lanza una mirada represiva y no dice nada.
Ella sonríe, toda inocencia y grandes ojos.
—Gunarch de Moskav me ha enviado una carta en la que dice que podría ofrecerme los deleites que sólo he podido soñar en la oscuridad.
Valerius asiente distraídamente.
—Estoy seguro de ello.
—Y hablando de sueños… —dice su emperatriz.
El emperador capta la súbita variación en el tono —Alixiana es toda una experta en ese tipo de cambios, naturalmente— y la mira mientras ella vuelve a su asiento.
—Supongo que hablábamos de ellos —dice él. Hay un silencio—. Siempre es mejor que hablar de delfines ilícitos. ¿De qué se trata ahora, amor?
Ella se encoge de hombros delicadamente.
—El sueño era sobre delfines.
Una suave malicia ensombrece el rostro del emperador.
—Qué lista eres. Acabo de ser pilotado igual que una embarcación hasta el lugar al cual querías ir.
Ella sonríe, pero no con sus ojos.
—Oh, en realidad no. Era un sueño muy triste.
Valerius la mira.
—¿Realmente los quieres para esas paredes?
La ha entendido mal deliberadamente, y ella lo sabe. Ya han estado allí antes. A él no le gusta hablar de sus sueños. Alixiana cree en ellos y él no, o al menos eso dice.
—Los quiero sólo en las paredes —dice ella—. O en el mar, lejos de nosotros durante mucho tiempo todavía.
Él bebe un sorbo de vino. Come un poco de queso con el pan. Comida del campo, su preferida a estas horas. En Trakesia se llamaba Petrus.
—Ninguno de nosotros sabe adonde viaja nuestra alma —dice él—, en la vida o después de ella. —Su rostro es redondo, liso, inocuo. Nadie se deja engañar por ello, ya no—. Pero creo que no voy a cambiar de parecer acerca de esta guerra en Occidente, querida, y mi decisión es invulnerable tanto a los sueños como a los argumentos.
Ella asiente. No a una nueva conversación, o una nueva conclusión. El sueño por la noche fue real, no obstante. Siempre ha tenido sueños que siguen con ella una vez despierta.
Hablan de asuntos de estado: tributos y tasas, los dos patriarcas, las ceremonias inaugurales para el Hipódromo, dentro de unos días. Ella le habla de una divertida boda que va a tener lugar hoy, con una lista de invitados sorprendentemente distinguida.
—Se rumorea que Lysippus ha sido visto en la ciudad —murmura sirviéndole más vino, y su expresión se vuelve traviesa.
Él parece apenado, como si lo hubiera sorprendido haciendo algo indebido. Ella ríe a carcajadas.
—¡Lo sabía! ¿Habéis sido vos quien los ha puesto en circulación?
Él asiente.
—Debería venderte a alguien que viva muy lejos de aquí. Estoy… sondeando la situación.
—¿Seríais capaz de hacerlo volver?
Lysippus el calisiano, tosco de cuerpo y apetitos, había sido no obstante el cuestor del Erario Imperial más eficiente e incorruptible que Valerius hubiera tenido jamás. Se decía que su relación con el emperador se remontaba hasta muy atrás en el tiempo y que involucraba ciertos detalles escabrosos. La emperatriz nunca ha preguntado al respecto, porque en realidad no quiere saberlo. Ella tiene sus propios recuerdos —y sueños, a veces— de hombres gritando en la calle una mañana debajo de habitaciones que él había alquilado para ella en un distrito muy caro, en aquellos días en que ellos eran jóvenes y Apius era emperador. No se muestra abiertamente remilgada acerca de esas cosas, no puede serlo después de aquella infancia pasada en el Hipódromo y el teatro, pero ese recuerdo —y el olor de la carne quemada— se le ha quedado grabado para siempre.
El calisiano, que fue exiliado después de la Revuelta de la Victoria, ya lleva casi tres años desterrado.
La emperatriz sonríe levemente. A él no le gustan las carreras, lo cual es un secreto muy mal guardado.
—¿Dónde está ahora?
Valerius se encoge de hombros.
—Supongo que sigue en el norte. Escribe desde una propiedad cercana a Eubulus. Dispone de suficientes recursos para hacer lo que le venga en gana. Probablemente se aburre. Estará aterrorizando la comarca, robando niños las noches sin luna.
Ella tuerce el gesto.
—No es un hombre muy agradable.
El asiente.
—En absoluto. Sus hábitos son de lo más desagradable, por supuesto. Pero necesito dinero, cariño, y Vertigus es un auténtico inútil.
—Estoy de acuerdo —murmura ella—. No podéis imaginaros lo inútil que es. —Se pasa la lengua por los labios—. Creo que Gunarch de Moskav sabrá darme muchísimo más placer. —Pero está ocultando algo. Un presentimiento, una distante intuición. Delfines, sueños y almas.
Él ríe, no tiene más remedio que reír, y acaba marchándose después de haber terminado su rápida colación. En el Palacio Attenine esperan informes de los gobernadores militares y provinciales a los que es preciso responder. La emperatriz va a recibir a una delegación de clérigos y mujeres santas de Amoria en sus propias salas de recepción y después, siempre que no haga mucho viento, irá a navegar por la bahía. Le encanta ir a las islas del estrecho o al mar interior, y con el invierno tocando a su fin ahora puede volver a permitírselo cuando hace buen tiempo. Esta noche no hay ningún banquete de gala. Cenarán juntos con un reducido número de cortesanos, y mientras cenen escucharán a un músico de Candaria.
Disfrutarán del espectáculo, pero cuando después se sirva el vino los acompañarán —algunos podrían pensar que de manera bastante inesperada— el estratega supremo Leontes y su alta y rubia esposa, y una tercera persona, también mujer, y de sangre real.
Pardos corría tan rápido como se lo permitían sus piernas, maldiciéndose mientras lo hacía. Había pasado toda su vida en los barrios más violentos de Varena, una ciudad famosa por las borracheras de los soldados antae y las continuas peleas de sus aprendices. Sabía que era un idiota por haber intervenido en aquel callejón, pero una espada desenvainada y un hombre muerto a plena luz del día habían llevado aquel encuentro más allá de los moretones y las palizas habituales. Se lanzó a la carga sin pararse a pensar, propinó unos cuantos golpes… y ahora se encontraba corriendo junto a un basánida encanecido a través de una ciudad que no conocía, con una banda de jóvenes aristócratas persiguiéndolos. Ni siquiera tenía su cayado.
En casa pasaba por ser un joven sensato y cauteloso, pero el tener cuidado no siempre te mantenía alejado de los problemas. Pardos sabía qué debían hacer, y rezó para que las más ancianas piernas del doctor pudieran mantener aquel ritmo.
Salió del callejón, torciendo hacia la izquierda con un brusco resbalón para entrar en una calle más ancha y volcó la primera carreta —perteneciente a un pescador— que vio. Couvry había hecho eso en una ocasión similar. Un chillido de indignación lo siguió, pero Pardos no miró atrás. Las multitudes y el caos eran justo lo que necesitaban para cubrir su huida y proporcionar cierta medida de disuasión a la violencia asesina en caso de que los alcanzaran… aunque Pardos no estaba muy seguro de poder disuadir sus perseguidores.
Más valía no averiguarlo.
El doctor parecía mantener el paso junto a él, y cuando doblaron otra esquina incluso extendió el brazo y bajó de un tirón el toldo que cubría la entrada de un comercio de iconos. Siendo un basánida quizá hubiese tenido que escoger otra tienda, pero consiguió esparcir por toda la fangosa calle a las Víctimas Benditas que llenaban una mesa, dispersando a los mendigos congregados alrededor de ella y creando así nuevas perturbaciones a su espalda. Pardos volvió la cabeza: el doctor iba muy serio, y sus piernas subían y bajaban en una veloz carrera.
Mientras corrían, Pardos miraba de un lado a otro en busca de alguno de los guardias del prefecto urbano, que seguramente patrullaban las calles en un barrio tan peligroso. ¿No se suponía que las espadas eran ilegales en la ciudad? Los jóvenes patricios que los perseguían no parecían creerlo, o en todo caso les daba igual. Pardos decidió ir hacia una capilla, una más grande que el minúsculo agujero donde había estado cantando la invocación de la mañana después de llegar a la ciudad a la salida del sol y serpentear por las calles en un lento descenso desde la Triple Muralla. Planeaba alquilar una habitación no muy cara cerca del puerto —la zona más barata de cualquier ciudad costera— y luego encaminarse a un encuentro en el que no había dejado de pensar desde que abandonó su hogar.
La habitación tendría que esperar.
Las multitudes de la mañana ya eran muy numerosas. Tenían que escurrirse como buenamente podían, ganándose maldiciones y empellones. Pero eso significaba que quienes los perseguían seguramente ya se estarían quedando rezagados, e incluso podían perderlos de vista si Pardos y el doctor —que realmente se movía bastante bien para ser un viejo canoso— conseguían seguir una ruta lo suficientemente errática.
Mirando arriba para orientarse, Pardos entrevió —gracias a una interrupción en los edificios de múltiples pisos— una cúpula dorada más grande que ninguna de las que había visto hasta entonces, y volvió a cambiar bruscamente de parecer mientras seguían corriendo.
—¡Por aquí! —jadeó, señalando con un dedo.
—¿Por qué corremos? —quiso saber el basánida—. ¡Aquí hay gente! No se atreverán…
—¡Lo harán! ¡Nos matarán y pagarán una multa! ¡Vamos!
El doctor no dijo nada más, ahorrando el aliento. Siguió a Pardos cuando este salió de la calle en la que estaban y cruzó corriendo una gran plaza. Pasaron a la carrera por delante de un santón harapiento y su pequeña multitud, y fueron alcanzados por una vaharada del repugnante hedor de aquel hombre que no se lavaba nunca. Pardos oyó un grito detrás: algunos de sus perseguidores aún no los habían perdido de vista. Una piedra pasó silbando junto a su cabeza. Miró atrás.
Un perseguidor. Sólo uno. Eso cambiaba las cosas.
Pardos se detuvo y se volvió.
El doctor hizo lo mismo. Un muchacho de aspecto feroz pero extremadamente joven, vestido al estilo oriental, con pendientes, un collar de oro y larga melena despeinada —que no era parte del grupo original— convirtió su carrera en un titubeante paseo, y después se llevó las manos al cinturón y desenvainó una espada de hoja corta. Pardos miró en derredor, soltó un juramento y corrió hacia el santón. Enfrentándose valientemente al fétido hedor agusanado del hombre, lo despojó de su cayado mientras mascullaba una disculpa. Después se encaró con su joven perseguidor y cargó contra él.
—¡Idiota! —gritó, agitando amenazadoramente el cayado—. ¡Estás solo y nosotros somos dos!
El muchacho —percatándose con cierto retraso de aquella significativa verdad— se apresuró a mirar por encima del hombro, no vio llegar ningún refuerzo inmediato y de pronto pareció bastante menos feroz.
—¡Lárgate! —gritó el doctor, blandiendo un cuchillo junto a Pardos.
El joven les miró y optó por seguir el consejo. Huyó.
Pardos le lanzó el cayado al santón y dijo al doctor:
—¡Vamos! ¡Iremos al santuario!
Lo señaló con un dedo y los dos atravesaron la plaza y echaron a correr por un segundo callejón.
Ya no faltaba mucho. El callejón —benditamente libre de cuestas— desembocó en un enorme foro rodeado de arcadas cubiertas y tiendas. Pardos pasó junto a dos niños que jugaban con un aro y un hombre que vendía nueces asadas en un brasero. A su izquierda vio alzarse la mole del Hipódromo y un par de enormes puertas de bronce en un muro que tenía que ser el que protegía el Recinto Imperial. Delante de las puertas había una gigantesca estatua ecuestre. Haciendo caso omiso de todos aquellos esplendores, corrió en diagonal a través del foro hacia un largo porche cubierto que acababa en dos puertas. La cúpula que se elevaba por encima que le habría dejado sin aliento en caso de que todavía le hubiera quedado un poco.
Ambos saltaron y corrieron en zigzag entre albañiles, carretillas, montones de ladrillos y —¡visión familiar!— un horno para cocer la lechada cerca del atrio. Estaban llegando a los peldaños cuando Pardos volvió a oír los gritos de sus perseguidores. Subieron los peldaños corriendo codo a codo y se detuvieron, tambaleándose y jadeando, delante de las puertas.
—¡Nadie puede entrar! —dijo secamente uno de los dos guardias que había ante ellas—. ¡Dentro están trabajando!
—Mosaiquista —boqueó Pardos—. ¡Recién llegado de Batiara! ¡Esos jóvenes nos persiguen! —Señaló a través del foro—. ¡Ya han matado a alguien! ¡Con espadas!
Los guardias miraron en esa dirección. Media docena de perseguidores acababan de entrar en el foro, corriendo en un apiñado grupo. Llevaban las armas desenvainadas: a plena luz del día, en el foro. Imposible creerlo, o eran tan ricos que les daba igual. Pardos tiró de un grueso pomo de una puerta hasta abrirla y metió dentro al doctor de un rápido empujón. Oyó el penetrante silbo de un guardia para pedir refuerzos. De momento estarían a salvo allí dentro, de eso estaba seguro. El doctor, inclinado con las manos apoyadas en las caderas, respiraba agitadamente. Dirigió a Pardos una mirada de soslayo y un asentimiento, obviamente pensando lo mismo que él.
Luego, mucho más tarde, Pardos dedicaría algún tiempo a reflexionar en lo que la secuencia de intervenciones y actividades de aquella mañana sugería acerca de ciertos cambios producidos en sí mismo, pero en ese momento se limitó a reaccionar y moverse.
Miró arriba. Reaccionó, pero no se movió.
De hecho, de pronto tuvo la sensación de que sus botas acababan de quedar unidas al suelo de mármol como… tesserae en un lecho a punto de solidificarse, fijadas allí para todos los siglos venideros.
Y así se quedó, como si hubiera echado raíces en el suelo, tratando primero de asimilar el mero hecho de las dimensiones de aquel lugar, los vastos pasillos y alcobas sumidas en la penumbra que se alejaban en una ilusión de infinitud a lo largo de corredores de pálida luz filtrada. Vio las gigantescas columnas apiladas unas sobre otras como juguetes para los gigantes de la leyenda de Finabar, aquel primer mundo perdido de la fe pagana de los antae, donde los dioses caminaban entre los hombres.
Abrumado, Pardos bajó la mirada hacia la reluciente perfección del suelo de mármol pulimentado y después —respirando hondo— volvió a levantar los ojos, mirando hacia arriba para ver la gran cúpula en sí, inconcebiblemente inmensa. Y encima de ella, cobrando forma en ese mismo instante, estaba lo que Caius Crispus de Varena, su maestro, estaba diseñando entre toda aquella santidad.
Tesserae blanco y oro sobre un suelo azul —un azul como Pardos nunca había visto en Batiara y nunca había esperado ver en su vida— definían la bóveda de los cielos. Pardos reconoció la mano y el estilo. Quienquiera que hubiese estado a cargo de aquellas decoraciones cuando Crispin llegó del oeste ya no era el diseñador allí.
Pardos había aprendido del hombre que estaba haciendo aquello, maestro y aprendiz.
Lo que aún ni siquiera podía empezar a captar —y sabía que tendría que pasar mucho tiempo observando para dar un primer paso por ese camino— era la colosal escala de lo que Crispin estaba haciendo en aquella cúpula. Un diseño igual a la vastedad del entorno.
El doctor, inmóvil junto a él, se había apoyado contra una columna de mármol y seguía recuperando el aliento. Bajo la tenue luz, el mármol era del verde azulado del mar en una mañana nublada. El basánida guardaba silencio mientras miraba lentamente en torno a él. Sus ojos estaban muy abiertos por encima de su barba surcada de gris. El Santuario de Valerius era tema de conversaciones y rumores en todo el mundo conocido, y ahora se encontraban en su interior.
Había trabajadores por todas partes, muchos en esquinas tan lejanas que eran indistinguibles y sólo se los podía oír. Pero incluso el estrépito de la construcción era cambiado por el inmenso espacio, llenándose de ecos para transformarse en una hueca resonancia de sonido. Pardos intentó imaginarse la liturgia siendo cantada allí, y se le hizo un nudo en la garganta sólo de pensarlo.
El polvo bailaba en los rayos de sol que caían en diagonal a través de los ventanales abiertos en lo alto de las paredes y alrededor de toda la cúpula. Dirigiendo la mirada hacia arriba más allá de los candelabros de bronce y plata suspendidos en el aire, Pardos vio andamiajes por todas partes junto a los muros enmarmolados, donde estaban siendo colocados mosaicos de flores entrelazadas y distintos motivos. Sólo un andamio subía toda la altura hasta llegar a la cúpula, hacia el lado norte de aquella gran curva, delante de las puertas de la entrada. Y bajo la suave y delicada luz matinal que entraba en el Santuario de la Sagrada Sabiduría de Jad, Pardos vio encima de aquel elevado andamio la pequeña figura del hombre al que había seguido hasta Oriente, sin que se lo pidiera y sin que él lo deseara; pues Crispin había rechazado de plano la compañía de los aprendices cuando emprendió su propio viaje.
Pardos volvió a hacer una profunda inspiración para serenarse e hizo el signo del disco solar. Aquel lugar todavía no había sido formalmente consagrado —no había altar, ni disco dorado suspendido detrás de él— pero para Pardos ya era suelo sagrado, y su viaje, o aquella parte de él, había terminado. Dio gracias a Jad en su corazón, acordándose de la sangre sobre un altar en Varena, perros salvajes en una noche espantosamente fría en Sauradia cuando pensó que moriría. Estaba vivo, y estaba aquí.
Podía oír a los guardias en el exterior, y se dio cuenta de que ahora había más. Un joven enfurecido se puso a gritar, y un instante después fue bruscamente interrumpido por la réplica de un soldado. Pardos miró al doctor y se permitió una sonrisa torcida. Entonces se acordó de que el sirviente del basánida estaba muerto. Habían escapado, pero aquel no era un momento de placer, no para el otro hombre.
No muy lejos de allí había dos artesanos, y Pardos decidió que si conseguía mover los pies, iría a hablar con ellos. Antes de que pudiera hacerlo, oyó cómo los artesanos levantaban las voces en un nervioso coloquio.
—¿Dónde está Vargos? Él podría hacerlo.
—Ha ido a vestirse. Ya lo sabías, ¿no? También ha sido invitado.
—Santo Jad. Tal vez… Eh… Bueno, a lo mejor uno de los aprendices de albañil podría hacerlo. O los aprendices del que pone los ladrillos, no sé. Quizá no lo conozcan.
—Ni lo sueñes. Todos conocen las historias. Tendremos que hacerlo nosotros, Sosio, y ahora mismo. ¡Ya es muy tarde! Nos lo jugaremos a los dados.
—¡No! No voy a subir ahí arriba. Crispin mata a la gente.
—Crispin amenaza con matar a la gente, pero no creo que nunca haya matado a nadie.
—No lo crees, ¿eh? Perfecto. Entonces sube tú.
—He dicho que nos lo jugaríamos a los dados, Sosio.
—Y yo he dicho que no iría. Y tampoco quiero que vayas tú. Eres mi único hermano.
—Llegará tarde. Nos matará por haber permitido que llegara con retraso.
Pardos descubrió que podía moverse, y que —a pesar de los acontecimientos de la mañana— estaba tratando de no sonreír. Demasiados recuerdos habían acudido a su mente, repentinos y vividos.
Avanzó por el mármol bajo la serena luz. Las pisadas de sus botas creaban suaves ecos. Los dos hermanos —eran gemelos absolutamente idénticos— se volvieron y le miraron. Alguien dejó caer un martillo o un cincel en la lejanía y el sonido creó una vibración muy suave, casi musical.
—Me parece haber entendido que se trata de interrumpir a Crispin mientras está trabajando en lo alto del andamio —dijo Pardos gravemente.
—Caius Crispus, sí —se apresuró a decir el que se llamaba Sosio—. ¿Tú lo conoces?
—¡Tiene que asistir a una boda! —dijo el otro hermano.
—¡Ahora mismo! Forma parte de la comitiva de la boda.
—¡Pero no permite que nadie le interrumpa!
—¡Nunca! ¡En una ocasión mató a alguien porque le había interrumpido!
Pardos asintió.
—Lo sé, lo sé. Lo hizo. ¡En una capilla! De hecho, yo era la persona a la que mató. ¡Fue terrible morir de esa manera! —Hizo una pausa y les guiñó el ojo cuando sus bocas se abrieron idénticamente—. No os preocupéis, yo iré a buscarlo por vosotros.
Siguió adelante, antes de que su sonrisa —que ya no podía reprimir por más tiempo— lo traicionara por completo. Pasó justo por debajo de la asombrosa curva de la cúpula. Mirando arriba, vio la imagen de Jad que Crispin había hecho en el este elevándose sobre los detalles emergentes de Sarantium vista como en el horizonte y, porque acababa de pasar todo un invierno en cierta capilla de Sauradia, enseguida se percató de lo que su maestro estaba haciendo con aquella imagen del dios. Crispin también había estado allí. Los Insomnes se lo habían dicho.
Llegó al andamio. Dos jóvenes aprendices estaban de pie junto a él, sujetándolo para que no se moviera. Habitualmente los que se encargaban de esa tarea estaban aburridos y ociosos. Aquellos dos parecían aterrorizados. Pardos ya no pudo dejar de sonreír.
—Sostenédmelo, ¿queréis? —dijo.
—¡No puedes! —jadeó uno de los muchachos, horrorizado—. ¡Él está ahí arriba!
—Eso tengo entendido —dijo Pardos. No tenía que esforzarse para recordar un tiempo en el que se había sentido, probablemente con el mismo aspecto, como aquel aprendiz de rostro tan blanco—. Pero necesita que le den un mensaje.
Y empezó a subir. Sabía que Crispin, allá en las alturas, no tardaría en sentir, si es que no lo había sentido ya, el tirón y el bamboleo. Pardos mantuvo los ojos fijos en sus manos, como se les enseñaba a hacer a todos los aprendices, y subió.
Estaba a mitad del andamio cuando oyó una voz muy conocida —había recorrido el mundo entero para volver a oírla— que gritaba desde lo alto, con su habitual gélida furia:
—¡Otro paso más y pongo fin a tu desdichada existencia y reduzco a polvo tus huesos para hacer lechada con ellos!
Vaya, esta invectiva es realmente buena, pensó Pardos. Y además es nueva. Miró arriba.
—¡Cállate o te arrancaré las nalgas con un par de tesserae y te las daré a comer en tajadas! —gritó a su vez.
Hubo un silencio. Y después:
—¡Soy yo quien dice eso, así se te pudran los ojos! ¿Quién…?
Pardos siguió subiendo sin responder.
Sintió que la plataforma vibraba por encima de él cuando Crispin fue hasta el borde y miró abajo.
—¿Quién eres? —Otro silencio—. ¿Pardos? ¿Pardos?
Pardos siguió subiendo en silencio. Estaba demasiado emocionado para poder hablar. Llegó a lo alto del andamio, pasó por encima de la barandilla y accedió a la plataforma bajo las estrellas de un oscuro cielo azul de mosaico, para ser envuelto en un abrazo tan vigoroso que estuvo a punto de derribarlos del andamio.
—¡Maldito seas, Pardos! ¿Por qué has tardado tanto en venir? ¡Te necesitaba aquí! ¡Escribieron que te fuiste de allí en el puto otoño! ¡Hace medio año! ¿Tienes idea de lo tarde que llegas?
Ignorando de momento el hecho de que Crispin, al partir, había rechazado explícitamente todo acompañamiento, Pardos se liberó del abrazo.
—¿Y tú tienes idea de lo tarde que vas a llegar? —preguntó.
—¿Yo? ¿Adonde?
—A la boda —dijo Pardos alegremente, y lo observó.
Después sentiría un placer todavía más grande al recordar la horrorizada llegada de la comprensión a los inesperadamente rasurados rasgos de Crispin.
—¡Ah! ¡Ah! ¡Santo Jad! ¡Me matarán! ¡Soy hombre muerto! ¡Si Carullus no me mata, esa maldita Shirin se encargará de hacerlo! ¿Por qué ninguno de esos imbéciles de ahí abajo me lo ha dicho?
Sin molestarse en esperar la obvia respuesta, Crispin saltó temerariamente la barandilla y empezó a bajar a toda velocidad, deslizándose más que andando, de la manera en que lo hacían los aprendices cuando echaban carreras. Antes de seguirlo, Pardos echó una mirada al sitio donde había estado trabajando Crispin. Vio un bisonte en un bosque otoñal, enorme, hecho en negro, delineado y ribeteado en blanco. De esa manera destacaría enormemente sobre los brillantes colores de las hojas que lo rodeaban, convirtiéndose en una imagen dominante. Eso tenía que ser deliberado. En una ocasión Crispin llevó a los aprendices a que vieran un suelo de mosaico en una finca al sur de Varena donde el blanco y el negro habían sido usados de aquella manera, oponiéndolos a los colores. Pardos inició el descenso.
Crispin esperaba al final de la escalera, haciendo muecas y dando saltitos en su impaciencia.
—¡Date prisa, idiota! Este retraso acabará conmigo. ¡Me matará! ¡Vamos! ¿Por qué has tardado tantísimo en llegar?
Pardos descendió sin apresurarse.
—Hice un alto en Sauradia, en una capilla que había junto al camino —explicó—. Dijeron que tú también habías estado allí, hace algún tiempo.
La expresión de Crispin cambió. Miró fijamente a Pardos.
—Y estuve —dijo tras una pausa—. Sí, estuve allí. Les dije que tenían que… ¿Estuviste…? Pardos, ¿la estuviste restaurando?
Pardos asintió lentamente.
La expresión de Crispin volvió a cambiar, calentando sus facciones como la luz del sol al caer sobre una mañana helada.
—Me complace —dijo su maestro—. Me complace muchísimo. Hablaremos de esto. Mientras tanto, ven, tenemos que darnos prisa.
—He estado corriendo. Por todo Sarantium, o eso me parece a mí. Fuera hay un grupo de jóvenes, lo bastante ricos para que la ley les importe un comino, que intentan matarnos, a mí y a este doctor basánida. —Señaló al médico, que se había aproximado con los hermanos artesanos. Los rostros de los gemelos ofrecían un estudio emparejado de la confusión—. Mataron a su sirviente. No podemos salir como si tal cosa.
—Y el cuerpo de mi hombre será arrojado a la calle por uno de vuestros más piadosos clérigos si no es reclamado a mediodía.
El doctor hablaba un sarantino excelente, mejor que el de Pardos. Todavía estaba furioso.
—¿Dónde está? —preguntó Crispin—. Sosio y Silano pueden ir por él.
—No tengo ni idea del nombre de…
—Capilla de la Bendita Ingacia —precisó Pardos—. Cerca del puerto.
—¿Qué? —exclamó el gemelo llamado Sosio.
—¿Qué fuisteis a hacer allí? —preguntó su hermano casi a la vez—. ¡Es un lugar terrible! Ladrones y prostitutas.
—¿Cómo sabéis tantas cosas sobre ese sitio? —preguntó Crispin sarcásticamente, y después pareció acordarse de que tenía muchísima prisa—. Llevaos con vosotros a dos guardias imperiales. A estas alturas todos los hombres de Carullus estarán en la dichosa boda. Decidles que es por mí, y el porqué. Y vosotros dos —añadió, volviéndose hacia Pardos y el doctor—, ¡venid conmigo! Dispongo de guardias, así que pasaréis la mañana junto a mí. —Crispin dando órdenes era algo que Pardos recordaba. Sus humores siempre cambiaban de aquella manera—. ¡Saldremos por una puerta lateral! ¡Es una boda, así que necesitaréis algo blanco que poneros! ¡Idiotas!
Se marchó a toda prisa. Pardos y el médico, no teniendo elección, se apresuraron a seguirlo.
Y así fue como el mosaiquista Pardos de Varena y el médico Rustem de Kerakek acabaron asistiendo —luciendo sobretúnicas blancas tomadas del guardarropa de Crispin— a la ceremonia y después al banquete de celebración de un matrimonio el día en que cada uno de ellos llegó a Sarantium, la augusta ciudad sagrada de Jad.
Los tres llegaron al acontecimiento con retraso, pero no irremisiblemente tarde.
Los músicos esperaban fuera. Un soldado, que aguardaba nerviosamente junto a la entrada, les vio venir y corrió a informar de su llegada. Crispin, murmurando un rápido torrente de disculpas en todas direcciones, consiguió ocupar apresuradamente su sitio delante del altar a tiempo de sostener una delgada corona de oro encima de la cabeza del novio durante la ceremonia. Sus cabellos se hallaban bastante alborotados, pero casi siempre lo estaban. Pardos vio cómo la muy atractiva mujer que tenía que sostener la corona encima de la cabeza de la novia asestaba un puñetazo en las costillas a su maestro un instante antes de que empezara el servicio. Una oleada de leves risas recorrió la capilla. El clérigo pareció sorprenderse, y el novio sonrió y asintió aprobadoramente.
Pardos no vio la cara de la novia hasta después de la ceremonia. Estuvo velada en la capilla mientras el clérigo pronunciaba las palabras de unión y luego las repetía al unísono con la pareja de consortes. Pardos no tenía idea de quiénes eran, ya que Crispin no había tenido tiempo de explicárselo. Ni siquiera sabía cómo se llamaba el basánida inmóvil junto a él; aquella mañana los acontecimientos se habían sucedido a una velocidad increíble, y un hombre había muerto.
La capilla era elegante, soberbia a decir verdad, una extravagancia de oro y plata, pilares de mármol veteado y un magnífico altar de piedra negra como el azabache. Arriba, en la pequeña cúpula, Pardos vio —con sorpresa— la figura dorada de Heladikos, sosteniendo su antorcha de llamas mientras caía del cielo en el carro de su padre. La creencia en el hijo del dios había sido prohibida, y sus imágenes eran consideradas una herejía por ambos patriarcas. Al parecer los usuarios de aquella capilla eran suficientemente importantes para haber podido evitar que su mosaico fuera destruido. Pardos, que había adoptado al resplandeciente hijo del dios junto con el dios, tal como habían hecho todos los antae en Occidente, sintió un parpadeo de calor y bienvenida. Un buen presagio, pensó. Encontrar al Auriga esperándole allí era tan inesperado como reconfortante.
Después, hacia la mitad del servicio, el basánida le tocó el brazo y señaló. Pardos miró y parpadeó. El hombre que había matado al sirviente del médico acababa de entrar en la capilla.
Sosegado y seguro de sí mismo, iba envuelto en sedas blancas exquisitamente drapeadas, con un cinturón de eslabones de oro y una capa verde oscuro. Sus cabellos estaban pulcramente recogidos debajo de un sombrero verde ribeteado de piel. Las recargadas joyas habían desaparecido. El recién llegado ocupó discretamente un sitio entre un apuesto y maduro invitado y una mujer mucho más joven. Ya no tenía aspecto de estar borracho. Parecía un joven príncipe, un modelo para el Heladikos representado en todo su esplendor por encima de ellos.
En el Recinto Imperial y entre los niveles superiores del funcionariado había quienes cortejaban activamente a las facciones de las carreras, ya fuese a una de ellas o a ambas. Plautus Bonosus, maestro de ceremonias, no era uno de ellos. Siempre había pensado que alguien de su posición debía mantenerse benévolamente distanciado tanto de los Verdes como de los Azules. Además no era, ni por naturaleza ni por temperamento, el tipo de hombre inclinado a acosar a las bailarinas y, en consecuencia, para él los encantos de la famosa Shirin de los Verdes eran una cuestión puramente estética, no una fuente de deseo o atracción.
Debido a ello nunca hubiese asistido a aquella boda, de no ser por dos motivos. Uno era su hijo: Cleander le había apremiado desesperadamente a asistir, y como cada vez era más raro que su hijo mostrara el menor interés por las reuniones civilizadas, Bonosus no había querido dejar escapar aquella oportunidad de conseguir que el muchacho apareciera en público con el aspecto de alguien capaz de moverse en los círculos sociales. El otro, un poco más egoísta, había sido la información, hábilmente transmitida por la bailarina junto con su invitación, de que el banquete a celebrar en su casa estaba siendo preparado por Strumosus de Amoria.
Bonosus tenía sus debilidades. Los muchachos encantadores y la comida memorable probablemente encabezaban la lista.
Dejaron a las dos jóvenes solteras en casa, por supuesto. Bonosus y su segunda esposa asistieron —escrupulosamente puntuales— a la ceremonia en su propia capilla del barrio. Cleander llegó tarde, pero aseado y adecuadamente ataviado. Mientras contemplaba con cierta perplejidad a su hijo junto a él, Bonosus casi consiguió acordarse del muchacho respetuoso e inteligente que era sólo dos años atrás. El antebrazo derecho de Cleander parecía un poco hinchado, pero su padre optó por no preguntarle al respecto. Fuera lo que fuese, no quería saberlo. Se unieron al cortejo vestido de blanco y a los músicos (magníficos, por cierto, procedentes del teatro) para el corto y más bien gélido trayecto hasta la casa de la bailarina.
Bonosus sintió una fugaz punzada de inquietud cuando el desfile musical a través de las calles terminó delante de un atrio provisto de una excelente copia de un clásico busto femenino de Trakesia. Sabía qué opinaba su esposa del hecho de que fueran a entrar allí. No había dicho nada, por supuesto, pero él lo sabía. Iban a entrar en la morada de una bailarina, con lo que conferirían toda la simbólica dignidad del cargo de Bonosus a la mujer y a su casa.
Sólo Jad sabía qué ocurría allí dentro después del teatro. Thenais estuvo tan impecable como siempre, y no reveló el menor rastro de desaprobación. Su segunda esposa, significativamente más joven que él, tenía unos modales impecables y era famosa por su reticencia. Bonosus la había escogido por ambas cualidades después de que Aelina hubiese muerto en un verano de plaga hacía tres años, dejándolo con tres hijos y nadie que administrara la casa.
Thenais ofreció una amable sonrisa y un cortés murmullo a Shirin de los Verdes, esbelta y vivaz, cuando esta les dio la bienvenida en la puerta. Cleander, entre su padre y su madrastra, enrojeció como la grana cuando Bonosus le presentó y mantuvo los ojos clavados en el suelo mientras la bailarina le rozaba ligeramente la mano en un gesto de saludo.
Un misterio resuelto, pensó el senador mientras contemplaba al muchacho con diversión. Ahora sabía por qué Cleander se había mostrado tan deseoso de asistir. Al menos tiene buen gusto, pensó Bonosus sarcásticamente. Su humor mejoró aún más cuando una sirvienta le entregó una copa de vino (que resultó un espléndido candariano) y otra mujer le ofreció una pequeña bandeja que contenía delicadas porciones de pescado.
La imagen del mundo y el día que había empezado a formarse Bonosus se volvió decididamente soleada cuando probó su primera muestra del arte de Strumosus. El senador exhaló un audible suspiro de placer y miró en torno con una nueva benevolencia: una anfitriona Verde, el cocinero de los Azules en la cocina, numerosos invitados del Recinto Imperial (lo que le hizo sentirse menos conspicuo, de hecho, mientras detectaba su presencia y saludaba con una inclinación de la cabeza a uno de ellos), varios actores del teatro, incluido un antiguo amante de cabellos rizados al que enseguida decidió evitar.
Vio al regordete director del gremio de la seda (un hombre que parecía asistir a todas las fiestas que se daban en la ciudad), a Pertennius de Eubulus, el secretario del estratega supremo, sorprendentemente bien vestido, y al corpulento factionarius de nariz picuda de los Verdes, cuyo nombre nunca conseguía recordar. En otro punto de la sala, el mosaiquista rhodiano tan apreciado por el emperador estaba de pie junto a un robusto joven de barba un tanto descuidada y a un hombre algo mayor, también barbudo y claramente basánida. Y entonces el senador vio a otro invitado inesperado y digno de atención.
—Scortius está aquí —le murmuró a su esposa mientras probaba un diminuto erizo de mar, aderezado con silpkium y algo inidentificable, un sabor asombroso que recordaba al jengibre oriental—. Está con el corredor Verde de Sarnica, Crescens.
—Una reunión de lo más excéntrica, sí —replicó Thenais, sin molestarse en mirar hacia donde los dos aurigas estaban rodeados por un grupo de admiradores.
Bonosus sonrió levemente. Le gustaba su esposa. En algunas ocasiones incluso dormía con ella.
—Prueba el vino —dijo.
—Ya lo he hecho. Candariano. Estarás contento.
—Lo estoy —dijo Bonosus alegremente.
Y siguió estándolo, hasta que el basánida al que había visto con el mosaiquista se acercó a ellos para acusar de asesinato a Cleander, en una voz oriental lo bastante explícita —si bien felizmente baja en volumen— para hacer que la situación se volviera realmente desagradable.